Pedro Felipe Granados
EN RECUERDO EMOCIONADO DE ANDRÉS SALOM
Por Pedro Felipe Granados
Por los últimos años sesenta, llegué a Murcia para estudiar la carrera de Letras en su universidad. No conocía a nadie, tan solo a los compañeros que venían de mi instituto de Lorca y que se dispersaron por las diferentes Facultades, por lo que tuve que entablar nuevas relaciones para moverme en una capital que únicamente conocía de nombre. Una de las personas con las que primero trabé amistad fue un compañero de clase que se llamaba Fernando y vivía como alquilado en el desván de una antigua casa de ladrillo, situada en una de las esquinas frente al teatro Romea.
Fernando era algo mayor que yo y me sirvió de guía, como un nuevo Virgilio acompañando a Dante, por aquella Murcia pueblerina de finales de la década. Cuando salíamos de las clases de la casi recién estrenada Facultad de Filosofía y Letras, me llevaba por las tabernas donde los estudiantes gastaban su escaso peculio, por los lugares de cultura donde se hacían exposiciones de pintura por parte de algunas instituciones y donde bullía el pensamiento a través de conferencias y debates, sesiones de cine fórum… En nuestro vagabundeo recalamos varias veces en una tertulia que tenía lugar en el bar ‘Santos’, situado en el meollo de la parte vieja. Eran tiempos en los que nadie parecía tener prisa porque nada se esperaba, por eso la gente se expandía en morosas conversaciones y coloquios. En aquella tertulia conocí a Andrés Salom, que estaba acompañado de Francisco Sánchez Bautista, ‘el cartero poeta’ de Llano de Brujas, por un hermano de Jaime Capmany y otros cuyos nombres no recuerdo. Yo me limitaba a escuchar en un silencio asombrado -por entonces carecía de una elemental cultura política- a aquellas personas que hablaban en palabras bajas como si temieran ser escuchadas. Fernando me señaló que eran opositores políticos en espera de la llegada de una democracia que por entonces no se adivinaba en el horizonte. Con Sánchez Bautista coincidí años más tarde en la Academia Alfonso X el Sabio, y leyendo siempre sus hermosos libros de poesía, tan ligados a esta tierra y a su gente.
Regresado a Lorca, continué teniendo noticia de Andrés Salom por amigos comunes y por sus artículos en prensa, publicados bajo el seudónimo Pau Cocoví. Sabía de su indesmayable militancia en la oposición política al Régimen desde el Partido Comunista y su compromiso irrenunciable con los desfavorecidos y los represaliados. Alguna vez que pasaba por Murcia lo encontraba con su gorra proletaria, en el mismo espacio social e ideológico al que nunca renunció, repartiendo prensa y folletos disidentes por la céntrica Trapería.
En 2001, y en la Universidad de Barcelona, se celebró el III Coloquio Internacional de Geocrítica, promovido por el catedrático Horacio Capel. Tuve ocasión de presentar una ponencia, publicada posteriormente en la revista electrónica ‘Scripta Nova’, en la que desarrollé el tema La emigración en la literatura murciana. [1]En ella recogí ideas, textos y citas de escritores murcianos que se habían ocupado de la cuestión, entre ellos los de novelistas y poetas como Vicente Medina, Castillo Navarro, José Luis Martínez Valero, Lola López Mondéjar, Castillo Puche, Julián Andúgar, Sánchez Bautista y, por supuesto, Andrés Salom.
Quiero, en este justo recordatorio de un hombre honesto y comprometido, traer a estas páginas una parte de lo que escribí en aquella ocasión relativo a su poesía:
‘Los años sesenta, época del despegue económico en España, años en los que se va acabando una larga y triste posguerra, suponen también en lo literario la aparición de una producción creativa que lleva el aliento de lo social, a la sombra de una cierta permisividad por parte de la mano censora del Régimen. En el panorama social empiezan a aparecer tímidos atisbos de disidencia política y, sobre todo, adquiere presencia en la literatura una corriente social que sitúa como protagonistas a gentes del mundo del trabajo, y también a estudiantes e intelectuales que, por entonces, laboraban en las mismas trincheras de oposición política y que pensaban más allá del rígido canon que imponía el Gobierno nacido de la guerra civil.
Hay una cara repetida de la emigración murciana, la que en esos años tenía como
destino los puestos de trabajo en Francia y Alemania, países que reconstruyeron sus maltrechas economías, tras la contienda mundial, con una buena parte de la emigración española procedente del sur. El encuentro con escenarios desconocidos, con un idioma ininteligible y con modos de vida diferentes, también ―todo hay que decirlo― con la Europa de la democracia, una forma de gobierno entonces proscrita en nuestro país, ha quedado reflejado en obras como Cancionero morisco, subtitulada Poemas del emigrante, de Andrés Salom. Doblemente emigrante él mismo, de Mallorca en Murcia y de Murcia en Europa, Salom recoge en estas páginas el encuentro de un exiliado económico con Francia. El libro se abre con un poema, Autorretrato con paisaje, fechado en Grenoble, en 1966.
Sentimiento fundamental en quien escribe desde la lejanía es la nostalgia, el recuerdo emocionado de los lugares de procedencia: Andrés Salom rememora desde Murcia los olivos de la marina de Llucmajor, en Mallorca, los pedregales de la isla, el mar y el paisaje de almendros y molinos. La nostalgia, uno de los componentes emotivos de la literatura, se acentúa cuando se escribe desde la perspectiva del emigrante. A la melancolía existencial que al poeta provoca el sentirse exiliado de un edén en el principio de los tiempos, o del edén de la vida feliz (la Arcadia sentimental de los poetas), se añade la que acumula la ausencia de la patria chica, el territorio real de la vivencia. Nostalgia, pues, sobre nostalgia, que refuerzan la expresividad de las páginas literarias sobre cualquier tipo de exilio.
Las condiciones del traslado en los viajes ―hay toda una literatura de trenes que alejan del paraíso o que acercan al horror― quedan reflejadas en composiciones de gran fuerza testimonial. Concretamente, los viajes desde el mediodía a Cataluña, a Francia y Alemania, en trenes que eran conocidos popularmente en todo el sur de la Península como ‘el catalán’ o ‘el borreguero’. El poema En ruta refleja con fidelidad exhaustiva las circunstancias de este itinerario: ‘El revisor se peina / en espiral los cuernos. / El convoy 840, borreguero, / ha clavado su aguja hacia la estrella / del norte más romántica. / Procedencia: Sureste; Andalucía, etc. / Destino: El Sarre, Carcassonne, Los Alpes... / Cargamento: mano de obra al cambio de divisa / [...] La máquina se alegra por el ritmo: / emigrante, emigrante, emigrante.... / Pasaporte, billete, policía. / ¡Irún!... Punto y aparte.’
Sobre la acogida de los emigrantes por la población autóctona francesa, el autor, con una ironía no exenta de amargura y de denuncia, nos presenta a los recién llegados como tribus sarracenas a la conquista de Europa. Esto se dice en el poema Grandes titulares, perteneciente a un apartado titulado Le bavard Dauphinois (Diario sensacionalista) y elaborado como una serie de breves de un periódico.
Más adelante, los versos recogen, con la perspicacia que a veces suele caracterizar a la poesía, la realidad subsiguiente a la llegada de estos emigrados: el mestizaje de razas y costumbres, los accidentes laborales, las ciudades de destino, castellanizados sus nombres difíciles a la manera española: Nimes, Gascuña... Aparece la explotación, como práctica universal de todo tipo de patronos, el desprecio de los autóctonos por los recién llegados, las enfermedades de la civilización (el tedio, la angustia vital, en contraste con las de los obreros que son la soledad, la explotación, la nostalgia, el desengaño del supuesto paraíso) y, en fin, la simple constatación de que el franco en aquel momento costaba doce con veinte pesetas’.
Como colofón de este texto para la loable iniciativa de homenajear a Andrés Salom y mantener viva su memoria, promovida por Fulgencio Martínez y Antonio Marín Albalate para Ágora, quiero traer a estas páginas una versión de la muy repetida ―aunque no por ello menos verdadera― sentencia de Whitman: ‘Amigos, esto no es una revista: quien vuelve sus páginas toca a un hombre’.
Pedro Felipe Granados nació en Albox (Almería). Catedrático emérito de Literatura. Ha sido y es un referente de la docencia y de la cultura en Lorca (Murcia), donde ha desarrollado gran parte de su labor de profesor.
Es autor de libros de poesía, relatos, artículos y ensayos, se dedica asimismo a la gestión cultural. Colabora en prensa con artículos, crítica literaria y ensayos: La Verdad, Cuadernos del Lazarillo, Revista Scripta Nova y Caxitán, entre otras. Académico correspondiente de la de Alfonso X el Sabio, de Murcia, posee distinciones relativas a la enseñanza y la cultura, otorgadas por el Ministerio de Educación y la Consejería de Educación, y premios literarios como el ‘Dionisia García’ y el ‘Emma Egea’.
[1] Nota del E. Cf. https://www.ub.edu/geocrit/sn-94-107.htm
Granados, Pedro Felipe S.: La emigración en la literatura murciana.
Recogemos de ese texto esta cita, referente a Andrés Salom y su primera obra, quizá la menos atendida: Cancionero morisco, pero que sagazmente analiza el profesor Pedro Felipe S. Granados:
“Hay otra cara de la emigración murciana, la que en los años sesenta tenía como destino los puestos de trabajo en Francia y Alemania, países que reconstruyeron sus maltrechas economías, tras la contienda mundial, con una buena parte de la emigración española procedente del sur. El encuentro con escenarios desconocidos, con un idioma ininteligible y con modos de vida diferentes, también -todo hay que decirlo- con la Europa de la democracia, una forma de gobierno entonces proscrita en nuestro país, ha quedado reflejado en obras como Cancionero morisco (4), subtitulada Poemas del emigrante, de Andrés Salom. Doblemente emigrante él mismo, de Baleares en Murcia y de Murcia en Europa, Salom recoge en estas páginas el encuentro de un exiliado económico con Francia. El libro se abre con un poema, Autorretrato con paisaje, fechado en Grenoble, en 1966.
Sentimiento fundamental en quien escribe desde la lejanía es la nostalgia, el recuerdo emocionado de los lugares de procedencia: Andrés Salom recuerda desde Murcia los olivos de la marina de Lluchmajor, en Baleares, los pedregales de la isla, el mar y el paisaje de almendros y molinos. La nostalgia, uno de los componentes emotivos de la literatura, se acentúa cuando se escribe desde la perspectiva del emigrante. A la melancolía existencial que al poeta provoca el sentirse exiliado de un edén en el principio de los tiempos, o del edén de la vida feliz (la Arcadia sentimental de los poetas), se añade la que acumula la ausencia de la patria chica, el territorio real de la vivencia. Nostalgia, pues, sobre nostalgia, que refuerzan la expresividad de las páginas de la literatura de cualquier tipo de exilio.
Las condiciones del traslado en los viajes -hay toda una literatura de trenes que alejan del paraíso o que acercan al horror- quedan reflejadas en composiciones de gran fuerza testimonial. Concretamente, los viajes desde el sur a Cataluña, a Francia y Alemania, en trenes que eran conocidos popularmente en todo el sur de la Península como el catalán o el borreguero. El poema En ruta refleja con fidelidad exhaustiva las circunstancias de este itinerario: "El revisor se peina / en espiral los cuernos. / El convoy 840, borreguero, / ha clavado su aguja hacia la estrella/ del norte más romántica./ Procedencia: Sureste; Andalucía, etc./ Destino: El Sarre, Carcassonne, Los Alpes.../ Cargamento: mano de obra al cambio de divisa/ [...] La máquina se alegra por el ritmo:/ emigrante , emigrante, emigrante..../ Pasaporte, billete, policía./ ¡Irún!...Punto y aparte."
Sobre la acogida de los emigrantes por parte de la población autóctona francesa, el autor, con una ironía no exenta de amargura y de denuncia, nos presenta a los recién llegados como tribus sarracenas a la conquista de Europa. Esto se dice en el poema Grandes titulares, perteneciente a un apartado titulado Le bavard Dauphinois (Diario sensacionalista) y elaborado como una serie de breves de un periódico.
Más adelante, los versos recogen, con el acierto que a veces suele utilizar la poesía, la realidad subsiguiente a la llegada de estos emigrados: el mestizaje de razas y costumbres, los accidentes laborales, las ciudades de destino, castellanizados sus nombres difíciles a la manera española: Nimes, Gascuña... Aparece la explotación, como práctica universal de todo tipo de patronos, el desprecio de los autóctonos por los recién llegados, las enfermedades de la civilización (el tedio, la angustia vital, en contraste con las de los obreros que son la soledad, la explotación, la nostalgia, el desengaño del supuesto paraíso) y, en fin, la simple constatación de que el franco en aquel momento costaba doce con veinte pesetas.
Los años sesenta, época del despegue económico en España, años en los que se va acabando una larga y triste posguerra, suponen también en lo literario la aparición de una producción creativa que lleva el aliento de lo social, a la sombra de una cierta permisividad por parte de la mano censora del Régimen. En el panorama social empiezan a aparecer tímidos atisbos de disidencia política y, sobre todo, adquiere presencia en la literatura una corriente social que sitúa como protagonistas a gentes del mundo del trabajo, y también a estudiantes e intelectuales que, por entonces, laboraban en las mismas trincheras de oposición política y que pensaban más allá del rígido canon que imponía el Gobierno nacido de la guerra civil.
Hay una serie de escritores, entre los que podemos citar a los novelistas José Luis Castillo-Puche y José María Castillo-Navarro, los poetas Julián Andúgar, Andrés Salom y Francisco Sánchez Bautista, entre otros, que dan a la estampa una serie de obras en las que desarrollan motivos vinculados con la emigración.”
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