Manuel Machado Ruiz. Autor del poema "Felipe IV".
MANUEL MACHADO Y LA FIGURA DE FELIPE IV EN LA LITERATURA ESPAÑOLA
Francisco Javier Díez de Revenga
Universidad de Murcia
La figura de Felipe IV es un reflejo claro, en su consideración histórica y más aún en la literaria y la poética, de las complejas relaciones existentes entre literatura y política. Y, de hecho, podemos convenir, al iniciar esta aproximación, que la personalidad de Felipe IV ha trascendido a la literatura, a la poesía, e incluso al teatro y a la novela, con muy diferentes valoraciones. Desde el opúsculo que el preceptista barroco José Pellicer de Tovar reunió en 1631, titulado Anfiteatro de Felipe el Grande, en el que los más granados ingenios del barroco español exaltaron la figura el monarca convirtiéndola en un mito viviente, hasta la novela de finales del siglo XX, de Gonzalo Torrente Ballester, Crónica del rey pasmado (1989), Felipe IV ha pasado a la historia literaria como un referente controvertido y enfocado de muy diversas perspectivas. La película de Imanol Uribe El rey pasmado (1991) superó con creces las ocurrencias de Torrente Ballester y mejoró el modelo narrativo en una prodigiosa cinta, que recupera un concepto del monarca acorde con la consideración que muchos intelectuales han venido a convenir sobre su personalidad.
Gabino Diego, en El rey pasmado, de Imanol Uribe, sobre la novela Crónica del rey pasmado de Gonzalo Torrente Ballester
Un trabajo excepcional, «Felipe IV y sus mujeres» de José Alcalá-Zamora Queipo de Llano, en el volumen que el mismo coordinó, Felipe IV. El hombre y el reinado, descubre la personalidad del monarca a la luz de sus aficiones y placeres: las mujeres, las fiestas, el teatro, los espectáculos. En los ambientes festivos y relajados era feliz y se sentía muy a gusto de acuerdo con lo que ya, hace muchos años, estableciera con precisión José Deleito Piñuela en su clásico El rey se divierte. Podríamos decir, si no incurriésemos en un juego de palabras, que Felipe IV sería la literatura mientras que el poderoso conde-duque de Olivares encarnaría la política. Y política y literatura serían la base de un reinado y el alimento de un monarca especialmente singulares.
Diego Velázquez: «Felipe IV» (1624). Museo del Prado
Diego Velázquez: «Retrato del Infante don Carlos» (1626). Museo del Prado
Algunos documentos sobre el controvertido monarca se han hecho particularmente célebres. Así, el poema de Manuel Machado, publicado en la revista Electra el 23 de marzo de 1901, evocación de uno de los más conocidos retratos que realizara del monarca el gran pintor de su cámara Diego Velázquez, que figuró en el libro de Machado Alma, de 1902, con el título de «Felipe IV» y con la dedicatoria al poeta y diplomático Antonio de Zayas, autor él mismo de otro poema inspirado en igual retrato velazqueño y con el mismo título, y que figuró en su libro Retratos antiguos, también de 1902.
Detalle de "Retrato del Infante don Carlos"
El simbolismo, y sobre todo el parnasianismo de Manuel Machado nos trasmiten la figura de un rey, visto en el famoso retrato de 1624, abúlico y decadente, incapaz de tener en su mano el documento con el que le retrató el pintor, que Machado, en gesto genuinamente parnasiano, lo convirtió en el guante de ante que el hermano del rey, el infante don Carlos, ostenta en su propio retrato también de Velázquez (1626). Don Carlos, elegantemente vestido, luce, como su hermano el Toisón de oro, aunque sus ropajes lucen adornos dorados y tahalí cruza su pecho. Ambos retratos pueden contemplarse en el Museo del Prado, en la misma sala de Las Meninas, uno frente a otro. Los tercetos encadenados sin cuarteto final (aunque lo parezca, no es un soneto, como he visto escrito en numerosas fuentes literarias merecedoras de total olvido), y el lenguaje arcaico y cortesano áureo crean un ambiente muy siglo diecisiete mientras que los símbolos empleados en el poema revelan decadencia, dejadez, hastío, cansancio, inacción, austeridad, aunque no ocultan, sin embargo, desmayada galanía:
Nadie más cortesano ni pulido
que nuestro rey Felipe, que Dios guarde,
siempre de negro hasta los pies vestido.
Es pálida su tez como la tarde,
cansado el oro de su pelo undoso,
y de sus ojos, el azul, cobarde.
Sobre su augusto pecho generoso,
ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso.
Y, en vez de cetro real, sostiene apenas
con desmayo galán un guante de ante
la blanca mano de azuladas venas.
El poema fue escrito durante su estancia en París por Manuel Machado. En marzo de 1898 se había trasladado a Francia para trabajar como traductor en la editorial Garnier y allí permaneció hasta 1903. Lo que ha llevado a los estudiosos a pensar si no fue una equivocación, debido a la distancia del poeta, al confundir los dos retratos de Velázquez y colocarle en el poema el guante de ante al monarca en vez del papel que realmente porta en el retrato velazqueño. Pero otros han opinado que de equivocación nada ni olvido ni despiste. Lo que hizo Manuel fue una intervención personal muy parnasiana en la obra de Velázquez, porque lo necesitaba para realizar la lectura trasformadora que pretendía, ya que lo que en definitiva lleva a cabo el peta es una recreación de una obra de arte, parnasiano al fin. Pero también este es un poema decididamente simbolista. En realidad, todo el poema es un bosque de símbolos como quería Baudelaire en Correspondences.
Un conjunto simbólico para representar elegancia, abulia, poder y debilidad, flaqueza, apatía, decadencia. El cromatismo del poema multiplica sensaciones con estados de ánimo: el negro de la vestimenta, la palidez del rostro, revelan la falta de vitalidad que se confirma en el color rubio de su cabello, cansado se dice el oro de su pelo. Los negativos revelan la distancia del poder, la abulia… ni cetro ni joyas, y el símbolo de la tarde como decadencia se confirma en la palidez del rostro. Solo el guante, trasladado desde el retrato del hermano, parece destacar una cierta elegancia añadida, aunque el propósito de Machado es que el rey no lleve en su blanca mano un papel, un documento, porque alude a gobierno y a negocios.
La estructura del poema es, como obra de un parnasiano, absolutamente perfecta. Los cuatro tercetos descienden desde la visión general (primero) a la cabeza y rostro (segundo), pecho (tercero) y mano (cuarto). Del mismo modo, el lenguaje se convierte en un preciosista ejercicio de originalidad expresiva para revelar aristocracia y ambiente palaciego: nadie más cortesano… que Dios guarde… Las sinestesias simbolistas funcionan activamente: oro cansado, azul cobarde, terciopelo silencioso y las prosopopeyas acentúan los efectos: ni joyeles perturban ni cadenas… A la elegancia constructiva contribuye la estructura paralelística basada en las simetrías y en la situación de los adjetivos en los extremos de las proposiciones, una y otra vez:
cansado el oro------------------------------------de su pelo undoso
augusto pecho ----------------------------------------------generoso
ni joyeles perturban------------ -------------------------ni cadenas
el negro terciopelo ---------------------------------------silencioso
[el azul] de sus ojos ----------------------------------------cobarde
la blanca mano----------------------------------de azuladas venas
que culmina en la aliteración de nasales y en la rima interna (guante de ante).
Gesto parnasiano de don Manuel que consistía en la recreación de una pintura célebre, convirtiendo su descripción en la visión subjetiva que pretende hacer de la lectura del cuadro, una lección de historia y representar el decadente siglo de Felipe IV. Los parnasianos combatieron para defender el arte por el arte y crear una poesía limpia, brillante, impecable, serena y fundamentalmente descriptiva, acudiendo a los mitos de la historia, los antiguos y los clásicos y en España la tradición áurea. Las recreaciones de monumentos artísticos, antigüedades y pinturas colmaron sus ansias estéticas. Machado cumple plenamente estos propósitos como también desarrolla una sumisión al simbolismo, al otorgar a las palabras y a los símbolos reflexiones sobre realidades psicológicas, que representan sentimientos. El poeta quiere convencer a su lector de su visión personal de la historia y del arte a través de una obra artística.
Toda esta estética se nutre del impresionismo, que Machado consigue con los símbolos y las sinestesias, al evocar, tan solo con la visión de cabeza, pecho y mano del monarca, toda una época de decadencia de España. Y es que Manuel en este m poema está practicando el sincretismo que supuso el modernismo español más genuino al fundir parnasianismo y simbolismo. El poema dedicado a «Felipe IV» supondría una buena muestra de esa posición estética. El poeta se convierte en un cortesano del siglo XVII, habla como ellos, se reverencia de forma decadente ante la veneración que merece el monarca y jamás sugiere que esté ante un cuadro: lo que quiere el poeta es estar presente en un momento de la historia, en un momento de España.
Y Felipe IV, como el Luis de Baviera de Luis Cernuda o de Luchino Visconti, representa una época ansiada, añorada, aristocrática, nada burguesa, y con una vitalidad que sugiere hasta el desprecio del poder mismo que Felipe IV sin duda ostentó (ni cetro, ni joyas, ni cadenas, pero sí un elegante guante de ante). Y para ello se vale de los medios que el simbolismo le ha proporcionado, las sinestesias, la trasposición de los sentidos y el impresionismo con la sugerencia de efectos cromáticos, a veces en contraste (negro, pálida), en otras como símbolo de decadencia (blanco (mano), azul (ojos, venas), dorado (cabello)). Y como un homenaje a la gran de poesía de la época de Felipe IV, de nuestro Siglo de Oro, el terceto encadenado que tanta gloria obtuvo en aquella era memorable, aunque aquí, sin embargo, con sucinta brevedad y corregido, ya que no hay cuarteto final, por lo que ha de repetir la rima para cerrar el cuarto y último terceto.
El dedicatario de este poema, Antonio de Zayas, duque de Amalfi, no se queda atrás, en la interpretación simbolista y también parnasiana del personaje, a través del retrato de Velázquez. Ahora sí es un soneto el que recrea el mismo ambiente decadente, aunque inevitablemente advertimos en él un homenaje a su buen amigo Manuel Machado, que, como sabemos, le había dedicado el poema suyo. Parnasiano al fin, Amalfi se detiene en el gusto por el placer y la sensualidad del monarca, algo que no había hecho su amigo:
Claros los ojos, pálida la frente,
el oro el cabello desteñido,
claro el rubio bigote retorcido,
grueso el labio, la barba prominente.
Correr Felipe por las venas siente
la noble sangre azul de su apellido,
de terciopelo negro revestido
y al cuello el timbre borgoñón pendiente.
Oculta el traje que severo luce
de amor y gloria el devorante fuego
que de sus noches el placer inquieta.
Y a través de su risa se trasluce
que el rey sofoca y tapa el palaciego
sus ensueños de amante y de poeta.
Y no podemos olvidar algunas obras de teatro como Cada cual con su razón (1839), de José Zorrilla, que recupera el Madrid de Felipe IV y las aventuras amorosas del monarca. En la obra de Zorrilla, el rey quiere abusar de Inés, la enamorada del noble don Pedro, del que se descubre que es hijo ilegítimo del soberano, y todo se arregla, no sin que la realeza quede bastante malparada en la obra. Otras obras de la escena romántica coincidieron con esta de Zorrilla en la presencia y actuación de Felipe IV como personaje dramático: Patricio de la Escosura, en La corte del Buen Retiro (1837), había recreado la vida cortesana con la aparición en escena de Velázquez, Góngora, Quevedo y Calderón de la Barca, además del rey, la reina y damas, caballeros, pajes y ujieres; y Antonio Gil de Zárate desarrolla las relaciones políticas del rey con el conde-duque en Un monarca y su privado (1840), también con la intervención, entre otros personajes, de Quevedo y Calderón, junto a criados, alguaciles, mozos y «varios poetas del tiempo de Felipe IV», tal como ha estudiado con todo detalle José Montero Reguera.
Hasta llegar a Las Meninas (1960) de Antonio Buero Vallejo, de cuyo estreno fue crítico teatral Gonzalo Torrente Ballester, quien veintinueve años antes de escribir su novela, destacaba el papel de Felipe IV en la obra: «Qué es esta “fantasía velazqueña” llamada “Las Meninas”? Yo la llamaría “hipótesis dramática”, por cuanto nada de lo que en ella sucede ha sucedido verdaderamente, pero pudo suceder. Sabemos que Velázquez fue hombre combatido (¿cómo no si era un español de genio?), y que el rey Felipe IV le protegió y defendió. Buero Vallejo ha imaginado una trama en la que Velázquez aparece combatido y acusado, y en que el rey, quizá a pesar suyo, le defiende y protege. La trama tiene su origen en “La Venus del espejo”, y de su solución depende que “Las Meninas” se pinten o no. Pero en esta trama, que pudo limitarse a mero episodio cortesano, Buero Vallejo ha implicado muchas cosas. Ante todo, un “ambiente” espiritual y una “situación” histórica. La indudable lentitud de la primera parte obedece a que, sin ser expositiva, necesita de un gran espejo teatral para informarnos dónde estamos y de cómo son aquellas gentes y de cómo viven. Pintura nada halagüeña, pues se trata del período de mayor decadencia moral de España, este tristísimo siglo en que el Destino, con su habitual sentido del humor, quiso que coexistieran los más grandes imbéciles y los mayores malvados con esa docena de genios del arte y de la poesía que constituyen, hoy por hoy, nuestro tesoro más seguro.»
En su edición de Las Meninas de Buero Vallejo, Virtudes Serrano señala la fortuna que Felipe IV y su época ha tenido, a partir del estreno bueriano, en el teatro actual: El caballero de las espuelas de oro (1964) de Alejandro Casona, La Saturna (1973), Las alumbradas de la Encarnación (1979), La Monja Alférez (1986) y El libro de Salomón (1994) de Domingo Miras, La sombra del poder (1989) de Eduardo Galán y Javier Garcimartín, La amiga del Rey (1996) de Eduardo Galán, Por quién moría don Juan (1993) de Luis Federico Viudes, La puta enamorada (1999) de Chema Cardeña y Los espejos de Velázquez (1999) de Antonio Álamo.
La novela decimonónica también dejó algún que otro testimonio interesante sobre Felipe IV y su tiempo, como ocurre en El peluquero del rey (Memorias del tiempo de Felipe IV) de Ramón Ortega y Frías (1860), extenso relato de 985 páginas editado por entregas, típico producto de la novela histórica de este escritor granadino caracterizado por la exuberancia episódica y los contenidos anecdóticos; hasta llegar a la novela actual, en la que ya hemos destacado la presencia de Gonzalo Torrente Ballester con la Crónica del rey pasmado, que alcanzó singular popularidad gracias a la versión cinematográfica de Imanol Uribe. Aunque el más constante y expresivo narrador contemporáneo, en relación con la época de Felipe IV, es, sin parangón alguno, Arturo Pérez-Reverte y su serie del capitán Alatriste. Diego Alatriste nace en el reinado de Felipe II, madura en el de Felipe III, pero se desarrolla a comienzos del reinado de Felipe IV, de quien escribe Pérez-Reverte: «Tu rey es tu rey. Felipe IV es el monarca que el Destino nos dio, y no otro. Lo que encarnaba era lo único que tenemos los hombres de esta casta y de este siglo. Nadie nos ha permitido escoger. Era mucha España la que, para nuestra desgracia, fue a caer sobre sus hombros. Y él nunca fue hombre para semejante peso».
José Jaime García Bernal, en su trabajo «De “Felipe el Grande” al “Rey Pacífico”. Discursos festivos y funerales durante el reinado de Felipe IV», estudia la evolución de la imagen del rey Felipe IV a partir de los discursos funerales y festivos que jalonan su largo reinado. Destaca el autor el gran potencial interpretativo de un género que estuvo en continua transformación y mantuvo un permanente diálogo con la historia, la leyenda y la mitología. Después de sentar los antecedentes retóricos del género epidíctico, distingue García Bernal dos etapas: la primera acuña la imagen heroica de «Felipe el Grande» y su espacio retórico propio: el teatro agonal del príncipe; la segunda describe la deriva del concepto de grandeza por las hazañas, hacia el de excelencia en la virtud y fidelidad a la religión que desemboca, al final del reinado, en la imagen del «Rey Pacífico».
En la literatura, lo mismo que en la representación plástica, la política del conde-duque procuró la exaltación del monarca por todos los medios. Jorge Gómez Gómez, en su trabajo «La autoridad de Felipe IV a través del arte», destaca cómo el arte se utiliza en forma de propaganda a través de las representaciones escultóricas y pictóricas de la figura del rey y de toda la familia real, todo para manifestar la majestad real y la grandeza del personaje.
En definitiva, que Felipe IV, denominado «el Grande», es el más ostentoso mito viviente de la España del Siglo de Oro, o por lo menos de la dilatada época que le cupo vivir de ese siglo: vivió sesenta años, entre el 8 de abril de 1605 y el 17 de septiembre de 1665, y reinó durante 44 años, 5 meses y 16 días, en el reinado más largo de un monarca español, comenzado el 31 de marzo de 1621. Su figura fue hábilmente ensalzada a través de panfletos, relatos, exaltaciones en verso y relaciones en prosa, que circulaban por las imprentas de la época, y que hoy podemos leer en impresos cuya rareza no puede sorprendernos, aunque sí, en todos los casos, su extraordinario contenido. Es en las relaciones de estas fiestas donde encontramos, en ocasiones, manifiestos de este sentido de exaltación monárquica. Maravall señaló, hace muchos años, que «para la monarquía, tal vez lo más importante era escudarse frente a las discusiones y hostilidades de dentro, que tantos críticos excitaban, contra los cuales se servía aquella de recursos de procurarse la adhesión ciega, aturdida, irresponsables, de las masas. Uno de los mejores medios era mantenerla en fiestas».
Anfiteatro de Felipe el Grande (Madrid, 1631)
Adhesión, admiración, mitificación, teatro, ostentación, teatralidad, pueden conjuntarse en una fiesta barroca, como aquella que, en 1631, se celebró en Madrid, con gran ostentación para celebrar un acontecimiento. Se llevó al extremo más asombroso, quizá más teatral, la artificiosidad barroca, y se montó una fiesta «a la romana», es decir, improvisando un anfiteatro que había de acoger el enfrentamiento entre un buen número de animales, escogidos entre distintas especies. Se conoce esta fiesta como el Anfiteatro de Felipe el Grande, y sabemos de ella por un curioso impreso titulado del mismo modo, Anfiteatro de Felipe el Grande, que, a su valor como informador de un aspecto interesante de la cultura barroca, une el de ser una extraña joya bibliográfica ya que, como en su título se indica, «contiene los elogios que ha celebrado la suerte que hizo en el toro, en la fiesta agonal de trece de octubre de este año de MDCXXXI».
Y la hazaña no fue otra que, en el trascurso de una fiesta semipagana, preparada por el conde-duque de Olivares, el rey, desde el balcón de una panadería de la plaza del Parque (ya que la Plaza Mayor estaba en obras), donde se celebraba, dio muerte, disparándole un arcabuz, al bravísimo toro que había vencido sobre los demás animales.
El día 13 de octubre de 1631 Don Diego Saavedra Fajardo, diplomático destinado en Roma, de 47 años, se encontraba en Madrid en una misión secreta. A ello se refirió Quintín Aldea, cuando señalaba que «vino a España en misión secreta enviado por el conde de Monterrey, embajador español en Roma [...] El objeto de su misión fue, al parecer, el de formar parte de la famosa Junta que se constituyó en Madrid el 31-III-1631 [...] En la primera sesión, celebrada el 7-IX-1631, leyó don Diego un memorial, compuesto por él con la colaboración de Juan López Carcastillo, en donde se relataban todos los excesos jurisdiccionales de la Curia Romana y de la Nunciatura de Madrid». Sabemos que la tal Junta trabajó hasta septiembre de 1632, aunque Don Diego marcharía a un nuevo destino en Roma en abril de ese año. Poco más de un año en España, pues, le permiten vivir en la corte de Madrid y conocer las celebraciones y las fiestas que se organizan en la España de Felipe IV. Su condición de alto funcionario le permitía estar presente, con los poderosos, en las grandes ocasiones, y, de paso, medrar, ante ellos, un nuevo destino en su ya brillante carrera.
Diego Saavedra Fajardo. Escritor y diplomático.
Estas son las circunstancias vitales del último poema que, por ahora, conocemos de Don Diego. Los editores de sus poesías, especialmente el conde de Roche y José Pío Tejera, y luego, con mayor difusión, Ángel González Palencia, dan buena cuenta de la presencia, entre las poesías de Saavedra, de su única obra poética de madurez, ya que las demás recogidas corresponden a 1612-1614, cuando nuestro escritor, con sus veintiocho años, se daba a conocer entre los políticos de su tiempo participando en las justas poéticas convocadas con motivo de la muerte de Margarita de Austria. Nos estamos refiriendo, claro está, a las poesías de circunstancias, porque posterior, posiblemente, es el soneto «Ludibria mortis», que, con tanta brillantez, cierra las Empresas políticas (1640).
Los lectores de las escasas poesías de Saavedra conocen las dos décimas, que fueron integradas por José Pellicer de Tovar en el Anfiteatro de Felipe el Grande:
Hoy luce constelación
aquel bizarro animal
que en el arena agonal
triunfó de tigre y león.
Y aunque sus hazañas son
quien le coronan valiente,
nunca su cerviz luciente
estación fuera del sol,
si el Júpiter español
no fulminara su frente.
Transformación engañosa
contra el virginal decoro
trasladar pudo otro toro
a la zona luminosa.
Traslación fue no gloriosa
a una deidad tan severa:
más digno Júpiter fuera
quien, no con tan vil ensayo,
sino al imperio de un rayo,
nuevo signo da a la esfera.
El poema se recoge por primera vez en el libro antes citado, una de esas joyas bibliográficas inencontrables que, por suerte, llegó a pertenecer a Antonio Pérez Gómez en los años setenta, lo que permitió su reimpresión y que hoy podamos disponer de todo el conjunto de poesías que, con el mismo motivo, escribieron buen número de los ingenios españoles que vivían en Madrid aquel 1631. Pérez Gómez refiere, poco antes de su muerte (moriría al comenzar 1976), que fue su última adquisición el librito en cuestión, del que en España no había apenas ejemplares. Solo había sido editado previamente por el marqués de Jerez de los Caballeros en otra inencontrable edición de cien ejemplares, impresa en Sevilla, E. Rasco, en 1890. Jamás se ha vuelto a editar, a pesar de su indudable interés bibliográfico, poético, histórico, político y aun mítico. El mismo Pérez Gómez hace el recuento de los poemas que el libro incluye: 86 sonetos, 10 espinelas, 3 romances, una silva y unas estancias.
Es interesante recordar lo que escriben, en 1884, el conde de Roche y Pío Tejera, al incluir el poema ya dentro de una colección de obras del diplomático murciano, y cómo relatan que conocieron el poema por referencias, y gracias a la colaboración de algún otro bibliófilo amigo que les pudo comunicar, como ellos anotan tan puntualmente, al tiempo que citan a los traductores españoles de la Literatura de Ticknor, que «hay en él poesías de ochenta y seis ingenio de lo más florido y aventajado que a la sazón había en la corte». En una nota a pie de página, nuestros bibliófilos y eruditos dan cuenta, siempre citando a su ilustre comunicador, de todos los detalles en torno a la fiesta, aunque muy resumidamente. En cuanto al poema, lo transcriben modernizando su ortografía y deslizando una falta de concordancia en el verso sexto (corona por coronan) que pasa, junto a la nueva versión, a la edición de González Palencia. Como Roche y Tejera lo publicaban en 1884 no nos puede extrañar que juzgasen el poema con severidad, advirtiendo su excesivo culteranismo, pero perdonándolo o mirándolo con buenos ojos, porque su autor era quien era: «Que no es composición de mérito alguno, sino, antes al contrario, inficcionada por completo del virus del culteranismo, lo sabemos; pero no son mucho mejores las otras al mismo asunto dedicadas, y las vemos, sin embargo, figurar en varias colecciones famosas, siquiera no sea más que como ejemplo del gusto de la época».
La dureza del juicio sobre el poema, propio de la erudición de esa hora de España, no resta mérito alguno a la labor del conde de Roche y de Pío Tejera. Por cierto, que también merece la pena conocer la figura del aristócrata murciano, al que dediqué un perfil biográfico sobre su vida y su obra asombrosas.
Obras citadas
Alcalá-Zamora Queipo de Llano, José, «Felipe IV y sus mujeres», Felipe IV. El hombre y el reinado, Madrid, Real Academia de la Historia, 2005.
Aldea Vaquero, Quintín (ed.) Diego Saavedra Fajardo, Empresas Políticas, Madrid, Editora Nacional, 1976.
Deleito Piñuela, José, El rey se divierte, Madrid, Espasa Calpe, 1935.
Díez de Revenga Francisco Javier, “Enrique Fuster, conde de Roche: aristocracia y cultura”, Tonos. Revista Electrónica de Estudios Filológicos, 23, 2012. También en Hicieron historia, Murcia, Real Academia Alfonso X el Sabio, 2ª edición, 2021, págs. 167-254
Díez de Revenga, Francisco Javier, “Antonio Pérez Gómez, la ciencia del bibliófilo”. Tonos. Revista Electrónica de Estudios Filológicos, 22, 2012.
Escosura, Patricio de la, La corte del Buen Retiro, Madrid, Imprenta Hijos de Catalina Piñuela, 1837.
García Bernal, José Jaime, «De “Felipe el Grande” al “Rey Pacífico”. Discursos festivos y funerales durante el reinado de Felipe IV», Obradoiro de Historia Moderna, 20, 73-104, 2011.
Gil de Zárate, Antonio, Un monarca y su privado, Madrid, Imprenta de Yenes, 1841.
Gómez Gómez, Jorge, «La autoridad de Felipe IV a través del arte», en El universo simbólico del poder en el Siglo de Oro, ed. Álvaro Baraibar y Mariela Insúa, Nueva York/Pamplona, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA)/Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2012.
González Palencia, Ángel (ed.), Saavedra Fajardo, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1946.
Machado, Manuel, Poesías completas, edición de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993.
Maravall, José Antonio, La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel, 1980.
Montero Reguera, José, «Calderón de la Barca sale a la escena romántica», Estudios de literatura española de los siglos XIX y XX. Homenaje a Juan María Díez Taboada, Madrid, CSIC, 1998, págs. 324-329.
Ortega y Frías, Ramón, El peluquero del rey (memorias del tiempo de Felipe IV) de (1860), Madrid, Manini Hermanos, 1860.
Pellicer de Tovar, José, Anfiteatro de Felipe el Grande, Madrid, 1631, edición facsimilar de Antonio Pérez Gómez, Cieza, Ediciones Conmemorativas «la fonte que mana y corre», 1974.
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Saavedra Fajardo, Diego, Empresas Políticas, edición de Francisco Javier Díez de Revenga, Barcelona, Planeta, 1988.
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Torrente Ballester, Gonzalo, Crónica del rey pasmado, prólogo de Santiago Castelo, Madrid, Espasa Calpe, 1994.
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Zorrilla, José, Obras completas, ordenación, prólogo y notas de Narciso Alonso Cortés, Valladolid, Santarén, 1943.
Francisco Javier Díez de Revenga (Murcia, 1946) es catedrático emérito de Literatura Española en la Universidad de Murcia. Ha publicado, entre otros títulos, Gabriel Miró, maestro de la Modernidad (Mirto Academia, Granada); Azorín, entre los clásicos y con los modernos, Estudios sobre Miguel Hernández, y el volumen Miguel Hernández: En las lunas del perito. Ha realizado ediciones de autores clásicos, entre los que cabe destacar su edición de Diego Saavedra Fajardo, República Literaria (Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 2008) y de Idea de un Príncipe Político Christiano representada en cien empresas (Planeta, Barcelona, 1988).
Además, de entre su producción cabe recordar también Carmen Conde, desde su Edén; Los poetas del 27. Tradiciones y vanguardias, que continúa la obra de referencia sobre esa Generación poética: Panorama crítico de la generación del 27 (1987).
Es Académico de Número de la Real Academia Alfonso X el Sabio y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. Su vocación y curiosidad ininterrumpidas por la poesía más reciente se plasma en su columna Literatura que publica semanalmente el diario La Opinión de Murcia y en libros como Poetas españoles del siglo XXI (2015).
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