SALVACIÓN DE LA PRIMAVERA
por José Luis Martínez Valero
Entra mayo y sale abril
tan garridico le vi venir...
El 14 de abril de 1931 se proclamó la República en España, ese mismo año, era octubre, Jorge Guillén concibió “Salvación de la Primavera”, publicado en la Revista de Occidente, CXIII, 1932. Por peregrino que pueda parecer, me gusta pensar que, el autor, quiso componer este poema como una propuesta para resolver el eterno problema de la convivencia doméstica española, la incomunicación endémica, fuertemente arraigada, desde que se rechazara el modelo fronterizo, la alegría de vivir, a instancias del Arcipreste de Hita con su Libro de Buen Amor. Aunque los motivos permanezcan inescrutables, a modo de justificación para mantener esta primera hipótesis, me permito este anacronismo, testimonio aparecido en una carta que, desde Montreal, dirige a su amigo Pedro Salinas, el 1 de marzo de 1940, donde se dice:
Lo único para mí deseable, la solución no criminal sería salir del fascismo evitando la revolución. Es decir, lo mediocre, lo mezquino, lo antitrágico. Y, sin embargo, ¡qué maravilla sería; vivir, convivir en España –sin matarse! Reconozco que el programa -tan modesto- huele a utopía. De ahí, mi descorazonamiento profundo –y no verbal. En política española, lo no criminal es utópico, hoy por hoy.
Joaquín Romero Murube, Jorge Guillén, Federico García Lorca, José Antonio Rubio Sacristán y Pepín Bello, en los años 30. Fuente: Diario de Sevilla
A propósito de Salinas, quizá Jorge Guillén se sintió animado por la aparición de Fábula y Signo, también en la primavera del 31, un libro alegre, vanguardista, que comienza con el poema “La orilla”, estos son sus primeros versos: Basta, no hay que pedir más, / luz, amor, treinta de abril. Y por supuesto, poco después, la sin duda relación con Guillén en La voz a ti debida, 1933. Actitud común: Todo quiere ser cuerpo. Que encontramos en “Salvación por el cuerpo”, perteneciente a Razón de amor, 1936, el mismo año que aparece Cántico segundo, publicados ambos por Cruz y Raya.
Pudiera haber ocurrido que Jorge Guillén sólo quisiera escribir un poema de amor en el que figurasen dos cuerpos desnudos y demostrar que la carne dice más, como esos rotundos cuerpos paganos, que vemos en el neoclasicismo de la época. Así mismo, podría haber sido otra versión surrealista de la que se hubiesen eliminado la provocación y la pornografía.
En cualquier caso, no son más que tentativas para hurgar en el presente pasado que es el texto, porque un poema es esa suspensión del río, que pretende asomarnos al fondo, mientras el agua siempre sigue su curso. Claro que, tanto pudieran haber sido esas posibilidades, como otras que, por pereza o incapacidad, no acierto a definir.
Ahora, cuando voy a iniciar la lectura, desde mi ventana, veo en el jardín, al otro lado del río, tres chicas extranjeras, tumbadas sobre la hierba como tres bacantes espléndidas que toman el sol, ¿será una anticipación de esa sensualidad, de la gracia carnal, que el poema promete?, puede que esta sea la única verdad, de ahí que lo mejor será comenzar y ver qué cosas nos tiene reservadas.
El texto se ofrece como el proceso de una experiencia amorosa, asistimos a la presentación, valoración, reflexión, entusiasmo que el poeta manifiesta a medida que avanza en su desarrollo, ofrecido como un encuentro cotidiano, que, a su vez, modificará su actitud. No se trata de dar cuenta de algo que sucede afuera, cosa del mundo, sino de hacer ver en qué medida la experiencia modifica la visión del protagonista de ese mundo.
Dado que puede ser fácilmente consultado, prescindo de estructura, nueve secciones, métrica, heptasílabos en cuartetas asonantes, y paso directamente a lo que leo.
El poema se abre con la presencia de un desnudo, adánico principio. Como un dibujo, se limita al trazo que comprende el cuerpo, ahora en contacto directo con el aire y la luz, lo que le convierte en elemento básico, que el narrador descubre como un “eres”, recuérdese la broma de Blecua, al considerar que ser, si se lee al revés, se convierte en res, y que ese ser cosa, objeto exento, es algo sustancial en su poesía: hacer visible lo invisible, elevar lo abstracto a concreto.
También podemos localizar una actitud semejante en otro poema, escrito poco después, y que se convertirá en prólogo a medida que Cántico va madurando, me refiero a “Mas allá”, cuando afirma: Soy, más: Estoy. Respiro. Acorde con ese existencialismo jubiloso que lo ha caracterizado, donde entiende que hay una escala en la que el ser es superado por el estar y, éste a su vez, por el respirar, o lo que es lo mismo, el hablar, que podremos traducir como comunicar, escribir, pasar a poema. De ahí que declare que el mundo vuelve a ser fábula, recobra el paraíso que la desnudez postula, lugar en el que la naturaleza y el hombre no han interrumpido su diálogo. Esta capacidad aparece enfatizada al ser considerada irresistible. De ahí que, lo cotidiano, forma a forma, alumbre los objetos. Recuérdese que la forma se le vuelve salvavidas, como concluirá más adelante en “Hacía el poema”, Cántico tercero.
Asistimos a la inauguración de un mundo que la luz descubre, revela, presenta como únicos, por lo que son prodigios. El hombre cuando despierta encuentra un mundo recién hecho, gracias a la luz. Sucede algo paralelo al efecto romántico, en el que, la ausencia de luz, convierte lo cotidiano en extraordinario, tal como vemos en el Estudiante de Salamanca, valga como ejemplo. Hay una aspiración al catasterismo que cierra esta presentación: Mira como esa hora / marcha por esos cielos.
La atención, sección segunda, la del sujeto de este a modo de monólogo, es ampliada por la experiencia, de ahí que empiece a comprender, que abandone la abstracción, plano conceptual y, por fin, comience a ver. En esta nueva realidad, la carne impone sus límites, conviene advertir que limitar, no es reducir, sino disponer, eliminar lo que no interesa a nuestra atención. La atmósfera, todo lo presente, es convocada para un único fin: acotar la realidad para que se convierta en objeto de conocimiento. De ahí que encuentre el paisaje, visión superior de la realidad, resultado de un querer ver, acorde con esa voluntad que describe Ortega en Meditaciones del Quijote y que enunciaría Guillén diciendo: Los ojos no ven, saben. El poeta, trueca el espacio íntimo de la casa,- Ventura sin testigo; remite al mismo texto de “Beato sillón”, lugar donde celebra su particular Beatus ille-, en una lejanía, en la que el desnudo, pieza fundamental del paisaje, procura una luz que contribuye a la primavera del cuarto, luz o resplandor que resume en el epifonema final: ¡Qué cerrado equilibrio/ Dorado, qué alameda!, donde se recoge la idea de límite, ahora como cerrado, privado, no público, a través de esa sinestesia luminosa, y se confirma en alameda, lugar de recreo, espacio gozoso de los amantes.
Si se compara con Cántico espiritual, aquí lo oculto, lo secreto, ha desaparecido, diríamos que no existe la búsqueda, todo el poema consiste en la celebración de un encuentro.
En la sección tercera, la amada, exacta en su existir, comunica fervor al amante, quien, entregado ya, renuncia al yo y al tú, para convertirlo en nosotros, un nosotros que confía alcanzar el ser. La relación con lo otro, con la realidad, es absolutamente respetuosa, no hay una actuación agresiva, por el contrario, es el mundo el que nos crea, cabría decir que existimos no en él, considerando ese él como algo ajeno, sino por él, mejor coexistimos en un orden donde ha desaparecido la jerarquización antropocéntrica. De ahí que la realidad de este universo aparezca sin que vele al dios que lo origina, no existe ese dios escondido al que hay que buscar, del que todo lo que vemos no es sino huella de su paso, el dios de esta realidad se muestra en el esplendor de sí mismo. El amado encuentra a la amada, lo que dará lugar a la aparición de un mundo que se ofrece como unidad, recobra así su sentido primero. Al no diferenciar entre cuerpo y espíritu, entre natural y sobrenatural, el alma se manifiesta como volumen, como peso.
Con plena coherencia, sección cuarta, la voz se vuelve oscura, casi muda y es la carne nuestra expresión. En toda relación amorosa hay un momento en el que las palabras ya no valen, son torpes, sólo pueden referirse al pasado, ocurre entonces que, será la piel, quien descubra, quien alumbre nuevos espacios. Se trata de ese instante, de esa experiencia, en la que el tacto se convierte en revelador, quizá podríamos considerarlo como una aproximación surrealista, y por tanto abandono de la razón y de su instrumento fundamental, la palabra, sin embargo, sólo se trata de ese instante que descubre lo latente. La caricia es ahora la comunicación verdadera, no la palabra, ocurre como si Bécquer, que convirtió en susurro la relación entre los amantes, partiese ahora del beso. Claro que, en Guillén, las manos, metonimia de la creación, por tanto, del poeta, son las que vuelven y se demoran, serán ellas las que contemplen esos gestos que van descubriendo una realidad inédita. El poeta explora un nuevo territorio, cuando traslada al tacto lo que tradicionalmente se expresaba por los ojos o por palabras.
El encuentro de los amantes alcanza su culminación en la sección quinta, que ocupa el centro del poema. Si las otras tienen cinco cuartetas, ahora el poeta se sirve de quince, se triplica. El narrador parece que se detiene y comienza con unas consideraciones sobre los amantes, lo hace porque desea mantener cierta objetividad, por eso solicita que le dejen participar de esa unión que suponen Dos gracias en contraste. Las observa, se pregunta, asistimos al prólogo de ese encuentro definitivo, que acaba cuando Naturaleza salva / Su comba de armonía. la escena parece contemplada por un dios pagano que se regocijara de esta unión, cuyo clímax se alcanza entre los versos 110 al 128, comienza por amar, no amor, que supondría una abstracción. Amar, se presenta como experiencia, se repite tres veces, para en el verso siguiente pasar al ser, o lo que es lo mismo, que por el amar llegamos al ser, recuérdese su carácter de cosa, ser más. Después suceden esos arrebatos que concluirán finalmente en ¡Pasmo!, término que recoge el éxtasis real al que ha conducido el amar.
Inmediatamente afirma que nada hay de infinito en él, y por ello cesa la angustia: Perfecto es el amor:/ Se extasía en sus límites. Volvamos sobre el concepto de límite, utilizado por Guillén, semejante a cuando refiere en “Beato Sillón” que el mundo está bien hecho, y que provocó una interpretación equívoca, al ser entendido como una aceptación de la injusticia, constituyente necesario del mundo, lo que de ser sólo eso, no habría supuesto sino atenerse a lo real, pero no fue así, por el contrario, se entendió que era una manifestación de pequeño-burgués en la que se aseguraba que el mundo estaba bien tal como estaba, y que cualquier intervención que lo mejorase, quedaba lejos de su posición. Sin embargo, creo que se manipuló la expresión, dado que la fórmula aparecía partida, de modo que la primera parte: el mundo está bien, cabalgaba sobre hecho, de donde podemos deducir que se decía que el mundo con el que teníamos que lidiar estaba bien, en cuento hecho, pues no conocíamos otro y en él habíamos de vivir. En absoluto se trataba de una declaración política, circunstancial, sino que pertenecía a otra dimensión. Probablemente hubiera sido cierto que no comprendía un optimismo o una falsificación. El mundo es así, cabría decir. Para evitar posibles confusiones más adelante en el poema “Cuatro calles”, dirá: Este mundo del hombre está mal hecho, pero ya se trata de una reducción a la historia, que le ha tocado vivir.
Ahora, los amantes, recuperan su individualidad: Dos yacen, dos. Y ceden, / Se inclinan a dos sueños. Esta experiencia los ha transformado, aceptan lo que son, de ahí que: La sombra / Se serena en el rostro.
La sección sexta, supone un cambio de perspectiva, la realidad se va a contemplar desde lo alto, y lo que se ve es el planeta. Ocurre que, los amantes, parte del mundo, descubren que son el mismo mundo. La sangre que circula en nuestro interior, la corriente de la vida, se equipara a la rotación, a todo lo que hace que el mundo sea mundo que, emblemáticamente, se reduce a curva, estas cuartetas se constituyen como una hermosa hipérbole, en la que los amantes aparecen como protagonistas del cosmos. En este poema encontramos algunos guiños a la mística, aquí: A oscuras, homenaje a uno de sus poetas predilectos, pero no hay misterio, sino exactitud.
A continuación, la sección séptima, mantiene su voluntad antirromántica, nada de sueños, lo que ha ocurrido se constituye como verdad objetiva: los amantes se han amado y, su amor, ha traspasado, transformado, roto barreras, revelado secretos, descubierto algo que es, es verdad, mi verdad, que siempre puedo confirmar, si es esa mi voluntad, ¿se duda?, quizá sólo se afirma cuando se cuestiona: ¿Yo querré, yo?, esta primera opción no ofrece duda, pero agrega una segunda que ya no depende de él, porque aún no está seguro de cuál sea su fuerza, escapa a su dominio, se trata de esa nueva cosa que acaba de conocer, la carne que expresa más, todos esos componentes que se constituyen como vida: Querrá mi vida. La vida sucede como incontrolable. Sin embargo, ya sabe que toda esa irracionalidad, a la que llama impulso, desemboca en la amada, razón por la que a partir de ahora exprese el deseo de sentir el contacto, ese carpe diem gozoso, que, a su vez, no es otra cosa que anuncio de nuevos contactos, ocultos tesoros.
La elevación emblemática alcanzada, sección octava, se convierte en un bastión inexpugnable, resultado de la entrega del yo al tú, que hace de la vida el lugar de la no muerte.
Por último presenta una enumeración sustantiva de todo lo que ha supuesto el descubrimiento de lo otro, la maravilla del tú, que llamará primavera, río, ventana, día, mediodía, tranquilidad, siesta del horizonte, constelación, universal, mía, para llegar a la misma desnudez con la que ha comenzado el poema. El paraíso aún permanece en nosotros, basta descubrirlo.
José Luis Martínez Valero nació en Águilas (Murcia) en 1941, es poeta, narrador, ensayista y pintor. Catedrático emérito de Literatura. Autor del ensayo Antología del Veintisiete en Murcia (Ed. La Fea Burguesía, 2024), y de otros libros de versos o de prosa como: Poemas (1982), La puerta falsa (2002), La
espalda del fotógrafo (2003), Tres actores y un escenario (2006), Tres
monólogos (2007), Plaza de Belluga (2009), La isla (2013),
El escritor y su paisaje (2009), Libro abierto (2010), Merced 22
(2013), Daniel en Auderghem (2015), Puerto de Sombra (2017),
Sintaxis (2019) y Otoño en Babel (2022, ed. La fea burguesía,
Murcia). Ha sido guionista en los documentales: Miguel Espinosa y Jorge
Guillén en Murcia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario