Cartas para los hijos de mis hijos
La almendra
Por JOSÉ GÁLVEZ
Se escogían al azar unas almendras del montón, ya peladas, solo con cáscara. Se sentaba en el suelo, sobre el cemento. Pesaba un kilo y procedía a partirlas con cuidado. Se pesaban entonces las semillas (los gajos) y se calculaba el rendimiento. Las mejores eran las marconas. Pero la largueta tenía un nombre estupendo.
Cuando éramos muy jóvenes, más bien niños, ayudábamos algunos ratos en verano con la almendra. No hacíamos mucho, es verdad, pero aquellos mínimos trabajos hicieron mucho por nosotros.
Se empezaba temprano, para aprovechar las primeras horas del día, las más frescas.
Nosotros trabajábamos sobre todo con los telones, extendiéndolos y luego recogiéndolos, volcando las almendras en los capazos. Después repasábamos el suelo para recoger las que se habían quedado allí tiradas. Juan, el labrador, y sus ayudantes vareaban los almendros. Unos con unas cañas muy largas. Juan con un palo más manejable subía al árbol y, desde las ramas más gruesas, golpeaba hábilmente las más delgadas.
A las diez de la mañana llegaba la hora del almuerzo. Mi padre traía unas cervezas frías. Nos sentábamos en un margen y tomábamos un bocadillo de salchichón Rolfos. Juan cortaba una rebanada de pan de campo con su navaja y lo acompañaba con lo que él llamaba el companaje y con un trago de vino tinto abocado, conservado al fresco en un botellín de cervezas Azor. Qué buena la hora del almuerzo. Era tan buena que algunos aparecíamos directamente por los bancales a esa hora y echábamos un rato.
Después llegaban para los trabajadores largas horas cogiendo almendra por los bancales del Motor. Hacía mucho calor en Agosto pero recuerdo que la gente tenía buen humor, contaban historias, gastaban bromas y reían.
Un día sufrimos un ataque de avispas o de abejas como creyó Pedro. Pedrito, mi hermano siguiente, estaba sobre el tejado de la caseta del Motor y aunque era muy pequeño también era valiente. Junto a la caseta había un árbol, un almendro muy hermoso. Pues bien, al varear o al pisar alguien una teja, no recuerdo bien, salieron las avispas o abejas y fueron a picar la cara del pobre Pedro. Cómo lloraba, se le hinchó mucho el rostro pese a las inyecciones de cortisona. Estaba desconsolado al verse en el espejo. Nosotros le decíamos que se le había puesto cara de conejo. Nos reíamos en nuestra inconsciencia, pero nuestros padres estaban muy serios y preocupados. Mejoró pronto.
Aunque como os he comentado, íbamos poco por el tajo en las peores horas del día, pero teníamos sin embargo otras obligaciones. Hacíamos los deberes de verano. No por suspensos sino por aprender y empezar bien el próximo curso. Eran los cuadernos Santillana. Entonces aprendí quién era Emil Zatopek. Luego estaba la piscina, que por entonces no tenía depuradora pero si algunas ranas.
A lo que no faltábamos era a la vuelta del tractor. Una vez llenos los sacos y esparcidos por los bancales, se cargaban en el remolque del tractor de Juan y volvíamos a casa. Era un viaje corto, pero extraordinario. Nosotros sentados sobre los sacos amontonados, victoriosos.
También tengo que deciros lo bien que olía esa almendra, con su corteza verde, cuando se vaciaban los sacos en el antiguo almacén.
Lo mejor era el día que venía “La Silenciosa”. La Silenciosa era una máquina de pelar almendra muy innovadora, acoplada a un tractor y que manejaba José, el hermano de Juan. Hacía un ruido atronador, apenas nos oíamos los unos a los otros alrededor suyo. Cuántas risas con la Silenciosa.
Tampoco estaba mal la espiga. Nuestro padre, una persona de grandes pensamientos y enormes sentimientos, nos compraba las almendras que recogíamos en el campo, a la espiga. Es decir, las que habían quedado olvidadas. Así aprendimos el valor de la espiga y también el de la sisa, ya que a veces, Dios nos perdone, echábamos algún puñado del montón general de almendras a nuestra recolecta. Tengo que decir que sentíamos, más tarde, vergüenza ante nosotros mismos.
En cualquier caso nos hicimos grandes espigadores y por las tardes, con nuestro sombrero de paja, nuestros cayados y nuestras bolsas, salíamos a espigar con mayor o menor fortuna.
Claro que el momento cumbre de todo esto, era cuando venían a comprar la almendra. Siempre se trataba con el mismo comprador, porque confiábamos en él. Lo primero era hacer la cata. El Chavea (Chaval), que así se llamaba, era un hombre que nos parecía mayor, educado y cuidadoso. Con unas gruesas gafas y el vientre un poco abultado esbozaba una mínima sonrisa y se cerraba el trato.
Traía un pequeño saquito con su instrumental. Un martillo de los de partir almendras y una balanza. Se escogían al azar unas almendras del montón, ya peladas, solo con cáscara. Se sentaba en el suelo, sobre el cemento. Pesaba un kilo y procedía a partirlas con cuidado. Se pesaban entonces las semillas (los gajos) y se calculaba el rendimiento. Las mejores eran las marconas. Pero la largueta tenía un nombre estupendo.
Todo esto era ya de por si prodigioso para nosotros. Pero lo que realmente sirvió para nuestra educación es que volviera año tras año y que, tras cada ceremonia de la cata, mi padre lo tratara como un amigo y compartieran una cerveza. Gracias a todo esto el Chavea vino a formar parte para siempre de nuestra existencia.
Sin embargo, con el paso de los años, el asunto de la almendra se iba haciendo peor negocio. Algunos hablaban de la competencia californiana.
Por otro lado, gracias al trasvase, nuestro campo se iba convirtiendo más en una huerta y fuimos de los primeros en plantar limoneros.
Vinieron además años de sequía y a veces era muy difícil encontrar agua para nuestros almendros.
No sé bien si fue en el 94 o el 95 cuando una terrible y continuada sequía acabó con los almendros del Motor.
Mi padre ya nunca más quiso pasear por allí.
Pero al mismo tiempo y estimulados por lo que nuestro ánimo tiene de animoso, entre todos, en 1993, pusimos en marcha los pomelos, que siguen siendo con el esfuerzo de los hermanos y de nuestra madre también una gran alegría.
Pero, queridos, como dijo “Moustache”: eso ya es otra historia…
En un viaje a Collioure, donde visitó la tumba de Antonio Machado. El autor del relato, José Gálvez, primero izquierda; Annie Lamarque, consejera de Cultura del Ayutantamiento de Collioure; Pedro Gálvez; el alcalde de Collioure Guy LLobet, Luis Gálvez y François Desclaux.
José Gálvez Muñoz es médico reumatólogo, jubilado del Servicio Nacional de Salud. Ha dedicado sus años jóvenes al estudio y creación de literatura médica, ahora dedica su tiempo y humanidad al cultivo de la escritura, de la filosofía, el arte y la literatura y su divulgación. Reside en Murcia.


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