José Luis Martínez Valero. Pensador.
LOS OJOS POR QUE SUSPIRAS
Los ojos por que suspiras,
sábelo bien,
los ojos en que te miras,
son ojos porque te ven.
Antonio Machado
por José Luis Martínez Valero
El dueño de un monte, no tiene una actitud contemplativa, no lo ve como paisaje. Calcula como puede roturar la base. El resto, árboles y prados, que darán madera y pasto. Aunque lo fundamental sea la rentabilidad, disfruta, pues le gusta el aire puro, el ruido de la fuente, el canto de los pájaros, la escasa caza.
El excursionista sube a la cumbre, vislumbra todas las tierras que se ofrecen, y se muestra satisfecho. Reconoce que está en forma, se sienta sobre una de las piedras y, tras echar un trago de agua, quizá extraiga del macuto un sabroso bocadillo.
El pintor, una vez que está arriba, pasará un tiempo absorto, el aire es más fresco, la luz más pura, quizá esa mañana abra su cuaderno y tome unos apuntes, anotará los colores dominantes, aún no ha entrado en ese diálogo que fijará en el cuadro.
Se ha dicho que situados ante un paisaje, cada uno obtiene un resultado diferente. La mirada humana revela y oculta, hay componentes sentimentales, estados de ánimo que alterarían el objeto en sí.
El hombre que inicia ese diálogo, piensa que lo que ve es mudo, establece una relación de dominio. Cree que lo que se opone al sujeto es el objeto, sin embargo, cabe pensar de otro modo y reconocer a la naturaleza como un tú, es decir otro yo, con el que convivimos.
No es un juego de malabarista este intercambio de papeles, sino reconocimiento de una realidad, donde todos los elementos que integran el mundo están dotados de una identidad, desde la piedra al árbol. No es un descubrimiento, una revelación, es otra disposición por la que aceptamos el ser y la modalidad expresiva que acompaña aquello a lo que antes hemos considerado meras cosas bajo la orgullosa superioridad de nuestra humanidad.
Aceptamos que, el mar o la mar, hablan. Contemplar esa gran cantidad de agua en movimiento continuo, cuyo color es tan variable, el sereno deslizamiento sobre la arena o el golpe y espuma contra la roca, equivalen a un diálogo. El mar no es el pelma que aburre con su discurso, por el contrario, acompaña, podemos pasar horas y horas y no cansa. Estamos ante un decir que no necesita palabras. ¿Una invención gozosa por la inmensidad de este espectáculo? ¿Pura metáfora?
¿Toda comunicación se produce por palabras? Es verdad que para transmitirla nos servimos de ellas. Es más fácil. Una sábana al viento, la ola, el ritmo de la canción, también comunican. La palabra es una abstracción, válida para comunicar, no siempre para emocionar. La sábana, el agua de la ola, la melodía, quizá nos lleguen más, porque aproximan la emoción y el recuerdo. Hemos entreabierto la puerta y reconocemos.
José Luis Martínez Valero. Nube
Las nubes que, desde niños, hemos identificado con gatos, perros, caras, objetos, que vemos como algo conocido y al instante han desaparecido. Las de tormenta son oscuras, apenas si se nos ocurre descubrir a qué se parecen, se trata de un muro oscuro que la lluvia o el granizo confunden en una masa. Entonces nos atraen el trueno, el relámpago o el rayo, esa cohetería eléctrica de las tormentas.
¿Nos ven las cosas que vemos?, cuando entramos en el bosque, pasados las primeras líneas de árboles, todo cambia, la luz, el olor, las plantas que pisamos, los ruidos, el silencio. Nuestra soledad, nuestra insignificancia y abandono, parecen más cercanos. Ocurre como si estuviésemos siendo observados por alguien que no vemos, ¿habremos trasladado ese temor ancestral a un sentirnos vigilados?
Se dice que los árboles no nos dejan ver el bosque. El bosque es resultado de una abstracción, ¿es invisible? Entonces quizá pensemos que nos ve, porque no lo vemos. Sin embargo, esa entidad que hemos llamado bosque, está compuesta de algo más que árboles, hay ardillas, zorros, lobos, osos, aves, serpientes, lagartos, insectos, conjunto que sintetizamos en ese ojo que nos vigila. No sólo produce en quien recorre el bosque una sensación de temor confuso, el deseo de encontrar un claro para que el cielo y su luz vuelvan a confortarnos.
Luego, si el agua del mar o del río, la nube y los bosques, la naturaleza en su plenitud, montes y valles, las ciudades que nunca descansan se convierten en nuestros interlocutores, por qué no pensar que están ahí, para acompañar, establecer un diálogo.
Hay cuadros que son el testimonio de este encuentro. En las casas hay cosas que parecen perdidas y vuelven a aparecer, como si todo hubiese sido un juego. Por qué no pensar que, mar y ríos, montes y valles, nubes, el bosque que dejamos abandonados, porque nada nos dicen, es resultado de un falso conocimiento, una torpeza que nos ha hechos sordos y ciegos.
¿Y, la tierra? Los pequeños montes y los suelos secos con barrilla, tápena y esparto. Bajo su aspecto mísero esconde la galena argentífera, el hierro, el zinc…Su explotación ha sido rentable, se han abierto pozos, colocado maquinarias para eliminar las aguas del subsuelo, para bajar y subir mineros, para desenterrar el mineral. Ha sido necesario extraer toneladas de tierras y piedras, que se amontonan, tierras de color rojo, porque son de almagre, un rojo intenso sobre el pergamino de los terrenos arcillosos. Una gran mancha roja cercada por amarillos de diversos tonos, de diversas alturas. Terreras, restos de minas. Los mineros y los años han dado otra identidad a estos suelos.
El minero, cuando abandona la luz y el cielo, golpea con el pico, coloca barrenos, abre galerías, traga polvo, traslada el mineral, piedras de galena que contienen plomo y plata, grises, de esquirlas oscuras azuladas y brillantes, pequeños cubos, a veces piedras como borbotones sólidos que recuerdan cuando fueron magma, pura tierra fundida que luego sería roca.
El paisaje nunca se queja, sus historias si acaso son legendarias. Frente al niño abandonado del cuento, recordad como marca con las migas de pan de su último bocadillo el camino de vuelta, aunque no ha contado con los pájaros que acabarán comiendo esas migas. Tras este primer fracaso, el niño descubrirá las piedras blancas del río y así nunca se perderá. Hay un ser inocente frente a una naturaleza desconocida, luego su inteligencia elegirá esas piedras y la ruta permanecerá con las indicaciones suficiente para que no se pierda.
Sin embargo, hay un paisaje que es como una llaga abierta en la corteza del planeta, los árboles han sido eliminados, las plantas de todo tipo han desaparecido, nada verde queda excepto el que resulta de una mezcla de ácidos, tóxica, que huele a distancia. Hay una balsa roja o gris, la roja compite con el ocaso, la gris está compuesta por una pasta donde todo desaparece. Vista desde lejos ambas son hermosas, contrastan con el suelo reseco, los pequeños montes formados por escombreras que han ido creciendo.
El ser humano capaz de crear cosas hermosas, también puede convertir la belleza en algo terrible. Portmán, que pertenece a La Unión, pueblo minero, al que los romanos llamaban Puerto Magno, una bahía natural que abrazaba el agua con sus espléndidos montes, en unos años fue colmatada por los desechos del lavadero de mineral conocido como “Roberto”, el más grande de Europa y quedó convertida en un inmenso campo de fútbol, donde era imposible cualquier juego. En los poblados mineros basta salir a unos metros del poblado y encontraremos estériles, ruinas, pozos donde las piedras responden con un eco de angustia, terreras con apenas vegetación, lagunas sin peces. No obstante, son hermosas ruinas, junto a almacenes abandonados, oficinas, maquinarias en desuso.
Los mineros amaron esas tierras, sufrieron y gozaron al descubrir y extraer los minerales, quizá creyeron que aquel plomo, aquella plata, aquel hierro, seguiría durante varias generaciones, pero llegó un momento en el que, aunque no se había agotado, ya no era rentable la extracción y, los empresarios, fueron cerrando minas y muchos mineros se fueron con el hambre a otra parte. Entonces volvieron las lluvias, los vientos, el abandono, las ruinas.
Los restos de un castillo son legendarios. Para un niño es la frontera, la batalla, la defensa. Conservan un pasado que quisiéramos ver como glorioso. Los hombres y mujeres que aquí vivieron repelían ataques. De aquella valentía aún permanecen estos restos, la sangre de aquellos antepasados luchadores corre por nuestras venas. Las ruinas de una fábrica no tienen leyenda alguna, se cierran las puertas y los muchachos irán destruyendo lentamente, pintarán las paredes, romperán todo tipo de botellas, harán una hoguera con los escasos papeles de la contabilidad…
Estas ruinas son ciegas, nos miran con sus ojos blancos, quemados por el sol y los ácidos, habituadas a la oscuridad de las galerías han perdido la visión, la explosión de los barrenos las han dejado sordas. Permanecen ahí como una inmensa boca abierta que grita. Un grito que nadie oye.
¿Por qué dialogar con esa tierra que parece humana como el rostro de un pescador envejecido, quemado por los soles y las aguas? Hay quien las aplasta, convierte en llano, y tras haber borrado toda esa historia, levanta una urbanización. Luego, sus vecinos, se sentirán habitando sobre una plancha anónima que surfea sobre el tiempo. El pasado queda ahí como una maleta abandonada.
José Luis Martínez Valero nació en Águilas, en 1941. Es catedrático emérito de Literatura. Poeta, narrador, ensayista. Ha publicado últimamente Antología del 27 en Murcia (Ed. La fea burguesía). Es también autor de, entre otros libros, Poemas (1982), La puerta falsa (2002), La espalda del fotógrafo (2003), Tres actores y un escenario (2006), Tres monólogos (2007), Plaza de Belluga (2009), La isla (2013), El escritor y su paisaje (2009), Libro abierto (2010), Merced 22 (2013), Daniel en Auderghem (2015), Puerto de Sombra (2017), Sintaxis (2019) y Otoño en Babel (2022, ed. La fea burguesía, Murcia). Ha sido guionista en los documentales: Miguel Espinosa y Jorge Guillén en Murcia. También es un notable aguafuertista e ilustrador.
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