LA CASA MUERTA
Paso a paso llegué a la casa un día
No habiendo nadie y con mi poca altura
Abrí la puerta y penetré en la oscura
Casa que estaba en su interior vacía.
Carlos Edmundo de Ory. La Casa Muerta.
No recuerdo bien porque los recuerdos se amontonan en mi memoria, a estas alturas de mi vida aquejada por tantas impertinentes lagunas. Quizá fuese por la Sierra del Pericay o por la de la Culebrina, colindante al pantano del Valdeinfierno, aunque me inclino a pensar que aquel episodio me aconteció por la falda del Gigante, en su ladera este, próxima al río Luchena.
Me había escabullido del pesado y parlanchín grupo de senderistas domingueros y, lejos de ellos, solo como en mí era costumbre, caminaba en silencio por una senda entre altos pinos. Oía el crujir de las secas acídulas bajo mis botas; oía el interrumpido murmullo del silencio por el silbido de las conspicuas merlas o por el sostenido floreo de las caverneras. Caminaba despacio, disfrutando del sol oblicuo de la tarde y del último esplendor de su luz violenta sobre el bisel desnudo de los galayos. Las paredes en arista cincelaban extrañas formas. Sentía la paz del monte; me encontraba en calma. Sin embargo, una oscura desazón me indicaba, conforme avanzaba por la senda aquella, que esa calma no duraría. Al paso me salieron, veloces, unos arruís. Esa circunstancia, el paso veloz de los arruís, la interpreté como un augurio. Quedé un momento pensativo y hubo un remover de algo no demasiado definido dentro de mis entrañas. Un acontecimiento inminente estaba a punto de suceder; un acontecimiento que me produciría una conmoción, de algún modo. Lo presentí. Seguí andando por la sombreada senda. Respiraba el aire cristalino, mis pulmones se llenaban de frescura, de aire puro; sentía la sangre circular por mis arterias y venas, la sístole y la diástole del corazón.
A la vuelta de un recodo, tras ascender un suave repecho, la senda desembocó en un calvero. La vi entonces. Se elevaba sobre rotas gradas. Una casona en ruinas, vieja, destartalada, tétrica; de ella emanaba una atmósfera de intensa melancolía. Tenía dos plantas y aún conservaba los restos de la buhardilla, pero su techumbre estaba medio desarbolada y ofrecía al inmisericorde cielo, oscurecido de repente por una espesa nube, gruesas colañas. Donde hubo ventanas, quedaban oquedades; cascotes y escombros se esparcían por el suelo, quebradas tejas, ladrillos destrozados, vidrios rotos, entre los que afloraban los marrubios y cenizos. Desde un seco arbusto, unos arrendajos elevaron el vuelo. Me tomó la tristeza sin saber cómo y, cargado de una inadvertida urgencia, aceleré el paso. Atravesé una desolada era poblada de cardos, de matojos sin nombre, de bojas, y, mientras oía los gárrulos gritos de los ominosos pájaros, su sonoro parloteo, y sentía su extraña compañía insistente (volaban en círculos por encima de mí), me dirigí hacia el hueco de lo que antaño ocupaba la puerta de entrada de la vieja casa.
Frente a la fachada de la casona vieja, me estremecí. Sentí, sobrecogido el ánimo, un temor sagrado. Pensé en las gentes que la habitaron y que, cubiertas de hollín o de ceniza, ya bajo la tierra, habitaban el mundo de las nieblas. Fue entonces cuando multiformes risas me invitaron a traspasar el umbral en sombra; eran risas y voces oscuras que retumbaron en el interior de mi cabeza y demolieron mi cordura. Un último rayo del sol lanzó su astil e incendió las trizas de algún cristal. Chillaba el coro de arrendajos.
El horror late dentro de estas casas viejas. Tuvieron tiempos felices, y fueron edificadas con anhelo y presteza. Pero los hombres que pusieron sus brazos y esperanzas en elevar las piedras de sus muros, dóciles al mandato de la ilusión, murieron hace tiempo y ahora son huesos descarnados o polvo, y al igual que estas casas caminan a disolverse prontos, a difuminarse en un pretérito indefinible y arcano. Ellos son los fantasmas del pasado, vagos cascarones sin hálito de vida que hablan con voces tenues y susurran enigmas. El tiempo los deshabita lentamente y cada vez suenan más lejanos; apenas se les oye, pero si con atención se tienden los oídos, vienen y se acercan y musitan sus historias con extrema nitidez. En estas casas las tardes avientan el llanto y la tristeza; en alguna de sus ventanas suele aparecer un rostro de joven mujer que siempre mira hacia la soledad y, antes de que resbalen las lágrimas por sus ojos y doren sus mejillas, el sol lo ilumina con una extraña caricia en el intento baldío de despertarlo de la muerte. Estas sensaciones se acentúan en las tardes cortas y oscuras del otoño. También llueve a menudo en estas casas viejas y, entonces, cuando la luz pierde su difuso brillo y la sombra avanza, se opacan y aparece en ellas el misterio congregado, el enigma que convocan esos fantasmas del pasado que tan tenuemente las habitan.
Un zumbido de moscas me saludó al traspasar el umbral de la casa muerta. En el antiguo zaguán se amontonaban los restos de una hoguera y groseras pintadas ascendían por las paredes entumecidas; dispersas estaban las latas, las botellas, los platos y plásticos, que habían abandonado gentes de acampada. Obvié aquella desolación y, al tiempo que el golpe repentino de un marchito lirismo me hizo de nuevo estremecer, penetré en la oscuridad de las entrañas de la casa muerta.
Meses después, y porque la memoria es ubicua, rememoré aquellas sensaciones y compuse un poema:
LA CASA MUERTA
La tarde cae oblicua
y se apoya sin alma contra el muro.
Se fatiga la luz contra las piedras.
Los escombros. Las tapias. Los relumbros
del sol en los cristales, hechos trizas.
Cascotes y cemento
se apilan. Zumban moscas. Tejas rotas.
Vuelan vencidos pájaros de tarde
y gritan. Flota el polvo.
Hasta la puerta me he llegado, lento
hueco donde abre su vacío y tiembla
umbral sonoro. Voces hubo. Palpo
no más amor que el necesario
ni más tristeza que la justa:
al espacio que ofrece una mirada
la música de antaño convoca la memoria.
No fui feliz.
Grandes boquetes en la sombra arañan.
Se amortigua la tarde
y penetro más hondo, más adentro.
Palidece la luz, avanzo solo.
Estoy solo. Sin sombra. Con sombra. Solo. Solo.
Cuando gimen y crujen las maderas
acumulo tristeza y trastos viejos;
medroso el pensamiento atisba en los rincones,
propone sus enigmas en la estancia.
Estoy solo en las sombras de esta casa;
terror de niño que descubre impávido
unas pintadas: falos y vulvas al carbón,
tiza negra por las paredes, símbolos
que convoca la soledad, el tedio,
para pedir un gesto de ternura.
¿Acaso no es así?
El corazón, a veces, se ilumina.
Unas latas, los restos de una hoguera,
vidrios rotos…
¿Qué queda de la infancia?
Por Jesús Cánovas Martínez, filósofo y poeta.
Jesús Cánovas Martínez ha publicado en 2024 Toda mi vida matando tontos y ahora voy y me convierto en un conspiranoico y otros relatos del encierro (Círculo Rojo). Nacido en Hellín (Albacete), en 1956, ha tenido la suerte de ganarse la vida explicando esa cosa que le fascinó desde adolescente: la Filosofía. Paralelamente a esta faceta docente cabe destacar su entrega a la Literatura. Así, hasta la fecha, de su autoría han aparecido nueve títulos de poesía (A la desnuda vida creciente de la nada, La luz herida, Fanal de la aventura, Convocada soledad…) y siete de narrativa (El quinto camino, El Baboso, Tres tandas de Aires del sur). Tiene unos cuantos más en el cajón y amenaza con sacarlos a la luz. Ha pertenecido a algunos grupos y asociaciones literarias (Espartaria de Poesía, Taller de Arte Gramático, Asociación de Escritores de Cartagena, PALIN Asociación de Creadores y Artistas). Ha ganado algún galardón literario de los que se siente orgulloso: II Premio Nacional de Cuento Ciudad de Hellín (1981), XIX Premio Nacional de Poesía “Aurelio Guirao” de Cieza (2015) y I Premio Nacional de Poesía “José María Cano” de Murcia (2021).
Para adquirir el último libro de Jesús Cánovas: Toda la vida matando tontos y ahora voy y me convierto en un conspiranoico...
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