El Greco, de Creta a Toledo, vía Venezia
Por Francisco Jarauta
Extravagante, manierista, místico, filósofo... éstos y otros han sido
los lugares comunes de una crítica siempre en dificultad para ver y entender
una obra en permanente disolución e invención, sin otra verdad que la que nace
de la visión del mundo y la eternidad. En efecto, pocos capítulos de la
historia de la crítica han sufrido tanta perplejidad a la hora de decidir y
situar la trayectoria de quien de pintor bizantino de iconos se transforma en
moderno y occidental artista, próximo como ningún otro a nombres y tradiciones
centrales como Tiziano, Tintoretto,
Michelangelo... para después buscar febrilmente
un lenguaje propio que le posibilitara representar una ''naturaleza imposible,
aquella que se esconde a nuestros ojos de carne'', tal como anota en su
ejemplar de I dieci libri dell'architettura
de M. Vitruvio, en la edición que Daniele Barbaro había publicado en Venezia en 1556 y
que probablemente Federico Zuccaro regalara a El Greco con ocasión de su visita a Toledo en 1586. Vitruvio y Vasari - las
Vite en sus tres volúmenes de la edición de 1568 - se convertirán
ya en la edad madura del pintor en el lugar preferido donde quedarán anotadas
dudas y perplejidades, dificultades y entusiasmos, distancias irreparables y
también defensas apasionadas del propio ideario estético, un ideario siempre
fiel al propósito de hacer de la pintura y del arte el lugar por excelencia del
saber y representar aquella ''naturaleza imposible''. Un largo viaje que
transforma al joven pintor cretense de iconos en uno de los nombres excelsos de
la pintura moderna.
Todavía nos
emocionamos ante el San Juan pintando a la Virgen del Museo Benaki de Atenas, cuando el joven Doménikos
Theotokópulos inventa una distancia ritual entre la Virgen y el pintor,
distancia absorbida por la luz y la presencia, que marcará desde su inicio la
ausencia de una medida del mundo, aquella medida que otros habían construido
como la verdad de la pintura. Una verdad que se reinterpretará una y otra vez a
lo largo de los años venezianos (1566-1570), años decisivos en las
transformación de El Greco. Tiziano Vecellio se convertirá de pronto en el ideal
del artista. Su capacidad colorista y naturalista se convirtieron para
Doménikos en modelo que primero había que imitar y, más tarde, del que se debía
partir. Ahí están las notas emocionadas, llenas de admiración, que el viejo
Theotokópulos escribe en su edición de las Vite. La vieja bottega de Biri Grande permaneció siempre con sus luces y tonos en
la retina del joven pintor. A él se sumarán otras como las de Tintoretto y Veronese. Fue Tintoretto quien le muestra el empleo
práctico de los modelos de cera o arcilla, una de las obsesiones del trabajo de
El Greco maduro, tal como aparece en el inventario de sus haberes. Y Veronese
estará siempre entre las fuentes de su concepto dibujístico y colorista, una
libertad que con énfasis el cretense había convertido en el carácter personal
de su pintura.
Si Venezia
fue la primera y fundamental escuela de la formación del El Greco como pintor,
fue Roma el lugar de nuevas y complejas decisiones artísticas. Ya Tintoretto
había expresado como ideal del artista moderno, grabándola en las paredes de su
bottega, la idea de conciliar el diseño del Buonarroti y el
colorido del Vecellio. El Greco, amigo de la
síntesis y las paradojas, hizo suya esta difícil tarea y fue Roma el lugar y
tiempo de su prueba. De la mano de Giorgio Clovio iniciará a partir de 1570 una fecunda estancia
en la que una vez más la reforma de sus ideas abrirá paso a una primera
madurez. El gusto y colorido venezianos se contrastarán con un plasticismo más
rígido y clasicista que inquietará profundamente al El Greco. En el fondo – lo
mismo le pasará años después a Velázquez - sigue
siendo un pintor veneziano. Ama el color y aquella vibración aprendida le
permitía acercarse tímidamente a la ''naturaleza imposible'' de sus notas
toledanas. El que había estudiado le
cose di Tiziano, se encontraba ahora en el dilema de
decidir de nuevo a favor de una distancia que su gusto e ideas venezianas le
habían ayudado a superar. Ahí está ese autorretrato dubitativo y melancólico
con el que se presenta en uno de sus mejores cuadros de la época romana como es
La Expulsión de los mercaderes
del templo.
En primer plano, dejando bien claras
las intenciones, se representa junto a Tiziano, Buonarroti y Clovio, como amigo
tutor. Ahí está el joven Theotokópulos, la mano en el mentón, triste la mirada,
más cerca de la duda que de la luz. Posiblemente tras esta escena podamos
imaginarnos otra, más cercana de una vida difícil e incomprendida. Para unos y
otros era un bizantino que se había apropiado el lenguaje y la técnica de los coloristas
venezianos, resistente ahora a afirmar el primado de la forma y el dibujo.
Posiblemente habría que buscar suerte en otras tierras.
Y ninguna más
prometedora que la España de Felipe II. De todos
era sabida la pasión que tantos Carlos V como él
tenían por Tiziano y la pintura veneziana. Las excelentes relaciones de la
monarquía española con la Serenissima, las nuevas empresas que Felipe II había
iniciado, El Escorial la principal de ellas, motivó entre otras razones el
viaje de El Greco a España en 1577. Un viaje que, sin saberlo, lo convertiría
en el pintor por excelencia de un final de siglo librado a tensiones religiosas
y doctrinarias que sólo en sus cuadros o en las páginas de los místicos
españolases coetáneos como Juan de la Cruz o Teresa de Ávila encontrarán expresión. No importan
aquí las vicisitudes de este viaje: Roma, Toledo, Madrid, El Escorial, Toledo
para siempre. Desde el inicio todo se precipita. Las decisiones pictóricas son
ahora más radicales y personales que nunca. Ya nadie lo podrá reconocer ni como
veneziano ni como romano. Es él, Doménikos Theotokópulos, El Greco, un pintor
extraño y difícil, virtuoso hasta la perfección, irreverente frente a las normas,
extravagante incluso. De su paleta y ojos nacerá El Expolio, primer
encargo de la fábrica catedralicia.
Atrás han quedado los modelos de referencia vistos y aceptados. Él, aquí,
invertirá el orden, la disposición de los motivos, hará contemporánea la
historia. Ni una gota de sangre aparece en el lienzo, ni un gesto de dolor en
el rostro de Jesucristo. Todo se ha detenido en aquel instante en el que la
historia y la naturaleza coinciden en su destino.
Le seguirían
innumerables otros encargos que irán mostrando, como si de variaciones se
tratara, un largo viaje de luces interiores, de visiones. Qué lejos queda la realidad
de lo visto y aprendido. Una forma particular de inventar la maniera le posibilitará
trasladar la realidad a lo fantástico o a la espiritual. La línea de división
entre los dos mundos se irá borrando para volver a trazar ahora de nuevo desde
presupuestos teológicos y estéticos propios. No en vano Toledo era entonces una
de las ciudades castellanas que más intensamente vivía las tensiones religiosas
que la Contrarreforma había desencadenado. Sin precisar hoy todavía las
afinidades espirituales que El Greco pudo tener con ciertos movimientos
místicos y religiosos - ahí está la Inquisición observando y juzgando el menor
desvío -, a nadie escapa que fue Toledo el contexto cultural que precipitó
muchas de sus posiciones espirituales y artísticas. Como tampoco habría que
olvidar el posible disgusto que sintió Felipe II al contemplar El Martirio de San Mauricio, pintado
por encargo explícito del Monarca para la Iglesia de El Escorial. Al parecer,
escribe Fray José de Sigüenza, ''no le contentó a Su Majestad''. Le
pareció una pintura inquietante. ¿Cómo no iba a ser así? Esa manera tan
particular de representar la historia, la suspensión de un orden narrativo
sustituido aquí por otro en el que se acentúan las circunstancias, enmarcadas
por cielos tan novedosos.
Cometido el
error – esa extravagancia intelectual que tanto amaba- se abren nuevos caminos,
dominados ahora por una creciente libertad. Desde El Caballero de la mano en el pecho,
al retrato de Antonio Covarrubias, hoy en el Louvre, se inicia un largo viaje
cuyo puerto no es otro que esa obra maestra de la pintura occidental que es El Entierro del Señor de Orgaz. Como lo ha hecho notar recientemente Fernando Marías, un cierto paralelismo con las escritura
de Cervantes podía ser aquí establecido. En uno y otro se encuentran
idealización y una extremada observación de la realidad; como también la introducción
de la ficción dentro de la ficción, para dar lugar a una nueva historia. Ahí están
los dos mundos perfectamente articulados. La ficción naturalista de la parte
inferior, dotaba de carácter natural a lo sobrenatural del plano superior. Esa
proximidad se hacía más evidente al dotar a la parte superior de un relativo
naturalismo que, sin embargo, no conseguía acertar los tiempos que la historia
del enterramiento narraba. La intensidad pictórica que domina el cuadro termina
por crear el efecto de la proximidad real de los dos mundos representados,
cuando en verdad la intención del pintor no es otra que la de mostrar esa fuga
irreparable del tiempo que sólo la muerte y aquí la pintura pueden representar.
Posiblemente
las claves de estas nuevas decisiones pictóricas sólo puedan aclararse a la luz
de las notas que El Greco va escribiendo principalmente en los márgenes de las
ediciones de las Vite, y del Vitruvio de Daniele Barbaro. Bellísima forma ésta de
escribir en los márgenes de aquellas historias - Vite - que el Vasari
había contado, instituyendo uno de los modelos narrativos más sorprendentes de
la primera modernidad. Era ahora este moderno extravagante, Doménikos
Theotokópulos, pintor toledano, el que desde la distancia de algunas décadas,
podía anotar sus puntos de vista, corregir unos, apoyar otros. Tiziano,
Tintoretto, Buonarroti, etc. regresaban ahora a
la memoria y al ojo del pintor con toda su fuerza y aura. Qué extraña compañía
fiel a la de aquellos nombres a los que el ya maduro pintor toledano se
reclamaba. Creta y Venezia, Roma habían sido estaciones de un peregrinar intenso
y difícil, mas al mismo tiempo fecundo y humano. Pero fue Toledo la ciudad, el
tiempo de la Verdad, de una pintura tan cercana a aquella luz que sólo los
místicos como Juan de la Cruz, o Teresa de Ávila habían descubierto. El Greco era de aquellos que
resplandece en la Noche oscura del alma. Y que no es otra con la que El Greco pinta la Vista de Toledo,
uno de los paisajes más evocadores jamás pintados. La evidente distorsión de la
realidad, junto al estilo emotivo de la pintura, permiten pensar que el pintor
ha querido mostrar la influencia espiritual ejercida por Toledo sobre su vida y
arte. De igual forma, como Manuel B. Cossío, su
descubridor a principios del siglo XX, escribiría: ''En su combinación de color y frío, de vida y muerte sugeridas en el
paisaje y edificios, este cuadro es la sublimación de la visión de Toledo del Greco:
una ciudad del espíritu''. Un ''Toledo místico'' que vibraba con la luz
interior que El Greco supo dar a sus cuadros, y que ahora resplandece todavía
más en este su IV centenario.
Francisco
Jarauta
Filósofo e Historiador del Arte
REVISTA ÁGORA DIGITAL-ÁGORA DE ARTE GRAMÁTICO / NOVIEMBRE 2014
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