ÁGORA. ULTIMOS NUMEROS DISPONIBLES EN DIGITAL

lunes, 3 de marzo de 2025

La dolce vita. Gracias a los LECTORES y colaboradores que han reservado sus ejemplares de Ágora 30. Publicación del número íntegro de Invierno 2025 (30-31 reunidos en un solo pdf). NOTICIAS GRAMÁTICAS



È LA NAVE VA...

 

Gracias a los 20 lectores y colaboradores que han apoyado ya la iniciativa de reservar ejemplares de lo que sería la edición impresa del número monográfico dedicado a Antonio y Manuel Machado. Necesitamos llegar a los 70. Ese volumen 4  de la nueva colección (los tres primeros se publicaron respectivamente en 2013, 2020 y 2021) supone un esfuerzo económico muy importante para la dirección de Ágora. Sin embargo, la posibilidad de publicar impresa la revista, aunque no sea la norma en todos sus números debido a la insolvencia monetaria, es una forma de reivindicar la vocación de lectura en papel que siempre ha estado en Ágora- Papeles de Arte Gramático, y de algún modo aumentar su valor, lo que también repercute en el valor de los números digitales. 



 

Por otra parte, hemos publicado hoy en Calameo la edición íntegra del número doble de Invierno 30-31. El trabajo gustoso pero no es siempre fácil. En este caso, gracias a Marta, de la editorial Ars poetica, podéis leer íntegro en digital el monográfico de Machado (n. 30) seguido de un número 31 dedicado a Kafka, Italo Calvino, etc.

Mientras Calameo nos deje publicar en digital, y mientras algunas oportunidades tengamos de publicar en papel, seguiremos, merecerá la pena. Si hubiera un medio de borrar todo lo no necesario ni deseable para el poder en Internet, aún resistiría Ágora de papel en alguna biblioteca particular. 

 

Edición íntegra Ágora 30-31  Número doble de febrero invierno 2025

ENLACES A EDICIÓN INTEGRA N. 30-31 INVIERNO 2025

Para leer en Calameo:

https://www.calameo.com/read/00282729646fb7ef9a71f

 

https://www.calameo.com/books/00282729646fb7ef9a71f



Salud.

 FM

   en Huesca a 3 marzo de 2025

 

domingo, 2 de marzo de 2025

Necesitamos vuestra colaboración. Posibilidad de editar Ágora impresa Num. 30. Nueva Col. Volumen 4. Homenaje a Manuel y Antonio Machado. Noticias Gramáticas


                                                                 Último número publicado impreso. Ágora vol. 3. Número doble 

                                                               dedicado a Galdós y a Max Blecher (disponible en página de Ars poetica)



Posibilidad de editar Ágora impresa Num. 30. Nueva Col. Volumen 4. Homenaje a Manuel y Antonio Machado

Queridos lectores de la revista Ágora-Papeles de Arte Gramático:
  
Hemos valorado la posibilidad de editar en papel el número 30 de la revista, dedicado
monográficamente a los Machado. 

Volveríamos a realizar la vocación de revista impresa que siempre ha tenido Ágora, y si tiene éxito, pudiera ser que en lo futuro editáramos impresos otros números.

Necesitamos contar con su colaboración en forma de reservar y adquirir ejemplares. Necesitamos al menos 70 personas que reserven sus ejemplares para poder afrontar la edición de 100 ejemplares, cuyo costo de impresión  asciende a poco más de 1.000 euros (+IVA), haciendo nosotros el trabajo de diseño y maquetación.
 
El precio de ejemplar sería 15 euros+ gastos de envío, para quien haga su reserva.

Si está interesado en reservar su ejemplar (o sus ejemplares) escriba, por favor, al correo de la revista:

        agoradeartegramatico@gmail.com

o al correo mío:
 
       correodefulgenciomartinez@gmail.com
 
en el asunto indique: reserva de 1 ejemplar (o de x número ejemplares) de Ágora N. 30. y en el mensaje escriba la dirección postal donde desearía recibirlo.

Cuando reciba el ejemplar le indicaremos el modo de hacer efectiva la colaboración por medio de transferencia bancaria.

Nos damos de plazo hasta el 30 de junio de 2025 para dar por término a todas las gestiones. En los próximos meses de marzo o abril debería estar editado e impreso el número 30 y antes de ese plazo enviado, pagado y todo liquidado.

En este enlace puede ver el contenido y sumario del número 30, digital:


La revista impresa es compatible con su modo digital de lectura en abierto y gratis en algunos sitios de internet y de descarga gratuita en repositorios como la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Se admiten sugerencias y opiniones, amigos.

Un cordial saludo

Fulgencio Martínez
editor de Ágora
 
 
Algunas portadas históricas de Ágora impresa:
 
 
 
dedicada a Vladimir Holan, número de culto, 
                                                                                                             con firmas como la de Clara Janés.
                                                                   
 
 
 
Dedicada a Jaime Gil de Biedma y a los 400 años de El Quijote
 
 

 

                                                                     dedicada a Baroja y a Juan Ramón Jiménez
                





CADA SEMANA INFORMAREMOS SOBRE EL NÚMERO DE EJEMPLARES SOLICITADOS, HASTA LLEGAR A LOS 70

sábado, 1 de marzo de 2025

Varujan Vosganian: "El libro de los susurros". Capítulo Siete. Trad. Joaquín Garrigós Bueno. Ed. Pre-Textos, 2010. ÁGORA 32 N. Col. En homenaje a Joaquín Garrigós Bueno / 4. Literatura rumana

 


Varujan Vosganian: El libro de los susurros

Capítulo siete

Traducción: Joaquín Garrigós

Editorial Pre-Textos, Valencia, 2010

 

 

Siete

 

 

No toquéis a sus mujeres —ordenó Armen Garo—. Ni a los niños.

Se habían reunido todos los miembros de la Misión especial, uno por uno, en la sede del periódico Djagadamard de Constantinopla. Habían sido seleccionados cuidadosamente. Del grupo se eligieron solo a los que ya habían participado, sea por su cuenta o en emboscadas, en tales acciones. «Solo me fío de alguien que haya matado ya», sentenció Armen Garo. Recibieron las fotografías de los que habían de buscar en sus escondrijos. Escondites que podían estar en cualquier parte, desde Berlín o Roma hasta las estepas del Asia Central. Talaat Bajá, el ministro del Interior, de anchas espaldas y cuello grueso, tenía un cuerpo membrudo cuya cabeza, de mentón cuadrado y quijadas listas para despedazar, era más bien una prolongación de su poderoso pecho. Y, en la parte inferior de la fotografía, los puños, el doble de grandes que los de un hombre normal, dejaban traslucir su agresividad. Junto a él, frágil y de rasgos delicados, su esposa, con un vestido blanco y sombrero de encaje, según la moda europea, que chocaba con el fez del bajá. Después, Enver, menudo, al que los tacones de las botas hacían más alto. Mirada desafiante y dedos delgados que cogían las guías del bigote, orgulloso de sus entorchados de comandante en jefe del ejército que le caían en abundancia por los hombros y le tapaban el estrecho pecho y trataban de enmascarar su modesto origen de hijo de una madre que, para criarlo, se había dedicado a un oficio de los más despreciables del Imperio, lavar muertos. En una de las fotografías, su brazo delgado, posesivo y tímido a la vez, enlazaba el talle delicado de su mujer, Nadjeh, princesa del harén imperial, es decir, hija del sultán. También en otra fotografía, Enver, el hijo de la lavandera de muertos y yerno del sultán, hacía lo imposible por parecer arrogante, con sus rasgos petrificados, entre los retratos de sus ídolos, Napoleón y Federico el Grande. Djemal Bajá era una especie de Lépido en aquel aguerrido triunvirato. Con su aspecto de hombre corriente, si no hubiese llevado las charreteras de ministro de Marina, habría podido pasar totalmente inadvertido, aunque pugnaba por ir al compás de la brutalidad de Talaat y la arrogancia de Enver. Después, el doctor Nazîm y Behaeddin Şakir, los ideólogos del partido Unión y Progreso, los que tuvieron la idea de sacar de las cárceles a los criminales que, enrolados en unidades armadas, vigilarían los convoyes de armenios y los exterminarían en las encrucijadas. No sabemos lo guapas que serían sus mujeres, estaban llenitas y tenían el pelo negro, pero sus rasgos no se distinguen bien, ya que las únicas fotografías que se han conservado de los tiempos de su juventud las muestran con el rostro tapado por el velo, llorando a la cabecera de sus maridos colocados en el féretro, después de que el grupo justiciero cumpliera su misión. Y los demás, Djemal Azmi, el prefecto de Trebisonda, Bahbud Khan Djivanşir… Armen Garo levantó las fotografías de Talaat y Enver junto a sus mujeres. Los miró a todos de uno en uno: Solomon Tehlirian, Aram Yerkanian, Arşavir Şiraghian, Hraci Papazian y Misak Torlakian.

—No matéis a las mujeres —repitió—. Ni a sus hijos.

Carece de importancia para nosotros la fecha en la que tuvo lugar aquella reunión. El libro de los susurros no es un libro de Historia, sino de estados de conciencia. Por eso se vuelve translúcido y sus páginas son transparentes. Es cierto que en El libro de los susurros hay muchos datos concretos referentes al día, la hora y el lugar. La pluma va demasiado rápida pero, algunas veces, decide demorarse para esperarnos al lector y a mí y entonces pormenoriza quizá más de lo necesario. Cada palabra de más aclara, pero, precisamente por ello, disminuye el sentido.

Así pues, aunque le borrásemos la relación de años y la cuenta de los días, El libro de los susurros seguiría conservando todos sus sentidos. Cosas de este tipo les han ocurrido siempre a gentes de todas partes. En realidad, El libro de los susurros, en su substancia, vale para cualquier tiempo, como una coral de Bach, como una puerta estrecha por la que entran los hombres, unas veces agachándose y otras apretujándose unos a otros.

Antes que nada, han matado a nuestro poeta —dijo Şavarş Misakian.

La sede del periódico se libró de milagro del desastre. Por otra parte, para todos los armenios de la capital, tras la carnicería desencadenada el 24 de abril de 1915, cuando centenares de intelectuales fueron detenidos y en su mayor parte asesinados, la revocación de la orden de deportación se consideró un milagro. Iban a compartir el destino de las otras comunidades armenias: fueron expulsados de sus casas y despojados de cuanto tenían, pero tuvieron una suerte más negra ya que, a diferencia de los armenios de Van, Sivas o Adana, tendrían que atravesar en convoyes toda la meseta de Anatolia hasta los desiertos de Siria donde, si no los hubieran exterminado las tropas de criminales armados o las bandas nómadas, habrían muerto de hambre y frío en campamentos de tiendas improvisadas, en el desierto donde el calor tórrido del día y el frío helado de la noche se repartían a partes iguales las víctimas.

Prohibido en abril de 1915, el órgano central de prensa de la Federación Revolucionaria Armenia, llamado hasta entonces Azadamard, reapareció en 1918 con otro nombre que evocaba al primero, Djagadamard. Şavarş Misakian era a la sazón redactor jefe y había regresado para volver a desempeñar su función. Estaba en un rincón, no formaba parte de la Misión especial, pero tenía una autoridad que Armen Garo y Şahan Natali necesitaban. Una autoridad que le daba no su estatura, sino precisamente, con el hombro izquierdo caído y la cabeza torcida, la falta del menor engreimiento. Su defecto físico les imponía a los demás, porque recordaba el tesón con que había resistido las torturas en la cárcel militar donde lo habían encerrado en marzo de 1916 y donde, varios meses más tarde, se zafó de las manos de sus torturadores y desde el tercer piso se arrojó al patio interior. Sobrevivió a las graves heridas y fue liberado el 27 de noviembre de 1918 cuando las tropas aliadas ocuparon la capital, pero su cuerpo, con los huesos aplastados, había asumido las iniquidades del mundo y les recordaba a todos que se había librado del miedo a la muerte.

Sus enemigos sabían que, para poder exterminarlos como pueblo, había que matar sin pérdida de tiempo a su Poeta. Para una nación oprimida y amenazada, el Poeta se convierte en el caudillo. Daniel Varujan había sido detenido junto a los demás intelectuales el 24 de abril de 1915. Lo ataron a un árbol y lo mataron a pedradas para luego dejarlo a merced de las alimañas y espíritus de la noche. Ciertas leyendas cuentan que está vivo y, durante el incendio de Esmirna, algunos dijeron que, por un instante, se había visto su rostro en los espejos que se quemaban. Lo único que podemos probar de estas leyendas referentes a la resurrección de Daniel Varujan es que, si bien se sabe cuál es el lugar donde sufrió sus tormentos atado al tronco de un árbol, es decir, en una cruz viva, no se conoce el sitio donde podría estar enterrado. Como tenemos la prueba de su muerte e incluso el nombre de su verdugo, Oguz Bay, el comandante de Ceanguiri, pero carecemos de noticias sobre su tumba, podemos dejarnos tentar por la idea de su resurrección.

Algunos de los detenidos el 24 de abril como, por ejemplo, los dos miembros del parlamento, el diputado por Constantinopla Krikor Zohrab y el de Erzerum Vartkes Seringulian, llegaron a los desiertos sirios, a Urfa y después a Alepo. De ellos nos habla Roessler, el cónsul alemán en Alepo, en una carta dirigida al embajador alemán Wangerheim: Zohrab y Vartkes efendi se encuentran en Alepo y forman parte de un convoy con destino a Diyarbakir. Para ellos esto significa la muerte segura: Zohrab padece del corazón y la mujer de Vartkes acaba de dar a luz. De los crímenes cometidos durante la infancia de mis abuelos he sabido muchas cosas, no tanto por testimonios de los supervivientes cuanto, y muy en especial, por las baladronadas de los asesinos. Qué diferencia entre la humildad de los que mueren y la soberbia de los que matan… Así, nos enteramos de que los despanzurraron a bayonetazos, que los sesos de Vartkes volaron por los aires a causa de los disparos y que a Zohrab le machacaron la cabeza con piedras. Los cuerpos fueron despedazados y abandonados. Si alguien se hubiese tomado la molestia de enterrar a los numerosos muertos de aquellos días, no habría podido reconocerlos por los restos de sus cuerpos destrozados.

Pero el mundo sigue adelante. El lugar donde Daniel Varujan fue asesinado se llama Tuna. Antes de que lo sacaran de entre los demás, el poeta dijo: «Cuidad de mi hijo que acaba de nacer. Que le pongan Varujan cuando lo bauticen».

—Lo vengaremos tanto a él como a los demás —sentenció Armen Garo mirando a los ojos a Şavarş Misakian—. Precisamente por eso no toquéis a sus mujeres e hijos. Nosotros no somos ladrones de muertos ni asesinos de mujeres.

Estaban sentados en el primer círculo.

—Armen tiene razón —afirmó Şavarş Misakian—. Tomad ejemplo del general Dro.

En aquel tiempo, Dro no era aún general. Solo tenía veintiún años en febrero de 1905 cuando en Bakú se desató una matanza que duró tres días. Varios miles de armenios fueron asesinados por las bandas tártaras. Y el príncipe Nakaşidze, gobernador del zar, pese a las advertencias y luego a los gritos de desesperación de la población armenia, no hizo nada para protegerla, es más, suministró armas a los atacantes. El Comité Central de la Federación Revolucionaria Armenia le comunicó entonces al gobernador general Nakaşidze que el partido lo había condenado a muerte. El joven Drastamat Kanayan, al que conocimos como general Dro, fue el encargado de ejecutar la sentencia.

El día fijado, Dro esperó el cortejo del gobernador en una calle estrecha donde la guardia de jinetes cosacos no podría rodear la calesa principesca. La bomba iba metida dentro de un saquito y cubierta con racimos de uva. Pero al ver que el príncipe iba acompañado de su esposa Dro vaciló y, finalmente, renunció y se limitó a verlos pasar. Aguardó a la caída de la noche. Al regreso, en la calesa se hallaba únicamente el príncipe. Cuando el convoy llegó frente a él, Dro arrojó el morral contra la calesa y emprendió la fuga. La explosión fue terrible. Junto a Nakaşidze murieron despedazados muchos jinetes de su guardia. Aprovechando el pánico, Dro consiguió escapar y varios camaradas, aquella noche, lo ayudaron a cruzar la frontera turca. Allí permaneció nueve años, hasta que estalló la guerra.

—Pero entonces Dro no podía imaginarse lo que iba a pasar —alegó Arşavir Şiraghian.

Nadie habría podido imaginárselo. Los líderes armenios ayudaron a los Jóvenes Turcos a llegar al poder por considerar que pondrían fin a las atrocidades del sanguinario sultán Abdul Hamid. Vartkes efendi, el futuro diputado de Erzerum, escondió en su casa, durante la contrarrevolución, a Halil Bey, el mismo que más tarde ordenará su asesinato. Y, amarga ironía del destino, si Dro juzgó que una mujer no tenía que pagar por los yerros de su marido, treinta años después, en Omsk, Stalin mandó matar a la mujer de Dro, junto a uno de sus hijos, y pagó por los actos de su marido.

—En Trebisonda —dijo Misak Torlakian—, a varios centenares de mujeres con sus hijos y ancianos que no podían andar las obligaron a subir a almadías y las llevaron mar adentro. Las mujeres se alegraron, en medio de toda aquella desgracia, cuando les dijeron que harían parte del viaje por mar, lo que les ahorraba penalidades de más. Pero al día siguiente, las almadías volvieron vacías a la orilla. Habían tirado al agua a las mujeres, que se ahogaron. Lo mismo pasó en Unieh, Ordu, Trípoli, Kerasonda y Rize. De mi pueblo, Ghiuşana, ninguna mujer llegó con los convoyes a Meskene, Rakka, Ras-ul-Ain ni Deir-ez-Zor, lo que significa que todas murieron por el camino, de hambre, a tiros o pasadas a cuchillo.

—En el valiato de Kharput —dijo Solomon Tehlirian—, en junio, mataron a los notables y luego se llevaron a los hombres de las ciudades y pueblos.  Los convoyes los componían solamente mujeres, niños y viejos. En Arabkir, embarcaron a las mujeres en almadías y luego las tiraron al agua. A los niños armenios del orfanato alemán los ahogaron en un lago cercano. Las mujeres de Mesne, en ruta hacia Urfa, fueron asesinadas en el camino y sus cadáveres arrojados al río. En la ruta entre Sivas y Kharput, los cuerpos de las mujeres mutiladas y asesinadas en la orilla oriental del Éufrates yacieron durante meses y meses al borde de los caminos y en barrancos. Eran demasiados para enterrarlos. Todavía a mediados de 1916 se veían los esqueletos. De las casi doscientas mil almas que integraban los convoyes, tan solo un tercio llegaron a Ras-ul-Ain y Deir-ez-Zor.

—Las primeras mujeres que llegaron a Meskene, Rakka y Deir-ez-Zor — dijo Aram Yerkanian— fueron los cadáveres que flotaban en el Éufrates. Durante todo el mes de julio del año 1915, el Éufrates estaba rebosante de cadáveres hinchados por el agua y un revoltijo de cabezas, brazos y piernas. Las aguas del río eran rojizas, se diría que entonces había nacido la muerte.

El círculo de los que deponían testimonio se amplió.

—La presencia de cadáveres en el Éufrates es continua —manifestó Roessler, el cónsul alemán en Alepo—. Los cuerpos están atados todos igual, de dos en dos y espalda contra espalda. Eso demuestra que no se trata de asesinatos aislados, sino de un plan general de exterminio concebido por las autoridades. Los cadáveres corren río abajo, cada vez más numerosos. Sobre todo, mujeres y niños.

—Más de seiscentos armenios —dijo Holstein, el cónsul alemán en Mosul—, en especial mujeres y niños expulsados de Diyarbakir, fueron asesinados cuando los transportaban por el río Tigris. Las almadías llegaron vacías ayer a Mosul. Desde hace varios días, flotan en el río cadáveres y restos humanos. Otros convoyes están en ruta y probablemente esté esperándoles idéntica suerte.

—Por Alepo —dijo el ex cónsul de Francia— desde que empezó el mes de mayo, están pasando convoyes de millares de personas. Tras una estancia de dos o tres días en lugares especialmente acondicionados para ellos, estos infelices, en su mayor parte mujeres y niños, reciben órdenes de dirigirse a Idlib, Mâna, Rakka, Deir-ez-Zor y Ras-ul-Ain, a los desiertos de Mesopotamia, lugares destinados, como es convicción general, a servirles de tumba.

—Miles de viudas armenias del valiato de Van —dijo Jackson, cónsul norteamericano en Alepo— sin la compañía de ningún hombre adulto, se están acercando a Alepo en un estado miserable y medio desnudas. Estos, como los otros diez o veinte grupos que ya han pasado, son convoyes que integran entre quinientas y tres mil personas y llevan a remolque niños que se hallan en un estado de miseria indescriptible.

Y de nuevo Roessler:

—En cuanto a los armenios de Kharput, me han informado de que, en una aldea situada al sur de la ciudad, separaron a los hombres de las mujeres. A los hombres los exterminaron y los dejaron a ambas orillas del camino por donde se obligó a las mujeres a pasar.

—Podría pensarse —dijo Aram Andonian, el que había recogido los testimonios de los supervivientes— que los centenares de niños del orfanato de Deir-ez-Zor no existieron nunca.

Al final del recorrido, alcanzado su destino, las autoridades creyeron haber encontrado la solución: cómo matar sin dejar atrás los cuerpos de los muertos. No porque eso los hubiese hecho sentirse culpables en alguna medida, sino porque los centenares de miles de cuerpos despedazados y con la piel negra pegada a los huesos que flotaban en el agua o yacían en el fondo de los barrancos, aparte de que ese espectáculo resultaba deprimente y preparaba para la muerte a los convoyes que iban detrás, obstaculizaban la circulación por los caminos y vías férreas, daban un tono amarillo al aire que se volvía más espeso por los miasmas de la muerte, provocaban las protestas de los árabes que no podían utilizar las aguas de los ríos para beber y eran portadores de epidemias. Para orillar todos esos inconvenientes, el asesinato de los niños de Deir-ez-Zor había de ser el crimen perfecto.

Los huérfanos, procedentes de Mekesne y de las otras localidades donde se habían instalado campos de refugiados, fueron conducidos a través del desierto hasta Deir-ez-Zor. Imagínense un convoy con centenares de niños desfigurados, cubiertos de harapos y trastabillando descalzos bajo la canícula y el frío del desierto. Con las espaldas llenas de llagas sanguinolentas donde bullían gusanos y aguijoneados por jinetes que los golpeaban con el látigo o el bastón. Los muertos o agonizantes eran arrojados a carros que acompañaban al convoy. El lugar al que consiguieron llegar se llamaba Abuhahar. Tan solo trescientos niños podían tenerse todavía en pie; al resto, más numeroso, los llevaban en carros. En las laderas de las montañas que bordeaban el desierto, los soldados detuvieron el convoy y los carros fueron descargados a cielo abierto. Los soldados rodearon el lugar y esperaron la caída de la tarde. También al atardecer llegaron las aves del desierto. Atraídas por el olor de la sangre, luego unos por el vuelo de otros y más tarde por la algazara de los graznidos y el chasquido de la carne al arrancarla de los huesos, los buitres y los cuervos del desierto se abalanzaron sobre los cuerpos que, aun estado vivos, ya no tenían fuerzas para defenderse. Las aves apuntaban sobre todo a los ojos, las mejillas y los labios, tanto más tentadores porque los cuerpos se habían empequeñecido. Durante dos días, las aves se abalanzaron en bandadas sobre aquel campo descarnado de la vertiente de las montañas y se dejó a los niños presa de los picos y garras negros y acerados. La historia la contaron horrorizados los árabes nómadas. Y el que mandaba a los soldados, el cabo Rahmeddin, fue ascendido y llegó, con inusitada rapidez, a jefe de la gendarmería de Rakka.

Los demás huérfanos, que yacían enfermos y hambrientos en el orfanato de Deir-ez-Zor, fueron cargados en carros un día helado de diciembre. A los moribundos los tiraron al Éufrates; el río, revuelto como estaba en aquella época del año, se tragó rápidamente los cuerpos enflaquecidos. Tras una caminata de doce horas por el desierto, sin ningún tipo de comida ni de agua, el jefe del convoy, del que sabemos que se llamaba Abdullah, pero al que le gustaba que lo llamasen Abdullah Bajá, encontró tres medios diferentes para exterminar a los niños. Pero, como notaba cierta vacilación en la mirada de los soldados, agarró a un niño de dos años y se lo mostró a los demás diciendo: «Incluso al crío este y a todos los que encontréis de esta edad hay que matarlos sin piedad. Llegará un día en que se levantará, buscará a los que mataron a sus padres y querrá vengarse. ¡Este es el hijo de perra que un día nos buscará para matarnos!». Y tras darle varias vueltas en el aire lo golpeó con furia contra las piedras y lo aplastó antes de que tuviera tiempo de exhalar un gemido.

Colocaron parte de los carros uno junto a otro y amontonaron en ellos a cuantos niños cupieron y, en medio, pusieron un carro lleno de explosivos que, tras hacerlo explotar, los desintegró pues los redujo sencillamente a hollín. A los que no estaban en condiciones de andar, los tendieron en tierra, esparcieron sobre ellos yerba seca empapada de gasolina y los quemaron. Y al resto, a los que no habían cabido en los carros, los empujaron hasta cuevas, taparon la entrada con maderas y yerba y les prendieron fuego. Los niños murieron asfixiados y sus cuerpos se quedaron amoratados y carbonizados al fondo de las grutas.

Pero ni el crimen más consumado resulta perfecto del todo. Una niña llamada Ana se refugió en un recoveco de una cueva donde, gracias a una grieta de la montaña, penetró una pequeña corriente de aire. De esta forma, sobrevivió y, cuando el fuego se extinguió tras un día y una noche, salió. Estuvo vagando varias semanas hasta llegar a Urfa; allí encontró a algunos refugiados armenios y les contó la matanza de los inocentes.

Y desde el tercer círculo se oye la voz de Djeman Bajá, el ministro de Marina, alarmado por el gran número de cadáveres que flotaban en el Éufrates. Y más indignado porque el itinerario de los convoyes podía perturbar la circulación ferroviaria. Entonces cayeron en la cuenta las autoridades turcas de que, por perfecto que hubiese sido el plan de exterminio de los armenios, adolecía, no obstante, de un defecto: que atrás quedaban los cuerpos de los asesinados. Deficiencia que Reşid Bajá, el prefecto de Diyarbakir, procuró remediar en la medida de lo posible:

—El Éufrates poco tiene que ver con nuestro valiato. Los cadáveres que flotan en el río provienen, seguramente, de los valiatos de Erzerum y Kharput. A los que mueren aquí se les arroja al fondo de las cuevas o, lo más habitual, se les rocía con gasolina y se les quema. No suele haber bastante sitio para  enterrarlos.

Volvamos al primer círculo.

—Vosotros no habéis visto los lugares donde se reunían los convoyes — dijo Hraci Papazian— o, más exactamente, lo que había quedado de ellos. En Deir-ez-Zor. Miles de tiendas de campaña hechas de harapos. Mujeres y niños desnudos, tan debilitados por el hambre que el estómago ya no aceptaba comida. Los enterradores arrojaban a los carros a muertos y moribundos, todos revueltos, para no perder tiempo. Por la noche, a causa del frío, los que estaban todavía vivos se ponían a los muertos encima para calentarse. A las madres, lo mejor que les podía suceder era que surgiese algún beduino y se llevase a su hijo o hija para librarlo de aquella gigantesca fosa. La disentería volvía el aire irrespirable. Los perros hurgaban con el hocico en la barriga abierta de los muertos. Solo en octubre de 1915, por Ras-ul-Ain pasaron más de cuarenta mil mujeres, custodiadas por los soldados, sin llevar consigo ningún hombre con fuerzas. La cruzada de las mujeres martirizadas. A lo largo de las vías del tren, todo el camino estaba salpicado con los cadáveres descuartizados de las mujeres violadas.

—Del millón ochocientos cincuenta mil armenios que vivían en el Imperio Otomano —dijo el pastor evangélico Johannes Lepsius—, aproximadamente un millón cuatrocientos mil fueron deportados. De los restantes cuatrocientos cincuenta mil, más o menos doscientos mil se libraron de la deportación, en especial los de Constantinopla, Esmirna y Alepo. El avance de las tropas rusas salvó la vida de los otros doscientos cincuenta mil que se refugiaron en la Armenia rusa, parte de los cuales murió allí de tifus o de hambre. Los demás conservaron la vida, pero perdieron para siempre su tierra natal. Del casi millón y medio de armenios deportados, solo el diez por ciento llegaron a Deir-ez-Zor, punto final de los convoyes. En agosto de 1916, fueron enviados a Mosul, pero morirían en el desierto, engullidos por la arena o apelotonados en grutas, muertos y moribundos juntos, a las que se prendía fuego.

Callaron. Los círculos se estrecharon en torno a Armen Garo. Él miró a Şahan Natali, a Şavarş Misakian y luego a todos los demás. Tomó las fotografías y se las entregó a los que estaban sentados en el primer círculo, a cada uno según su misión.

—Pero no matéis ni a las mujeres ni a los niños —repitió.

El lugar donde vivían les parecía circunstancial a los viejos armenios de mi infancia. A algunos incluso el tiempo en que vivían les parecía circunstancial, solo que al tiempo era más difícil engañarlo. Y precisamente por eso el tiempo, cuando brota de las páginas de los álbumes de fotografías, de las viejas ropas o de los sobacos, acabó por transformarlos a ellos, uno a uno, en un azar.

Así pues, como el lugar no era más que una convención de la cual, cuando las circunstancias no eran demasiado agresivas, podía uno hacer abstracción, mis ancianos sentían fascinación por los espacios amplios. Hablaban como si pudiesen estar, al mismo tiempo, en múltiples lugares. Eso los ayudó, aparentemente, a sobrevivir cuando tal cosa parecía lo más difícil, pero también los ayudó a morir cuando ya no había nada que hacer.

A este respecto, mis abuelos mantenían, no obstante, actitudes diferentes. El abuelo Setrak, el padre de mi madre, daba la impresión de no aburrirse nunca. A su hermano mayor Harutiun lo habían degollado delante de él y eso le dio ocasión para salir con vida. Como otro había muerto por él, consideraba que, en cierto modo, la vida que vivía no era suya o solo a medias, una especie de vida prestada. Como otro había muerto para que él viviese, restituía esa deuda viviendo, a su vez, para otros. Vivía para sus hijas, Elisabeta, mi madre, y Maro, a la que puso el nombre de su hermana, enterrada en la tumba sin tierra de las aguas del Éufrates. Vivía para hacer regalos a los niños pobres, para dar una dote, antes de la boda, a los dependientes de la tienda, para vestir al desnudo y dar de comer al hambriento. Les dio de comer a los prisioneros armenios del ejército soviético destinados al trabajo obligatorio en tiempos del gobierno de Antonescu. Se llevó más de una bofetada en tiempos del gobierno legionario so pretexto de ser judío y tan solo la cruz que llevaba el cuello lo salvó de percances mayores. Se llevó más de una bofetada tras la toma del poder por los comunistas, so pretexto de ser legionario y en esa ocasión la cruz que llevaba al pecho no le fue de ninguna utilidad, sino al contrario. Pero, como dice el Eclesiastés, el pan colocado en el agua vuelve y uno de los prisioneros armenios a los que había socorrido reapareció como oficial del Ejército Rojo, de manera que los moratones de las mejillas abofeteadas y la confiscación de las tiendas fueron las únicas cosas malas que le acaecieron, pues los comunistas le dejaron, pese a todo, una de las casas y le mostraron su benevolencia por no mandarlo a la cárcel como a un explotador que era. El que no pudiera demostrarse a quién había explotado es harina de otro costal, pero los comunistas no se complicaban la vida hilando tan fino. Para ellos bastaba que la abuela llevase pieles, que tuvieran piano en casa, que fueran a veranear al balneario de Olăneşti y, por si faltaba poco, que el abuelo organizara los domingos en la terraza de Paşa parrandas con músicos zíngaros. Convertido en vigilante nocturno en el liceo HERMANOS BUZEŞTI de Craiova, mi abuelo Setrak tuvo tiempo suficiente para meditar, en sus noches de vigilia, sobre todo aquello. Como cuando le hicieron saber en 1942 que lo internarían con toda su familia, por orden del mariscal Antonescu, en el campo de Târgu Jiu, junto a otros apátridas nansenianos. La orden fue revocada y la abuela sacó del cofre la ropa de abrigo y las medias de lana suyas y las de sus dos hijas, pero guardó en una maleta de madera las ropas del abuelo Setrak quien, después de haber estado en un tris de ser internado en el campo, ahora iba a ser movilizado. Se despidió de la familia y se marchó a Bucarest en la primavera del año 1944, donde su carrera como soldado del ejército rumano, junto a otros reclutas de la compañía de nansenianos, duró exactamente tres días. Cómo cupieron sus modales de comerciante dentro de las botas cuarteleras y en los corchetes apretados en el cuello, la historia no nos lo cuenta. La compañía hizo instrucción dos días y al tercero, en su cuartel cercano a la Estación del Norte, realizó su primer ejercicio en vivo contemplando desde enfrente el bombardeo de la estación. Con el cuartel en pleno desbarajuste, con reclutas tan intrépidos y torpes, más dispuestos a hacer negocios con los pertrechos militares que a usarlos en la guerra, la compañía apátrido-rumana compuesta de reclutas armenios se disolvió por sí sola y los armenios, al ver que nadie los llamaba a formar, se dispersaron.

De manera que como el abuelo Setrak pasó en muy pocos años por estadios tan diversos como fueron, por orden, rico, pobre, vapuleado, tomado por judío, internado en campo de concentración, movilizado y desmovilizado, otra vez vapuleado, burguesado y desburguesado, tuvo toda la razón para considerar que este mundo era incomprensible. Y quien creyera que el mundo era otra cosa, en opinión de mi abuelo, no entendía nada. Y para demostrar lo absurdo que era el mundo, dio el testimonio decisivo que estuvo a su alcance, a saber, el ejemplo de su propia muerte. Primero, se dejó atropellar por un coche cuando iba por la Plaza Vieja, frente a la fuente Purcicarului y luego se cayó de cabeza desde el tejado de su casa de la calle Baraţi, nº 4, cuando trataba de reparar los aleros. Solamente lo consiguió a la tercera, cuando murió de frío en el invierno del año 1985, porque los comunistas ahorraban gas, razón por la cual lo cortaban durante días seguidos y, para que el ahorro fuera mayor, precisamente cuando el frío era más intenso.

Como nada parecía más absurdo para un hombre que había pasado, como el hilo por el forro, tantas veces frente a la muerte, que morir porque el estado comunista ahorraba gas, el abuelo Setrak se apagó con una expresión de serenidad pintada en el rostro. Lo enterraron en el cementerio católico de Craiova, no porque él lo hubiese sido, sino para que las cosas siguieran siendo incomprensibles.

En cambio, el abuelo Garabet consideraba que todas las cosas del mundo tenían un sentido. A diferencia del abuelo Setrak, que había pasado en orfanatos y aprendiendo oficios los años que suelen destinarse a la escuela, el abuelo Garabet había cursado estudios en el liceo agrícola de Constantinopla, lo que en aquel comienzo de siglo significaba bastante. Sabía muchas cosas, era ingenioso y estudioso y por nada del mundo, para desesperación de la abuela Arşaluis, habría cambiado la ciencia por el comercio. Consecuentemente, como comerciante, mientras el abuelo Setrak reunía sus buenos dineros del café, olivas, cacao y pasas, Garabet siempre estaba en quiebra. O lo habría estado si su cuñado Sahag Şeitanian lo hubiese dejado obrar a su antojo. Pero estar siempre en quiebra no era su única ocupación. El abuelo Garabet era cantor en la iglesia, violinista, músico, motorista, calígrafo, fotógrafo, pintor, profesor de música y de armenio, retratista, lăutar de circunstancias y cosía encajes, es decir, que practicaba todos los oficios que no dejan una gorda. En definitiva, que mi estirpe, en sus cuentas con el mundo, estaba en paz: el abuelo Setrak juntaba y el abuelo Garabet malgastaba. El comunismo allanó las cosas: el abuelo Setrak ya no tuvo qué juntar y el abuelo Garabet no tuvo qué malgastar.

Pero como para el abuelo Garabet las cosas mundanas que podían contarse en dinero eran insignificantes, su vida no cambió gran cosa con la llegada de los comunistas. En realidad, respecto a lo que hacían antes, la vida de los armenios de Focşani no cambió demasiado. El que era relojero siguió siéndolo. El que era zapatero siguió siéndolo. El que había sido tendero de coloniales siguió vendiendo coloniales. El campanero siguió siendo campanero y el médico siguió siendo médico. Y ni que decir tiene que el pope no se quitó la sotana en la iglesia. Pero si las profesiones siguieron siendo las mismas, ellos, los profesionales, sí sufrieron. Y es que los artilugios que reparaban los relojeros pasaron de ser suizos a rusos; el lugar de los botines de charol y los zapatitos de tacón y lengüeta lo ocuparon los borceguíes que se arreglaban constantemente hasta que la suela era más gruesa que la pala. Las confiterías se mantuvieron, pero los productos selectos desaparecieron de los anaqueles, los lokum, la halva de tahin, los leblebi, las cajas de cacao Van Houten, los sacos de café, las frutas tropicales confitadas o las almendras de chocolate. En cambio, aparecieron masas impregnadas de grasa, barquillos rasposos y bizcochos resecos de los que la crema se desmenuzaba y se desprendía. Solo los trozos de azúcar cande, cuando les daba una chispa de luz, conservaban un pequeño y tenaz brillo del resplandor de antaño. Der Dagead Aslanian se remangó la sotana y escondió con la ayuda de Arşag el campanero los libros antiguos y tesoros de la iglesia en las viejas criptas. Unos años después los sacaron con sumo cuidado, uno a uno, y finalmente el tesoro más preciado, el pájaro de plata de cuyo pico goteaba en el agua del día 6 de enero[1]el santo óleo, resto del que bendijo en el año 301 el propio San Gregorio el Iluminador y que se renovaba cada siete años. La campana estuvo algo más callada y taciturna. Arşag subía al campanario no tanto para tirar de la cuerda, como para hablar con la campana, que le respondía con silencios de distinta intensidad, como un órgano por cuyos tubos uno no toca, sino que respira. Luego, para mirar por el ventanuco que daba al sur, tan angosto que se podría sacar por él una escopeta, pero lo bastante alto para ver hasta el confín de la ciudad por si llegaban los americanos. Por el ventanuco del sur no se vislumbraba a los americanos, en cambio, por el que daba al norte se veía venir a los rusos por el camino de Tecuci. Y durante más de diez ańos, tiempo en que el ventanuco del sur permaneció callado, siempre desde el del norte, ahora acompańado por otros miembros del consejo parroquial, a quienes permitía mirar de uno en uno, Arşag observó la partida de las tropas rusas por el mismo camino de Tecuci. Pero ya era demasiado tarde, las banderas rojas habían echado raíces y sus escudos con la hoz y el martillo se habían cosido en el estuco, de modo que no se pudieran arrancar de los frontispicios si no era arrancando el muro mismo. Como bien dijo Sahag Şeitanian, que era el que se pasaba más tiempo con los ojos pegados al ventanuco, «para podernos liberar, sería menester no que ellos se fueran y nos quedásemos nosotros, sino que nos fuésemos nosotros y se quedaran ellos». Era una mañana neblinosa que seguía a una noche lluviosa, los soldados rusos desaparecieron rápidamente, la tierra les embarraba las botas, conque no dejaron polvareda tras ellos.

También los médicos siguieron siendo médicos pero, como sucede en todas las guerras, después de haber enterrado, todos revueltos, a hombres hambrientos, a otros ensangrentados por heridas, a otros a los que les crujían los dientes por el tifus y que lloraban por quienes los habían precedido, ahora ya no daban abasto con los partos. Niños que en un mundo al revés, donde el sol se ponía en levante, nacían ya viejos.

Así pues, mi abuelo Garabet Vosganian se mantenía equidistante de todo lo que acontecía. Quería entender el mundo y entonces lo consideraba repetible, dejaba que los modelos vivieran en lugar de él. Su modelo de sufrimiento era el monje Komitas con el cual, cuando se acercaba a la vejez, cobraba un parecido cada vez mayor, tanto era así que cuando vi por primera vez la máscara mortuoria de Komitas, que conservan los monjes mekhitaristas de la isla veneciana de San Lázaro, me estremecí ante el insólito parecido. Para mi abuelo, el padre Komitas quizá no fuera el prototipo del sufrimiento, pero sí el de la locura.

A menudo se sentaba, se quedaba inmóvil y musitaba algo solo para sí. Nosotros no sabíamos lo que decía, la abuela no nos dejaba acercarnos. Esas páginas se han quedado en blanco en El libro de los susurros. Otras veces se encerraba en su habitación y cantaba. Tenía una voz de barítono que subía rápidamente al agudo del tenor, igual que la voz de Komitas que asombró a Vincent d’Indy, a Camille Saint-Säens y a Claude Debussy. Cantaba acompañándose del violín, forzando con el arco varias cuerdas a la vez para que se oyese como un cuarteto.

Komitas fue detenido también el día 24 de abril de 1915, como sus amigos poetas Daniel Varujan, Ruben Sevag y Siamanto. Vestía su túnica de archimandrita, menos la capucha que simbolizaba, por su forma puntiaguda, el monte Ararat y que llevan, desde el catolicós[2] a los monjes, los representantes de la iglesia armenia. La capucha y la capa se las dio a algunos de los desvalidos que iban en el convoy. A ellos los llevaron en coche hasta casi Ceanguri. Komitas se mezclaba con la muchedumbre para tratar de aliviar, en la medida de lo posible, el sufrimiento y los exhortaba a conservar la confianza en Dios. Por la noche se quedaba solo y murmuraba. Al principio, sus compañeros de viaje creyeron que rezaba, pero no, le hablaba a alguien y si ese alguien era Dios, entonces las palabras, inusuales para un monje, parecían de reproche, una especie de salmos al revés. Y un día, vio a una mujer a punto de dar a luz pero, antes de que llegase junto a ella, un soldado rajó con el sable la barriga hinchada y palpitante de la mujer. Desde aquel momento, Komitas, como Andrei Rubliov cinco siglos atrás ante las crueldades de los tártaros, se quedó mudo. Solo volvió a hablar en una única ocasión; al principio, los otros creyeron que era una broma, pero luego comprendieron que al padre Komitas se le habían aflojado los tornillos de la mente. Detuvo su camino y les dijo a sus compañeros de convoy: «¡No os apresuréis! ¡Dejad que los soldados nos adelanten!». Luego, cuando iban a llevarse a Daniel Varujan para matarlo, Komitas habló por última vez. En realidad, no habló sino que cantó. Primero los salmos ¡Perdóname, Señor!, pero con voz áspera, como esperando que Dios nos pidiera perdón a nosotros, luego Grunk, La grulla. Y cuando acabó, rompió a reír. Las carcajadas se oyeron durante toda la noche, estridentes y nerviosas, como un tejido podrido que uno rompe y rompe de tanto doblarlo. Muchos de ellos, empezando por el propio Daniel Varujan y por Siamanto, fueron asesinados entonces. Al archimandrita Komitas, Oguz bey, como no sabía lo que hacer con él, acabó por mandarlo de vuelta a Constantinopla. Lo suyo era matar hombres a los que se les doblaban las piernas y caían o que intentaban huir, mataba hombres que rezaban, suplicaban, lloraban o maldecían, pero no sabía lo que hacer con uno que se reía.

Y Komitas reía sin parar, era una risa como jamás se había visto, que tomaba para sí las lágrimas de los que sufrían, pero que desafiaba a los asesinos: aquella risa demostraba que en Komitas no quedaba ya nada que matar.

Nunca se recuperó. Sus amigos lo enviaron a París, a un sanatorio. Murió veinte años después y la risa y el llanto se reconciliaron en su semblante mortuorio. Su rostro estaba tranquilo, como lo estuvo el de mi abuelo, como si la muerte solo hubiese sido un alto en el camino, como si uno se apoyase en el brocal de un pozo fresco y mirase dentro.

El abuelo Garabet cantaba La grulla, la canción que hablaba del terruño, después no se echaba a reír sino que callaba. Sé lo que hacía porque las huellas se quedaban en el lienzo, la carcajada de mi abuelo era de colores, los trazaba a tontas y a locas, creía yo, en el lienzo con el pincel o, cuando no podía poner fin a las carcajadas, apretaba directamente el tubo de pintura sobre la tela. Predominaban el negro y el naranja, que el abuelo examinaba atentamente, era su manera de tratar de entenderse a sí mismo. En su esfuerzo por entender el mundo, el abuelo tenía para cada cosa sus normas metodológicas. Por ejemplo, él se descodificaba a través de los colores. Todo hombre tiene su carga energética. La energía significa antes que nada luz. La luz es una combinación de colores; podemos percibir, por el espectro de colores, la distancia de dónde viene, de qué cuerpo emana y en qué momento del día estamos. Lo mismo sucede con el hombre, si lo colocamos ante una pirámide de cristal y lo miramos tendremos el espectro. Heme aquí, decía el abuelo, mirando de cerca la hoja surcada de colores retorcidos, incluso la toco, para ver no solo el color y gracia de las líneas, sino también la lisura o aspereza de la pincelada.

Por otro lado, esos eran unos de sus pocos momentos en que se implicaba. Por lo demás, miraba las cosas de forma paciente y meticulosa. Incluso cuando comía, para entender la índole de la comida, masticaba cada bocado treinta y tres veces, necesario, según él, para entender, por una parte, el sabor y sentido de cada alimento y, por otra, para triturar lo suficiente la comida y proteger el estómago. A decir verdad, ese punto equidistante de todo equidistaba también de él mismo. Contemplarse a sí mismo con la misma curiosidad y distanciamiento con que uno inspecciona los árboles del parque o la cronología de una guerra, desde un lugar donde todas las cosas pueden contemplarse desde fuera, es también una especie de locura. Solo que, como bien se ve, el abuelo tenía su modelo de sufrimiento en el padre Komitas, pero no para imitarlo, sino para reflejarse en él. Mientras la del padre Komitas era una locura interior, la del abuelo Garabet venía de afuera, trascendía de las cosas.

Por eso mi abuelo, que consideraba que el mundo solo existía para ser comprendido, decía que cuando uno se aprende a sí mismo de memoria, cuando se vuelve tan previsible que se puede recitar de carrerilla, como un poema, con principio y fin e incluso con rima, entonces había llegado la hora de morir.

Si en su paso por este mundo el abuelo Garabet Vosganian entendía y el abuelo Setrak Melichian no, mi padrino de bautismo Sahag Şeitanian padecía. Y si para el abuelo Garabet lo primero que era menester entender, es decir entenderse a sí mismo, procedía del encuentro con la mezcla de colores entrecruzados y para mi abuelo Setrak la incomprensión de sí mismo procedía del encuentro con las bofetadas que había recibido en abundancia, para Sahag Şeitanian el padecimiento procedía del encuentro con Yusuf.

 

 

 

Libro de los Susurros, cap. Siete. Varujan Vosganian.

Traducción de Joaquín Garrigós Bueno

Ed. Pre-textos, Valencia. 2010.



[1]  El día 6 de enero, la iglesia ortodoxa conmemora el bautismo de Jesús en el Jordán. N. del. t.

[2] Primado de la iglesia ortodoxa armenia. N. del t.

 

 


 

 

Varujan Vosganian, poeta, novelista, economista y político rumano de ascendencia armenia, nació en Craiova en 1958. Presidente de la Unión Armenia de Rumanía y de la Unión de Escritores de Rumanía. Licenciado en Comercio por la Academia de Estudios Económicos y la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Bucarest. Doctorado en Economía.

 Entre otras distinciones, es Premio Internacional de Poesía “Nichita Stanescu”, Doctor Honoris causa de la Universidad “Goldis Vasile”, de Arad, y Doctor Honoris causa de la Universidad Leibniz de Milán.

En lengua rumana ha publicado obras como:

Șamanul Albastru (București, Ed. Ararat, 1994 – poesía); Statuia Comandorului (București, Ed. Ararat,1994 - proză, Premio Asociación de Escritores de Bucarest), Ochiul alb al reginei București, (Ed. Cartea Românească, Chicago, 2002 – poesía),  Iisus cu o mie de brațe (Cluj-Napoca, Ed. Dacia, 2004 – poesía), y Cartea șoaptelor (Editura Polirom, Iași, 2009). Esta novela está traducida al español por Joaquín Garrigós Bueno.

Además de su obra literaria, en prosa y verso, ha publicado libros de ensayo sobre Economía y política.

Traducciones al español

El libro de los susurros (Tit. original: Cartea șoaptelor), ed. Pre-Textos, Valencia. Traductor Joaquín Garrigós, 2010.