Giorgio de Chirico
LA LENGUA DE LOS POBRES
por José Luis Martínez Valero
Catedrático de Literatura y escritor
Dado que en EEUU el español, ya se trate de hablantes castellanos, colombianos, mexicanos, cubanos, argentinos, venezolanos, uruguayos, chilenos…, podría llegar a ser la segunda lengua. Y que, ésta, por ser la que hablan los inmigrantes, recibe hoy el título de “lengua de los pobres”, quisiera compartir alguna reflexión relacionada con esa inoportuna valoración.
El ser inmigrante es circunstancia, fruta del tiempo, no está sometido a un determinismo histórico que, por estatura, color, sonido, creencias y otras actitudes, conduce definitivamente a una posición social de la que pueden escapar sólo unos pocos.
¿Qué queremos decir cuando nos referimos a alguien con ese título? El castellano hablado por extremeños, andaluces, murcianos, manchegos, gallegos, en aquella Cataluña que atraía mano de obra ¿era considerado como lengua de pobres? Quizá sí, sobre todo cuando se crearon aquellas asociaciones culturales, tipo Ómnium, término latino, donde se enseñaba la lengua y la cultura catalanas con objeto de integrar a todos. ¡Qué hermosa utopía!
Cuando nuestros inmigrantes en los años 50 y 60 llegaron a Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra nadie consideró que su lengua fuese propia de un país de pobres, quizá porque las circunstancias nos habían convertido en un país necesario, rico en sol y playa, aunque aún no puesto al día. Distancia que poco a poco, si no llegó a desaparecer, atenuó aquellas características que nos hacían diferentes.
Un discurso pobre indica que es simple, instrumento que no permite entrar en profundidades, incapaz para exponer situaciones complejas. Con este término hacemos referencia a la escasez de recursos para el ejercicio contractual en cualquier sociedad.
Qué causas pueden convertir una lengua en propia de gentes marginales, condenados a no gozar de una normalidad, sino que posiciona en un lugar cerrado y convierten la vida en una necesidad nunca satisfecha. Gueto en el que han nacido y del que será muy difícil encontrar la puerta que conduce a otra situación. No entro en el problema de los refugiados, gentes que huyen de conflictos armados, porque peligran sus vidas.
Es muy posible que la escasa formación, el alejamiento de todo centro de enseñanza, les impida una expresión media, que les capacite para mantener una conversación normalizada. Sin duda el inmigrante y sus penalidades, conviertan sus expresiones en algo torpe, que les clasifica como personas al margen, destinadas al ejercicio de profesiones que no perturban el orden social establecido.
Si consideramos el habla como horizonte espiritual o material, esta nube negra que oscurece todas y cada una de las formulaciones con que nos movemos en el laberinto social, vienen marcados como restos ya usados, algo así como si adquiriésemos nuestra lengua en un diccionario de segunda mano, propio de siglos pasados, ajeno a cualquier innovación. Se puede ser pobre o no, en cualquier lengua: “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo”
Los cuadros de Giorgio de Chirico muestran el vacío. La ciudad, que fue espléndida, hoy monumentos y calles vaciadas, representan la soledad. ¿Significa el paso del tiempo? Restos de épocas gloriosas conforman el tejido urbano, sin embargo, desaparecidos aquellos que fueron sus protagonistas, constituyen sólo un recuerdo. Quizá venga a indicarnos que todos somos desterrados, inmigrantes, en aquellas calles y plazas por las que hoy deambulamos.
Estos mismos lugares, cuando están llenos de turistas, con sus cámaras, trajes multicolores, los grupos y sus guías, parece que reviviesen un juego en el que el pasado, representa algo valioso, que todos estiman, valioso porque es tiempo y, ese tiempo, historia. Los guías hablan de calles, costumbres, momentos, calles y plazas, iglesias, palacios. que apenas han visto, Sin embargo, todos se inclinan ante el valor del objeto que aparece reflejado en la guía.
Hace años, cuando las carreteras todavía tenían algo de caminos, surgían margaritas y amapolas en los andenes. Era hermoso ver cómo, año tras año, las flores volvían a su cita. Eran plantas sin jardinero, humildes, pobres, cabría decir, sin precio alguno. ¿De verdad eran pobres? No, a nadie se le ocurriría afirmar tal cosa, formaban parte del mundo y su tiempo, correspondían al ciclo de las estaciones, anunciaban la primavera, y eran hermosos aquellos campos de secano amarillos y aquellas notas rojas.
Todo depende de quién las mire, sin duda, eran silvestres, sin valor comercial alguno. Podíamos olvidarlas y no perdíamos ni ganábamos con ello. Aparecían y luego se borraban, confundiéndose con la tierra reseca, en la que de repente habían crecido. Eran un regalo.
Fra Angélico, de nombre Guido di Prieto, pintor del cuatrocientos gustaba colocar fondos dorados. ¿Amamos por eso sus cuadros? Mantienen esos amarillos de flores silvestres, nos trasladan no a los campos, sino a un espacio celeste, un sol espléndido, esencia de un mediodía divino, ilumina sus obras. ¿Valen más que esas flores silvestres de las que hemos hablado? Hay una diferencia, esas flores no las podemos comprar, mientras los cuadros, quizá sí.
En
alguna parte he dicho que desde hace años vivimos sin preguntas, y, por tanto,
somos hijos de un tiempo sin respuestas. Vivimos la apariencia, la caja vacía,
la palabra sin contenido. De ahí que alguien pueda afirmar que el castellano es
lengua de pobres, confunden el ruido con las nueces, conforman una amalgama que,
por su aspecto, origen, se parece más a un traje de segunda mano que a una
lengua cuya literatura, novelas, poemas, ensayos, dramas, han aumentado el
conocimiento universal. Y, todo ello, casi como esas flores amarillas que.
tercas vuelven a los caminos cada año, no valen nada y, sin embargo, importan tanto como una primavera.
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