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jueves, 1 de mayo de 2025

CEZARA. Por Mihai Eminescu. (Fragmento). Original en rumano y Traducción de Doina Făgădaru. Ágora n. 32. Nueva Col. En homenaje a Joaquín Garrigós Bueno, traductor

 

                                                                                           Mihai Eminescu

 

 

                                                     CEZARA

 

                                        POR MIHAI EMINESCU

                                       

 

Traducción de rumano al español: Doina Făgădaru

         

 

 

 

 

                                            I

 

         Era una mañana de verano. El mar extendía su azul infinito, y, paulatinamente, el sol ascendía en la profunda serenidad celeste. Tras el largo sueño de la noche, las flores despertaban lozanas. Las rocas negras exhalaban vapor a causa del rocío tornándose grises poco a poco; de vez en cuando, pequeñas lascas de arena se desprendían de ellas perezosamente.

Hacia el oeste, entre unos picos, se erigía el antiguo monasterio. Semejante a una fortaleza, se encontraba por completo rodeado de zarzas, detrás de las cuales apuntaban las copas verdes de algunos chopos o castaños. Los puntiagudos tejados de tejas mugrientas, la parda cúpula de la iglesia, la muralla derruida e invadida en su abandono por malas hierbas, las rojas hormigas que colonizaban cada rincón en largas procesiones  ̶ avanzando bajo el sol con enorme parsimonia ̶ , el secular portalón de roble, las escaleras de piedra, rotas y gastadas de tanto trasiego...Todo  hacía pensar que aquello era, más que una vivienda propiamente dicha, un montón de ruinas por las que andar curioseando.

A la derecha del monasterio, se levantaban colinas con bosques, huertas, viñedos y pueblos de casitas blancas, esparcidas por las terrazas de las laderas; a la izquierda, un camino atravesaba como una cinta una infinidad de campos verdes, que se perdían en la lejanía del horizonte; y frente a él aparecía el mar, cuya superficie era interrumpida de vez en cuando por alguna roca puntiaguda que emergía entre las olas.

Por la colina, a lo largo de las murallas, trepaban pequeños senderos sembrados de montículos hechos por los topos.  Por uno de esos caminos, un viejo monje,  con las manos a la espalda, se dirigía hacia la puerta del monasterio. Su hábito de paño estaba ceñido en la cintura por un cordón blanco, del pecho le asomaba parte del rosario, y sus zuecos de madera se arrastraban tableteando a cada paso.  Su barba era rala y canosa; su mirada, vacua, inexpresiva, algo atolondrada. No había en él nada de ascético o de resignado.

Al llegar al portalón tocó la campanilla, y cuando un hermano acudió a abrirle entró en el patio.  Este parecía abandonado, con su suelo de piedras cuadradas entre las que  crecían a sus anchas altos hierbajos. En medio había un pequeño estanque, cuyas orillas estaban invadidas por la bardana, el verbasco, la coronilla real y la arveja, que desplegaba sus flores sobre el resto de vegetación y la estrangulaba con sus ramas enmarañadas. El patio comunicaba, mediante una escalera, con una terraza larga y sombría. El viejo abrió una puerta y desapareció dentro del edificio.

Desde el patio, a lo largo del alto muro del monasterio, se divisaban las ventanas con rejas negras de las celdas abandonadas. Una de ellas estaba completamente cubierta de hiedra; detrás de esa malla de hojas oscuras se distinguían, plantados en cazuelas, capullos de rosas blancas que buscaban el sol. Esa ventana daba a una celda en cuyas paredes se veían todo tipo de  curiosos bosquejos a lápiz : aquí un santo, allá un perrito revolcándose en la hierba, acullá un dibujo bien logrado de un escarabajo, unas flores, unas matas...Todo un cuaderno de bocetos diseminados por la pared. Un armario lleno de libros religiosos, una silla con respaldo alto, una capa colgada de un clavo, un arcón decorado con flores pintadas, un lecho sencillo bajo el cual podían verse un par de alpargatas y un gato negro...Esa era todo. El sol penetraba a través de la viva red vegetal de la ventana, atravesando la semioscuridad de la celda con temblorosos rayos de luz en los que jugueteaban miles de partículas en suspensión. 

Un joven monje estaba sentado en la silla. Él se encontraba en unos de esos momentos de plácida holganza, como cuando un perro  se despereza al sol, estirando todos sus músculos, sin preocupación alguna. Su expresión era una rara mezcla de ensueño y frio raciocinio, Tenía unos ojos profundos y seductores, que parecían conscientes de su atractivo y capaces de mirar con atrevimiento.

Se acercó a la ventana y contempló la alta hierba del jardín, nacida a la límpida sombra de los árboles, y las naranjas que brillaban entre las hojas; tomó un lapicero y dibujó en la pared uno de aquellos frutos. Después cogió una alpargata, la puso sobre la mesa y se quedó observándola. A continuación, abrió uno de los libros y, en la esquina de una página, comenzó a dibujarla. !Qué profanación de las  Escrituras! Todos los margenes estaban repletos de perfiles de mujeres, curas, caballeros, mendigos, comediantes... La variedad infinita de la vida,  garabateada en cada centímetro de papel disponible.

El viejo entró repentinamente.

      −¡Alabado seas, padre Onufrei!

      −¡Yo no, sino el Señor! Ieronim, ¿en qué trabajas, bribón?  ̶ dijo socarronamente el anciano.

         −¿Yo? ¿Pero cuándo he trabajado yo en algo? Esta suposición ofende mi carácter, padre. Me entretengo dibujando tonterías sobre las paredes; pero  lo que es trabajar...¡Soy más sabio de lo que aparento!

       ̶  Haces mal en no querer aprender a pintar.

       ̶  No hago ni mal ni bien. Me limito a no hacer nada.  Solo juego.

       ̶  Estás enterrando tu talento.

       ̶  Entierro al diablo.

       ̶ ¡Apage Satanas!  ̶ dijo el viejo saltando a la pata coja y haciendo con los dedos la señal de la cruz.   

      Ieronim se echó a reír.

           ̶  Padre, sólo Dios sabe de dónde saca tanta alegría.  Hasta yo tengo mis ratos tristes; pero esos seguramente usted no los ha conocido nunca.

            ̶ ¿Triste yo,? ¡Que me lleve el diablo, si lo estuve alguna vez! La tristeza se aleja de mi igual que el Maligno huye del incienso. Pero deja esto y vente conmigo a la ciudad. Hoy, al visitar a tu abad, he puesto cara de circunstancias y le he dicho que te necesito para un funeral. He mentido, claro; pero el caso es que te ha confiado a mí en calidad de sepulturero. Así que, hijo mío, iremos a la ciudad. Conozco allí un lugar donde dan buen vino. Además, echaremos una partida de cartas con unos compadres, fumaremos unas pipas tranquilamente, y atisbaremos a través de las ventanas a las señoritas, aunque sin llegar a...

      ̶  Eso por descontado.

      ̶  !Ah, me pregunto quién diablos te metió a monje, Ieronim!

      ̶  Y yo quién le metió a usted, padre.

      ̶  ¿Quién? ¡Pues el diablo, naturalmente!

         Si alguien pensara que las frivolidades de los religiosos tenían alguna transcendencia, se equivocaría. Sus fechorías, a pesar de las palabras con las que las magnificaban, no eran más que simples chiquilladas,. Un vaso de vino, unas manos a las cartas, un poco de tabaco,  una  fugaz mirada de vez en cuando a la figura de una jovencita sonriente... estos eran sus famosos desenfrenos; todo el encanto residía en el misterio con el que envolvían esas pequeñas andanzas mundanas.

Tras echarse una capa sobre los hombros, Ieronim puso una cara larga, muy acorde con el semblante afligido del viejo, para impresionar al portero al salir; abandonaron apresuradamente el monasterio y no aminoraron la marcha hasta llegar al camino principal que conducía a la ciudad.

 

 

                                                 II

 

          ̶  Condesa, convenceré a su padre para que la obligue a ser mía.

          ̶ ¿Quién duda de que usted pueda y sea capaz de hacerlo? Mi padre le debe dinero, y usted desea a su hija; nada más natural, entonces. Llegarán a un acuerdo, como hombres de honor que son. Pero hasta que no me convierta en su esposa tengo derecho a que me deje en paz; ya tendrá tiempo de sobra para maltratarme cuando estemos casados.

El Marqués de Castelmare, tras dirigir una mirada larga y salvaje a la mujer que despreciaba su propuesta, se apresuró a salir, cerrando la puerta tras de sí.

La bella condesa se giró hacía la ventana para observar la calle. Ieronim y Onufrei estaban allí. El primero mantenía un semblante de profunda y concentrada seriedad, mientras el otro, con las manos cruzadas sobre el vientre, pasaba las cuentas de su rosario. Se echó a reír al ver a ese viejo disparatado que intentaba componer una expresión piadosa para impresionar a los transeúntes.

"¡Qué viejo más chiflado! Parece un personaje de opereta. ¡Y qué guapo es el otro! ¡Son tan nobles sus rasgos! Es hermoso, grave, imperturbable...Parece un demonio. Francesco necesita a alguien así como modelo para su cuadro. Si pudiéramos echar mano de él...” musitó para sí, sonriendo.             

          ̶ !Maestro! –gritó, acercando dos sillas a la ventana.

De inmediato, un anciano de barba gris ataviado con una túnica de terciopelo, de porte alto y sereno, entró y se acercó a la muchacha, interrogándola en silencio.

     ̶ Venga a mi lado...Siéntese aquí y mire a aquel monje. ¿Verdad que sería un bello demonio para la Caída de los ángeles?

      ̶ ¡O un perfecto Adonis para Venus y Adonis   ̶  dijo el pintor sonriendo ̶ . Tú Venus y él Adonis.

         ̶ ¡Uy! ¡Eso es demasiado!

         Francesco tomó su mano entre las suyas, y besó a la muchacha en la frente.

         −Eres joven, así que ¿por qué no? Deseas amar...y cada fibra de tu corazón tiembla al oír esta palabra...¿Acaso deseas casarte con Castelmare, un hombre al que no quieres? Tu padre, que es pobre, libertino, y un jugador empedernido, sería capaz de venderte al marqués con tal de saldar su deuda.  Así que no tienes otra vía para huir de la desgracia que fugarte de esta casa. Sabes que soy rico y que te quiero como a una hija. ¿Necesitas un padre? Heme aquí. ¿Quieres un hogar? El mío está abierto para ti. ¿Anhelas un amante, Cezara? Allí abajo está. Yo también he amado y conozco desde que era joven ese dulce desconcierto que experimentas...Tienes sed de amor, pero, a pesar de ello, serías capaz de dejar escapar a ese ángel genial, porque eso es lo que son los demonios, ángeles geniales; los demás, los que se  quedaron en el Cielo, son un poco torpes  ̶ dijo el anciano en voz baja.

         ̶  ¡Pero no voy a correr detrás de él,  ̶  exclamó ella, ruborizándose.

        ̶ ¿Prefieres que vaya yo? Ya veo... Recibe mis cumplidos, señorita  ̶ dijo Francesco, apresurándose hacia la puerta.

   El pintor salió, sonriendo con malicia, encantado  con  las contradicciones y las dudas que reflejaba el rostro de la joven Cezara.

  Por su parte, ella se debatía entre detener o no al anciano. Pero, confundida y paralizada por la duda, no se movió de donde estaba, algo lógico en su situación. Al contemplar a Ieronim, el corazón le palpitaba acelerado. Estaba como loca; su rotunda belleza casi parecía matarla. Su rostro era de una blancura marfileña,  oscurecida solamente por la sombra violácea del fino entramado de las venas. Concentraba todos los ideales del Arte en la despejada frente y en aquellos ojos de un azul  intenso que,  a la sombra de las largas pestañas,  brillaban y se volvían más oscuros y endemoniados. Su lustroso pelo negro se asemejaba al ala de un cuervo, su dulce boca, con el labio inferior algo más carnoso, parecía hecha para ser besada, su fina nariz y su mentón suave recordaban a las mujeres de Giacomo Palma. Cuando su cabeza, noble y bella, se erguía con una especie de orgullo infantil, semejante al de los caballos árabes, su cuello alto adquiría esa energía marmórea, a la par que vibrante, que encontramos en el busto de Antínoo.

La condensa, recostando su cabeza sobre una mano, miró al joven monje con un indefinible y resignado deseo. No se había tomado en serio las palabras de Francesco, pero bien le hubiera gustado que se hicieran realidad. ¿Qué oscuras alegrías experimentaría su corazón ante aquella mirada? ¡Ah! ¿Quién podría decirlo?  ¿qué lengua sería lo bastante rica como para expresar aquella infinidad de sentimientos que se concentraban en el amor mismo, sino en la sed de él?  Se dedicaba a soñar en la ventana, a fantasear solamente, pero ¿no sería un pecado proyectar de esa forma sus anhelos?

 

 

                                             III

 

    En su paseo por las calles, Onufrei y Ieronim no se percataron de que un hombre les seguía: era Francesco. Ieronim aprovechó su escapada a la ciudad para ir a buscar el correo; de hecho, muy oportunamente, pues allí le esperaba una carta de su tío Euthanasius, un  viejo ermitaño. He aquí lo que decía:

"Mi querido sobrino en Cristo:

Ahora, mientras te escribo, hace un día espléndido, y estoy tan colmado del dulce frescor de la mañana, del olor de los campos y del millar de alientos que exhala la naturaleza, que siento la necesidad yo también de comunicarle a ella cuanto hay dentro de mí. Mi mundo es un valle rodeado por todas partes de peñascos infranqueables que se levantan como un muro frente al mar, de modo que ningún alma humana pueda siquiera vislumbrar este paraíso terrenal en el que habito. Solamente existe un lugar por el que acceder a él,  una piedra movediza que oculta con maestría la entrada al interior de la isla. Cualquiera pensaría que se trata tan solo de un montón de rocas estériles que sobresalen entre las aguas. ¿Pero cómo es el corazón de esta isla? Enormes rocas de granito rodean como negros guardianes un profundo vallen que, del otro lado del espejo del mar, está cubierto por macizos de flores, vides silvestres y hierbas altas y olorosas, en las que no ha penetrado nunca la guadaña. Y sobre este esponjoso manto de vegetación se mueve el variado reino animal: miles de abejas que hacen estremecerse a las flores al libar de sus corolas, abejorros vestidos de terciopelo, mariposas azules que llenan el aire vibrante bajo la luz del sol... Las altas rocas hacen que mi visión del horizonte sea limitada y solo pueda contemplar un pedazo de cielo, pequeño pero maravilloso: de un azul oscuro, límpido, por el que de vez en cuando cruza alguna nube blanca, como si alguien hubiera derramado leche sobre él. En el centro del valle hay un lago donde vierten sus aguas cuatro estrepitosos manantiales que parecen pelear día y noche, revolviendo las piedrecitas del fondo. En el silencio estival se oye una música eterna y, en la distancia, a través de la hierba verde y los bancos de grava, se  vislumbran los cursos de agua que serpentean con su líquido vivo y plateado, arrojándose en los brazos de los alocados remolinos, para luego precipitarse más allá y acabar  suspirando de satisfacción al derramarse en el lago.  En mitad de este, que parece negro a causa del reflejo de los  juncos y las mimbreras que lo rodean, se levanta un pequeño islote que alberga un naranjal. En ese bosquecillo están mi colmenar y la cueva que he convertido en mi casa. Esta isla dentro de la isla es toda ella un pensil plantado por mí para las abejas.

Siempre estoy entretenido con algo. Como sabes, fui escultor en mi juventud; así que después de nivelar el granito de mi gruta, decoré la superficie de los muros con ornamentos y bajorrelieves, como haces tú con los bosquejos. La diferencia es que la escultura está hueca; por tanto, los rostros que esculpo están vacíos también. En una de las paredes están Adán y Eva...Intenté plasmar en sus formas la inocencia primitiva, ya que ambos ignoraban todavía lo que era el amor, aunque se querían sin saberlo. Sus rasgos son aún vírgenes e inmaduros, pues fue ternura y no pasión lo que reflejé en la expresión de sus caras. Es  el suyo un idilio cándido y tranquilo,  entre dos seres que no son conscientes de su belleza ni de su desnudez. Pasean abrazados bajo una hilera de árboles, y frente a ellos hay un rebaño de corderos.

Completamente distinto es lo de Venus y Adonis. Venus es toda amor, e inclina apasionadamente su cabeza sobre el hombro de ese delicado y bello joven, tímido y enamorado de sí mismo. Él, interpretando el papel de una inocente doncella que hubiera sido sorprendida por su amante, observa de reojo las formas perfectas de la diosa que intenta complacerle, ya que le avergüenza mirarla de frente.

Por lo general, me gusta representar a la mujer en cuanto que ser humano agresivo. El hombre lo es por naturaleza, y esta naturaleza se repite en cada ejemplar masculino de nuestra especie. En el mundo femenino, sin embargo, las mujeres agresivas son una excepción. Hay una enorme potencia en el modo en que una mujer enamorada, sin dejar de ser tímida y candorosa, se acerca a un varón inexplicablemente huraño, y, si cabe, más púdico e infantil que ella.  No me refiero, obviamente, a los resabios de las cortesanas, sino a la genuina agresividad de la inocencia. Precisamente, ahora estoy esculpiendo en la pared más blanca de la cueva a Aurora y Orión. Sabes que la joven Aurora raptó a Orión, del cual se había enamorado también la virgen y cruel Diana,  y se lo llevó a la isla de Delos. En el rostro de Orión expreso ese fondo de oscuridad y orgullo que aprecia en casi todos los jóvenes; en el de Aurora,  la  inextinguible vitalidad de las doncellas. Plasmar la agresividad en un rostro es algo muy difícil. Además, hay otra cosa que me intriga. Al disfrute del amor le siguen unas horas en las que el hombre queda sumido en una profunda tristeza; diría incluso que, en esos instantes de desaliento, el varón está más cerca que nunca de suicidarse, teme menos a la muerte que en cualquier otro momento. Por otro lado, pienso que un joven inocente resulta mucho más difícil de seducir que una doncella, y que la pobre Venus se las vio y se las deseó para rendir a Adonis. Hay sin duda un misterio en esta aversión que precede al placer, y en la tristeza que viene a continuación; pero yo no soy capaz de comprenderlo.

También tomo lecciones en esa escuela que es mi colmenar. Soy de la opinión de que todas las ideas que gravitan sobre la vida de los hombres son creaciones que dejan caer sobre nuestros cuerpos en movimiento un manto que nos acompañará siempre. Lo más importante que me han enseñado las abejas es su organización del estado. ¡Qué orden, qué maestría en su proceder! Si tuvieran libros, diarios o universidades podríamos pensar que esa armonía no es sino el resultado de las geniales combinaciones de los literatos, y tendríamos a considerarlas una mera creación de la inteligencia. Pero uno se da cuenta en seguida de que es algo más profundo lo que dispone todo en un sentir seguro y sin fallos. También está el asunto de las nuevas colonias: cada verano, dos o tres nuevas generaciones de abejas abandonan sin mirar atrás el seno materno. Por el contrario, es sorprendente la falta de sentido común con que los humanos continúan afrontando las marcha de los individuos sobrantes; por ejemplo, cuando en las grandes migraciones de los pueblos los hijos menores tienen que abandonar el país, mientras la familia permanece en su lugar de origen. Y no hay que olvidar la cuestión de las revoluciones: anualmente se produce una revuelta contra la aristocracia y los cortesanos de la abeja reina, sin atender al contrato social, a los discursos de los parlamentarios o a los  argumentos sobre el derecho natural o el derecho divino.

Me replicarás  que emito dictámenes sobre la naturaleza basados en una analogía con las circunstancias humanas; que juzgo la organización estatal de los animales equiparándola con la de los hombres. Es decir, cifrando nuestro mundo en el suyo. Si bien es cierto que considero que los humanos llevamos también una vida instintiva, no es esa mi intención, sin embargo. Más bien, sostengo que a las costumbres e instituciones desarrolladas en condiciones naturales vienen a adherirse toda una serie de religiones subjetivas y acciones malvadas y miserables,  concebidas a propósito y perfectamente adecuadas a la estrechez mental de la mayoría de los seres humanos. Y esto se prolonga durante años: uno nace, se casa, tiene hijos y muere, igual que los monos; solo que en el lugar de lucirse en las ramas de los árboles, donde lo hacen estos peludos donjuanes, los hombres se pasean por las salas de baile o de  juego, esos lugares en los que uno puede ver a los jóvenes primates con monóculo olisqueando a las hembras. Y así, se crea o no en los argumentos que sostienen la excelencia de este mundo, pasa el tiempo y uno muere, sin que nadie vuelva a preguntar por ese insignificante ser que, según las circunstancias de cada cual, tal vez produjo muchas sabias y olvidadas publicaciones científicas, o se dedicó a predicar, o quizás fue agitador republicano. Y puede que, de vez en cuando, en alguno de esos momentos de lucidez en los que uno es capaz de mirar como si acabara de salir de un sueño, se extrañe  de repente de haber vivido, sin saberlo y haberlo deseado, en un orden de cosas estrictamente organizado. ¿Acaso ese cerebro que, en el turbio y vacío empuje que es la historia de la humanidad, tendrá ocasionalmente alguna chispa de lucidez, podrá hablar  con una pizca de sentido? ¿Ejercerá alguna influencia en la naturaleza o la alterará en lo más mínimo una mente que, en realidad, no es otra cosa que un cifrado de esa misma naturaleza? En absoluto.

La verdad reside en los hechos, y no en las explicaciones que sobre ellos se dan.

      Las doctrinas positivas, ya sean religiosas, políticas, legales o filosóficas, son solamente  ingeniosos alegatos de la mente, de este advocatus diaboli que se ve forzado a defender lo indefendible. Como la existencia es en sí misma insignificante, ese miserable abogado del diablo está obligado a presentarla bajo una luz radiante, a adornarla con flores y a hacerla pasar por profunda sabiduría, para  así engañar sobre los valores de la vida real, en la escuela y en la iglesia, a los polluelos recién salidos del cascarón. Para los funcionarios del estado, el honor; para los soldado, la gloria; para los príncipes, la brillantez; para los sabios, el renombre; para los tontos, el Cielo... Y así es como, con la ayuda de este infernal letrado que vamos heredando, una generación embauca a la siguiente; gracias a ese leguleyo demoníaco obligado a utilizar perpetuamente artimañas y sofismas: unas veces  se queja como un cura, o sienta cátedra a la manera de un serio profesor, y otras larga parlamentos de fiscal, o pone cara de circunstancias, igual que un mendigo. A uno le mueve un vaso de vino o el dinero; a otro un título o una corona, pero ese impulso supone básicamente lo mismo para todos, un momento de embriaguez.

Este es el tipo de cosas  que aprendo de mis maestras las abejas. En la escuela me enseñan que no somos más que sombras sin voluntad, autómatas que solo hacemos aquello para lo que hemos sido diseñados. Al objeto de que el juego no nos disguste demasiado, tenemos a todo ese enjambre de pensadores que se empeña en convencernos de que, efectivamente, hacemos nuestra voluntad, de que podemos obrar de un modo o de otro... Pero, en realidad, esta  no es sino otra manera más de  engañarnos a nosotros mismos, pues la multiplicidad de posibilidades electivas se confunde con lo que realmente estamos obligados a elegir.

La vida interna de la Historia es instintiva; la vida externa, la de los reyes, los curas o los sabios, no es más que lustre y palabrería; y así como por el sudario de seda que amortaja a un cadáver nos impide conocer en qué condiciones se encuentra, tampoco con estas mendaces vestimentas  puede conocerse  el verdadero  estado de la Historia misma.

Yo, que soy un ermitaño y no un monje, he conseguido, gracias a la naturaleza, despojarme de la mortaja de la futilidad. También tú, sobrino, que continuas siendo seglar, debes seguir así y no tomar los votos, pues eres un  buen chico y no merece la pena que vistas el hábito y el bonete. Me gustaría que  alguien me reemplazara en esta soledad de eremita, porque soy viejo y quizás pronto me llegue la hora del adiós. Ven tú a ocupar mi puesto, pero solamente cuando haya desaparecido; mientras siga vivo, permíteme vivir en paz, pues necesito soledad. La vejez es una muerte lenta. ¡Qué despacio me late el corazón ahora, y a qué velocidad lo hacía antes de cumplir los sesenta años!  Llegará el día en que mis latidos se harán cada vez más lentos, hasta que el bombeo termine por detenerse; se habrá acabado entonces el aceite del candil... Sé que no me daré cuenta de que me apago; será un tránsito sosegado y natural, al que no temo. Me dormiré, y espero no despertar de nuevo: cinis et umbra sumus.

Un beso en la frente”.

 

 

"Cezara". De Mihai Eminescu.                                                                                      

 Trad. Doina Făgădaru 

                                      

 

 Mihai Eminescu – El Blog de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

 Portal Eminescu. En la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

 https://blog.cervantesvirtual.com/mihai-eminescu-2/

 

 

Mihai Eminescu es una de figuras de la literatura rumana, representa el Romanticismo tardío, y como nuestro Gustavo Adolfo Bécquer, murió joven, a los 39 años. (Nació  en 1850 en Botoșani, en el norte de la región rumana de Moldavia y murió en Bucarest en 1889). Entre sus obras más destacadas se encuentran El lucero, Me queda un solo deseo y Cinco cartas. Fue poeta, filósofo, periodista y un narrador excelente, como da muestra este relato, Cezara. De Eminescu escribió Emil Cioran: "No deja de extrañarme cómo este genio pudo aparecer entre nosotros. Sin él nuestra cultura sería irrelevante hoy en día".

 

 

 

 


 

La novela corta "Cezara" (1876) junto con otra pieza escogida de Eminescu, "El pobre Dionis" (1872) está publicada en español por Ardicia Editorial en el libro titulado Cezara, con traducción de Doina Făgădaru.   

 

 

 

 

 


DOINA FĂGĂDARU nació en Timișoara, Rumania y vive en Madrid desde hace más de cuatro décadas. Es licenciada en Arte Dramático por la Universidad de Arte Teatral y Cinematográfico de Bucarest, titulo convalidado por la RESAD Madrid. En Rumania ha sido actriz de teatro, televisión y radio. En Madrid ha impartido clases de expresión vocal en varias academias de teatro. Desde hace más de 25 años se dedica a la traducción e interpretación. Ha traducido varias obras teatrales del español al rumano, entre ellas Cartas de amor a Stalin de Juan Mayorga, grabación para la Radio Nacional de Rumania (2007) con un extraordinario elenco de actores y estrenada en el Teatro Nacional de Timișoara (2014). Traducciones al español: Las Nikas de Monica Săvulescu Voudouri, (Estruendomudo, Lima, Perú 2014), Cezara de Mihai Eminescu, (Ardicia,2015), La vida de Kostas Venetis de Octavian Soviany (Dos Bigotes, 2016), Relaciones enfermizas de Cecilia Ștefănescu (Dos Bigotes, 2018, No pasar (Do not cross) de Dora Pavel (Dos Bigotes 2018), Cuartel de los dragones de Ion Negoițescu, (Fulgencio Pimentel, 2018), La Biblia perdida de Igor Bergler (Penguin Random House, Ediciones B, 2019) Panorámica desde la Torre del Agua de Nicolae Strâmbeanu (Circulo Rojo, 2020), Cómo sacar el comunismo de la cabeza de los jóvenes españoles de Ioan Silvan (Independetly Published, 2020), Poemas de Ioan Silvan (Independetly Published, 2023).

 

 

 

TEXTO ORIGINAL

 

 


                                                         CEZARA

                                                                 I 

 

Era într-o dimineață de vară. Marea își întindea nesfârșita-i albăstrime, soarele se ridica încet în seninătatea adânc-albastră a cerului, florile se trezeau proaspete după somnul lung al nopţii, stâncile negre de rouă abureau şi se făceau sure, numai pe ici pe colea cădeau din ele, lenevite de căldură, mici bucăţi de nisip şi piatră.

Din nişte colţi de stânci despre apus se ridica o mănăstire veche încunjurată cu muri, asemenea unei cetăţi şi, de după muri, vedeai pe ici, pe colea câte un vârf verde de plop ori de castan. Acoperămintele țuguiate de olane mucegăite, bolta neagră a bisericii, zidurile împrejmuitoare risipite și năpustite în risipa lor de plante grase, de furnici ce-şi fondau state, de procesii lungi de gâze roşii care se soreau cu nespusă lene, poarta de stejar de o ve­chime seculară, scările de piatră tocite şi mâncate de mult umblet, toate astea laolaltă te făceau a crede că este mai mult o ruină oprită curiozităţii decât o locuinţă.

În dreapta mănăstirii se ridicau dealuri cu păduri, grădini, vii, sătucene cu căsuțe albe presărate prin dungile văilor, în stânga un drum trecea ca o cordea prin o nemărginire de lanuri verzi care se pierdeau în depărtarea orizontului, în dreptul ei, marea, a cărei suprafaţă era ruptă pe ici, pe colea de câte un colţ de stâncă, ce ieşea de sub apă.

De-a lungul zidurilor împrejmuitoare, mergeau cărărușe pe coasta dealului, curmate în cursul lor de muşuroaie de cârtiţe. Pe una din cărări vedem un călugăr bătrân mergând spre poarta mănăstirii, cu mânile unite după spate. Rasa-i e de şiac, e încins cu găitan alb, mătăniile de lână spânzură c-un colț din sân, papucii de lemn se târâie și clăpăiesc la fiecare pas. Barba albă-i e cam rară, ochii ca zerul, neexpresivi şi cam tâmpiţi; nimic resignat sau ascetic în el.

Ajuns la poartă, trage clopoţelul, un frate îi deschide; el intră în curtea ce semăna a părăsită, a mănăstirii, cu pardoseala ei de pietre pătrate, printre care creşteau în voie fire de iarbă naltă, şi în mijlocu-i c-un iaz, ale cărui maluri erau sălbăticite de fel-de-fel de buruiene: brusturi mari, lumânărele, sulcină și măzărichea, care-și ţese păturile ei de flori asupra întregii vegetații pe care o su­grumă cu încâlciturile ramurilor. Un cerdac lung, umbrit şi multicolor răspunde c-o scară, ce dă în curte. Bătrânul deschide ușa tinzii și se face nevăzut înăuntrul clădirii.

În zidul lung şi nalt al mănăstirii, privit din grădină, se văd fereşti cu gratii negre, ca ferestrele de chilii părăsite, numai una e toată întreţesută cu iederă şi, în dosul acelei mreje de frunze întunecoase, se văd în oale roze albe, ce par a căuta soarele cu capetele lor. Acea fereastră dădea într-o chilie, pe pereţii căreia erau aruncate cu creionul fel defel de schițe ciudate - ici un sfânt, colo un căţel zvârcolindu-se în iarbă, colo icoana foarte bine executată a unei rudaşte, flori, tufe, capete de femei, bonete, papuci — în fine, o carte de schițe, risipită pe părete. Un dulap cu cărţi bisericeşti, un scaun cu spata naltă, haine călugărești, spânzurate într-un cui, o ladă zugrăvită cu fel defel de flori, un pat simplu, de sub care se vedea o pereche de papuci şi un motan negru, iată toată îmbră­cămintea. Prin mreaja vie şi tremurătoare a ferestrei pătrundeau razele soarelui şi umpleau semiîntunericul chiliei cu dungi de lumină, în care se vedeau mii de firicele mişcătoare, care toate jucau în imperiul unei raze și dispar din vedere deodată cu ea.

Pe scaun şade un călugăr tânăr. El se află în acele momente de trândăvie plăcută, pe care le are un dulău când îşi întinde toţi muşchii la soare, leneş, somnoros, fără dorinţe. O frunte naltă şi egal de largă asupra căreia părul formează un cadru luciu şi negru stă aşezată deasupra unor ochi adânciţi în boltele lor şi, deasupra nasului fin, o gură cu buze subţiri, o bărbie rotunjită, ochii mulţumiţi, cum am zice, de ei înşişi, privesc cu un fel de conștiință de sine, care ar putea deveni cutezare — expresia lor e un ciudat amestec de vis și raţiune rece.

S-apropie de fereastră şi se uită în grădină jos, ia iarba moale, crescută în umbra virgină a copacilor, la portocale, ce luceau prin frunze, apoi luă creionul şi desemnă pe părete o portocală. Luă un papuc,  îl puse pe masă și se uită la el — apoi deschise o carte bisericească și pe-un colț de pagină zugrăvi papucul. Și ce profanaţie a cărților bisericești! Toate marginile erau profile de femei, popi, cavaleri, cerşetori, comedianţi... în sfârşit, viaţa în realitatea ei, mâzgălită in fiecare colţ disponibil.

Deodată intră bătrânul,

    Binecuvântează, părinte!

  ̶   Domnul.,

   Ei, Ieronime, zise bătrânul vesel şi-ntr-o ureche, ce mai lu­crezi, ştrengarule?

   Eu? Dar când am mai lucrat eu ceva? Această presupunere jignește caracterul meu, părinte... Eu nu lucrez nimica; mă joc desemnând cai verzi pe pereți; dar lucrez?...Sunt mai înțelept de cum arăt.

    Faci rău că nu înveţi pictura.

    Eu nu fac nici rău, nici bine, căci nu fac nimic. Mă joc.

    Îngropi talantul, fiule, îngropi talantul.

    Îngrop pe dracul, părinte.

   Apage Satana!, zise bătrânul sărind într-un picior și arun­cându-i-se în brațe.

Ieronim începu să râdă.

   Dumnezeu știe, tată, de unde iei atâta veselie. Eu am momente când sunt trist, tu... nu cred.

   Eu trist, Ieronime? Să mă ia dracu, fătul meu, dacă am fost trist vreodată. Tristeţea fuge de mine ca cumătru-meu de tămâie. Dar lasă asta... hai în oraş cu mine! Azi, intrând la stareţul tău, am făcut o faţă cătrănită şi turcească... am spus că-mi trebuieşti tu pentru comandare, am minţit ca totdeauna, în sfârşit îţi concede societatea mea serioasă de ciocli. Noi, Ieronim, ne-om duce în oraş... Ştiu într-un loc vin bun, ştii colea, phiu! om juca cărţi cu alţi frăţiori, om fuma din lulele lungi cât ziua de azi şi ne-om uita pe fereşti la duduci! Se-nţelege că fără...

    Se-nţelege.

   Mă mir cine dracu te-a călugărit pe tine, blestematule Ieronime!

    Mă mir cine dracu te-a călugărit pe tine, părinte!

    Cine? Dracul!

S-ar înşela cineva crezând că toate uşurinţele călugărilor aveau vreo însemnătate. Aşa-numitele lor blestemăţii erau niște copilării, cu toată libertatea vorbelor cu care le îmbrăcau. Un pahar de vin, un joc de cărţi, o lulea de tutun, din când în când o privire repezită asupra profilului unei copile zâmbitoare — astea erau în faptă și întotdeuna toate renumitele lor desfrânări. Tot farmecul consta în misterul cu care îmbrăcau făţarnic micile lor păsuri lumeşti.

Ieronim își aruncă rasa pe el, tăie o faţă sinistră, mucalitul bătrân tăie una smintită de tot, spre a face efect asupra spărietului portar, şi amândoi ieşiră repede din mănăstire, spre a-şi stâmpăra graba mersului abia în drumul mare, ce ducea la oraş.

 

          II

  Contesă, voi face pe părintele d-tale te silească ca să fii a mea.

  Cine se-ndoieşte c-o poţi face aceasta? cine, că ești în stare s-o faci? Tatăl meu îţi datoreşte bani şi d-ta vrei fata lui. Nimic mai natural. Vă veţi învoi amândoi asupra preţului, ca doi oameni de onoare ce sunteți... dar, până nu-ţi sunt femeie, am dreptul de a te ruga să mă scutești... Vei avea destul timp să mă chinuieşti, când iţi voi fi femeie.

Frumoasa contesă îi întoarse spatele şi se uită din fereastră pe uliță. Ea începu să râdă, căci văzu pe un bătrân mucalit silindu-se a tăia mutre evlavioase, pentru a impune trecătorilor. Ieronim şi Onufrei stăteau în uliţă: Onofrei, numărând mătăniile ce le ținea în mâinile unite pe pântece; Ieronim c-o față de o adâncă şi nobilă seriozitate.

        Marchizul Castelmare se uită lung şi sălbatic asupra acelei copile ce-i disprețuia amorul, apoi ieși iute, trântind ușa după sine.

  Ce frumuşel e călugărul cela, şopti contesa zâmbind. Şi ce mucalit bătrân!... pare un paiazzo, într-o rolă de intrigant... Ce nobile trăsături are tânărul... pare un demon... frumos, serios, nepăsător. Tot îi trebuie lui Francesco un model pentru demonul lui în Căderea îngerilor, dac-am putea pune mâna pe călugăr...

          ̶  Maestre — strigă ea tare, apropiind două scaune de fereastră.

 

      Intră un bătrân cu o bluză de catifea, cu faţa naltă şi senină, c-o barbă sură, s-apropie de copilă cu o întrebare pe buze.

   Vino lângă mine... Şezi ici... Ia te uită la acel călugăr tânăr! Ce frumos demon în Căderea îngerilor! Nu-i aşa?

   Ce frumos Adonis, în Venus şi Adonis, zise pictorul su­râzând, d-ta Venus, el Adonis.

   Ei! Asta-i prea tare.

Francesco îi apucă mâna într-a sa şi apropie gura de fruntea ei frumoasă.

    Eşti copilă, — zise el încet — şi de ce nu? Tu vrei să iu­beşti... toată fibra inimii tale tremură la această vorbă... Vrei dar ca un bărbat pe care nu-l iubești, acel Castelmare, să te ia de soţie? Știi că sunt bogat... Ştii că te iubesc ca pe fiica mea... Ştii că tatăl tău te-ar vinde, dacă i s-ar plăti preţul ce-1 cere, căci e sărac, desfrânat, jucător... Şi că nu-i o altă cale, ca să scapi de nenorocire, decât fugind de această casă. Vrei un părinte?... Iată-mă... Vrei o casă? A mea îţi stă deschisă!... Vrei un amant, Cezara?... Iată-l. Şi eu am iubit... cunosc din tinerețe această dulce turbare... Tu eşti însetată după ea... Şi cu toate astea ai fi în stare să scapi din mână cel mai frumos model de pictură... un înger de geniu, căci demonii sunt îngeri de geniu... ceilalţi care au rămas în cer sunt cam prostuți.

   Dar bine, tată, n-o să alerg eu după el, zise ea roşie ca focul.

   Vrei s-alerg eu după el?

   Ei, nu...

   Ei, da,,. Complimentele mele, domnișoară, zise Francesco, repezindu-se spre ușă.

L-ar fi oprit... nu-i venea la socoteală... să nu-1 oprească... nu se cădea. Ea nu făcu nimica, ceea ce era mai cuminte în cazul de față. Pictorul ieşi zâmbind cu răutate, dar cu deosebire încântat de mutrele ce le tăia Cezara... contrazicătoare, turburi, disperate...

Ea rămase într-o confuzie. Privea la Ieronim. Ce frumos era... Inima tremura în ea... l-ar fi omorât, dacă ar fi fost al ei... Era nebună.

Dar ce frumoasă, ce plină, ce amabilă era ea! Fața ei era de-o albeață chihlimbarie, întunecată numai de-o viorie umbră, transpariţiunea acelui fin sistem venos, ce concentrează idealele artei în boltită frunte şi-n acei ochi de-un albastru-întuneric, care sclipesc în umbra genelor lungi, şi devin prin asta mai dulci mai întunecoşi, mai demonici. Părul ei blond părea o brumă aurită, gura dulce cu buza dedesupt puţin mai plină părea că cere sărutări, nasul fin şi bărbia rotundă şi dulce ca la femeile lui Giacomo Palma. Atât de nobilă, atât de frumoasă, capul ei se ridica c-un fel de copilărească mândrie, astfel cum şi-l ridică caii de rasă arabă, şi atunci gâtul nalt lua acea energie marmoree şi doritoare totodată ca gâtul lui Antinous.

Ea-şi culcă capul într-o mână şi privi la acel tânăr călugăr cu o indefinibilă, resignată dorinţă. Toate vorbele lui Francesco ea nu le lua decât de glumă, a cărei realitate, ce-i drept i-ar fi şi plăcut. Ce întunecoase bucurii simţea inima ei în acea privire... cum ar fi dorit... ce ar fi dorit?... Ah! cine o spune, cine o poate spune, şi care limbă e îndestul de bogată ca să poată exprima acea nemărginire de simţiri, care se grămădesc, nu în amor însuşi, ci în setea de amor. Ea visează în fereastră... să viseze numai... n-ar fi un păcat analiza simţurilor ei?...

 

                                                         III 

Onufrei şi Ieronim, trecând pe stradă, nu vedeau că erau urmăriţi de un om. Era pictorul, Ieronim avea să caute la poştă, unde şi află o scrisoare de la un unchi al lui, un bătrân sihastru. Iată ce scria:

„Iubite în Cristos, nepoate:

Este o frumuseţe de zi acum când îţi scriu şi sunt atât de plin de dulceața cea proaspătă a zilei, de mirosul câmpiilor, de gurile, înmiite ale naturii, încât pare că-mi vine să spun și eu naturii ceea ce gândesc, ce simt, ce trăieşte în mine, Lumea mea este o vale, încongiurată din toate părțile de stânci nepătrunse, care stau ca un zid dinspre mare, astfel încât suflet de om nu poate ști acest rai pământesc, unde trăiesc eu. Un singur loc de intrare este o stâncă mişcătoare ce acoperă măiestru gura unei peşteri, care duce până înăuntrul insulei. Astfel cine nu pătrunde prin acea peșteră, crede că această insulă este o grămadă de stânci sterpe înălțate în mare, fără vegetație şi fără viață. Dar cum este insula ? De jur împrejur stau stâncile urieşeşti de granit ca nişte păzitori negri, pe când valea insulei, adâncă şi desigur sub oglinda mării, e acoperită de snopi de flori, de vițe sălbatice, de ierburi nalte şi mirositoare, în care coasa n-a intrat niciodată. Şi deasupra păturii afânate de lume vegetală se mișcă o lume întreagă de animale. Mii de albine cutremură florile, lipindu-se de gura lor, bondarii îmbrăcați în catifea, fluturii albaştri împlu o regiune anumită de aer, deasupra căreia vezi tremurând lumina soarelui. Stâncile nalte  fac ca orizontul meu sa fie îngust. O bucată de cer am numai, dar ce bucată! Un azur întunecos, limpede, transparent, şi numai din când în când câte un nourel alb, ca și când s-ar fi vărsat lapte pe cer. În mijlocul văii e un lac, în care curg patru izvoare care ropotesc, se sfădesc, murmură, răstoarnă pietricele toată ziua şi toată noaptea. E o muzică eternă în tăcerea văratică a văii şi prin depărtare, prin iarbă verde, pe costişe de prund, le vezi mişcându-se şi şerpuind cu argintul lor fluid, transparent şi viu, aruncându-se în brațele bulboanelor, în care se învârtesc nebune, apoi repezindu-se mai departe, până ce, suspinând de satisfacere, se adâncesc în lac. În mijlocul acestui lac, care apare negru de oglindirea stufului, ierbăriei şi răchitelor lui, este o noua insulă mică, cu o dumbravă de portocale. În acea dumbravă este peştera, ce am prefăcut-o în casă, şi prisaca mea. Toată această insulă-n insulă este o florărie sădită de mine anume pentru albine. Lucrez toată ziua câte ceva. Știi că în tinerețea mea am fost la un sculptor. De aceea, după ce am netezit granitul peşterii mele, am umplut suprafaţa pereţilor cu ornamente şi basoreliefuri, cum o umpli tu cu schițe. Deosebirea-i că sculptura e goală, prin urmare chipurile ce le sculptez eu, asemenea. Pe un părete e Adam şi Eva... Am cercat a prinde în aceste forme inocența primitivă. Nici unul din ei nu ştie încă ce-nsemnează iubirea... ei se iubesc fără să o ştie... formele sunt virgine şi necoapte... în expresia feţei am pus duioşie şi nu pasiune; este un idil liniştit şi candid între doi oameni ce n-au conştiinţa frumuseţii, nici a goliciunii lor. Ei umblă îmbrăţişaţi sub umbra unui şir de arbori, dinaintea lor o turmă de miei.

Cu totul altfel e Venus şi Adonis. Venus e numai amor. Ea-şi pleacă capul ei îmbătat de pasiune pe umărul acelui tânăr femeieşte frumos, timid şi înamorat de sine, şi el se uită furiş la formele perfecte ale zeiței ce-l fericeşte, căci îi e rușine să se uite de-a dreptul. El joacă rolul unei fete naive, pe care amantul ar fi descoperit-o.

În genere îmi place a reprezenta pe femeia agresivă. Bărbatul e firește agresiv, va să zică natura se repetă în fiece exemplar în astă privință şi excepțiile ei sunt tocmai femeile agresive. Este o nespusă gentileţe în modul cum o femeie ce iubește şi care e totodată inocentă, timidă, trebuie se apropie de un bărbat sau ursuz, cine ştie prin ce, sau şi mai pudic şi mai copil decât ea. Cum vezi, nu vorbesc de curtizane, de femei a căror experienţă e călăuza amorului, ci tocmai de agresiunea inocentei femeiești. De aceea, sculptez acum, tocmai pe păretele cei mai alb, pe Aurora şi Orion. Știi ca tânăra Aurora răpeşte pe Orion, de care se înamorase însăși cruda şi virgina Diana, şi-l dusese în insula Delos. În fața lui Orion exprim acel fond de întuneric şi mândrie, care-l vezi mai în faţa tuturor tinerilor, în Aurora acea veselie nestingibilă a fetelor tinere; a sculpta agresiunea în o asemenea față este greu... Un lucru-mi pare ciudat. După orele care în amor se numesc păstoreşti, rămâne în om o profundă descurajare şi tristeţă, ba, susţin chiar, că în acele momente omul e mai capabil de sinucidere, ba mai nepăsător faţă cu moartea decât orișicând. Găsesc, pe de altă parte, că un tânăr nesedus e mai greu de a-l seduce decât o fată, şi că biata Venus trebuie să-şi fi avut chinul ei cu Adonis. E un mister în această aversiune înainte, în tristeţă după plăcere. Dar eu nu-l pricep.

Umblu la școală. Știi la cine: la albinele mele. Am părerea cum că toate ideile ce plutesc pe suprafaţa vieţii oamenilor sunt creaţii ce aruncă o manta pe un corp ce se mișcă. Ele sunt altceva decât mişcarea corpului însuşi, deşi atârnă de la ea. Mai întâi statul albinelor. Ce ordine, măies­trie, armonie în lucrare. Dc-ar avea cărţi, jurnale, universităţi, ai vedea pe literaţi făcând combinaţii geniale asupra acestei ordini, şi ai gândi că-i făptura inteligenţei, pe când vezi că nu inteligenţa, ci ceva mai adânc aranjează totul cu o simțire sigură, fără greș. Apoi coloniile. În toată vara vedem câte două sau trei generații colonizându-se în statul matern, şi  ceea ce ne bucură este lipsa de fraze şi rezonamente cu care la oameni se îmbracă această emigrare a superfluenţei locuitorilor. Apoi revoluţiile. În tot anul o revoluţiune contra aristocraţiei, a curtezanilor reginei — minus contractul social, oraţiunile parlamentelor, argumente pentru dreptul divin şi dreptul natural. Cinis  et umbra sumus.

Dar, vei răspunde, părinte, duci idei şi cugetări în natură după analogia împrejurărilor omeneşti, judeci aşadară organizaţiunile de stat ale animalelor numai întrucât le vezi asemănătoare cu cele omeneşti şi încifrezi lumea noastră în lumea lor. Nu. Oamenii înşişi duc o viață in­stinctivă. De obiceiuri şi instituţiuni, crescute pe temeiul naturii, se lipesc religiuni subiective, fapte rele şi mizerabile, însă foarte cu scop şi tocmai acomodate cu strâmtoarea de minte a celor mai mulţi oameni. Asta merge multă vreme astfel. Te naşti, te însori, faci copii, mori, tocmai așa ca la animale, numai că în loc de ulița satului, unde paradează donjuanii patrupezi, există la oameni sala de bal, jocul, muzica, unde vezi asemenea junele maimuțe cu monoclu mirosind femeile. Şi astfel trec multe bucăți de vreme, crezi ori nu crezi ceea ce ți se argumentează despre excelența acestei lumi şi mori apoi, fără ca cineva să mai întrebe după acea muscă  ̶  care, ca învăţat, a produs maculatură științifică, ori, după împrejurări, a predicat, a agitat republica ş.a.m.d. Şi poate că, din când în când, îţi vin momente de luciditate, în care priveşti ca trezit din somn şi vezi deodată cu mirare ai trăit intr-o ordine de lucruri strict organizată, fără ca să o ştii sau să o vrei aceasta. Şi această minte, care în turburea şi pustia împingere şi luptă a istoriei oamenilor, a istoriei unui ce elementar, are din când în când câte a fulguraţiune de luciditate, această lecuţă de nonsens să vorbească şi ea ? Să aibă vreo influință, să însemneze ceva, să încifreze ceva în natură, ea care nu-i decât o încifraţiune a aceleiaşi naturi? Nici vorbă măcar.

Astfel vedem în marile migrațiuni ale popoarelor, unde fiii minoreni ieșeau din     țară, pe când stupul matern sta locului, o analogie cu roiurile albinelor. Nu explicările ce se dau faptelor, ci faptele înşile sunt adevărul.

Doctrinele pozitive, fie religioase, filozofice, de drept ori de stat, nu sunt decât    tot atâtea pleduarii ingenioase ale minții, ale acestui advocatus diaboli, care e silit   de voinţă ca să argumenteze toate celea. Acest mizerabil advocat e silit puie toate într-o lumină strălucită şi, fiindcă existenţa e în sine mizerabilă, el e nevoit să împodobească cu flori şi cu o aparenţă de profundă înţelepciune mizeria existenţei, pentru a înşela în şcoală şi în biserică pe țurcanii cei mici, care intră abia în scenă, asupra valorii vieții reale. Pentru lucrătorii statului ̶ onoarea, pentru soldați ̶ gloria, pentru principi ̶ strălucirea, pentru învățați  ̶  renumele, pentru proști  ̶- cerul, şi astfel o generaţie înşală pe cealaltă prin acest advocatus diaboli moştenit, prin acest sclav silit la şireţie și sofisme, care aicea se vaieră ca popă, colo face mutre serioase, ca profesor, colo parlamentează ca advocat, dincolo taie feţe mizerabile ca cerşetor. Acest din urmă o face pentru un pahar de vin ce-l are in petto altul pentru un titlu, altul pentru bani, altul pentru o coroană, dar la toți, în esență, este aceeaşi, un moment de beţie.

Iată ce învăţ eu de la dascălii mei, de la albine  ̶  în școală la ele văd că suntem umbre fără voință, automaţi care facem ceea ce trebuie să facem, şi că, pentru ca jucăria să nu ne dezgusteze, avem această mână de creieri, care ar vrea să ne dovedească, că într-adevăr facem ce voim, că putem face un lucru sau nu... Aceasta-i o înşelare de sine, în care mulțimea de probabilități e confundată cu ceea ce suntem siliţi a face.

Viaţa internă a istoriei e instinctivă; viaţa exterioară, regii, popii, învăţaţii, sunt lustru şi frază, şi cum de pe haina de mătase pusă pe un cadavru nu poți cunoaşte în ce stare se află, astfel, de pe aceste veșminte mincinoase, nu poți cunoaște cum stă cu istoria însăşi.

Eu, mulţumită naturii, m-am dezbrăcat de haina deșertăciunii. Ştiu că tu până acum eşti frate laic. Nu te călugări, copilul meu... nu te preface în rasă şi comanac din ceea ce eşti, un băiet cuminte. Am fost sihastru, nu călugăr. Aş vrea ca cineva să-mi iee locul în această sihăstrie, căci sunt bătrân şi poate în curând să-mi bată ora mântuirii. Vino tu, dar numai după ce voi muri... pe cât trăiesc, scuteşte-mă şi tu, am trebuinţă de singurătate. Bătrâneţea este o moarte înceată; ce încet bate inima mea acum, ce iute bătea înainte de 60 de ani... Lume, lume! şi într-o zi va bate din ce în ce mai încet, apoi va înceta, căci s-a sfârșit undelemnul candelei. Ştiu că n-am să simt că am să mor. Va fi o trecere molcomă şi firească, de care nu mă tem. Voi adormi... de nu m-aş trezi iar... Îţi sărut fruntea, Euthanasius".

 

Cezara (1876).

Mihai Eminescu

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