¿QUIÉN FUE ALEXANDER GOTTLIEB BAUMGARTEN? A PROPÓSITO
DEL TRICENTENARIO DEL NACIMIENTO DEL FUNDADOR DE LA ESTÉTICA
por Maximiliano Hernández Marcos
Universidad de Salamanca, Facultad de Filosofía
Este
año 2014 es pródigo en efemérides. La memoria pública y mediática, en su afán
de vampirizar cuanto pueda utilizarse para mayor gloria de los vencedores, ya
ha programado y espolvoreado entre nosotros tanto lo que hay que celebrar como
lo que hay que lamentar, sin que sepamos a veces a ciencia cierta, en esta
ceremonia de la confusión en que se convierten las conmemoraciones oficiales,
si se trata de lo uno o de lo otro. Acontecimientos tan diversos como la
Primera Guerra Mundial, la así llamada "Generación del 14" o la
entrada en Barcelona de las tropas de Felipe V en 1714 para poner fin a la
Guerra de Sucesión son algunas de esas novedades y cosas curiosas del pasado
que un ciudadano español al día debe consumir o festejar como parte de un mismo
paquete colectivo de turismo histórico. Fuera de él quedarán muchas rutas improvisadas,
batallas definitivamente perdidas e infinidad de nombres silenciosos que no se
hicieron visibles o fueron excluidos adrede en la negociación de la historia, en
la cual sólo cuenta (y se cuenta) normalmente el atajo feliz de los poderosos.
Una
de esas voces calladas que nuestra cultura occidental apenas rescatará del
olvido en este año en el que se cumple precisamente el tricentenario de su
nacimiento, es la del filósofo alemán Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762).
En algunos países europeos (Alemania, Portugal, Italia...) se han puesto en
marcha iniciativas intelectuales, de alcance -obviamente- minoritario, que tratan, no obstante, de hacer
justicia a su figura histórica. En cambio, en España, donde prácticamente es un
desconocido incluso para el público culto[1],
no parece que alguna institución o persona física vaya a tener la ocurrencia de
invocar su nombre y su obra, y menos aún de rendirle un merecido homenaje. Con
esta breve nota informativa quiero a contracorriente hacerme eco, sin embargo, de
su significado cultural trazando el perfil más destacado de su pensamiento, aun
a sabiendas de que se trata del gesto insólito y solitario de quien clama en el
desierto.
En
la historia normalizada de la cultura intelectual europea, esa que se transmite
de profesores a alumnos en las instituciones educativas o puede consultarse en
los grandes manuales al uso, A. G. Baumgarten no es un personaje relevante;
suele aparecer, cuando aparece, como un nombre propio más en el largo y tedioso
listado de autores de segunda o tercera fila que no es necesario aprender o
que, a lo sumo, conviene mencionar como figuras de tránsito o de pórtico para
dar la palabra a otros de mayor peso. Así, a Baumgarten se le cita más por
mérito ajeno que propio: bien por haber escrito los tratados filosóficos que
usara Kant como manuales para sus clases de Metafísica y Ética, bien por haber dado
nombre a una nueva disciplina filosófica, la Estética, que luego desarrollarían
supuestamente otros. Y aunque con frecuencia se reconoce honestamente que fue
el verdadero fundador de este nuevo saber, se le resta importancia al hecho destacando
que su gran libro sobre el tema, la Aesthetica
(1750-1758), inconcluso y escrito en un latín ininteligible y con un
planteamiento trasnochado, careció de proyección pública y de continuidad
intelectual. Como no sirve, pues, para sancionar la posteridad triunfante,
puede quedar descatalogado de la historia actualizada del pensamiento. Baumgarten
ha sido en buena medida víctima de este totalitarismo historiográfico, que
instrumentaliza el pasado al servicio del presente y excluye, silencia o
manipula lo que no entra dentro del espectro monocolor de los ojos ciegamente
interesados del que mira. Por imperativo ético de humanidad es, sin embargo,
deber del historiador ver y respetar lo diferente, como una forma de convivir,
también en el día a día, con todo lo que tiene rostro humano, aunque carezca de
nuestro perfil genético o no porte nuestro ropaje de ideas.
Conmemorar de algún
modo a Baumgarten debe servir a este respecto para identificar lo que lo hizo
único o distinto en la historia de la cultura occidental, y por ello
precisamente importante. Entre esas señas de identidad irreductible figura su
idea y proyecto de fundación y elaboración de la Estética como ciencia
filosófica. ¿Qué significó realmente este gran proyecto intelectual y cuál fue
su alcance histórico? Intentaré responder a esta cuestión presentando en lo que
sigue tres argumentos básicos.
Hay
que poner de relieve, en primer lugar, la envergadura del proyecto científico como tal, el plan mismo de
una nueva ciencia. Ningún lector de hoy se hará una idea clara de la operación
intelectual tan compleja y atrevida que supuso inventar y elaborar la Estética
como saber filosófico si no tiene a la vista la situación histórica del
pensamiento artístico y literario a principios del siglo XVIII en Europa. No
había entonces una conciencia unitaria del arte y de la literatura como la que,
por borrosa que sea, tenemos actualmente; existía más bien un mosaico de
reflexiones dispersas y por separado de cada una de las diversas artes bellas,
sin conexión teórica entre sí y sin una base doctrinal común. Así, podían
encontrarse tratados de pintura o de arquitectura, junto a libros de poética o
de retórica e incluso algún estudio -bastante aislado- de meditación sobre la
música, escritos todos ellos de manera independiente y con una finalidad primordialmente
práctica, destinados más a la normativa y técnica del arte correspondiente que
a su fundamentación teórica. A esto se añadía la pervivencia de la doctrina
metafísica sobre lo bello, cultivada sobre todo en la tradición filosófica neoplatónica,
y la aparición reciente de los primeros ensayos de comprensión del nuevo
fenómeno sociocultural del gusto y de la crítica, en auge desde finales del
siglo XVII. Este material reflexivo tan variopinto e inconexo entre sí (a lo
sumo se llegaba a tratamientos o exigencias analógicas entre algunas artes: por
ejemplo, entre pintura y literatura, entre retórica y música...) pone de
manifiesto que en la cultura de la época no había una esfera propiamente
estética; nadie se había planteado -y aún menos elaborado conceptualmente- la
posibilidad de que todas las producciones y experiencias artístico-literarias
constituyeran, a pesar de su heterogénea diversidad, un espacio propio y
homogéneo de la existencia humana, sujeto a un proceder común e incluso a una
racionalidad específica. Tal fue la genial ocurrencia de Baumgarten, también el
gran desafío intelectual que asumió con su propuesta y elaboración de una nueva
disciplina filosófica de carácter "instrumental" (un organon paralelo a la Lógica), encargada
de proporcionar los fundamentos generales, los medios teóricos y operativos
principales de todas las artes bellas, pero también de todos los saberes
humanísticos (studia humanitatis,
"artes liberales"), carentes aún de un sitio apropiado en el nuevo
cuadro enciclopédico, aún en formación, de la razón moderna, impulsado por la
revolución científico-natural del siglo XVII. La Estética de Baumgarten surge,
en efecto, como la unificación
sistemática de todas esas reflexiones dispersas sobre las distintas artes y
estudios humanísticos, de la tradicional especulación metafísica sobre la
belleza y de la reciente doctrina del gusto, en una teoría filosófica general,
que, curiosamente, no se reduce, empero, a mera reflexión abstracta sobre el
arte y sus conceptos fundamentales, sino que mediante ella aspira a la vez a
orientar su práctica: se presenta asimismo como un ars inveniendi, un instrumento universal de creación artística.
Como
es obvio, esta unificación teórica de las artes, así como la correlativa delimitación
de la esfera unitaria y propia que les corresponde en la vida humana, tenía que
hacerse sobre la base de una filosofía sólida, y articularse y justificarse además
apelando a alguna instancia o dimensión fundamental del hombre, de la cual las
artes bellas y liberales fueran su mejor forma de cultivo y desarrollo. Baumgarten
disponía en el entorno cultural alemán de lo primero: los sistemas filosóficos
de Leibniz y de Wolff, pero le faltaba lo segundo, ya que ninguno de estos dos
grandes pensadores germánicos había dedicado al arte y a la belleza más que
algunas reflexiones sueltas y esporádicas, de escaso interés teórico; tampoco
podía encontrar algo relevante al respecto en otros filósofos influyentes de la
época como Descartes, Spinoza o Locke. Fue en este punto donde tuvo
precisamente la segunda gran idea y la habilidad de insertarla -técnicamente,
diríamos hoy- dentro del marco sistemático de las filosofías de Leibniz y de Wolff
entonces en boga, presentándola como el complemento indispensable que cubría un
vacío inadmisible en el sistema de la razón, construido hasta entonces sobre la
sola Lógica del entendimiento y la validez exclusiva del conocimiento
intelectual. Baumgarten pensó, en efecto, que la sensibilidad humana era justamente el ámbito de convergencia
unitaria de todas las artes y saberes humanísticos, y que la nueva ciencia
filosófica debía concebirse por ello como una "Lógica de la
sensibilidad" y denominarse precisamente
Aesthetica, por derivación
etimológica del griego, debido a su ocupación reflexiva con lo sensible (aistheta, aisthanomai). Ahora bien, dado
que la sensibilidad estaba desacreditada por la cultura racionalista desde
Descartes como fuente de engaños y de errores cognoscitivos, así como por la
religiosidad luterana y calvinista, que la consideraba sede irremediable del
pecado y la maldad, era preciso también rehabilitarla, cognitiva y moralmente.
Apoyándose en el optimismo cosmológico que irradiaba la Teodicea (1710) de
Leibniz (vivimos -se decía allí- en el "mejor de los mundos
posibles", en el "más perfecto"), Baumgarten dio un giro radical
a la concepción pesimista dominante: sostuvo no sólo que los sentidos y la
sensibilidad en general no eran malos y engañosos; declaró además que contaban
con una perfección propia, diferente
de la perfección del conocimiento intelectual, y que esa perfección
específicamente sensible -perfectio phaenomenon- era la belleza.
La
trascendencia histórico-cultural de esta fundamentación filosófica fue enorme y
de doble dirección. Por un lado, el arte y la belleza, aunque seguían
ciertamente emparentados entre sí (el divorcio no tiene lugar hasta el
Romanticismo), pasaban ahora, sin embargo, a ser asunto específico de la
dimensión sensible del hombre (no algo espiritual ni conceptual), sin tener por
ello carácter irracional; en cuanto perfección fenoménica, lo bello -objeto del
arte- contenía una racionalidad distinta de la científico-conceptual, expresaba
un orden y una conexión peculiares e irreductibles: la lógica de lo intuitivo y simbólico (imágenes, ficciones, afectos,
sentimientos...), la forma de unidad argumentativa de lo complejo y concreto. Este
descubrimiento resultó decisivo para la fundación, sólo unas décadas después,
de la autonomía moderna del arte. Mas, por otro lado, la idea de una perfección
de lo sensible trajo consigo el reconocimiento de una nueva tarea ética exclusivamente humana: la de la
formación o refinamiento de la sensibilidad, y la consiguiente atribución al
arte bello de esta labor educativa y civilizadora del hombre. Arte y humanidad,
educación estética y humanismo quedaron así conectados por primera vez en la
cultura moderna, antes incluso de Kant y Schiller, como muy bien puso de
relieve Ernst Cassirer hace ya casi un siglo en su magnífico libro Freiheit und Form [Libertad y forma]
(1916).
Junto
a este significado ético Baumgarten concedió, por último, al arte un valor cognoscitivo y metafísico, que después
de él sólo el movimiento romántico tomará muy en serio. La ubicación de la
producción artística y de la belleza en el ámbito de la sensibilidad no supuso
en modo alguno -contra lo que podría pensarse- su reclusión en la esfera de las
apariencias y su consiguiente reducción a entretenimiento lúdico y evasión
fantasiosa, alejada de la verdad y la realidad del mundo. Muy al contrario, el
arte se considera una forma de conocimiento y además de primer rango. No supera
ciertamente a la ciencia y la filosofía en claridad lógica, en intensidad
conceptual, pero se halla por encima de ellas en certeza y verdad metafísicas,
pues representa lo que el mundo es en vivo, sin simplificaciones abstractas, en
toda su complejidad real y riqueza fenoménica. El arte y la literatura son
-Baumgarten dixit- conocimiento de lo
individual y de sus infinitas conexiones
concretas. En vez de apartarnos de la vida nos meten, pues, más dentro de ella
que un tratado de Ontología, un manual de Física o una escuela de Ciencias
Económicas y de cualquier tecnología punta. No está de más recordar esto en los
tiempos que corren. Creérselo un poco y obrar en consecuencia sería quizás la
mejor forma de honrar, haciéndola presente, la memoria de Baumgarten tres
siglos después.
[1]
De Alexander Gottlieb Baumgarten sólo se conoce en castellano su primer escrito
poetológico de 1735, Meditationes
philosophicae de nonnullis ad poema pertinentibus, en dos traducciones
distintas y bastante mejorables, que llevan los títulos siguientes: Reflexiones filosóficas acerca de la poesía
(Buenos Aires: Aguilar, 1955, 19754) y Reflexiones filosóficas en torno al poema (en la edición
recopiladora de textos estéticos de Mateu Cabot titulada Belleza y verdad. Sobre la estética entre la Ilustración y el
Romanticismo, Barcelona: Alba, 1999, pp.23-78). Falta todavía una versión
española de la Aesthetica
(1750-1758).
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