Varujan Vosganian: El
libro de los susurros
Capítulo
siete
Traducción:
Joaquín Garrigós
Editorial
Pre-Textos, Valencia, 2010
Siete
—No toquéis a sus mujeres —ordenó Armen
Garo—. Ni a los niños.
Se habían reunido todos los miembros de la
Misión especial, uno por uno,
en la sede del periódico Djagadamard de Constantinopla. Habían sido seleccionados
cuidadosamente. Del grupo se eligieron solo a los que ya habían participado,
sea por su cuenta o en emboscadas, en tales acciones. «Solo me fío de alguien
que haya matado ya», sentenció Armen Garo. Recibieron las fotografías de los
que habían de buscar en sus escondrijos. Escondites que podían estar en
cualquier parte, desde Berlín o Roma hasta las estepas del Asia Central. Talaat
Bajá, el ministro del Interior, de anchas espaldas y cuello grueso, tenía un
cuerpo membrudo cuya cabeza, de mentón cuadrado y quijadas listas para
despedazar, era más bien una prolongación de su poderoso pecho. Y, en la parte
inferior de la fotografía, los puños, el doble de grandes que los de un hombre
normal, dejaban traslucir su agresividad. Junto a él, frágil y de rasgos
delicados, su esposa, con un vestido blanco y sombrero de encaje, según la moda
europea, que chocaba con el fez del bajá. Después, Enver, menudo, al que los
tacones de las botas hacían más alto. Mirada desafiante y dedos delgados que
cogían las guías del bigote, orgulloso de sus entorchados de comandante en jefe
del ejército que le caían en abundancia por los hombros y le tapaban el
estrecho pecho y trataban de enmascarar su modesto origen de hijo de una madre
que, para criarlo, se había dedicado a un oficio de los más despreciables del
Imperio, lavar muertos. En una de las fotografías, su brazo delgado, posesivo y
tímido a la vez, enlazaba el talle delicado de su mujer, Nadjeh, princesa del
harén imperial, es decir, hija del sultán. También en otra fotografía, Enver,
el hijo de la lavandera de muertos y yerno del sultán, hacía lo imposible por
parecer arrogante, con sus rasgos petrificados, entre los retratos de sus
ídolos, Napoleón y Federico el Grande. Djemal Bajá era una especie de Lépido en
aquel aguerrido triunvirato. Con su aspecto de hombre corriente, si no hubiese
llevado las charreteras de ministro de Marina, habría podido pasar totalmente
inadvertido, aunque pugnaba por ir al compás de la brutalidad de Talaat y la
arrogancia de Enver. Después, el doctor Nazîm y Behaeddin Şakir, los ideólogos
del partido Unión y Progreso, los que tuvieron la idea de sacar de las cárceles
a los criminales que, enrolados en unidades armadas, vigilarían los convoyes de
armenios y los exterminarían en las encrucijadas. No sabemos lo guapas que
serían sus mujeres, estaban llenitas y tenían el pelo negro, pero sus rasgos no
se distinguen bien, ya que las únicas fotografías que se han conservado de los
tiempos de su juventud las muestran con el rostro tapado por el velo, llorando
a la cabecera de sus maridos colocados en el féretro, después de que el grupo
justiciero cumpliera su misión. Y los demás, Djemal Azmi, el prefecto de
Trebisonda, Bahbud Khan Djivanşir… Armen Garo levantó las fotografías de Talaat
y Enver junto a sus mujeres. Los miró a todos de uno en uno: Solomon Tehlirian,
Aram Yerkanian, Arşavir Şiraghian, Hraci Papazian y Misak Torlakian.
—No
matéis a las mujeres —repitió—. Ni a sus hijos.
Carece
de importancia para nosotros la fecha en la que tuvo lugar aquella reunión. El
libro de los susurros no es un libro de Historia, sino de estados de
conciencia. Por eso se vuelve translúcido y sus páginas son transparentes. Es
cierto que en El libro de los susurros hay muchos datos concretos referentes al
día, la hora y el lugar. La pluma va demasiado rápida pero, algunas veces,
decide demorarse para esperarnos al lector y a mí y entonces pormenoriza quizá
más de lo necesario. Cada palabra de más aclara, pero, precisamente por ello,
disminuye el sentido.
Así
pues, aunque le borrásemos la relación de años y la cuenta de los días, El
libro de los susurros seguiría conservando todos sus sentidos. Cosas de
este tipo les han ocurrido siempre a gentes de todas partes. En realidad, El
libro de los susurros, en su substancia, vale para cualquier tiempo, como
una coral de Bach, como una puerta estrecha por la que entran los hombres, unas
veces agachándose y otras apretujándose unos a otros.
—Antes que nada, han matado a nuestro poeta —dijo
Şavarş Misakian.
La sede del periódico se libró de milagro del desastre.
Por otra parte, para todos los armenios de la capital, tras la carnicería
desencadenada el 24 de abril de 1915, cuando centenares de intelectuales fueron detenidos y en
su mayor parte asesinados, la revocación de la orden de deportación se
consideró un milagro. Iban a compartir el destino de las otras comunidades
armenias: fueron expulsados de sus casas y despojados de cuanto tenían, pero
tuvieron una suerte más negra ya que, a diferencia de los armenios de Van,
Sivas o Adana, tendrían que atravesar en convoyes toda la meseta de Anatolia
hasta los desiertos de Siria donde, si no los hubieran exterminado las tropas
de criminales armados o las bandas nómadas, habrían muerto de hambre y frío en campamentos
de tiendas improvisadas, en el desierto donde el calor tórrido del día y el
frío helado de la noche se repartían a partes iguales las víctimas.
Prohibido en abril de 1915, el órgano central de prensa
de la Federación Revolucionaria Armenia, llamado hasta entonces Azadamard,
reapareció en 1918 con otro nombre que evocaba al primero, Djagadamard.
Şavarş Misakian era a la sazón redactor jefe y había regresado para volver a
desempeñar su función. Estaba en un rincón, no formaba parte de la Misión
especial, pero tenía una autoridad que Armen Garo y Şahan Natali necesitaban.
Una autoridad que le daba no su estatura, sino precisamente, con el hombro izquierdo
caído y la cabeza torcida, la falta del menor engreimiento. Su defecto físico
les imponía a los demás, porque recordaba el tesón con que había resistido las
torturas en la cárcel militar donde lo habían encerrado en marzo de 1916 y
donde, varios meses más tarde, se zafó de las manos de sus torturadores y desde
el tercer piso se arrojó al patio interior. Sobrevivió a las graves heridas y
fue liberado el 27 de noviembre de 1918 cuando las tropas aliadas ocuparon la
capital, pero su cuerpo, con los huesos aplastados, había asumido las
iniquidades del mundo y les recordaba a todos que se había librado del miedo a
la muerte.
Sus enemigos sabían que, para poder exterminarlos como
pueblo, había que matar sin pérdida de tiempo a su Poeta. Para una nación
oprimida y amenazada, el Poeta se convierte en el caudillo. Daniel Varujan
había sido detenido junto a los demás intelectuales el 24 de abril de 1915. Lo ataron
a un árbol y lo mataron a pedradas para luego dejarlo a merced de las alimañas
y espíritus de la noche. Ciertas leyendas cuentan que está vivo y, durante el incendio de Esmirna, algunos dijeron que, por un instante, se había visto
su rostro en los espejos que se quemaban. Lo único que podemos probar de
estas leyendas referentes a la resurrección de Daniel Varujan es que, si bien
se sabe cuál es el lugar donde sufrió sus tormentos atado al tronco de un
árbol, es decir, en una cruz viva, no se conoce el sitio donde podría estar
enterrado. Como tenemos la prueba de su muerte e incluso el nombre de su
verdugo, Oguz Bay, el comandante de Ceanguiri, pero carecemos de noticias sobre
su tumba, podemos dejarnos tentar por la idea de su resurrección.
Algunos de los detenidos el 24 de abril como, por
ejemplo, los dos miembros del parlamento, el diputado por Constantinopla Krikor
Zohrab y el de Erzerum Vartkes Seringulian, llegaron a los desiertos sirios, a
Urfa y después a Alepo. De ellos nos habla Roessler, el cónsul alemán en Alepo,
en una carta dirigida al embajador alemán Wangerheim: Zohrab y Vartkes
efendi se encuentran en Alepo y forman parte de un convoy con destino a
Diyarbakir. Para ellos esto significa la muerte segura: Zohrab padece
del corazón y la mujer de Vartkes acaba de dar a luz. De los crímenes
cometidos durante la infancia de mis abuelos he sabido muchas cosas, no
tanto por testimonios de los supervivientes cuanto, y muy en especial,
por las baladronadas de los asesinos. Qué diferencia entre la humildad de los
que mueren y la soberbia de los que matan… Así, nos enteramos de que los
despanzurraron a bayonetazos, que los sesos de Vartkes volaron por los aires a
causa de los disparos y que a Zohrab le machacaron la cabeza con piedras. Los
cuerpos fueron despedazados y abandonados. Si alguien se hubiese tomado la
molestia de enterrar a los numerosos muertos de aquellos días, no habría podido
reconocerlos por los restos de sus cuerpos destrozados.
Pero el mundo sigue adelante. El lugar donde Daniel
Varujan fue asesinado se llama Tuna. Antes de que lo sacaran de entre los
demás, el poeta dijo: «Cuidad de mi hijo que acaba de nacer. Que le pongan Varujan cuando
lo bauticen».
—Lo vengaremos tanto a él como a los demás —sentenció
Armen Garo mirando a los ojos a Şavarş Misakian—. Precisamente por eso no
toquéis a sus mujeres e hijos. Nosotros no somos ladrones de muertos ni
asesinos de mujeres.
Estaban sentados en el primer círculo.
—Armen tiene razón —afirmó Şavarş Misakian—. Tomad
ejemplo del general Dro.
En aquel tiempo, Dro no era aún general. Solo tenía
veintiún años en febrero de 1905 cuando en Bakú se desató una matanza que duró tres días. Varios
miles de armenios fueron asesinados por las bandas tártaras. Y el príncipe
Nakaşidze, gobernador del zar, pese a las advertencias y luego a los gritos de
desesperación de la población armenia, no hizo nada para protegerla, es más,
suministró armas a los atacantes. El Comité Central de la Federación Revolucionaria
Armenia le comunicó entonces al gobernador general Nakaşidze que el partido lo
había condenado a muerte. El joven Drastamat Kanayan, al que conocimos como
general Dro, fue el encargado de ejecutar la sentencia.
El día fijado, Dro esperó el cortejo del gobernador en
una calle estrecha donde la guardia de jinetes cosacos no podría rodear la
calesa principesca. La bomba iba metida dentro de un saquito y cubierta con
racimos de uva. Pero al ver que el príncipe iba acompañado de su esposa Dro
vaciló y, finalmente, renunció y se limitó a verlos pasar. Aguardó a la caída
de la noche. Al regreso, en la calesa se hallaba únicamente el príncipe. Cuando
el convoy llegó frente a él, Dro arrojó el morral contra la calesa y emprendió
la fuga. La explosión fue terrible. Junto a Nakaşidze murieron despedazados
muchos jinetes de su guardia. Aprovechando el pánico, Dro consiguió escapar y
varios camaradas, aquella noche, lo ayudaron a cruzar la frontera turca. Allí
permaneció nueve años, hasta que estalló la guerra.
—Pero entonces Dro no podía imaginarse lo que iba a pasar
—alegó Arşavir Şiraghian.
Nadie habría podido imaginárselo. Los líderes armenios
ayudaron a los Jóvenes Turcos a llegar al poder por considerar que pondrían fin
a las atrocidades del sanguinario sultán Abdul Hamid. Vartkes efendi, el futuro diputado
de Erzerum, escondió en su casa, durante la contrarrevolución, a Halil Bey, el
mismo que más tarde ordenará su asesinato. Y, amarga ironía del destino, si Dro
juzgó que una mujer no tenía que pagar por los yerros de su marido, treinta
años después, en Omsk, Stalin mandó matar a la mujer de Dro, junto a uno de sus
hijos, y pagó por los actos de su marido.
—En Trebisonda —dijo Misak Torlakian—, a varios
centenares de mujeres con sus hijos y ancianos que no podían andar las
obligaron a subir a almadías y las llevaron mar adentro. Las mujeres se alegraron, en medio de toda aquella desgracia, cuando les dijeron que harían parte del viaje por
mar, lo que les ahorraba penalidades de más. Pero al día siguiente, las
almadías volvieron vacías a la orilla. Habían tirado al agua a las mujeres, que se ahogaron. Lo mismo pasó en Unieh, Ordu, Trípoli, Kerasonda y Rize. De mi pueblo, Ghiuşana, ninguna mujer llegó con los convoyes a Meskene, Rakka, Ras-ul-Ain ni Deir-ez-Zor, lo que significa que todas murieron por el
camino, de hambre, a tiros o pasadas a cuchillo.
—En el valiato de Kharput —dijo Solomon Tehlirian—, en
junio, mataron a los notables y luego se llevaron a los hombres de las ciudades
y pueblos. Los convoyes los componían solamente mujeres, niños y
viejos. En Arabkir, embarcaron a las mujeres en almadías y luego las tiraron al
agua. A los niños armenios del orfanato alemán los ahogaron en un lago cercano.
Las mujeres de Mesne, en ruta hacia Urfa, fueron asesinadas en el camino y sus
cadáveres arrojados al río. En la ruta entre Sivas y Kharput, los cuerpos de
las mujeres mutiladas y asesinadas en la orilla oriental del Éufrates yacieron
durante meses y meses al borde de los caminos y en barrancos. Eran demasiados
para enterrarlos. Todavía a mediados de 1916 se veían los esqueletos. De las
casi doscientas mil almas que integraban los convoyes, tan solo un tercio
llegaron a Ras-ul-Ain y Deir-ez-Zor.
—Las primeras mujeres que llegaron a Meskene, Rakka y
Deir-ez-Zor — dijo Aram Yerkanian— fueron los cadáveres que flotaban en el
Éufrates. Durante todo el mes de julio del año 1915, el Éufrates estaba rebosante de
cadáveres hinchados por el agua y un revoltijo de cabezas, brazos y piernas. Las aguas del río eran rojizas, se diría que entonces había nacido la
muerte.
El círculo de los que deponían testimonio se amplió.
—La presencia de cadáveres en el Éufrates es continua
—manifestó Roessler, el cónsul alemán en Alepo—. Los cuerpos están atados todos
igual, de dos en dos y espalda contra espalda. Eso demuestra que no se trata de asesinatos
aislados, sino de un plan general de exterminio concebido por las autoridades. Los cadáveres corren río abajo, cada vez más numerosos. Sobre todo, mujeres y niños.
—Más de seiscentos armenios —dijo Holstein, el cónsul
alemán en Mosul—, en especial mujeres y niños expulsados de Diyarbakir, fueron asesinados cuando los transportaban por el río Tigris. Las almadías
llegaron vacías ayer a Mosul. Desde hace varios días, flotan en el río
cadáveres y restos humanos. Otros convoyes están en ruta y probablemente esté esperándoles
idéntica suerte.
—Por Alepo —dijo el ex cónsul de Francia— desde que
empezó el mes de mayo, están pasando convoyes de millares de personas. Tras una
estancia de dos o tres días en lugares especialmente acondicionados para ellos,
estos infelices, en su mayor parte mujeres y niños, reciben órdenes de
dirigirse a Idlib, Mâna, Rakka, Deir-ez-Zor y Ras-ul-Ain, a los desiertos de
Mesopotamia, lugares destinados, como es convicción general, a servirles de
tumba.
—Miles de viudas armenias del valiato de Van —dijo
Jackson, cónsul norteamericano en Alepo— sin la compañía de ningún hombre adulto, se están
acercando a Alepo en un estado miserable y medio desnudas. Estos, como los otros
diez o veinte grupos que ya han pasado, son convoyes que integran entre quinientas
y tres mil personas y llevan a remolque niños que se hallan en un estado de
miseria indescriptible.
Y de nuevo Roessler:
—En cuanto a los armenios de Kharput, me han informado de
que, en una aldea situada al sur de la ciudad, separaron a los hombres de las
mujeres. A los hombres los exterminaron y los dejaron a ambas orillas del
camino por donde se obligó a las mujeres a pasar.
—Podría pensarse —dijo Aram Andonian, el que había
recogido los testimonios de los supervivientes— que los centenares de niños del
orfanato de Deir-ez-Zor no existieron nunca.
Al final del recorrido, alcanzado su destino, las
autoridades creyeron haber encontrado la solución: cómo matar sin dejar atrás los cuerpos de
los muertos. No porque eso los hubiese hecho sentirse culpables en alguna medida,
sino porque los centenares de miles de cuerpos despedazados y con la piel negra pegada a los huesos que flotaban en el agua o yacían en el
fondo de los barrancos, aparte de que ese espectáculo resultaba deprimente y preparaba
para la muerte a los convoyes que iban detrás, obstaculizaban la circulación por los caminos y vías férreas, daban un tono amarillo al aire
que se volvía más espeso por los miasmas de la muerte, provocaban las protestas
de los árabes que no podían utilizar las aguas de los ríos para beber y eran portadores de epidemias. Para orillar todos esos inconvenientes, el
asesinato de los niños de Deir-ez-Zor había de ser el crimen perfecto.
Los huérfanos, procedentes de Mekesne y de las otras
localidades donde se habían instalado campos de refugiados, fueron conducidos a
través del desierto hasta Deir-ez-Zor. Imagínense un convoy con centenares de
niños desfigurados, cubiertos de harapos y trastabillando descalzos bajo la
canícula y el frío del desierto. Con las espaldas llenas de llagas
sanguinolentas donde bullían gusanos y aguijoneados por jinetes que los
golpeaban con el látigo o el bastón. Los muertos o agonizantes eran arrojados a
carros que acompañaban al convoy. El lugar al que consiguieron llegar se
llamaba Abuhahar. Tan solo trescientos niños podían tenerse todavía en pie; al
resto, más numeroso, los llevaban en carros. En las laderas de las montañas que
bordeaban el desierto, los soldados detuvieron el convoy y los carros fueron
descargados a cielo abierto. Los soldados rodearon el lugar y esperaron la
caída de la tarde. También al atardecer llegaron las aves del desierto.
Atraídas por el olor de la sangre, luego unos por el vuelo de otros y más tarde
por la algazara de los graznidos y el chasquido de la carne al arrancarla de
los huesos, los buitres y los cuervos del desierto se abalanzaron sobre los
cuerpos que, aun estado vivos, ya no tenían fuerzas para defenderse. Las aves
apuntaban sobre todo a los ojos, las mejillas y los labios, tanto más
tentadores porque los cuerpos se habían empequeñecido. Durante dos días, las
aves se abalanzaron en bandadas sobre aquel campo descarnado de la vertiente de
las montañas y se dejó a los niños presa de los picos y garras negros y
acerados. La historia la contaron horrorizados los árabes nómadas. Y el que
mandaba a los soldados, el cabo Rahmeddin, fue ascendido y llegó, con inusitada
rapidez, a jefe de la gendarmería de Rakka.
Los demás huérfanos, que yacían enfermos y hambrientos en
el orfanato de Deir-ez-Zor, fueron cargados en carros un día helado de
diciembre. A los moribundos los tiraron al Éufrates; el río, revuelto como
estaba en aquella época del año, se tragó rápidamente los cuerpos
enflaquecidos. Tras una caminata de doce horas por el desierto, sin ningún tipo
de comida ni de agua, el jefe del convoy, del que sabemos que se llamaba
Abdullah, pero al que le gustaba que lo llamasen Abdullah Bajá, encontró tres
medios diferentes para exterminar a los niños. Pero, como notaba cierta
vacilación en la mirada de los soldados, agarró a un niño de dos años y se lo
mostró a los demás diciendo: «Incluso al crío este y a todos los que encontréis
de esta edad hay que matarlos sin piedad. Llegará un día en que se levantará,
buscará a los que mataron a sus padres y querrá vengarse. ¡Este es el hijo de
perra que un día nos buscará para matarnos!». Y tras darle varias vueltas en el
aire lo golpeó con furia contra las piedras y lo aplastó antes de que tuviera
tiempo de exhalar un gemido.
Colocaron parte de los carros uno junto a otro y
amontonaron en ellos a cuantos niños cupieron y, en medio, pusieron un carro
lleno de explosivos que, tras hacerlo explotar, los desintegró pues los redujo
sencillamente a hollín. A los que no estaban en condiciones de andar, los
tendieron en tierra, esparcieron sobre ellos yerba seca empapada de gasolina y los quemaron. Y
al resto, a los que no habían cabido en los carros, los empujaron hasta cuevas, taparon la entrada con maderas y yerba y les prendieron fuego. Los niños murieron
asfixiados y sus cuerpos se quedaron amoratados y carbonizados al fondo de las
grutas.
Pero ni el crimen más consumado resulta perfecto del
todo. Una niña llamada Ana se refugió en un recoveco de una cueva donde,
gracias a una grieta de la montaña, penetró una pequeña corriente de aire. De
esta forma, sobrevivió y, cuando el fuego se extinguió tras un día y una noche,
salió. Estuvo vagando varias semanas hasta llegar a Urfa; allí encontró a
algunos refugiados armenios y les contó la matanza de los inocentes.
Y desde el tercer círculo se oye la voz de Djeman Bajá,
el ministro de Marina, alarmado por el gran número de cadáveres que flotaban en
el Éufrates. Y más indignado porque el itinerario de los convoyes podía
perturbar la circulación ferroviaria. Entonces cayeron en la cuenta las
autoridades turcas de que, por perfecto que hubiese sido el plan de exterminio
de los armenios, adolecía, no obstante, de un defecto: que atrás quedaban los
cuerpos de los asesinados. Deficiencia que Reşid Bajá, el prefecto de
Diyarbakir, procuró remediar en la medida de lo posible:
—El Éufrates poco tiene que ver con nuestro valiato. Los
cadáveres que flotan en el río provienen, seguramente, de los valiatos de
Erzerum y Kharput. A los que mueren aquí se les arroja al fondo de las cuevas
o, lo más habitual, se les rocía con gasolina y se les quema. No suele haber
bastante sitio para enterrarlos.
Volvamos al primer círculo.
—Vosotros no habéis visto los lugares donde se reunían
los convoyes — dijo Hraci Papazian— o, más exactamente, lo que había quedado de
ellos. En Deir-ez-Zor. Miles de tiendas de campaña hechas de harapos. Mujeres y
niños desnudos, tan debilitados por el hambre que el estómago ya no aceptaba comida.
Los enterradores arrojaban a los carros a muertos y moribundos, todos revueltos,
para no perder tiempo. Por la noche, a causa del frío, los que estaban todavía
vivos se ponían a los muertos encima para calentarse. A las madres, lo mejor
que les podía suceder era que surgiese algún beduino y se llevase a su hijo o
hija para librarlo de aquella gigantesca fosa. La disentería volvía el aire
irrespirable. Los perros hurgaban con el hocico en la barriga abierta de los
muertos. Solo en octubre de 1915, por Ras-ul-Ain pasaron más de cuarenta mil
mujeres, custodiadas por los soldados, sin llevar consigo ningún hombre con
fuerzas. La cruzada de las mujeres martirizadas. A lo largo de las vías del
tren, todo el camino estaba salpicado con los cadáveres descuartizados de las
mujeres violadas.
—Del millón ochocientos cincuenta mil armenios que vivían
en el Imperio Otomano —dijo el pastor evangélico Johannes Lepsius—, aproximadamente
un millón cuatrocientos mil fueron deportados. De los restantes cuatrocientos cincuenta
mil, más o menos doscientos mil se libraron de la deportación, en especial los
de Constantinopla, Esmirna y Alepo. El avance de las tropas rusas salvó la vida
de los otros doscientos cincuenta mil que se refugiaron en la Armenia rusa,
parte de los cuales murió allí de tifus o de hambre. Los demás conservaron la
vida, pero perdieron para siempre su tierra natal. Del casi millón y medio de
armenios deportados, solo el diez por ciento llegaron a Deir-ez-Zor, punto
final de los convoyes. En agosto de 1916, fueron enviados a Mosul, pero morirían
en el desierto, engullidos por la arena o apelotonados en grutas, muertos y
moribundos juntos, a las que se prendía fuego.
Callaron. Los círculos se estrecharon en torno a Armen
Garo. Él miró a Şahan Natali, a Şavarş Misakian y luego a todos los demás. Tomó
las fotografías y se las entregó a los que estaban sentados en el primer
círculo, a cada uno según su misión.
—Pero no matéis ni a las mujeres ni a los niños —repitió.
El lugar donde vivían les parecía circunstancial a los
viejos armenios de mi infancia. A algunos incluso el tiempo en que vivían les
parecía circunstancial, solo que al tiempo era más difícil engañarlo. Y
precisamente por eso el tiempo, cuando brota de las páginas de los álbumes de
fotografías, de las viejas ropas o de los sobacos, acabó por transformarlos a
ellos, uno a uno, en un azar.
Así pues, como el lugar no era más que una convención de
la cual, cuando las circunstancias no eran demasiado agresivas, podía uno hacer
abstracción, mis ancianos sentían fascinación por los espacios amplios. Hablaban
como si pudiesen estar, al mismo tiempo, en múltiples lugares. Eso los ayudó,
aparentemente, a sobrevivir cuando tal cosa parecía lo más difícil, pero
también los ayudó a morir cuando ya no había nada que hacer.
A este respecto, mis abuelos mantenían, no obstante,
actitudes diferentes. El abuelo Setrak, el padre de mi madre, daba la impresión
de no aburrirse nunca. A su hermano mayor Harutiun lo habían degollado delante
de él y eso le dio ocasión para salir con vida. Como otro había muerto por él, consideraba
que, en cierto modo, la vida que vivía no era suya o solo a medias, una especie
de vida prestada. Como otro había muerto para que él viviese, restituía esa
deuda viviendo, a su vez, para otros. Vivía para sus hijas, Elisabeta, mi
madre, y Maro, a la que puso el nombre de su hermana, enterrada en la tumba sin tierra de las aguas del Éufrates. Vivía para
hacer regalos a los niños pobres, para dar una dote, antes de la boda, a los dependientes
de la tienda, para vestir al desnudo y dar de comer al hambriento. Les dio de
comer a los prisioneros armenios del ejército soviético destinados al trabajo
obligatorio en tiempos del gobierno de Antonescu. Se llevó más de una bofetada
en tiempos del gobierno legionario so pretexto de ser judío y tan solo la cruz
que llevaba el cuello lo salvó de percances mayores. Se llevó más de una
bofetada tras la toma del poder por los comunistas, so pretexto de ser legionario
y en esa ocasión la cruz que llevaba al pecho no le fue de ninguna utilidad,
sino al contrario. Pero, como dice el Eclesiastés, el pan colocado en el agua
vuelve y uno de los prisioneros armenios a los que había socorrido reapareció
como oficial del Ejército Rojo, de manera que los moratones de las mejillas
abofeteadas y la confiscación de las tiendas fueron las únicas cosas malas que
le acaecieron, pues los comunistas le dejaron, pese a todo, una de las casas y
le mostraron su benevolencia por no mandarlo a la cárcel como a un explotador
que era. El que no pudiera demostrarse a quién había explotado es harina de
otro costal, pero los comunistas no se complicaban la vida hilando tan fino.
Para ellos bastaba que la abuela llevase pieles, que tuvieran piano en casa,
que fueran a veranear al balneario de Olăneşti y, por si faltaba poco, que el
abuelo organizara los domingos en la terraza de Paşa parrandas con músicos
zíngaros. Convertido en vigilante nocturno en el liceo HERMANOS BUZEŞTI de
Craiova, mi abuelo Setrak tuvo tiempo suficiente para meditar, en sus noches de
vigilia, sobre todo aquello. Como cuando le hicieron saber en 1942 que lo
internarían con toda su familia, por orden del mariscal Antonescu, en el campo
de Târgu Jiu, junto a otros apátridas nansenianos. La orden fue revocada y la
abuela sacó del cofre la ropa de abrigo y las medias de lana suyas y las de sus
dos hijas, pero guardó en una maleta de madera las ropas del abuelo Setrak
quien, después de haber estado en un tris de ser internado en el campo, ahora
iba a ser movilizado. Se despidió de la familia y se marchó a Bucarest en la primavera
del año 1944, donde su carrera como soldado del ejército rumano, junto a otros
reclutas de la compañía de nansenianos, duró exactamente tres días. Cómo
cupieron sus modales de comerciante dentro de las botas cuarteleras y en los
corchetes apretados en el cuello, la historia no nos lo cuenta. La compañía
hizo instrucción dos días y al tercero, en su cuartel cercano a la Estación del
Norte, realizó su primer ejercicio en vivo contemplando desde enfrente el
bombardeo de la estación. Con el cuartel en pleno desbarajuste, con reclutas
tan intrépidos y torpes, más dispuestos a hacer negocios con los pertrechos
militares que a usarlos en la guerra, la compañía apátrido-rumana compuesta de
reclutas armenios se disolvió por sí sola y los armenios, al ver que nadie los
llamaba a formar, se dispersaron.
De manera que como el abuelo Setrak pasó en muy pocos
años por estadios tan diversos como fueron, por orden, rico, pobre, vapuleado,
tomado por judío, internado en campo de concentración, movilizado y
desmovilizado, otra vez vapuleado, burguesado y desburguesado, tuvo toda la
razón para considerar que este mundo era incomprensible. Y quien creyera que el
mundo era otra cosa, en opinión de mi abuelo, no entendía nada. Y para
demostrar lo absurdo que era el mundo, dio el testimonio decisivo que estuvo a
su alcance, a saber, el ejemplo de su propia muerte. Primero, se dejó
atropellar por un coche cuando iba por la Plaza Vieja, frente a la fuente
Purcicarului y luego se cayó de cabeza desde el tejado de su casa de la calle
Baraţi, nº 4, cuando trataba de reparar los aleros. Solamente lo consiguió a la
tercera, cuando murió de frío en el invierno del año 1985, porque los
comunistas ahorraban gas, razón por la cual lo cortaban durante días seguidos
y, para que el ahorro fuera mayor, precisamente cuando el frío era más intenso.
Como nada parecía más absurdo para un hombre que había
pasado, como el hilo por el forro, tantas veces frente a la muerte, que morir
porque el estado comunista ahorraba gas, el abuelo Setrak se apagó con una
expresión de serenidad pintada en el rostro. Lo enterraron en el cementerio
católico de Craiova, no porque él lo hubiese sido, sino para que las cosas
siguieran siendo incomprensibles.
En cambio, el abuelo Garabet consideraba que todas las
cosas del mundo tenían un sentido. A diferencia del abuelo Setrak, que había
pasado en orfanatos y aprendiendo oficios los años que suelen destinarse a la
escuela, el abuelo Garabet había cursado estudios en el liceo agrícola de
Constantinopla, lo que en aquel comienzo de siglo significaba bastante. Sabía
muchas cosas, era ingenioso y estudioso y por nada del mundo, para
desesperación de la abuela Arşaluis, habría cambiado la ciencia por el
comercio. Consecuentemente, como comerciante, mientras el abuelo Setrak reunía
sus buenos dineros del café, olivas, cacao y pasas, Garabet siempre estaba en quiebra.
O lo habría estado si su cuñado Sahag Şeitanian lo hubiese dejado obrar a su
antojo. Pero estar siempre en quiebra no era su única ocupación. El abuelo
Garabet era cantor en la iglesia, violinista, músico, motorista, calígrafo, fotógrafo,
pintor, profesor de música y de armenio, retratista, lăutar de circunstancias
y cosía encajes, es decir, que practicaba todos los oficios que no dejan una
gorda. En definitiva, que mi estirpe, en sus cuentas con el mundo, estaba en
paz: el abuelo Setrak juntaba y el abuelo Garabet malgastaba. El comunismo
allanó las cosas: el abuelo Setrak ya no tuvo qué juntar y el abuelo Garabet no
tuvo qué malgastar.
Pero como para el abuelo Garabet las cosas mundanas que
podían contarse en dinero eran insignificantes, su vida no cambió gran cosa con
la llegada de los comunistas. En realidad, respecto a lo que hacían antes, la
vida de los armenios de Focşani no cambió demasiado. El que era relojero siguió
siéndolo. El que era zapatero siguió siéndolo. El que había sido tendero de coloniales
siguió vendiendo coloniales. El campanero siguió siendo campanero y el médico
siguió siendo médico. Y ni que decir tiene que el pope no se quitó la sotana en
la iglesia. Pero si las profesiones siguieron siendo las mismas, ellos, los
profesionales, sí sufrieron. Y es que los artilugios que reparaban los relojeros
pasaron de ser suizos a rusos; el lugar de los botines de charol y los zapatitos
de tacón y lengüeta lo ocuparon los borceguíes que se arreglaban constantemente
hasta que la suela era más gruesa que la pala. Las confiterías se mantuvieron,
pero los productos selectos desaparecieron de los anaqueles, los lokum,
la halva de tahin, los leblebi, las cajas de cacao Van
Houten, los sacos de café, las frutas tropicales confitadas o las almendras de
chocolate. En cambio, aparecieron masas impregnadas de grasa, barquillos
rasposos y bizcochos resecos de los que la crema se desmenuzaba y se
desprendía. Solo los trozos de azúcar cande, cuando les daba una chispa de luz,
conservaban un pequeño y tenaz brillo del resplandor de antaño. Der Dagead Aslanian se
remangó la sotana y escondió con la ayuda de Arşag el campanero los libros antiguos
y tesoros de la iglesia en las viejas criptas. Unos años después los sacaron
con sumo cuidado, uno a uno, y finalmente el tesoro más preciado, el pájaro de
plata de cuyo pico goteaba en el agua del día 6 de eneroel
santo óleo, resto del que bendijo en el año 301 el propio San Gregorio el
Iluminador y que se renovaba cada siete años. La campana estuvo algo más
callada y taciturna. Arşag subía al campanario no tanto para tirar de la
cuerda, como para hablar con la campana, que le respondía con silencios de
distinta intensidad, como un órgano por cuyos tubos uno no toca, sino que
respira. Luego, para mirar por el ventanuco que daba al sur, tan angosto que se
podría sacar por él una escopeta, pero lo bastante alto para ver hasta el
confín de la ciudad por si llegaban los americanos. Por el ventanuco del sur no
se vislumbraba a los americanos, en cambio, por el que daba al norte se veía venir
a los rusos por el camino de Tecuci. Y durante más de diez ańos, tiempo en que
el ventanuco del sur permaneció callado, siempre desde el del norte, ahora
acompańado por otros miembros del consejo parroquial, a quienes permitía mirar
de uno en uno, Arşag observó la partida de las tropas rusas por el mismo camino
de Tecuci. Pero ya era demasiado tarde, las banderas rojas habían echado raíces
y sus escudos con la hoz y el martillo se habían cosido en el estuco, de modo
que no se pudieran arrancar de los frontispicios si no era arrancando el muro
mismo. Como bien dijo Sahag Şeitanian, que era el que se pasaba más tiempo con
los ojos pegados al ventanuco, «para podernos liberar, sería menester no que
ellos se fueran y nos quedásemos nosotros, sino que nos fuésemos nosotros y se
quedaran ellos». Era una mañana neblinosa que seguía a una noche lluviosa, los
soldados rusos desaparecieron rápidamente, la tierra les embarraba las botas,
conque no dejaron polvareda tras ellos.
También los médicos siguieron siendo médicos pero, como
sucede en todas las guerras, después de haber enterrado, todos revueltos, a
hombres hambrientos, a otros ensangrentados por heridas, a otros a los que les
crujían los dientes por el tifus y que lloraban por quienes los habían
precedido, ahora ya no daban abasto con los partos. Niños que en un mundo al
revés, donde el sol se ponía en levante, nacían ya viejos.
Así pues, mi abuelo Garabet Vosganian se mantenía
equidistante de todo lo que acontecía. Quería entender el mundo y entonces lo consideraba repetible, dejaba que los modelos vivieran en lugar de él. Su modelo de sufrimiento
era el monje Komitas con el cual, cuando se acercaba a la vejez, cobraba un
parecido cada vez mayor, tanto era así que cuando vi por primera vez la máscara
mortuoria de Komitas, que conservan los monjes mekhitaristas de la isla
veneciana de San Lázaro, me estremecí ante el insólito parecido. Para mi
abuelo, el padre Komitas quizá no fuera el prototipo del sufrimiento, pero sí
el de la locura.
A menudo se sentaba, se quedaba inmóvil y musitaba algo
solo para sí. Nosotros no sabíamos lo que decía, la abuela no nos dejaba
acercarnos. Esas páginas se han quedado en blanco en El libro de los
susurros. Otras veces se encerraba en su habitación y cantaba. Tenía una
voz de barítono que subía rápidamente al agudo del tenor, igual que la voz de
Komitas que asombró a Vincent d’Indy, a Camille Saint-Säens y a Claude Debussy.
Cantaba acompañándose del violín, forzando con el arco varias cuerdas a la vez
para que se oyese como un cuarteto.
Komitas fue detenido también el día 24 de abril de 1915,
como sus amigos poetas Daniel Varujan, Ruben Sevag y Siamanto. Vestía su túnica
de archimandrita, menos la capucha que simbolizaba, por su forma puntiaguda, el
monte Ararat y que llevan, desde el catolicós
a los monjes, los representantes de la iglesia armenia. La capucha y la
capa se las dio a algunos de los desvalidos que iban en el convoy. A ellos los
llevaron en coche hasta casi Ceanguri. Komitas se mezclaba con la muchedumbre
para tratar de aliviar, en la medida de lo posible, el sufrimiento y los
exhortaba a conservar la confianza en Dios. Por la noche se quedaba solo y
murmuraba. Al principio, sus compañeros de viaje creyeron que rezaba, pero no,
le hablaba a alguien y si ese alguien era Dios, entonces las palabras,
inusuales para un monje, parecían de reproche, una especie de salmos al revés.
Y un día, vio a una mujer a punto de dar a luz pero, antes de que llegase junto
a ella, un soldado rajó con el sable la barriga hinchada y palpitante de la
mujer. Desde aquel momento, Komitas, como Andrei Rubliov cinco siglos atrás
ante las crueldades de los tártaros, se quedó mudo. Solo volvió a hablar en una
única ocasión; al principio, los otros creyeron que era una broma, pero luego
comprendieron que al padre Komitas se le habían aflojado los tornillos de la
mente. Detuvo su camino y les dijo a sus compañeros de convoy: «¡No os
apresuréis! ¡Dejad que los soldados nos adelanten!». Luego, cuando iban a
llevarse a Daniel Varujan para matarlo, Komitas habló por última vez. En
realidad, no habló sino que cantó. Primero los salmos ¡Perdóname, Señor!,
pero con voz áspera, como esperando que Dios nos pidiera perdón a nosotros,
luego Grunk, La grulla. Y cuando acabó, rompió a reír. Las carcajadas se
oyeron durante toda la noche, estridentes y nerviosas, como un tejido podrido
que uno rompe y rompe de tanto doblarlo. Muchos de ellos, empezando por el
propio Daniel Varujan y por Siamanto, fueron asesinados entonces. Al
archimandrita Komitas, Oguz bey, como no sabía lo que hacer con él, acabó por
mandarlo de vuelta a Constantinopla. Lo suyo era matar hombres a los que se les
doblaban las piernas y caían o que intentaban huir, mataba hombres que rezaban,
suplicaban, lloraban o maldecían, pero no sabía lo que hacer con uno que se
reía.
Y Komitas reía sin parar, era una risa como jamás se
había visto, que tomaba para sí las lágrimas de los que sufrían, pero que
desafiaba a los asesinos: aquella risa demostraba que en Komitas no quedaba ya
nada que matar.
Nunca se recuperó. Sus amigos lo enviaron a París, a un
sanatorio. Murió veinte años después y la risa y el llanto se reconciliaron en
su semblante mortuorio. Su rostro estaba tranquilo, como lo estuvo el de mi
abuelo, como si la muerte solo hubiese sido un alto en el camino, como si uno
se apoyase en el brocal de un pozo fresco y mirase dentro.
El abuelo Garabet cantaba La grulla, la canción
que hablaba del terruño, después no se echaba a reír sino que callaba. Sé lo
que hacía porque las huellas se quedaban en el lienzo, la carcajada de mi
abuelo era de colores, los trazaba a tontas y a locas, creía yo, en el lienzo
con el pincel o, cuando no podía poner fin a las carcajadas, apretaba
directamente el tubo de pintura sobre la tela. Predominaban el negro y el
naranja, que el abuelo examinaba atentamente, era su manera de tratar de
entenderse a sí mismo. En su esfuerzo por entender el mundo, el abuelo tenía
para cada cosa sus normas metodológicas. Por ejemplo, él se descodificaba a
través de los colores. Todo hombre tiene su carga energética. La energía
significa antes que nada luz. La luz es una combinación de colores; podemos
percibir, por el espectro de colores, la distancia de dónde viene, de qué
cuerpo emana y en qué momento del día estamos. Lo mismo sucede con el hombre,
si lo colocamos ante una pirámide de cristal y lo miramos tendremos el
espectro. Heme aquí, decía el abuelo, mirando de cerca la hoja surcada de
colores retorcidos, incluso la toco, para ver no solo el color y gracia de las
líneas, sino también la lisura o aspereza de la pincelada.
Por otro lado, esos eran unos de sus pocos momentos en
que se implicaba. Por lo demás, miraba las cosas de forma paciente y
meticulosa. Incluso cuando comía, para entender la índole de la comida,
masticaba cada bocado treinta y tres veces, necesario, según él, para entender, por una
parte, el sabor y sentido de cada alimento y, por otra, para triturar lo
suficiente la comida y proteger el estómago. A decir verdad, ese punto
equidistante de todo equidistaba también de él mismo. Contemplarse a sí mismo
con la misma curiosidad y distanciamiento con que uno inspecciona los árboles
del parque o la cronología de una guerra, desde un lugar donde todas las cosas
pueden contemplarse desde fuera, es también una especie de locura. Solo que,
como bien se ve, el abuelo tenía su modelo de sufrimiento en el padre Komitas,
pero no para imitarlo, sino para reflejarse en él. Mientras la del padre
Komitas era una locura interior, la del abuelo Garabet venía de afuera,
trascendía de las cosas.
Por eso mi abuelo, que consideraba que el mundo solo
existía para ser comprendido, decía que cuando uno se aprende a sí mismo de
memoria, cuando se vuelve tan previsible que se puede recitar de carrerilla,
como un poema, con principio y fin e incluso con rima, entonces había llegado
la hora de morir.
Si en su paso por este mundo el abuelo Garabet Vosganian
entendía y el abuelo Setrak Melichian no, mi padrino de bautismo Sahag
Şeitanian padecía. Y si para el abuelo Garabet lo primero que era menester
entender, es decir entenderse a sí mismo, procedía del encuentro con la mezcla
de colores entrecruzados y para mi abuelo Setrak la incomprensión de sí mismo
procedía del encuentro con las bofetadas que había recibido en abundancia, para
Sahag Şeitanian el padecimiento procedía del encuentro con Yusuf.
Libro de los Susurros, cap. Siete. Varujan Vosganian.
Traducción de Joaquín Garrigós Bueno
Ed. Pre-textos, Valencia. 2010.
Primado de la iglesia ortodoxa armenia. N. del t.
Varujan Vosganian, poeta, novelista, economista y político rumano de ascendencia
armenia, nació en Craiova en 1958. Presidente de la Unión Armenia de Rumanía y
de la Unión de Escritores de Rumanía. Licenciado en Comercio por la Academia de
Estudios Económicos y la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Bucarest.
Doctorado en Economía.
Entre otras distinciones, es Premio Internacional de Poesía “Nichita Stanescu”,
Doctor Honoris causa de la Universidad “Goldis Vasile”, de Arad, y Doctor
Honoris causa de la Universidad Leibniz de Milán.
En lengua rumana ha publicado obras como:
Șamanul Albastru (București, Ed.
Ararat, 1994 – poesía); Statuia Comandorului (București, Ed.
Ararat,1994 - proză, Premio Asociación de Escritores de Bucarest), Ochiul alb al
reginei București, (Ed. Cartea Românească, Chicago, 2002 – poesía), Iisus cu o mie de brațe (Cluj-Napoca,
Ed. Dacia, 2004 – poesía), y Cartea șoaptelor (Editura
Polirom, Iași, 2009). Esta
novela está traducida al español por Joaquín Garrigós Bueno.
Además de su obra literaria, en prosa y verso, ha
publicado libros de ensayo sobre Economía y política.
Traducciones al español
El libro de los susurros (Tit.
original: Cartea șoaptelor), ed. Pre-Textos, Valencia. Traductor Joaquín
Garrigós, 2010.