SON CASTA Y COMPAÑÍA
Los espectadores
que hemos llegado en mitad del partido (in
media res), creíamos que el partido tenía reglas y que el árbitro era imparcial. Casi al final nos enteramos que nada era lo
que parecía. El juez de línea es cuñado del capitán de un equipo, el árbitro
está en la nómina de una empresa que soborna al presidente del club local. Los
jugadores rivales se pusieron de acuerdo en el resultado que obtendrá más premio
en la apuesta; hasta los chicos que recogen las pelotas que salen fuera del
campo son golfillos y randas habituales. La publicidad que luce en el estadio
la pone una empresa ficticia que hace de puente de dineros opacos a Hacienda;
las redes de la portería no fueron revisadas y tienen puertas giratorias para
entrar y salir los balones; el entrenador de un equipo no tiene título de tal, mientras
el portero visitante es un propio de la casa. Los puros que encienden las
autoridades en el palco “se cayeron” de un alijo requisado por la Guardia Civil;
“el partido (se anuncia) será interrumpido durante cinco minutos. Disculpen las
molestias”; mientras la Guardia Civil, mosqueada,
acordona el parco y detiene a unos invitados de mucho humo. Un fugitivo de ellos salta al campo, intenta
abrazarse al árbitro y la policía protege al espontáneo cumpliendo con la ley. El
acta arbitral es materia reservada, y se confirma que no aparece; el comité de
competición y disciplina se reúne en una isla del Caribe y sentencia vía
plasma: en fin, el juego sigue como a una ola otra, sin necesidad de que haya
viento en el mar, solo por la inercia mecánica del líquido elemento.
La mano que
mece el juego es una casta de gnomos y duendes, hadas y seres aéreos, casi
invisibles como los personajes de La
tempestad de Shakespeare. De vez en cuando, sin embargo, se les nota una
especie de corporeidad, algo así como el espíritu de cuerpo, gracias a la
moderna tecnología de los medios de comunicación capaz de llegar a detectar un
hilo en lo oscuro. Últimamente, mucho se les ve a esos actores invisibles que
mecen el oleaje del mar: se debe a que parece el mar muy revuelto.
Hemos sabido
hace poco, gracias a los amores canarios del presidente de la Comunidad
extremeña, que los senadores disponen de despacho político en cualquier punto
del mundo y de España que a mano les venga. Como los de Bilbao, pueden nacer donde quieran; así un senador o
un diputado puede trabajar en Canarias y vivir en Cáceres; ser diputado por La
Rioja y encontrarse trabajando en Cádiz, durante los carnavales locales incluso.
Disponen los diputados y senadores de licencia para viajar gratis donde
quieran, y de tarjeta con cinco mil euros del ala al año por si acaso hubieran
de tomar un taxi, pagar un peaje, aparcamiento o propina. Su sueldo es tan
poco. No deben dar explicaciones a nadie, ni menos a los respectivos presidentes
del Senado y el Congreso: ¡faltaría más!, para eso lo nombramos al Presi (dirán
ellos), para que se siente en la mesa a presidir...
Son los senadores y diputados unos chicos y chicas muy educados cuando se sientan a la mesa, respetan la autoridad del que los preside y tienen buenos modales... Entre todos, eso sí, no sacan un euro nunca de su bolsillo para pagar ni en el bar de las Cortes.
Son los senadores y diputados unos chicos y chicas muy educados cuando se sientan a la mesa, respetan la autoridad del que los preside y tienen buenos modales... Entre todos, eso sí, no sacan un euro nunca de su bolsillo para pagar ni en el bar de las Cortes.
Así que es cierto lo que
dice Feijóo, el presidente de Galicia,
que el buen político es el que vale para dirigir la economía de una casa y llega a
fin de mes. Cualquiera de estos viajeros diputados y senadores valdría para
dirigir ya no un país, incluso mi casa y la de cualquier español. Pero habría
que advertirle que en el noventa por ciento de las casas de los españoles,
incluso aunque entren ingresos de uno o varios miembros que trabajen (lo que es
mucho decir), no se recibe, además del sueldo, gabelas y prebendas para pagar
los taxis, aviones, trenes y barcos que llevan al personal de vacaciones. Sería
honrado por nuestra parte, sería necesario no crearle al político que nos
administrara falsas expectativas e informarle que en la España real la inmensa
mayoría pagamos también de nuestro bolsillo los medios de transporte que usamos
para ir diariamente al trabajo.
Porque no
saben, no están acostumbrados ellos, diputados y senadores, a esos gastos
menores. A ellos no les cuesta dinero el medio de transporte que usan para ir a
su trabajo, ni cuando están de vacaciones o viajan por asuntos personales, como
el señor Monago. Los
seres aéreos (nuestros políticos) se hacen cruces y protestan si le llaman la casta porque les parece normal
trasladarse sin gasto. Claro que los demás
no somos del mismo Bilbao.
Fulgencio
Martínez
Profesor de
Filosofía y escritor
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