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martes, 6 de mayo de 2025

EL DÍA QUE CONOCÍ LA VERGÜENZA. Por Raimundo Martín. Avance de Ágora N. 33. Nueva Col. / Relatos

 

 

                                                                                                    Raimundo Martín

 

 

      EL DÍA QUE CONOCÍ LA VERGÜENZA

 

Por Raimundo Martín

 

 

 

Los neumáticos chirriaron y sólo me dio tiempo a cerrar los ojos y esperar el golpe. En un instante todo se hizo muy intenso: el aire de julio, más caliente y húmedo; el atardecer, más pausado; el olor de las flores, espeso. Siempre ha sido mi hora preferida porque el calor concede una pequeña tregua y la gente se retira a sus casas, a modo de trinchera, a coger fuerzas para un último asalto durante la noche. Y en ese rato las calles se quedan en paz y parece que sólo huele a jazmín y silencio.

Yo iba con mi hija, sentada en su carricoche y asombrada por todo cuanto le rodeaba. No sé decir exactamente dónde ocurrió porque todas las casas eran idénticas: adosadas y blancas, con ribetes amarillos y tejas agrietadas. En serie, fabricadas para una clase media entusiasmada con un jardín minúsculo en el que cuidar esos jazmines que sólo trabajan de noche.

          Las ruedas, afortunadamente, se detuvieron a tiempo y no llegaron a tocarnos. A los conductores, asustados, se les escapó un grito infantil. No pasaban de los doce años y al frenar casi se cayeron de las bicicletas, demasiado grandes para ellos. Estaban pálidos, algo extraño cuando ya han mediado las vacaciones y su única labor es pasar el día entre la playa y la piscina. Pensé en decirles algo, pero habría sido inútil.

Ni siquiera nos habían visto. Si frenaron así no fue porque un carricoche azul y algo anticuado hubiera interrumpido su trayectoria, sino porque al final de la calle los estaba esperando la última persona con la que querían encontrarse. Un crío de su edad, pero mucho más alto, pelo rizado y algunas pecas que ya se confundían con el acné. Ellos eran dos, pero no creo que la suma de sus pesos superara el del otro. Se les había aparecido como un lobo negro, en el cruce de dos calles estrechas que apenas les dejaba espacio para la huida. Los acorralados, rubios de verano con las espaldas desnudas, aún no habían cambiado la voz, que sonó patética cuando intentaron disimular su miedo con órdenes bravuconas: “¡Que te apartes, subnormal!”.

          El “subnormal”, indiferente al público que se iba acodando en las tapias de los jardines, había planeado cuidadosamente la emboscada. Dos filas de coches convertían la calle en un desfiladero en el que sus víctimas no podrían girar con aquellas bicicletas tan grandes. Además, sabía que no las iban a dejar tiradas para huir a pie: sus hermanos mayores, que debían ser los verdaderos dueños, les pedirían demasiadas explicaciones. El flequillo le cubría toda la frente y parte de los ojos. Sus movimientos eran lentos, como los de un depredador que sabe que sus víctimas no tienen escapatoria. Bermudas con peces de colores, una camiseta con un dibujo de Pikachu y el tableteo de unas chanclas enormes para alguien que no había dejado de ser un niño.

Hasta ese momento no había pronunciado una palabra.

Porque los lobos, antes, observan.

Cuando ya estaba a apenas un metro de ellos, se decidió a hablar. De su boca salió, calmosa, la pregunta que empezaba a pudrirse en su interior. Dejó escapar aquel fermento ácido que le corroía la niñez. Con voz tan alta que pudimos oírle nosotros, y los vecinos, hasta esos compañeros, siempre presentes en su imaginación, que le habían hecho el curso insoportable. “¿Cuándo vais a dejar de insultarme?”. Y los otros seguían, con sus risas nerviosas y las bicis a punto de caer, sin saber si salir corriendo o permanecer allí. “Estoy harto de que me llaméis subnormal”. Y dio otro paso, acercándose un poco más al de la derecha. “Pero de qué vas, que me dejes, que no te acerques”. Pero se acercó. Con la suficiencia del más fuerte. Tiró su bici al suelo, la pisó y retorció el manillar como si la estrangulara con los cables del freno. Y cuando el rubio reunió el poco valor que podía caber dentro de su cuerpecillo y se le encaró, conoció por primera vez el calor de una mano abierta en su mejilla.

El guantazo resonó bajo los arcos de las terrazas. A algunos les recordaría a una rama partiéndose, o a la puerta de un coche viejo al cerrarse. Pero no a mí, que me pareció un aplauso. No sé si debería confesarlo, pero me marché muy satisfecho, y si no me quedé para ver si el otro también se llevaba un buen tortazo fue porque le tenía que dar el biberón a mi hija. Y me fui tranquilo, feliz, seguro de que al doblar la esquina los jazmines olerían más intensamente.

 

Pero no olí nada.

Y las casas ya no se levantaban como los tomos de una enciclopedia virgen. Ahora eran dispares y estaban diseminadas, cada una con su granero y su corral. Aroma a leña quemada, a gallinaza, a soledad. Yo ya no estaba en un pueblecito costero, sino en otro de interior. Frío, seco. Allí no olía a jazmín, sino a remordimiento.

Porque mi memoria tiene dientes.

 

El crío que recibió la bofetada podía haber sido yo mismo. Vivíamos en un poblacho con apenas doscientos habitantes: guerras de nieve, trampas para pájaros, frutas robadas. Hacía poco habíamos descubierto un charco de barro donde los jabalíes se revolcaban en las noches heladas y la cueva donde los piratas escondieron su increíble tesoro. Sólo nos faltaba un castillo donde ahorcar a los ladrones de caballos para ser los protagonistas de un cuento infantil.

Salíamos de la escuela a media tarde, siempre con frío y prisa porque anochecía pronto. Parecíamos una bandada de gorriones que iba menguando a medida que nos íbamos quedando en nuestras respectivas casas. Yo siempre llegaba el último, porque vivía en un extremo del pueblo, vecino de un crío de un curso superior que se llamaba Dani. Habíamos hecho buenas migas porque a los dos nos gustaba jugar al fútbol con el balón que le quitamos al Lere, meter palos por los hormigueros y escondernos a ver las Interviú que su hermano mayor guardaba debajo de la cama. Su casa, una de las más grandes, tenía tres plantas y un granero de película en el que podía encontrarse de todo, desde cuchillos oxidados hasta un coche destripado con el que, me contaban, se había matado una marquesa.

Conocíamos cada escondrijo y una tarde nos adelantamos para apostarnos en un saliente que había de camino a la casa de Samuel y su hermana. Samuel tenía la edad de Dani y su hermana era el primer año que iba a la escuela. Él era alto y fuerte, todo lo alto y fuerte que puede ser alguien con ocho años. Rubio y callado, olía mal. No nos atrevíamos a decírselo a la cara, pero cuando no nos veía nos reíamos de él porque su olor nos recordaba al de los cerdos. Padecía bromhidrosis, ahora lo sé. Entonces lo llamábamos asco.

Nuestro escondite no era más que un pedrusco con agujeros al que era muy fácil escalar. Las manos se nos resecaban al tocarlo y la ropa se manchaba con su polvo blanquecino. Nos tumbamos en su parte superior y esperamos a que se acercaran los dos hermanos. Un tractor lejano y una bandada de grajos eran nuestros únicos y mezquinos cómplices en aquella misión.

Nos armamos con guijarros que moldeó un mar extinguido y me reí con ganas cuando le acerté a la hermana de Samuel en una ceja. No fue un disparo difícil porque pasaron a apenas dos metros de nuestra posición, tres como máximo, y miraron hacia arriba después de la primera ráfaga. Ojalá no lo hubieran hecho.

Nuria, así se llamaba, ahora me acuerdo.

Tenía el pelo castaño, más oscuro que el de su hermano, recogido con una trenza que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Siempre vestía unos leotardos varias veces remendados, falda oscura y un jersey de lana tan viejo como limpio. Igual que el cuello de sus camisitas: muy blanco y con olor a chimenea y dignidad.

Me miró con extrañeza. Hasta ese momento, la sangre sólo era algo que a veces picaba en las rodillas. Ahora era otra cosa: un líquido espeso que se deslizaba despacio, caliente, por su párpado cerrado. Se quedó quieta, igual que su hermano, y después empezó a mover los pies; a derecha e izquierda, a izquierda y derecha, barnizando sus botines desgastados con el polvo del camino. Su casa no estaba lejos, apenas a cincuenta metros, pero parecía que no se decidían a empezar a correr. Quizás porque esa raya roja y tibia, que ya le bordeaba la boca, le iba a manchar la camisa y haría enfadar a mamá.

Me seguía mirando. El tractor trabajaba, pero sólo se oía el roce de unas piedras que Dani, hábil zurdo, hacía rodar en su mano ahuecada. Los leotardos seguían impolutos pero el cuello de la camisa se le había empapado con una franja encarnada. Nuria se llevó la mano a la frente y, con el dorso, se restregó la herida. Debió escocerle.

Dani sonreía orgulloso, en pie sobre aquella roca caliza. Su plan estaba funcionando a la perfección y yo reí, pero sin ganas, porque los ojos de esa niña, ojos de mujer mayor, me vaciaron.

Dani saltó y volvió silbando a su casa. Yo no recuerdo lo que hice. 

 

 

 

Raimundo Martín nació en Murcia en 1976. Es licenciado en Derecho y Periodismo. Ha publicado la novela Cargas familiares (ed. Sar Alejandría, 2021) y varios cuentos y relatos en diversas revistas literarias.

 

 

 

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