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sábado, 11 de noviembre de 2023

La gentileza del respondón. Artículo sobre Fernando Savater. Por Gastón Segura. Revista ÁGORA-PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO. Avance del N. 23-24


 

                                    Fernando Savater. Fuente: La Verdad.

 

ARTÍCULOS LITERARIOS

 

 La gentileza del respondón

 

                  Por Gastón Segura

 

 

 

Sospecho por la lectura de mis escritores predilectos que la práctica continuada de un género literario condiciona el razonamiento y, en ocasiones, hasta el talante. No se extrañen; ambos, escritura y pensamiento, se elaboran con la misma herramienta, las palabras, y dentro del mismo recipiente, el ingenio; de modo que el ejercicio vicioso de un género acabaría, en algunos casos muy singulares, hasta imprimiendo carácter; o dicho a la llana: el hábito haría al monje. 

 


 

            Fernando Savater, a mi entender, sería un templado ejemplo confirmatorio. Y en las siguientes líneas intentaré exponerles sucintamente cómo su incesante tarea periodística ha moldeado sus ensayos —término muy adecuado y conforme con su parecer para definir su obra filosófica—; y este proceder, a su vez, ha ahormado cuánto consideramos su pensamiento y, por ende, sus enseñanzas. Es más; lo reconoció cuando dice en el prólogo de Mira por dónde: “… Periodístico es, en efecto, la mayor parte de lo que he escrito, desde que me inicié en las redacciones y revistillas colegiales. Abiertamente periodístico o disimuladamente periodístico, disfrazado por algún ropaje académico si la ocasión lo requería”; para excusarse de inmediato con “… Quizá si yo hubiera sido más concienzudo, más “trabajador” como suele decirse, habría logrado fabricar algo menos perecedero. Sinceramente opino que cualidades no me faltan. Quizá en el terreno de la filosofía, por ejemplo”.[1]

            Sin embargo, Savater hoy pasa —para su rubor y supongo que, a la vez, para su guasón regocijo— como el filósofo de cámara de la nación, situación que ineludiblemente me obliga a compararlo con Ortega y Gasset —preclaro antecesor en ese podio tan propicio para obtener el refrendo de café como el mezquino vilipendio—, quien, además, también estampó el grueso de su obra y hasta anticipó, artículo tras artículo, alguno de sus más celebrados títulos en las efímeras páginas de la prensa. Pero no solo en eso coinciden ambos autores; sino que este batirse con y entre la inmediata cotidianidad, los abocó irremisiblemente a dilucidar sobre idénticos asuntos —el amor, la educación, la política…— pero desde postulados diferentes y, sobre todo, con una prosa expositiva muy distinta; por tanto, sus conclusiones son forzosamente distantes; si bien precisaré que, en ocasiones, no demasiado alejadas por su común vitalismo.

            Sostener mi sentencia de partida —el género como modulador y, por descontado, hasta germinador de un pensamiento— me obliga a repasar las tres etapas comúnmente admitidas en la evolución de la obra savateriana. Verán; su irrupción en la escena intelectual española casi se podría resumir con dos versos de Gil de Biedma: “… como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”. El recién estallado Mayo del 68 y sus veintipocos años se lo exigían; solo le faltaba un guía luminoso, Agustín García Calvo, más una expulsión de la universidad con una humilladora estancia en la cárcel. Es un Savater bien armado del tótem del momento entre los más revoltosos, Friedrich Nietzsche; quien incita a su natural socarronería a una página, sí, y a la siguiente, también, a propinar agudos mandoblazos contra toda autoridad establecida, ciencia incluida, e incluso, contra uno de los productos más reverenciado por la exquisita izquierda del Bocaccio: la novela experimental, con aquellos memorables La infancia recuperada (1976) y Criaturas del aire (1979). Se trata de aquel Savater con gafas de seminarista, jersey de pico y embozado tras densa y negrísima barba que recorría el país como un Federico Urales pero pertrechado del lúgubre Cioran aunque con ecos beat, y cuyo daguerrotipo quedaría estampado en Panfleto contra el todo (1978), título hoy lamentado por nuestro autor. No obstante; de aquel Savater conservará el desparpajo por proclamar cuanto a uno realmente le apetece y disfrutarlo sin importar las miradas de reprobación por reputadas que sean. En cuanto a su estilo, aún se tachonaba de baritonales cintarazos de neto aire tudesco, para abrochar contundentemente sus parrafadas críticas.

            Pero he aquí que en febrero de 1981 se produjo un conato de golpe de Estado, y el país despabiló de aquellos jacarandosos y destartalados años de la UCD; la Transición se desvanecía mientras Felipe González ascendía a la presidencia para encauzarnos sobre un prosaico pragmatismo hacia Europa. Savater, por su parte, había llegado a su segundo y ya trazador reto: la ética. Y sin desmerecer ni al profesor de universidad y ni al ensayista ambicioso edita La tarea del héroe (1981). Libro decisivo en su pensamiento en tanto que meditación para vencer la corrosiva y menuda rutina, cuanto además, intento por superar el existencialismo desde un nietzscheanismo mitigado y traspasado por la lealtad descreída de Philip Marlowe. No menos importante son entonces sus habituales colaboraciones en el diario del momento, El País, que divulgan su nombre y sus bien humorados dardos más allá de la juventud universitaria y de la cándida cuanto desgreñada grey anarquista. Savater comienza a ser una voz en el paisaje nacional, lo que se quiera o no aquilata su prosa; en fin, la torna más trasparente e hilada; en suma, más eficaz. Savater ya se privará para siempre de toda altisonancia germánica para complacerse en la picarona paradoja; eso sí, eludiendo el rudo casticismo. Sus palabras y sus juicios van girando hacia la afrancesada Ilustración bajo la protectora sonrisa de Voltaire; el mesurado y escéptico Montaigne asomará enseguida más que en sus páginas, en su talante.

 

 

            Pero Fernando Savater no se vuelve un Camba o un Pla con pujos de tintinólogo como era predecible por un quebranto que ya le marcará para siempre. Su entrañable apego a San Sebastián conjugado con su neto humanismo le hacen tropezar agriamente con quienes había compadreado hasta entonces: ese recuelo del carlismo; bien en su faz farisaica, el PNV; bien en su jaez trabucaire y sanguinaria, ETA. Por otra parte, era inevitable; pues de la ética a la política va un mínimo paso en cualquier meditación rigurosa y Savater lo había dado al concluir su propuesta para ese hipotético héroe con “la obligación de profundizar inacabablemente la demo­cracia”[2]. El enfrentamiento no se retrasará demasiado y tras fogosa disputa pública en los periódicos y hasta en la televisión con los hermanos Sádaba por su artículo “Silencio por minutos”[3] . De nuevo la prensa como determinante de su vida y en absoluto de un suceso inocuo porque, en breve, Savater deberá acompañarse durante décadas de escoltas ante las severas amenazas de muerte de los siniestros chapelchiquis.

            Por si no fuera ya bastante, su actividad docente reforzada con sus exitosas grajeas filosóficas en el antedicho periódico y en cuanta revista lo reclama, contribuyen a empujarlo hacia una constante en su obra futura y en su activo civismo venidero: eso que popperianamente se ha llamado los “peligros de la democracia” —cómodo y muy disfrutable sistema de gobierno que había contemplado en un feo aprieto—. Además; su par de ocupaciones, la enseñanza y el periodismo, pulirán definitivamente su escritura hasta presentarla bajo una sonrisa gentil y un punto resignada como la mejor y más didáctica forma de persuasión; actitud, la persuasión, también indispensable para Ortega en su periodismo docente.[4] Y salvo que el asunto, por sus tintes sórdidos o canallescos, lo obligue a tornarse adusto, Savater no abandonará ya esta cordial y ejemplarizante escritura; desde luego, evitando, durante su ejercicio, todo tecnicismo académico o cualquier otro remilgo que la pudiese tildar de pedante.

            Es la época de su título más celebrado y difundido: Ética para Amador (1991). Reparen en que dirige las páginas de este simpático manual, con su hijo como primer alumno, a los estudiantes de bachillerato; gesto que exhibe, contra o por su empleo, su despego de la universidad donde, como ha confesado, siempre se sintió un intruso.[5] Y sobre esta circunstancia y sobre las disputas coyunturales del país que indudablemente le permean como opinador de periódico, Savater afronta un problema que latía crucial en Ética como amor propio (1988) y en Humanismo impenitente (1990) —sus dos títulos ya defensores de la Ilustración—, donde la educación se convierte en el inestimable proceso para “llegar a ser quien se es”; apotegma medular en su pensamiento final, con todos sus ecos délficos y, por descontado, también con su nítida invocación de Aristóteles.[6]

            Pues Savater advierte que los “peligros de la democracia” brotan y se nutren en la ignorancia y en la miseria —tanto monta, monta tanto, añado yo—; por cuanto en esta pareja anida la pútrida amenaza contra el “llegar a ser quien se es”; o sea, contra ese reconocerse en libertad —es decir; en democracia, único sistema por deficiente que aparente y hasta sea que la garantiza— y, como consecuencia, para emprender una vida “alegre” o moralmente virtuosa. Ánimo eutrapélico que nuestro autor expresa con la máxima de Oscar Wilde de si se es dichoso se es bueno; cuando, al contrario, no siempre se cumple[7]. Paradoja que se conjuga perfectamente con la didáctica ironía empleada por Savater en sus artículos.

 


                          
                  Fernando Savater. Fuente: La Razón.
 

            No obstante, Savater ya eligió la alegría en lugar de la felicidad de los grandes tratadistas éticos como la aspiración moral durante La tarea del héroe, tanto porque la voz expresaba mejor las demandas de Nietzsche que animan este crucial ensayo, como porque se la había mostrado Spinoza con su inmanente laetitia.[8] Concepto mucho más contenido que los ditirámbicos nietzscheanismos; aunque, sopesado con calma, resulta ontológicamente tan o más opuesto a la ideal, y por tanto inalcanzable, felicidad. Pero, además, alegría, por su cotidianidad, armonizó y ha armonizado mejor con su habitual manifestarse en los diarios y en otros medios.

             Por eso opino que, en este respondón[9] llamado Fernando Savater, la práctica de un género —el apresurado periodismo— ha modulado —y hasta empujado— su pensamiento; el resto, y no menos importante, han sido sus abundantes y bien digeridas lecturas.



[1] Savater, F. (2008) Mira por dónde. Autobiografía razonada. p. 20. Madrid: Punto lectura.

[2] Savater, F.  (1981) La tarea del héroe. p. 183. Madrid: Taurus.

[3] Savater, F. (21 de marzo de 1988) Silencio por minutos. El País.

[4] Ortega y Gasset, J. (1966) El quehacer del hombre. Grabación sonora para El Archivo de la Palabra (1932). Obras Completas; Tomo IV. p. 366. Madrid: Revista de Occidente.

[5] Savater dice concretamente “infiltrado”; Mira por dónde. p. 25. Op. ctda. en 1.

[6] Fernando Savater introduce el “llegar a ser quien se es” en la página 55 de Humanismo impenitente; expresión que nos refiere de inmediato al hilemorfismo aristotélico. No solo eso; su título anterior, Ética como amor propio recoge sin atisbo de dudas la φιλαυτία (amor propio), concepto analizado por el estagirita, en el libro IX de la Ética a Nicómaco, donde concluye que los virtuosos son los mejores amigos de sí mismos, como además se comportan con los amigos como si fuesen propiamente ellos. De otro modo no obrarían virtuosamente, provocando una perniciosa convivencia que afectaría a la necesaria paz política y, por tanto, a su existencia. Razonamiento que ya había asumido Fernando Savater en su reconocerse “en el otro”—o sea, en realizarse entre y con los semejantes—, en La tarea del héroe, como conquista imprescindible para fundamentar el buen ejercicio político.

[7] La sentencia de Oscar Wilde es: “Cuando somos dichosos siempre somos buenos, pero cuando somos buenos no siempre somos dichosos”. En El retrato de Dorian Gray; Barcelona: Orbis; 1982, p. 132.

[8] Spinoza sustenta su ética en una dualidad de pasiones: Laetitia y Tristitia; o sea, “el conocimiento del bien y del mal no es otra cosa que el afecto de alegría (laetitia) o de tristeza (tristitia), en cuanto somos conscientes de él” (Ethica IV Proposición 8); es decir, algo es bueno porque nos alegra, y malo porque nos entristece; la categoría moral se la otorga nuestra razón al reconocer el efecto. Y así aclara lo sentenciado en páginas anteriores: la alegría es una pasión por la que el alma alcanza a una mayor perfección (Ethica III Proposición 11).

[9] Así se califica en Mira por dónde. pag. 18. Op. ctd. en 1

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