RECORDANDO A ANDRÉS SALOM. PRONTUARIO FILOSÓFICO DEL HOMO HEILDEBERGENSIS (SIC) [1]
Por Jesús Cánovas Martínez
La Puerta Falsa en Murcia, comandada en sus actividades culturales por Fulgencio Martínez, fue durante la década de los 90 del siglo pasado algo así como la catedral murciana de las letras, y todo poeta, novel o consagrado, que se preciara de serlo terminaba por arribar a sus lares para leer o recitar, según fuese más o menos declamador o no, los ínclitos poemas de los que se confesaba autor. Establecido este prenotando, un poeta oscuro se allegó por aquel antro catedralicio. Era el servidor, y pretendía presentar su segundo libro de poemas, Kyrie Eleison.
Luchar cuando de antemano sabes que vas a perder produce vértigo, pero despierta sensaciones que rayan tanto el placer como el dolor, demasiado excitantes como para eludir el riesgo ante un posible descalabro. Se remueven mecanismos atávicos, se disparan emociones profundas, y las ideas se arremolinan con tal fuerza que el corazón y la cabeza quedan al borde del shock. Presentar un libro de poesía religiosa en un lugar donde escaseaba hasta el delirio dicho tipo de muestreo poético, de entrada, suponía una osadía y, sin lugar a dudas, una imprudencia. ¡Pues allí que me fui!
Andrés Salom, veterano de ciertas guerras y por aquel entonces muy activo en las lides poéticas, había establecido la loable norma que se enunciaba sucintamente como Acoso y derribo al presentador, y, dicha norma, era cumplida hasta la muerte del imprudente que se atreviese a elogiar poemas que no fuesen de él, y aún con más inquina si lo hacía de los propios. No importaba tanto lo que se leía (su buena o birriosa factura), quién lo leía o cómo; importaba, por el contrario, desmontar las lindezas que el presentador, a modo de flores, había dedicado al presentado. Así caían, de un mismo y certero golpe, los dos. Llegué a ver colear, después de rematados tras la diatriba, a muchos chulillos que después desaparecían del ámbito literario, para no volver jamás, con un fuerte y digno portazo. Ir de presentador en La Puerta Falsa comenzó a ser tarea de héroes, y aun así, y como curiosidad, arreciaba el personal que quería presentar su libro.
En la presentación de mi Kyrie se trastocaron un poco las normas. El público estuvo comedido y atento, y quien me presentó lo hizo de manera esmerada, profunda y hasta excelente. Pero se desencadenó una buena durante el posterior diálogo, porque se puso en mi contra, contradiciendo flagrantemente la norma establecida, hasta el presentador. Recuerdo aquellos momentos intensos de invectivas con una gran emoción… Tomó la cosa un cariz de lucha entre gladiadores, aunque con la sola diferencia de que esta vez las espadas eran dialécticas. Sin embargo, yo era uno y ellos, los contrincantes, eran todos los demás.
Recibí hasta en el carnet de identidad.
Cuando mi vida la daba por perdida y esperaba el golpe fatal que me llevara a la definitiva muerte literaria, dos escudos inesperados se interpusieron para desviarlo. Quedé derribado en la arena, pero no liquidado. El primer escudo fue el de Juan Gregorio; el segundo, el de Andrés Salom. Juan Gregorio sacó un trapo a modo señuelo para desviar la atención; fue cuando intervino Andrés, hasta entonces en silencio, y como gran maestro de ceremonias vino a susurrar no tan por lo bajini que no se sintiera con claridad, sentencia con la que dar por zanjada la cuestión: «Jesús es un provocateur». Tras la definición, el apaciguamiento.
Con aquel gesto Andrés me ganó.
Poco después del suceso, un frío tres de enero de un año que comienza a ser lejano, quedamos para tomar el aperitivo en la Plaza de las Flores y charlar sobre lo humano y divino. A aquella conversación siguieron otras y una corriente de simpatía, por mi parte también de admiración, surgió entre los dos. Andrés nunca fue rácano a la hora de hablar de sí y de sus ideas, y admitía la objeción y el contraste; no era pretencioso, nunca se arrogó saberlo todo ni dogmatizar sobre nada, aunque sí tenía, y es de justicia reconocerlo, una cachaza un tanto rebordesía. «Soy ya muy viejo, Jesús», me dijo en una ocasión. Y quizá por la autoridad que dan la experiencia y los años había perdido los pelos de la lengua, si es que alguna vez los tuvo: «A mi edad —decía Andrés—, vengo a estar de acuerdo con mi archienemigo político de toda la vida, ¡ya ves! Igual que Fraga a los maricones los llamo maricones, ya no homosexuales, ni siquiera gays, sino maricones». Quizá al decir aquello, convencido aunque sin visceralidad, estaría pensando en Sarasate Gutierres (llamemos a este individuo así) quien tenía el don de aparecer o desaparecer de la manera más inopinada entre los corrillos de la gente que se dedicaba a las letras. Para evitar equívocos, luego sacaba de su cartera una pequeña foto donde aparecía una joven y bella mujer de rasgos finísimos y pelo negro y lacio. «Este es mi amor», decía. La había conocido en la Universidad de Tánger donde dio una serie de conferencias y el flechazo se produjo tan unánime como certero.
Hablando de Tánger, me confesó en una ocasión: «En Tánger descubrí que yo estaba muerto y me llevé el susto. Fue cuando visité la tumba de mi abuelo y vi que ponía que en ella yacía Andrés Salom, ¡Coño, me dije, si soy yo!». Maestro de la ironía, hablaba de su estancia en la cárcel durante la Transición. «No se creen que estuve en la cárcel», se quejaba. Y para dar la verosimilitud necesaria a su aserto, al poco publicó en el periódico La Opinión de Murcia unas fotos, de frente y de perfil, que testificaban el hecho. En aquella columna de los miércoles intentaba poner algunos puntos sobre las íes y corregir en la medida de lo posible los desvaríos de la IU murciana de la época; para ello puso en el centro de la diana al mandamás, del que no diré el nombre por la cantidad de escarnios que el pobre pudo acumular en su espaciosa capaza.
Acompañado de su inseparable María Pilar López (la poeta ciezana) llegaba a la Puerta Falsa, y con él llegaba algún que otro chascarrillo o alguna menudencia acerca del politiqueo. «Si no estuvieras tú por medio, le tiraba los tejos a tu mujer». «¡Pero Andresito, te voy a tener que retar a un duelo!». Por esas informaciones que funcionan por conducto no reglamentario conocía de los amoríos del celebérrimo, así como de su nostalgia por Radio Espuña, la emisora clandestina desde la que en épocas remotas había emitido sospechosos comunicados. Contaba de su estancia en París, cuando conoció a Juan Rulfo o a García Márquez; contaba de Neruda, de Alberti. Andrés soñaba con una revista literaria que llevara por título Hojarrasca, en la cual se recogerían los poemas más malos de los poetas a los que habría que dar degollina. Desgraciadamente, ese sueño todavía queda por realizar.
La verdad es que no me escandalizaban las disparidades de Andrés (por el contrario, suponían una fuente de regocijo), porque de crío había sido alumno de SANJE cuando lo regentaban insignes jesuitas de los que guardo entrañable recuerdo (los padres Armada, Artigas, Marín o Roldán), y por las mañanas antes de entrar a clase cantaba Con flores a María seguido del O Bella Ciao, según amaño del señor Sandoval, con que la cancioncilla adquiría un tinte algo más que partisano. Muchísimos años después, valga como pertinente excursus, algunos compañeros hemos intentado entender qué tipo de enseñanza era la que recibíamos allí (no me refiero al currículo), y concluimos que no podemos. Era tan inefable…
Dejo a otros que hablen de la afición de Andrés por el flamenco o profundicen en su vena política. Yo voy a hablar del poeta y de sus opiniones acerca de la poesía. ¡Y qué mejor para ello que traer a colación el Prontuario filosófico del homo heildebergensis!
Una luminosa mañana quedamos en un bar de la Plaza de Santo Domingo para tomar un café, y Andrés me sorprendió con el regalo del poemario que guardo como oro en paño. «Es el libro de poesía que más he vendido. Debido a su título la gente cree que es de antropología, a pesar de la errata», me dijo al dármelo. Lo abrí, y en sus primeras páginas encontré la dedicatoria de su puño y letra:
«Para Jesús, poeta y filósofo, amigo y contertulio. Con un abrazo».
El Prontuario es un libro curiosísimo, y en la obra poética de Andrés Salom supone un hito importante. Lo introducen un prólogo del profesor Pozuelo Yvancos y unas Reflexiones autobiográficas (ya una pista de lo que sigue) del propio autor, que comienzan de este modo, en mayúsculas:
EL AUTOR SE MIRA EN EL ESPEJO DE ESTA QUE ACASO PUDO SER POESÍA, Y TRAS BREVE MEDITACIÓN, SOLO SE RECONOCE EN SUS IMPULSOS PRIMARIOS.
Hablemos, por tanto, de la breve meditación para entender esos impulsos primarios.
Quizá poner orden en el arte de Urania suponga algo así como ensayar una clasificación de los animales tal y como Borges la encontró en una vieja enciclopedia china. Dicho intento puede llevar a la confusión y al barullo, pues las hay para todos los gustos, desde las más o menos sancionadas por la crítica hasta las que están en estrecha dependencia con las particularidades de cada lector. Sorprende, pues, a cualquier aficionado al arte mencionado, que producciones tan dispares como las de Góngora, Paul Eluard, César Vallejo, Fernando de Herrera, Rimbaud, Pemán o Campoamor, salvando sus formas versales, tengan todas el denominador común de ser admitidas como poesía. De cara a este hecho, piensa Andrés Salom, que, por cortesía, cada poeta debería declarar en el inicio de sus poemarios qué tipo de estética adopta; con ello, si es cierto que se fomentaría más la confusión, sin embargo, no se engañaría al lector, pues este, tras la lectura del prólogo, emplearía su precioso tiempo en practicar el tipo de lectura que realmente desea.
Esta opinión no deja de ser hasta cierto punto optimista, pues nuestro autor está implícitamente admitiendo que el lector ya ha asumido un tipo de estética y, en consecuencia, ha adoptado una determinada preferencia. Que un lector sea más o menos maduro, supone que ha pasado por muchas lecturas y el gusto se le ha afinado, no de manera a priori, sino debido a una experiencia contrastada; y aun así, el lector curioso siempre estará abierto a las nuevas posibilidades que le ofrece ese reino de libertad expresiva que es la poesía.
Pero a los poetas les interesa la discusión estética; tarde o temprano abocan a ella, y Andrés Salom no iba a ser menos. Desde su madurez, pues, propone una nueva clasificación de la poesía, atendiendo no tanto a su forma o pretensiones, como a la psicología del lector y al impacto que el poeta pretende en dicha psicología, eso sí, sin perder el sentido dialéctico de la tipificación. En primer lugar, está aquella poesía que para su comprensión o disfrute basta con una actitud pasiva del lector u oyente; el autor es el que propone, el lector se deja conducir. Como antítesis a este primer tipo, está aquel otro que exige una actitud activa por parte de su receptor; el autor, por tanto, oculta sus motivos o sugiere únicamente para que el lector construya el significado. El primer tipo se apoya en el realismo, en una objetividad casi descriptiva; el segundo, se abre a una suerte de multiplicidades provistas de intelectualismo y a la gama de posibilidades subjetivas que le van parejas. Por supuesto, las cosas, salvo casos muy concretos, no san tan sencillas; la primera forma ya supone un sustrato de comprensión previa por parte del lector, que si no existiera, la haría incomprensible; la segunda, requiere un mínimo de pasividad por parte del auditorio, aunque solo sea como capacidad receptiva ante el impacto de las imágenes o conceptos a partir de los cuales construirá un sentido. La síntesis superadora entre estas dos formas antitéticas es evidente si nos atenemos al carácter de intensidad que, en cualquier caso, debe portar la palabra poética. Lo que se dice poéticamente no se dice de la misma forma como se haría en prosa, y si de lírica hablamos, su grito de desgarro o conmoción es en mayor o menor grado evidente. La emoción intensifica el significado de los conceptos y procura fuerza en la comunicación que se quiere: la pretensión de catarsis, acto amoroso o intento de expresión de lo inefable; por otro lado, más que como oropel añadido, pertenece a lo poético como algo propio.
Llegados a este punto, Andrés, aun de forma esquemática o provisoria, ensaya su definición general de poesía:
«La poesía es, al propio tiempo que un acto amoroso, un propósito, casi siempre fallido, de expresar lo inefable».
Con tal definición, qué duda cabe, nuestro poeta ha dado un salto del receptor al emisor, y contempla, más que la actitud del primero, la intención del segundo. Ahora bien, en cuanto el primero debe recrear o vivir en sí mismo la obra del segundo, esta obra deviene hacer común; se produce de este modo una comunión, sin más, entre los dos. ¿En qué lugar? En el espacio vacío del silencio, donde aletea lo inefable. Ese silencio es el que pondera la página en blanco de Mallarmé, a la que debe tender el poeta, o las teorizaciones, siempre lúcidas, de Walter Benjamin cuando reflexiona, por ejemplo, sobre la poesía de Hölderlin. Ese silencio no supone ninguna albura, sino, por el contrario, una preñez de colorido donde una atenta y silenciosa lectura medirá el valor de la palabra del poeta, poblada, a su vez, con ese silencio inefable del vuelo de los pájaros. Se entienden de este modo ciertas composiciones poéticas de las que puede decirse que han rayado la cumbre, sean de Verlaine, san Juan de la Cruz o Salvador Espriu.
Ahora bien, ¿cuál es el detonante de la escritura?, ¿cuáles son los motivos que llevan al poeta a procurar con cualquiera de sus posibles lectores esa comunión de la que hablamos? Tarea ardua indagar en los motivos inconscientes de la escritura; quizá solo sea factible que, a nivel de conciencia, cada poeta se aclare a sí mismo. En el caso de Andrés Salom resultó que, movido de natural curiosidad, se hallaba indagando sobre cuestiones antropológicas. Se enteró así del hallazgo en las proximidades de la ciudad de Heidelberg de ciertos restos de un grupo humanoide que, al haber evolucionado de forma autónoma con respecto a otras familias de antropoides, entró en regresión y acabó degenerando. (Esta degeneración nuestro autor la entiende como extinción). Los paralelismos con el actual homo sapiens, pues, aparecen con claridad, ya que por la prensa diaria Andrés se ha enterado de que este último también ha entrado en vías de extinción debido a obra y gracia de los artefactos termonucleares. Curioso homínido este que ha sido capaz de llegar a cotas culturales como las sinfonías de Bethoven y que por propia mano se convierte en responsable de su desaparición. ¿Qué ocurriría si en un hipotético futuro un grillo o cucaracha evolucionados se les ocurriera convertirse en poetas? ¿Les sería lícito llamar degenerados a aquellos homo sapiens que vivieron durante la segunda mitad de la última era de la época geológica precedente? «Llegado a esto —dice Andrés—, y sin poner apenas nada de parte de mi voluntad lúcida, se me cayó de la boca el primer verso:
Desde lo más profundo de mi ser simiesco...»
Dicho lo precedente, el Prontuario es eso, un prontuario, un compendio de filosofía que se plasma en versos tan ágiles como desencantados, provistos de una tremenda ironía, casi consustancial a los mismos, y de una mirada escéptica y altamente desoladora sobre el hombre de nuestro tiempo, del que poco espera el autor.
Por un golpe de brisa, los veleros
sobre la mar.
Seguid en vuestros sueños, buena gente
que,
más acá de todo lo posible,
los vigías
seguirán escrutando el horizonte.
Y si, por una coz o fallo humano,
un buen día se activan los misiles
en vuestros corazones
podrán arraigar lirios o grameras.
Aun con lo trágico del asunto te ríes, y a carcajadas: la jácara amenaza. Andrés Salom escribe a trasmano, a trastiempo. Veo al jovial Góngora entre estas páginas, al satírico y negro Quevedo; veo la inquietud religiosa de Blas de Otero, la denuncia social de Celaya... Un vigor en el ritmo, justeza en la palabra, versos concertados a una medida que tiende hacia la silva llevan a mantener un tono, casi hímnico, que no decae de principio a fin de la obra. El autor da lo mejor de sí; quema lo que toca y, lo tocado, arde hasta consumirse. La ironía, seguramente, debe salvar algo (poco o mucho, eso lo decidiremos después), pero es el único aderezo con que se puede colar la visión de este mundo cuasi infernal.
En el séptimo círculo
de los aparcamientos subterráneos
preguntan por la vida a punta de pistola.
No el Neandertal, sino un género de homínido arcaico y regresivo, el Heidelbergensis, le sirve al poeta para disparar su reflexión. Quizá no todos los ejemplares de dicho grupo se extinguieron, los cuales, enraizados en esa noche de los tiempos, por tortuosos caminos han perdurado hasta nuestros días, por lo que a poco que agucemos el ojo no sería extraño descubrir algunos de estos especímenes paseando por las calles. Quizá el mismo autor sea uno de ellos, o quizá no. Ahora bien, este sentimiento, duda o sospecha, no solo toma como referencia al mismo poeta, sino que incide, para sorpresa del lector, tanto en las gentes de vidas anodinas como en unos cuantos prohombres que ocupan las primeras páginas de los periódicos o de los noticieros de televisión. Andrés los descubre para el lector, y los señala con alevoso, agraz y certero índice. De este modo, insiste en la denuncia, sea en razón de una experiencia desencantada de la misma cotidianeidad debido a la contemplación de lo banal o lo cruel de ciertos comportamientos, siempre estúpidos, o sea por el desconcierto que le produce la idiocia o extrema melopea de políticos e intelectuales.
El tedio en la tertulia provinciana
se hacía soportable en el aroma
del café de las cinco.
Parnasillo de signo decadente
e improvisada cátedra
todo giraba en torno
del ombligo del mundo allí presente.
El maestro,
cual oficiante en el momento cumbre
de los abracadabras,
pontificaba en Mi Mayor al borde
de la monotonía.
¿Y, en el fondo, qué más dará sentirse homo heidelbergensis u homo sapiens si un grillo o cucaracha futuros desmitificará el engreimiento de tal especie? Cabe señalar el absurdo, la estupidez, el cretinismo, la miasma que a todos nos salpica, porque señalando el detritus quizá podamos identificar alguna flor, ya que
«no cae del todo fuera de lo común que, en medio de la desolación de un desierto, amanezca de vez en cuando en todo su esplendor una flor hermosa, lo que permite abrir cierto resquicio de esperanza en el centro de todos nuestros miedos».
[1] NOTA DEL E. Hay una evidente errata en el título (lo correcto es: heidelbergensis) que puede ser debida al descuido en la corrección de pruebas en la Editorial Regional de Murcia, donde se editó el libro. En la antología consultada con Andrés Salom, Los días de más allá del tiempo, se corrige el título: Prontuario filosófico del Homo heidelbergensis.
Jesús Cánovas. Fuente: La Verdad
Jesús Cánovas Martínez es poeta, filósofo y narrador. Nació en 1956 en Hellín, Albacete. Profesor de filosofía. Entre sus libros de poemas, destacan A la desnuda vida creciente de la nada, Estridularia, Otra vez la luz, palomas, Convocada soledad, Soy de tierra, también de cielo, y canto. Ha publicado las novelas El quinto camino y El baboso, también es autor de una interesante serie de libros de relatos titulados Aires del sur. Premio Nacional Ciudad de Hellín de Cuento, Premio Nacional de Poesía Aurelio Guirao de Cieza (Murcia) y Premio Nacional de Poesía José María Cano de Murcia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario