Paul Celan
PAUL CELAN: LA DELICADEZA POÉTICA
Por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
Este duelo es, sin duda, el proceso mismo de creación. El artista colocó por tanto la experiencia del shock en el corazón de su trabajo.
Walter Benjamin
I
Recuerda Paul Celan, en sus años parisinos, el tiempo que vivió en Rumanía. Había nacido en Chernivtsi, por entonces ciudad rumana que había formado parte del Imperio austrohúngaro hasta la Primera Guerra Mundial y que luego sería ucraniana. Recuerda que allí en Rumanía hizo amistades con quienes compartió, a pesar de la distancia, intereses comunes y un afecto que nunca se desvanecería. Recuerda Celan ‘aquello que fue’ y que nunca logró nombrar: la shoah, el genocidio de millones de personas por la sola razón de ser judíos. Imagino a Paul Celan en las tardes grisáceas de un París que va saliendo de la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial mientras pasea por la orilla del Sena. Observa las aguas frías, verdinegras, piensa en lo que ha escrito: en lo mucho que ha traducido, en sus poemas (comenzó a escribir durante sus años rumanos, aunque esos poemas hayan quedado como una rareza puesto que los editores solo publican aquellos escritos en alemán una vez acabada la guerra), en lo que ha traducido del ruso, como por ejemplo la poesía de Ossip Mandelstam, del inglés, del francés y de algunas otras lenguas. Son recuerdos de una vida que queda ya solo en la memoria y en lo escrito. En “Copos negros” lo dice: “mensaje me trajo también a mí, una hoja de las laderas ucranianas” para rematar: “me sangró, madre, el otoño, me quemó la nieve: / busqué mi corazón para que llore, encontré el aliento, ay, del verano, / era como tú”. Es el recuerdo de una niñez en que el trauma aún no ha hecho mella y sin embargo, los copos son negros al escribir el poeta desde el presente del desencanto: un recuerdo que fija en palabras cuando está lejos de Rumanía, lejos de sus años de estudiante, de la convivencia despreocupada con otros, sus más duraderos amigos, con quienes compartió siempre lecturas e intereses.
Recuerda, o piensa, Celan que vivió pocos años en Rumanía pero que el rumano era su segunda lengua, que de los años vividos en París, sin embargo, apenas le queda nada más que poemas escritos en alemán. Se atrevió Celan a escribir en rumano; por ahí andan esos poemas que pudo, y supo, no escribir en alemán, su lengua literaria. Celan, como algunos más nacidos a inicios del siglo XX en la Europa central que se estaba desmoronando, dominaba varios idiomas: alemán, rumano, francés, ruso; aquello fue un breve sueño ilustrado de personas para quienes las lenguas ni eran barreras ni indicaban origen ni pertenencia. (Fue breve la ilusión, apenas un fulgor: el espejismo de un cosmopolitismo que iba desvaneciéndose hasta llegar al centro del horror: una lengua, un pueblo, un líder).
Ya su primer libro da vueltas en torno al recuerdo: Amapola y memoria (1952). En el título aparece y se repite en un poema: “nos amamos el uno al otro como amapola y memoria”: el amor, el recuerdo, la delicadeza de la flor de pétalos frágiles (bien lo sabe quien ha tenido una entre sus manos y ha sido testigo de la facilidad con que se desprenden), los recuerdos de la infancia, de los días con la madre: “Diente de león, tan verde es la Ucrania, / Mi rubia madre no volvió a casa”. De aquí procede la sensación desagradable pero aún comunicable de que el mundo que lo rodea es un desierto: “y al encuentro partí de las ruinas del cielo con la visera bajada. // Pues muertos están los ángeles y ciego quedóse el Señor en la región de Acra”. He ahí lo que dice en el primer poema del libro; pocos años más tarde José Ángel Valente diría: “Cruzo un desierto y su secreta/ desolación sin nombre”, aunque Valente lo dijera, según reza el título del libro, A modo de esperanza, la que ya no tenía Celan.
En el discurso que pronunció en Bremen habla de su infancia. Dice allí: “El paisaje del que yo vengo […] era un lugar en el que vivían hombres y libros. Allí, en aquella antigua provincia de la monarquía de los Habsburgo, ahora relegada al margen de la historia”; aún le parece pertinente recordar dónde nació y dónde pasó su infancia. El recuerdo también es de Francia, recién llegado a ella, a la que coloca ya fuera del tiempo: “Piensa conmigo: el cielo de París, el gran cólquico otoñal…/[…] Estábamos muertos y podíamos respirar.” El presente se vuelve memoria por arte de la poesía.
En Amapola y memoria encontramos uno de los poemas más famosos, con razón, de entre todos los que escribió: “Fuga de la muerte”. Todos hemos repetido: “la muerte es un Maestro Alemán” y hemos sentido el temblor del horror por lo que ocurrió en Auschwitz, aunque nunca hayamos visitado aquel lugar de la infamia y la deshumanización (quizás por ese no haberlo visitado lo sentimos con mayor estremecimiento). No creo que los sentimientos del lector tengan importancia a la hora de leer un poema; en este caso, por el contrario, sí que pienso que son importantes; lo son porque el propio poeta, más allá de su convencimiento de que solo desde el rigor estético y moral puede alguien escribir poesía que sea merecedora de tal nombre, busca la simpatía cordial del lector. Es un poema que semeja una oración, casi una salmodia, escrita en primera persona del plural: busca implicar a quien lo lee y hacerlo partícipe de la experiencia de un modo que va más allá de la lectura: “Negra leche del alba te bebemos de noche”. El verso impacta por su carácter visual donde el contraste entre la luz y la oscuridad queda irresuelto: el oxímoron crea una potencia poética que lleva a pensar en lo que esconde. Aun si no supiéramos que el poema representa lo que ocurrió en el campo de exterminio, aun si no supiéramos que sus padres fallecieron en uno de ellos, la fuerza poética, repito, llega al lector y lo conmueve, como lo espanta también el sintagma: “la muerte es un Maestro Alemán”, reminiscente de los maestros cantores de la tradición musical alemana, no solo los de Wagner, también los de Bach, acaso el ejemplo más depurado de belleza musical en cuyas composiciones no hay una sola nota vulgar. Maestros también son los poetas de la tradición alemana: Johann Wolfgang Goethe, Friedrich Hölderlin, y tantos otros, como lo fue Martin Heidegger en la filosofía.
Recuerda Celan y siente también deseos de, al menos, avanzar hacia un futuro, desconocido, sí, y quizás más amable: “Hacia la isla, junto a los muertos […] // así reman los forasteros, los libres, / los maestros del hielo y de la piedra”. A pesar de las dificultades sueñan un futuro distinto.
El poeta recuerda porque ese es su destino. No parece interesarle lo que decía Heidegger de que el poeta es quien usa las palabras verdaderas. Para Celan el poeta recuerda lo que fue, aunque aquello que fue no logre articularlo; el que recuerda y el que se enfrenta a los mandarines de su época y los combate con el rigor expresivo, la audacia creadora y la osadía moral, esa que a tantos faltó para enfrentarse a los totalitarismos del siglo XX.
II
El ser humano es esta noche, esta nada vacía, que lo contiene todo en su simplicidad.
G.W.F. Hegel
Tuvo problemas con la lengua y la tradición literaria alemana, a las que consideraba vehículos de la barbarie nazi. Sin la obra de los autores alemanes, el nazismo no habría sido posible: eso afirmaba Celan en un comprensible acto de negación. No estaba solo en la tarea. Theodor Adorno, uno de los filósofos más influyentes después de la Segunda Guerra Mundial, dijo que “[e]scribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Hay diferencias entre los dos (hay también una desconfianza del uno para con el otro y la distancia que genera el desencuentro) pues para Adorno, reconociendo que lo que ha llevado hasta Auschwitz es una corriente de la alta cultura alemana, no hay otra salida que la negación de todo el pasado (aunque, quizás, olvida que dentro de ese pasado hay filósofos que igualmente han podido llevar hasta allí a la sociedad alemana) mientras que para Celan la salida no está en la negación y en el silencio sino en el verso de Friedrich Hölderlin: “¿para qué poetas en tiempos de miseria?” En un mundo en que ya no hay dioses, o estos se han escondido asustados por la sevicia humana, ¿de qué sirven los poetas, sus mensajeros, sus interlocutores? No tiene sentido ya la poesía porque no hay vates que revivan la conexión con la divinidad (una divinidad, aclaremos, que es una recreación libre de lo que fue la religión en los tiempos de la Grecia clásica: una invención, pues, para tiempos despojados de trascendencia). Después de Auschwitz lo humano ha revelado su monstruosidad, la que proviene de un mundo en el que lo sagrado ha desaparecido (al igual que los dioses hölderlinianos). Queda entonces la negación de Adorno o la pregunta de Hölderlin.
Celan se sitúa en otro lugar: “el judío, ya sabes, no tiene nada que le pertenezca verdaderamente, que no sea fiado, prestado y no devuelto”. Lo de menos es la exageración pues el judío tiene una historia, una cultura y una lengua. Desde la total indigencia en que Celan se instala, construirá una poesía en que al idioma, prestado de los torturadores y asesinos nazis, lo someterá a un descoyuntamiento de tal envergadura que lo convertirá en la contrapalabra de quienes organizaron el genocidio, y de quienes crearon las condiciones para que la barbarie tuviese lugar. “Ninguna palabra ha enmudecido, ninguna frase, es simplemente una pausa, un blanco, un vacío”, este es el punto de partida, “un lenguaje, sí eso, sin ‘yo’ y sin ‘tú’, nada más que ‘él’, nada más que ‘lo’, comprendes, todo ‘ellos’ y nada más que eso”, para concluir, en otro escrito: “Es la contrapalabra, es la palabra que rompe el ‘hilo’, la palabra que no se inclina ante los ‘mirones y los figurones de la historia’ es un acto de libertad”. La poesía es entonces, según el poeta, no aquel discurso que dice la palabra verdadera como quería Heidegger (¿qué verdad podría venir de quien dio fundamento doctrinal al nazismo?) sino la que “rinde homenaje a la majestad de lo absurdo que testimonia la presencia de lo humano”.
Las voces que formaban parte del poema enmudecen, llevan al silencio a las palabras, y esto crea una poesía oscura: desde la lejanía o la extrañeza de las palabras nos manda su aliento la poesía, desde la lejanía en la cual busca su lugar y busca al Otro con quien establecer un diálogo. El diálogo, sin embargo, es difícil, casi imposible, por estar el lenguaje descuadernado. El poeta persevera en su tarea: “aún/ hay cantos que entonar más allá/ de los hombres” buscando, a pesar de todo, el dialogo con un tú, misterioso, ambiguo: “Tú/ la aún por descifrar”: a ese tú dirige su poesía. El desciframiento puede ser amoroso o moral o vivencial; no importa eso ahora sino que, en medio de la falta de sentido, hay alguien ahí a quien podemos dirigirnos aunque no sepamos quién es.
III
El arte no reproduce lo visible; al contrario, vuelve visible.
Paul Klee
El 26 de mayo de 1969 Celan escribe: “La poesía ya no se impone, se expone”, casi como un eco del dictum de Klee. La exposición es constatación de la fragilidad de lo dicho y de quien la escribe, al tiempo que desvela su delicadeza. Esta es evidente en sus cartas a su mujer Gisèle y a Ingeborg Bachmann, como también lo es en el discurso de Bremen al subrayar la raíz común de pensar (denken) y agradecer (danken); así como en la asunción de la muerte: “Lo que tejiste de lo más leve / lo llevo en honor de la piedra”. Nuestra experiencia de la muerte es muy distinta a la que nuestros padres y abuelos tuvieron de ella. Apenas nos roza hoy más que en breves y lejanos momentos. Para Celan la muerte fue una presencia inexorable: nació poco después de la Primera Guerra Mundial y vivió la Segunda y el exterminio judío. De tan familiarizado pudo hablar de ella en términos no arrebatados por el dolor, aunque también con dolor hablara de ella. No es fácil describir dónde aparece la delicadeza en una poesía cuyo descoyuntamiento lingüístico puede fácilmente ocultarla. Casi siempre va ligada al aliento: “sólo / pasó ciego un aliento entre/ el allí, el no-allá y el a veces”, y con mucha frecuencia a un tú misterioso: “Tú, / la aún por descifrar”. El desconocimiento del otro es el comienzo de la claridad poética y, sobre todo, de una delicadeza que se expresa de modos exasperados pero que también encuentra momentos de serenidad: “donde / mi más amargo sueño / desde el corazón durmió contigo, / en la cama de mi inseparable / nombre”. El nombre es uno mismo y es lenguaje, pero Celan sabe que el lenguaje hay que despojarlo de la retórica nazi para que vuelvan aquella y la transparencia. Mientras tanto el lenguaje herido hablará de aquello que es vulnerable por el solo hecho de ser judío: “uno contigo soy, / para hacernos presa”; “[t]oda una bota de cerebro / puesta bajo la lluvia: // será una marcha, magna, / mucho más allá de los márgenes / que nos trazan”. La diferencia entre el primer fragmento y el segundo está en la sensibilidad que, de manera inopinada, asoma en los dos versos. El ser los dos un único ser en la desgracia abre la consideración de que el Otro es no el lobo que acecha sino la presencia que acompaña en lo oscuro de la vida o cuando está junto a alguien, por ejemplo: “tu oración haces, tú nos yaces / libres”; “Rocío. Y yo yacía contigo, tú, en el vertedero”. Sorprende la presencia de un sentimiento que, tendemos a pensar, es propio de personas serenas, no tocadas por el dolor insondable que despierta la barbarie. Quizás en el caso de Celan sea un intento de trascender el horror. Su biógrafo dice que nunca pronunció la palabra shoah, que para referirse a ella decía ‘aquello que ocurrió’. No aconteció porque el acontecimiento presupone un elemento azaroso y para Celan en la lengua iba incubándose lo que estalló definitivamente en la tercera década del siglo XX.
En otra latitud otro gran poeta escribió mucho más tarde: “teníamos la experiencia pero perdimos el significado”. Muchos vivieron ‘aquello que fue’ pero no todos lograron poner en palabras qué significó. Tampoco en las vísperas la gente supo ponerle palabras a lo que iba degradando la Humanidad (como siempre ocurre). Celan empeñó su vida en recuperar el significado de lo que había ocurrido en la ominosa cuarta década del siglo XX. “Para qué poetas en tiempos de miseria”, el verso de Hölderlin (que se juramentó con Hegel y con Schelling en Jena para hacer de sus vidas una búsqueda de la libertad) viene a cuento. Para Celan, los poetas, él al menos, podían utilizar la poesía no tanto para denunciar el horror cuanto para romper la lógica que llevó hasta allí negándose a aceptar el significado. Para ello es preciso, así lo señala en “El meridiano” distanciarse del yo para liberarse de lo consabido. En el proceso de depuración, sin perder nunca el vínculo con el Otro, va adquiriendo la poesía una claridad que la transfigura “En lo inesperado, se atestigua / la aterida / claridad”. Ese pasmo la acerca a la transparencia, de la que en algunos poemas da testimonio y de la que dice: “Abriste los ojos – Veo vivir mi oscuridad. / La veo hasta el fondo: / aún allí es mía y vive”. Como acostumbra, Celan usa el oxímoron para revelar lo que de otro modo, probablemente, no veríamos: solo cuando nos centramos en pensar la oscuridad logramos ver que, en el fondo, esta es una transparencia que no se da ni se consigue, acaso en el mejor de los casos se revela ante nosotros en un acontecimiento. Nada nos hacía pensar que podía ser posible y, a pesar de todo (y ese todo es principalmente la barbarie), adviene la transparencia, o el mundo, como dice en “Playa bretona”.
La delicadeza es una aspiración frágil y fugaz en sus poemas, escondida en el oxímoron o en la desesperación. Fue un modo ético de afrontar la escritura: todo poeta era un judío y, como tal, estaba desposeído de todo. En la ausencia el poema es ensayo de vida que indaga en el desapego y en las fisuras del lenguaje revelando lo siniestro. A pesar de ello avanza el poema, como en un viaje en barco, hacia la luz. Una vez situado en el lugar inestable de la claridad (no siempre perceptible) podía el poeta, desde lo oscuro de la poesía, alzarse hacia la transparencia de lo que está más allá y que solo él logra comunicar.
Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan (Zaragoza, 1968) es profesor titular de literatura norteamericana en la Universidad de Valladolid. Colabora regularmente con “La sombra del ciprés”, el suplemento cultural de El Norte de Castilla y con la revista Turia.
Ha traducido a Henry James y a Walt Whitman. También ha compilado una antología de cuentos norteamericanos del siglo XIX en Menoscuarto. Es autor de En busca del fantasma de América (Eolas) y Donde los pájaros vienen a morir (Difácil).
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