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jueves, 20 de marzo de 2025

GARRIGÓS, EMBAJADOR DE LA CULTURA RUMANA. Por José María Piñeiro. Ágora N. 32. Nueva Col. En homenaje a Joaquín Garrigós Bueno / 19

 

                     Joaquín Garrigós, a la puerta del Instituto Cervantes en Bucarest (antigua sede), cuando él lo dirigía. Foto: Cortesía de Gema Benito

 

 

GARRIGÓS, EMBAJADOR DE LA CULTURA RUMANA    

                                             

     Por José María Piñeiro

 

 

Llega un momento en la vida en el que uno no para de despedirse de conocidos, familiares y amigos: el tiempo, por pura inercia, hace balance en nosotros. El “para siempre” de tales despedidas es lo que choca con nuestra calibración de lo real: curiosa resulta aquí la doble significación de duelo. Lloramos una pérdida, pero también luchamos anímicamente contra lo ocurrido: el duelo de nuestra resistencia y poder de esperanza contra la muerte.

Aceptar que nuestro amigo Joaquín Garrigós ya no esté y ese “no estar” sea definitivo, me parece algo tan grosero y vertiginoso a la vez, que me cuesta admitirlo como algo real. La lista de personajes de referencia en el ámbito cultural y general empieza a ser cuantitativamente temible: Javier Marías, Sánchez Dragó, Agustín García Calvo, Leopoldo María Panero, Umberto Eco… O sea, que ese paso del tiempo, marca las nuevas edades a las que tenemos que adaptarnos y pienso, desde la invocación a la lucidez, que no tenemos más remedio que admitirlo estoicamente.

Cuando evoco la figura de Garrigós me viene a la cabeza una suerte de triángulo en cuya formación no deja de intervenir el misterio. Me explicaré. Los tres vértices del triángulo lo conforman el propio Garrigós, la revista que publicábamos, Empireuma, y “lo rumano” entendido estéticamente, a través de su música y de su literatura. El que todo ello fuera a converger a través de la pura intervención del azar es lo que todavía me sorprende.

De crío me fascinaban los llamados, todavía hoy, “países del este”. Sus lenguas, su folklore, sus escritores y compositores, conformaban una pléyade caracterizada sobre todo por su rareza, por su infrecuencia en nuestros lares. Con el titán ruso había que hacer una excepción, pues todo él suponía el universo por antonomasia de lo eslavo. Pero en el conjunto de los países del este había algo más que expresiones culturales eslavas, había, precisamente, otras expresiones que no eran eslavas: A principios de los años noventa descubrí la música popular rumana. En las rebajas de un centro comercial hallé unos cuantos cedés cuyo origen, en principio, no identifiqué.

        Eran discos de música rumana, interpretados por el virtuoso de la flauta de Pan, George Zamfir. La música no sólo era bellísima sino alucinante cuando los intérpretes decidían emprender el ritmo, tocando a toda pastilla. Me subía por los techos escuchando aquellas tronadas supersónicas de violines, taragots, tubas, saxofones, cimbalones y flautas. Mi obsesión a partir de aquel hallazgo fue rastrear por todos los sitios, en donde fuera que pudiera encontrar más música procedente de Rumanía. Recuerdo cómo, en mi pasión, mitifiqué a George Zamfir, no sabiendo si estaba vivo o muerto, si todavía continuaba grabando discos. Y recuerdo ahora con melancolía, cómo una tarde en la que paseábamos Garrigós y yo por la glorieta de Orihuela, me dijo que tenía montones de discos de música rumana y también de Zamfir, pertenecientes a la era comunista y que los había conseguido por menos de un euro cada uno. Aquella afición mía por la música rumana coincidió en el tiempo con la venida de ciudadanos rumanos a España, en espera de que su país ingresara en la Comunidad Económica del continente. Apenas entrado el nuevo milenio, y con nuestra revista en su período más brillante y maduro, a través del cronista oficial de Orihuela, Antonio Luis Galiano, supimos de la existencia de Joaquín Garrigós, cuñado suyo y licenciado en filología rumana. Garrigós llevaba años traduciendo literatura rumana, especializándose en la obra narrativa de Mircea Eliade. Las novelas y cuentos de Eliade se publicaban en la editorial Kayrós, entonces muy brillantemente activa. Una sorpresa fue, entonces, la de enterarnos que quien hacía accesibles al lector español la obra literaria del gran intelectual rumano, fuera un oriolano. Fue gracias a nuestro paisano que presentamos una buena tarde, en exclusiva, en una librería de Orihuela, hoy desaparecida, La Oropéndola, la edición de Diario Portugués, de Eliade, antes de que se hiciera lo mismo en Barcelona, ciudad en donde se encuentra la editorial.

 

El primer contacto con Garrigós fue a través del teléfono. Quedamos él y yo en vernos en la puerta de la biblioteca municipal de Orihuela. Apenas encontrarnos se sorprendió de la juventud -entonces, ay - de los miembros que realizábamos y diseñábamos la revista literaria Empireuma, y no se explicaba que una publicación semejante se hiciera en nuestra ciudad. La ciudad de Orihuela siempre arrastró la fama decadente de haber sido ciudad universitaria y señorial, además de sede del Obispado alicantino. Lo que hizo la obra novelística de Gabriel Miró fue consagrar estos estereotipos a través de un florido y denso abanico de motivos: monumentos, iglesias, plazas, calles y fiestas, junto a la característica idiosincrasia de una aristocracia varada en el tiempo.

La revista que en principio tanto extrañó a Garrigós se convirtió en destino de múltiples traducciones e inéditos, en mensajera de la última literatura rumana. Que yo sepa, fue Empireuma quien empezó a dar a conocer a autores rumanos actuales antes que ninguna otra publicación lo hiciera y fue gracias a Garrigós, pues a fines de los noventa y primera década del 2000, apenas había traductores del rumano directamente al español. Recuerdo cómo una noche, en uno de sus programas televisivos, Sánchez Dragó tildó a Joaquín Garrigós como el embajador de la cultura rumana. Había sido invitado, pero por motivos de salud u otros, no pudo asistir.

Resulta curioso comprobar cómo no ha sido un oriolano solo el que nos haya comunicado en vivo con la cultura rumana contemporánea: Trino Trives, director de teatro y ocasionalmente, también traductor, quien introdujo la obra de Samuel Beckett en España, conoció en París a Ionesco, uno de los más destacados innovadores del teatro que apareció tras la posguerra, el llamado teatro del absurdo. Trino me contaba que en una ocasión se quedó encerrado junto a Ionesco en la casa del propio Ionesco. Alguien se había llevado todas las llaves y cerrado por afuera. Dando gritos por el balcón pudieron llamar la atención de los que pasaban por la calle. “Quedarse encerrado sin poder salir, en casa de Ionesco junto con él mismo: eso sí que es una obra teatral del absurdo”, me decía Trino.

Aquella coincidencia en el horizonte del tiempo: música rumana, inmigrantes rumanos llegando a España, traductor del rumano al español, prácticamente, en casa, llegó a su eclosión significativa con el viaje que hicimos a Rumanía, gracias, de nuevo, a la invitación de Garrigós. Se celebraba en Bucarest una feria de revistas literarias. Si llevábamos la nuestra ya con publicaciones de narrativa y poesía rumanas al español, podríamos participar con los auspicios del Instituto Cervantes cuyo presidente era entonces Joaquín Garrigós y publicitar nuestro trabajo en común a ojos de todos los rumanos.  El viaje a tierras tan singulares, efectivamente, se hizo. Fuimos yo y José Luis Zerón, el director de Empireuma. Las incidencias del periplo las relatamos en un número especial de la revista. Recuerdo, chistosamente, cómo las faunas locales experimentaron un curioso intercambio: el aeropuerto rumano de Otopeni, estaba lleno de cuervos y en su restaurante sonaba música latina a todo trapo; en el aeropuerto de Alicante, un gran murciélago planeaba insistentemente sobre nuestras cabezas mientras se hacía la hora de tomar el avión. Al llegar a la capital, Bucarest nos pareció una especie de París desangelado: había muchas grandes casas y palacios pero abandonados, vacíos. Al querer pagar con euros, la gente mostraba cierta extrañeza, incluso temor: la chica de la librería se escondió literalmente tras el mostrador cuando le sugerí pagar con euros los libros que quería llevarme. Tan sólo un par de años después, Rumanía ingresaba en la Comunidad Económica Europea, aceptando la moneda común. El viaje por ciudades y lugares del país en compañía de Garrigós, de periodistas y poetas rumanos, fue trepidante: visitamos monasterios ortodoxos en la montaña, con comunidades, respectivamente, de monjes y monjas; comimos y cenamos en universidades del norte, en Suceava; pasamos por la región en que nació Paul Celan, nos paseamos por cementerios judíos perdidos en el bosque… Aquel viaje a Rumanía en 2006, fue el último gran encuentro que tuvimos con Garrigós. Cuando dejó de ser el presidente del Cervantes de Bucarest y regresó a Alicante, nos vimos un par de veces más: Garrigós invitó a poetas y traductores rumanos a conocer Orihuela. Recuerdo, también, varios encuentros junto a otros amigos: una cena con el corrosivo e ilustrado escritor argentino Blas Matamoros o el traductor Mario Merlino.…

 

En los últimos años se produjo el definitivo reconocimiento del trabajo de Garrigós. Nuestro amigo recibió una o varias distinciones por su labor como traductor. Precisamente, entonces, los traductores del rumano literario se habían multiplicado. Garrigós conoció, pues, a la generación que iba a sustituirle. En una breve entrevista que publicamos en Empireuma, yo le pregunté cómo se le ocurrió estudiar filología rumana. Él contestó que el idioma rumano no le pareció complicado y además, casi no existían estudiantes que fueran a especializarse en filología rumana. Esta concepción de la accesibilidad del rumano, una lengua romance, la supo manifestar en sus escasas traducciones de poesía. Al leerlo, yo notaba “el estilo” de Garrigós: llano, directo, nada amigo de evoluciones perifrásticas.  Así también era él, sin gestos elusivos, espartano incluso, y libre siendo de este modo. Su residencia en Bucarest era un caserón grande y viejo. Si no recuerdo mal ni siquiera tenía televisión. Este carácter, digamos, según cierto estereotipo ibérico-senequista, recorta con fidelidad su figura en el recuerdo pero no impide que en el ámbito de la cultura oriolana, también sea considerado un raro, pero un raro no marginal sino poseedor de un currículum más que notable. Un raro que celebro haber conocido, así como haber sido testigo de estos lazos curiosos entre una provincia española y la alta cultura de un país también “raro” como Rumanía y sobre el que pesan, todavía, engañosos prejuicios.   

 

 


José María Piñeiro (Orihuela, Alicante, 1963). Ensayista, crítico literario y poeta. Autor de Suma de auras (Frutos del tiempo, Elche, 2023). En 1985 fue uno de los fundadores de la prestigiosa revista Empireuma, junto con Ada Soriano y José Luis Zerón Huguet. Ha publicado también el libro de aforismos y fragmentos de reflexiones estéticas: Ars fragminis (2015, Ed. Celesta). En poesía, ha publicado, entre otros poemarios, Las raíces del velo (2019, Ed. Celesta), Profano demiurgo (2013) y Margen harmónico (2010). Fue Premio Andrés Salom de Ensayo breve en 2011. Colaborador habitual de Ágora con su serie Breviarios.

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