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sábado, 18 de noviembre de 2023

Días con Andrés Salom. Por Fulgencio Martínez / ÁGORA EN HOMENAJE A ANDRÉS SALOM. Avance del número doble 23-24

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DÍAS CON ANDRÉS SALOM

 

       POR FULGENCIO MARTÍNEZ



En 1969, cuando Andrés Salom se publica Cancionero morisco. Poemas del emigrante (impreso en la imprenta y papelería Sucesores de Nogués, situada en plena calle Platería en el centro de Murcia), yo andaba corriendo por las calles de Puebla de Soto, un pequeño pueblo junto al río Segura, muy próximo a la capital de la Huerta. Pero el destino es curioso, y hay una posibilidad de que aquel niño que fui se encontrara con el maestro, o el albañil y emigrante recién convertido en poeta autoeditado. Mi abuela Francisca, viuda, iba cada mes a Murcia, para cobrar la pensión, a un organismo que se encontraba a pocos pasos de la citada imprenta-papelería. Yo la acompañaba, porque ella no sabía firmar -o tenía que hacerlo estampando el dedo en el recibo-, a cambio de esa gustosa compaña mi abuela me llevaba a Sucesores de Nogués y me compraba bolis, cuadernos, lápices, gomas, de una cualidad que aún hoy me asombra. No es imposible que en algún mes hoy improbable coincidieran las miradas del poeta y la mía.

En mis años adolescentes adquirí pronto la costumbre de visitar las bibliotecas. Me leí todos los libros de poemas que había en la biblioteca de Alcantarilla, pueblo donde hacía el bachillerato; allí conocí de primera lectura a Juan Ramón Jiménez, y a otros grandes poetas, entre ellos a una poeta que creía yo, en mi soledad pueblerina, que era de la misma generación: Dionisia García, la autora de El vaho en los espejos (publicado por la Diputación de Murcia, enero de 1976), un libro que me deslumbró entonces. 

Ya mocito, con dieciséis años, cogía el bus y me iba por las tardes y los sábados por la mañana a las dos mejores bibliotecas de la capital murciana. La Biblioteca que estaba en el Paseo Alfonso (que luego pasaría a integrar la Biblioteca Regional) y, sobre todo, la Biblioteca de la Diputación, que estaba frente a la Avenida del Río, donde luego viviría yo y donde vive hoy el gran poeta José Luis Martínez Valero, que merecería capítulo y medio, por su labor cultural, de divulgación literaria y principalmente por ser en las últimas dos décadas uno de los tres o cuatro mejores poetas españoles, aunque él se haya gustosamente confinado en la provincia y, por temporadas, en alguna cala mediterránea, huyendo del tráfico nacional poetil.

 

Aquella pequeña biblioteca de la Diputación, cuando aún había esa cosa mitológica de las Diputaciones (me dicen que aún las hay en Aragón y que llevan la cultura aragonesa -claro- a pueblos alejados de Zaragoza), tenía apenas unas dos salas de lectura y cuatro paredes repletas de novedades de novelas (todos los últimos premios Nadal, por ejemplo) y, claro, también, de libros de autores murcianos.

La regía el mítico ser don Antonio de Hoyos, un espíritu libre en forma de profesor (de lenguas vivas, italiano, árabe, sorprendentes en los currículos de la época; y de mucho más, de cine, literatura, arte italiano, experto en Unamuno, Baroja, y anfitrión de tertulias con poetas -por su casa del Malecón pasaron Dionisia García, Miguel Espinosa...). Pequeña figura de genio de Aladino, grande en cuanto salía de la horma profesoral y del cartón de bibliotecario; nada más lejos del espíritu de este humanista ácrata que el envaramiento y la falta de empatía con el joven aprendiz de poeta que comenzaba entonces a leer. Me recomendó novelas -mi primer Umbral, el de Las ninfas, que acababa de ganar el Premio Nadal, a la sazón este premio era el bueno. Me recomendaba también don Antonio leer a Jesús Fernández Santos -Extramuros-. Pero este jovenzano, además, leía por su cuenta a Henry Miller, una página tras otra sin cesar.

Andrés Salom, muchos años más tarde, me recordaría que estando él subido a un andamio en una calle de Murcia, no para hacer un happening poético, sino para hacer un trabajo de albañil, acertó a pasar don Antonio de Hoyos, y subiendo la voz, le recitó aquellos versos de Rafael Alberti, de "Los ángeles albañiles":

 

Escarolados de frío,
astrales blusas de nieve, 
de los séptimos andamios 
del Paraíso descienden, 
dorados los palaústres, 
por invisibles cordeles, 
tres ángeles albañiles 
para socavar mis sienes.
Al filo de una ventana
del segundo cielo, ausente, 
y al libre y libre albedrío 
del aire que vuelve y vuelve, 
en rumbo de luces idas,
sin saber si van o vienen,
y en colcha de tersas cales, 
desnudo, mi cuerpo duerme.
—Ángeles, ¿qué estáis haciendo? 
Derriba en tres mi frente,
mina de yeso, su sangre 
sorben los cubos celestes, 
y arriba, arriba y arriba, 
ya en los columpios del siete, 
los ángeles albañiles 
encalan astros y hoteles.

 

Un poema gongorino, lúdico, que Alberti escribió con ánimo travieso, en su mejor época; pero que, en aquellos años, tras irrumpir la poesía social, se citaban los amigos con un guiño de solidaridad obrera y antifranquista. Además, tenía el poema un cierto tono irreverente -ángeles albañiles- que era pura gracia. Maravilla verbal. 


 

Bueno, pues volviendo a mis recuerdos propios de Andrés: marché a estudiar y a vivir a Madrid y me llevé algunos otros recuerdos deshilvanados de la Murcia literaria de entonces: del café Santos, tertulia a la que Andrés asistía junto con Miguel Espinosa; tertulia que visité por recomendación de Francisco Alemán, quien me entrevistó siendo adolescente poeta en su programa de Radio Nacional (yo me había presentado al premio de poesía de la Diputación, y el periodista de radio y escritor llamó al instituto donde estudiaba el COU y me sacó de la clase el director don Venancio Iglesias entre el asombro propio y de mis compañeras que no imaginaban que aquellos versos que les escribía, fueran para tanto...).

Si vi a Andrés Salom en la tertulia del Santos, no lo recuerdo.

El verano antes de marchar a Madrid quise hacer prácticas de periodismo en La Verdad de Murcia. Me atendió don José García Martínez, al que más tarde le he llevado en persona varios números de Ágora. Los talleres de La Verdad, mítico periódico donde publicaron Jorge Guillén, Federico y otros poetas del 27, que tuvo una de las primeras revistas literarias de la época, Verso y Prosa, fundada por Juan Guerrero Ruiz, talleres donde se publicó el primer libro del oriolano Miguel Hernández: Perito en Lunas...

García Martínez me animó a dedicarme al periodismo, empezando por abajo, por el teletipo, y me ofreció no solo sustituir durante el verano a un compañero, sino continuar en el periódico y hacerlo compatible con los estudios de Filosofía, e incluso de Filosofía y de Derecho, como quería mi madre que hiciera, en la Universidad de Murcia, pues le parecía a mi madre poco lo de Filosofía y demasiado fácil, a lo mejor también pensaba que de poco provecho.

Murió hace pocos años don José. Le envío un abrazo allá donde él siga escribiendo su Zarabanda.

Pero yo tenía en mente Madrid, bullía por conocer la Corte y conocer de paso la literatura madrileña en vivo. Y Henry Miller y Francisco Umbral, y nada más llegar, la tertulia del Café Gijón (José García Nieto, Enrique Azcoaga, Gerardo Diego, García PavónEladio Cabañero, y el pintor ciezano José Lucas, recientemente fallecido, gran tipo en todo, humano, físico y artístico). Francisco García Pavón, al que "conocía" por mis lecturas diputacionales y por la serie que entonces daban en televisión, "Plinio", un detective manchego, me presentó a los poetas. Allí me dijo pronto el bueno de Enrique, con la ironía que les caracterizaba a todos aquellos entrañables tertulianos: "aquí somos muy cáusticos; te doy un consejo: vete al Ateneo, encontrarás allí amigos a porrillo". Un día me presenté en la tertulia con un libro mío -bueno, en realidad, una plaquette con unas pocas hojas- y Enrique lo puso de pie en el velador de la mesa: "La prueba que aquí hacemos para saber si un libro de poemas es bueno, es ver si se sostiene...". Para compensar, otro día les leí un artículo en no sé qué revista, y me aplaudieron, y el mismo Enrique comentó: "escribir media cara que tenga sentido es un gran mérito". En una ocasión, en que no se encontraba Enrique, me comentó alguien que le habían hecho una vez la jugarreta en una exposición de pinturas -él era crítico de arte- de exponer al revés un cuadro antes de que Enrique lo viera; escribía su crítica antes de ver la exposición, como debe ser y como cualquier escritor debería hacer sobre cualquier tema que trate, pues ¿qué es lo importante: la prosa o el asunto? La tertulia era diaria, a las cuatro de la tarde. A poco de empezar, bajaba  Gerardo Diego -pues vivía en una casa próxima a Recoletos, donde estaba el café. Tuve un flash viendo al autor de la Antología; siempre he sido gran aficionado a este poeta, desde mis años de instituto (Romance al río Duero, Soria, soneto al Ciprés de Silos, poemas creacionistas de Manual de Espumas; su amistad con Juan Larrea, que entonces me parecía el mejor de aquella Antología poética, y al que me descubría en sus páginas, su poema a César Vallejo, mi poeta adorado entonces); pese a no ser un escritor valorado entre la resistencia antifranquista, en mi pueblo, unos amigos y yo (que hicimos un homenaje, en el 77, a la Pasionaria y a Alberti, y a la Generación del 27) lo leímos en un recital público; yo me encargué de profundizar en Gerardo Diego y acudí al por entonces muy joven pero ya gran experto en la Generación del 27, Francisco Javier Díez de Revenga, que era profesor de uno de ese grupo. Nos recibió en su casa el joven erudito y nos regaló algunos de sus libros que serían la base para preparar mejor el recital. Aquello fue pegar carteles por el pueblo, la Pasionaria ya está en Madrid, etc, etc, a unos les movía más lo político; a mí, lo confieso, la poesía.

La ausencia que más echaba en falta en El Gijón era la de Umbral. Ya no viene por aquí, me dijeron. Allí ya el único que ligaba, decían, era José García Nieto, eterno look de señor maduro impecable. Ya se iba con una poeta o iba a llamar por teléfono -a la cabina del café- para quedar con otra. Eso se decía. Envidia. Mi paisano Lucas disfrutaba con tales chismes. Algunas ganaron (o eran candidatas a ganar) el Adonais. Todo sea por la poesía. Y no es para no hacerlo constar en el haber del poeta García Nieto su cuidado por mejorar los poemarios si eran buenos.

Como el pirata a su isla acudía los miércoles por la tarde a la tertulia de Agustín García Calvo en el Café Manuela de Malasaña. Era una tertulia filosófica, en realidad un soliloquio del catedrático de Latín. Leía fragmentos de los presocráticos, en griego y en español (para los no iniciados), y con la excusa de traducirlos explicaba su anarquismo filosófico a cuantos nos apretábamos en las sillas del café. Una mayoría de estudiantes, jóvenes, en masa, como en la cazuela de los teatros; había oyentes seguidores de Agustín que venían desde sus tiempos en París, donde estuvo exiliado tras ser expulsado de la Universidad Complutense, junto al gran filósofo de la ética José Luis López Aranguren (quien diría luego aquella cursilada sobre El País: el intelectual orgánico, o colectivo, no sé) y el profesor de Derecho Enrique Tierno Galván (futuro alcalde del Madrid de la movida, en los 80´). Había, invariablemente, sin faltar ningún miércoles, un anti-Agustín García Calvo, que podía ser un mismo emisario del catedrático de Latín y creador de la Comuna Zamorana, y me recordaba aquello que se dice de Platón: que algunos días se levantaba este y se decía: hoy voy a pensar el mundo como lo vería un antípoda mío. Alguna tarde vi allí al mismísimo Francisco Umbral, acompañado invariablemente de una guapa musa. A distancia de la plebe, el escritor permanecía de pie en la barra de La Manuela, con el abrigo doblado en su brazo, como en actitud de marcharse en cualquier momento.

Las discusiones eran apasionantes, pues nada de soliloquios, como había empezado la sesión: lo interesante era siempre el champán de la crítica a la crítica, los desacuerdos con las "lecturas", presocráticas o no, de Agustín. Era este un auténtico incitador y un ejemplo de paciencia y tolerancia infinita. Hasta yo, que nunca le discutí una coma, me atreví una vez a leer en voz alta un poemilla mío: inmediatamente me lo elogió y me dijo de un verso que era un trocaico, o algo así. Recuerdo que Agustín, que tenía tanto oído para el ritmo de la poesía grecolatina, a cualquier nombre o titular leído en el periódico, le ponía mote rítmico. Recuerdo que una vez leyó, de una noticia, el nombre de un político de entonces: José Pedro Pérez-Llorca. Le pareció una secuencia rítmica extraordinaria. Modestamente, a mí también me ocurre que escucho más los sonidos (fonemas y tonos) que los lexis. Henry Miller escribió Sexus, Plexus y Nexus, no escribió Lexus. Cada uno es hijo de sus páginas jóvenes.


No volví a encontrar a Andrés (y me doy cuenta que digo volver a encontrar, cuando quizá lo viera por primera vez), hasta el otoño de 1992, cuando había vuelto a Murcia, ese verano de la Expo de Sevilla, y de las Olimpíadas en Barcelona, claro.

Lo conocí en una tertulia de flamenco. Primero, en la que organizaban Antonio Piñana, Antonio Parra, Pepe Martínez, el propio Salom y otros amigos a los que recuerdo con cariño. Esa reunión de amigos y aficionados al flamenco me dio la oportunidad de empatizar con Andrés, le invité a la tertulia literaria de La Puerta Falsa, y ahí empezó una historia... que continuaría, seis años más tarde, en 1998, con la creación de la revista Ágora, en otro local, la cafetería Actor´s studio, en Plaza de los Apóstoles. (1)



                                                        Es Pontàs.


El 21 de septiembre de 2005 está fechada una postal de Andrés Salom que recibí desde Mallorca.  En ella hay una foto de Es Pontàs, en Cala Santanyi (el pueblo natal del escritor). En ella me dice: "Maestro: aparte de para saludarte desde aquí, esto puede servir para ilustrar el poema "Cala Figuera" (que aparecerá en el libro Los días de más allá del tiempo, que estaba entonces por editarse, pp. 130-131), con un pie de foto a base de dos versos del mismo:

"Y más allá el Pontás paleolítico,

como un golpe de mar petrificado."

En la página siguiente al poema, en efecto, viene la fotografía que extraje de la postal enviada por Andrés.

Sirva esta anécdota para resaltar el amor a Mallorca y la raíz que mantuvo durante toda su vida Andrés con el paisaje de su isla. Y con la mar de Ulises.

Esto me lleva a inquerir más en la etopeya de Andrés Salom. Recuerdo que algunas de las tardes en que le visitaba, en su domicilio (en un barrio de casas bajas, antiguos adosados en la periferia murciana cerca del barrio del Infante don Juan Manuel) improvisábamos entre ambos una tertulia literaria. Un día de esos le llevé una antología de poemas del autor de Material memoria, José Ángel Valente (un poeta de la Generación del 50-60, uno de mis preferidos), en una edición de bolsillo publicada por Alianza. Andrés, en sus conversaciones sobre poesía, sostenía que ésta debía fundarse en la sugerencia (no en la gruesa manifestación de una voluntad de decir cosas, incluso aunque fuera denuncia y alegato). Acreditaba Andrés la metáfora como una de las grandes puertas a la poesía y su principal aliada y herramienta. Descalificaba a mucha de la basta y mal escrita poéticamente poesía social. Él no conocía al autor, o al menos, no conocía toda la trayectoria poética de José Ángel Valente, reflejada en esa extraordinaria aunque breve antología. Le regalé el libro, después de leer juntos algunos poemas.

Al volver otro día, me habló con entusiasmo del libro y del poeta. Un Valente que aún no era el último poeta del silencio. Decía con una belleza inusitada verdades como puños, con una sensibilidad y un cuidado del lenguaje poético en los que se reconocía Andrés Salom. Yo advertí hace ya algunos años, que la poesía social era mucho más trabajada literariamente, y que utilizaba más recursos estéticos, que los que le suponían o adjudicaban superficialmente sus malos imitadores o bien sus desprestigiadores, tanto monta...

Andrés era un poeta muy leído, culto. Cuando en verano pillaba unas perras de sus colaboraciones en prensa o su participación en festivales flamencos (como el del Cante de Las Minas, en La Unión, y en otros festivales donde era jurado), invariablemente, a principios de otoño marchaba a Francia. Era un espíritu libre, que no dejó nunca de darse el placer y de atender a la necesidad de viajar a París una vez al año, si podía, o cada cierto tiempo. Volvía siempre con una renovada pasión por la lectura en el idioma de Sartre. Antonio Marín Albalate, en un precioso poema que publica este número, lo recuerda charlando sobre "Cementerio marino", de Paul Valéry. La generación de Andrés y de Antonio de Hoyos eran verdaderos lectores de este poeta, el último simbolista, heredero del hermético Mallarmé. La formación de estos escritores era, pues, muy sólida, y a veces sorprendente.

Como al poeta Antonio Marín Albalate, a mí, también, y a muchos más que quisieran oírle, les recitaba y comentaba Andrés los versos de ese extraordinario poema "Le cementière marine", considerado una de las cumbres de la poesía europea del siglo XX (al nivel de La tierra Baldía, Las elegías de Duino, Espacio; respectivamente, de Eliot, Rilke, Juan Ramón Jiménez). Andrés lo leía en el original, pero conocía la traducción al español que hizo un joven, entonces, profesor de literatura española, que estaba de lector en una universidad de Francia, Jorge Guillén, el que será luego el gran poeta de Cántico. Mantenía que esa traducción guilleneana era errónea, sobre todo en un verso donde el vallisoletano parece llevar al lector a confundir focas con foques. 

Se trata del último verso: Ce toit tranquille où picoraient des focs!

En internet he podido consultar una traducción del gran poeta peruano Javier Sologuren (con quien coincidí en Madrid, por cierto, en la revista Cuadernos de poesía nueva):

Solaguren traduce así ese verso "maldito": calmo techo que foques merodean!  (Absurdo lo de "merodean").

Como Andrés y yo compartíamos la convicción de que en el último verso (y casi siempre en su última palabra) se juega el ser o no ser de un poema, de ahí el afán de aclarar, que a algunos le parecerá mero gusto por la polémica.

En efecto, foques, me decía Andrés, es un término marinero, que puede entenderse como cuchillo, cruz, etc, metafóricamente. Los foques sostienen pero también tensan y rompen el tranquilo techo, o al menos, lo picotean. Ese techo en calma que ya no es humana.

En la traducción de Jorge Guillén la última estrofa sextina, fragmento XXIV, del poema, dice así:


El viento vuelve, intentemos vivir.
Abre y cierra mi libro al aire inmenso,
Con las rocas se atreve la ola en polvo.
Volad, volad, páginas deslumbradas.
Olas, romped gozosas el tranquilo
Techo donde los foques picotean.

 

Yo le sugería a Andrés que hubiera sido más claro el final así: techo donde picotean unos foques (poniendo foques a lo último, como en el original de Valéry); marcando la tensión de las olas, desde arriba hacia abajo, y los foques (velas) desde abajo hacia arriba. Pero Andrés me juraba que Guillén confundía focas con foques. Y ciertamente el lector los podría confundir. El verso se las trae, de todos modos.

Añádase la dificultad de que la poesía no solo es sonido y lexis sino también imágenes, y que la gran poesía reúne todo a la vez en un mismo fogonazo. Aquí cuesta trabajo "imaginar" unos foques que picotean (y mucho más, los foques que merodean, que debe ser una broma o delirio de Sologuren, también confundiendo las imágenes de foques y focas). Andrés no iba del todo descaminado en su crítica a los descuidos de los traductores, incluso de aquellos que son grandes poetas pero que no han logrado penetrar en lo otro del verso grande ajeno.

Esto me lleva al Andrés metafísico. No cesaba de leer la Historia del tiempo, un libro "divulgativo" del físico Stephen Hawking. Lo de divulgativo para los que no hemos estudiado ciencia es un decir. No menos difícil desentrañar esa ciencia que esta definición de foque que da la RAE: Foque. Toda vela triangular que se orienta y amura sobre el bauprés y, por antonom., la mayor y principal de ellas, que es la que se enverga en un nervio que baja desde la encapilladura del velacho a la cabeza del botalón de aquel nombre.

La cosmología le apasionaba a Andrés, no solo saber si el universo era finito y cíclico, o infinito y periódico, lo cual que tampoco nos importaría mucho saber en detalle; sino el tiempo...y Dios. Cuando hablaba de esa lectura me recordaba aquella cita de San Agustín, quien se preguntaba para qué hizo Dios el infierno... Hasta que un ángel, o el mismo Dios, cansado de oírle al filósofo repetir esa cuestión, le respondió: Para encerrar allí a gente como tú que se hace esas preguntas.

La ironía amable era cultivada por Andrés como un ejercicio que le mantenía joven su inteligencia. 

Y, por último, y tendría que haber hablado de esto lo primero, Andrés era de aquellos que valoran lo otro, al otro. Este rasgo de su carácter se manifiesta en diversos modos. Su primer libro, titulado Cancionero morisco, escrito por un hombre de origen chueta (judío mallorquín). Su libro Con aires de plegaria. Versos satánicos 2, es el libro de un comunista que era amigo personal de un obispo, el bueno de don Javier Azagra, con quien compartía tertulia en radio; un comunista preocupado por Dios, y como Blas de Otero, que escribe desde la reivindicación profunda de lo humano, lo que le lleva a enfrentarse en ocasiones con Dios, en una actitud a la vez religiosa y humanista-social. Además, no contento el maestro con esa heterodoxia, como muestra de su tolerancia en el buen sentido, no en el de indiferencia y claudicación intelectual ante lo religioso o lo fanático-religioso, se solidariza en aquel título (Versos satánicos 2) con Salman Rushdie, autor sentenciado a muerte por una fatua delirante.


FULGENCIO MARTÍNEZ LÓPEZ


(1) En 2005, el autor de este artículo, junto con María Ángeles Moragues, publicamos una antología poética de Andrés Salom, en la colección del Taller de Arte Gramático, Micromedia, con la editorial Nausícaä; donde se publicaron también los ganadores de las tres primeras ediciones del Premio Internacional de Poesía Andrés Salom.

Salom, Andrés,. Los días de más allá del tiempo. Antología poética al cuidado del propio autor. 2005, Murcia, Azarbe / Micromedia. Nausícaá / Taller de Arte Gramático. Palabras preliminares de la profesora María Ángeles Moragues.


 

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