EL ‘EFECTO CORIOLIS’ EN LA
ESCRITURA DE
CONCHA GARCÍA
Por José Enrique Martínez Lapuente
Ciudad que se oye como un verso.
Calles con luz de patio.
Jorge Luis Borges
«Montevideo», Luna
de enfrente
La obra de
Concha García comprende registros que integran, cada uno de ellos, una variedad
proteica de temas, atmósferas, emociones, sentimientos, imágenes e impulsos que
articulan un corpus cuyo estudio ha despertado el interés de no pocos críticos
españoles y americanos. No es éste el momento ni el lugar de hacer un balance,
siquiera sea somero, de sus muchos talentos narrativos en el ámbito del universo
poético. Doctores tiene la Ciencia, y profetas la Academia, para encarar esa
labor, tan delicada como apasionante. No obstante, y con independencia de lo
aportado a lo largo de sus muchos poemarios, el libro que hoy nos ocupa, La lejanía (Cuaderno de Montevideo),
constituye no sólo un palpitante dietario poético sino una guía para comprender
mejor y, en consecuencia desvelar, algunas claves de su escritura.
Los manuales al
uso, o enciclopedias virtuales tan en boga en nuestros días, nos explican el
‘efecto Coriolis’ como esa acción que la rotación de la Tierra ejerce sobre los
objetos que se mueven en su superficie, la cual hace que en el hemisferio Norte
esos objetos curven su dirección de movimiento hacia la derecha, y, en el
hemisferio Sur, hacia la izquierda. Así, cuando un objeto inicia un movimiento
apuntando en una dirección concreta en el hemisferio Norte (la bala disparada
por un cañón sería un buen ejemplo de ello), la trayectoria real resulta, sea
cual sea esa dirección, curvada hacia la derecha respecto a la dirección
inicial. Por supuesto, idéntico efecto, pero de signo contrario, lo obtendremos
en el hemisferio Sur.
Esta breve
introducción a una noción científica de dominio común se hace necesaria cuando,
apenas abierto este libro de Concha García, nos encontramos con esta meditación
deslumbrante:
Abro el grifo del lavabo y dejo correr el
agua para observar si realmente desagua en sentido contrario al del hemisferio
norte. Cuando era una niña tenía la fantasía de que en el hemisferio sur
encontraría a mi doble. [...] Veo que sí, que el agua gira al contrario de las
agujas del reloj. Este fenómeno tiene el nombre de “efecto Corioli”. Busco
intensamente a mi doble y recuerdo que hace unos años, en Buenos Aires,
caminaba despistada en un centro comercial cuando, al bajar una escalera, me vi
reflejada en un gran espejo. Por un instante pensé que yo era aquella otra.[1]
En La lejanía (Cuaderno de Montevideo) el
agua del recuerdo gira, exactamente, en el sentido inverso al de las manecillas
de un reloj: no es el pasado quien responde a las invocaciones del presente; es
«lo real de este instante que se esfuma»,[2]
el presente, quien vuelve al pasado y en él se disuelve:
Washington, Cerrito, Piedras, 25 de
Mayo... Nombres desconocidos que merodean en mi memoria preguntándome por su
significado y me llevan al final de aquella calle de mi infancia. ¿Dónde está
aquel cielo azul? ¿Es este mismo cielo que como una corona brillante e
invisible refulge en el río de la Plata?[3]
Este libro se
abre, entre otras, con una cita más que oportuna de Samuel Beckett. Esa cita
nos recuerda que «no viajamos por el placer de viajar; somos imbéciles, pero no
hasta ese punto». Concha García parece confirmar lo ajustado de la misma cuando
confiesa:
La primera vez que estuve en el Río de la
Plata fue en un sueño: había dormido en la bodega de un transatlántico antiguo
y me acababa de levantar. Noté un balanceo suave en todo el cuerpo. De repente
me encontré en cubierta. Vi el horizonte en plano inclinado y el agua no era
marrón sino azul, como la del mar Mediterráneo. La impresión que me dejó
aquella imagen todavía enfatiza los colores de aquel día soñado. Todo relato
vuelve a la niñez. Atraviesa varios lugares hasta que se convierte en un
espacio visible y reconocible.[4]
En efecto, «fue
en un sueño», es decir, en una dimensión imaginaria, onírica y desconocida,
pero no menos real de lo que entendemos por realidad,
donde Concha García realizó un deseo: el de buscarse en esa otra que aparece y desaparece en un
juego de espejos y de la que breve, fugazmente, tuvo cumplida noticia en la
visión efímera, huidiza, experimentada ante el azogue de una luna en un centro
comercial de Buenos Aires. Es en ese momento de su experiencia cuando tiene
lugar, mediante la práctica de la escritura, el encuentro con esa doble que aparece en el hemisferio Sur y que es
el resultado, la sedimentación, de todo cuanto ha sido deseado, perdido,
soñado, sentido, visto, recordado y vuelto a perder en la masa verbal del texto.
En este sentido podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no es la escritora
Concha García, sino esa otra que mora
y discurre en los secretos rumores del sueño, la autora del texto que nos ocupa.
Sin embargo, para desplegarse plenamente, esa experiencia tiene lugar desde el
núcleo palpitante de la vivencia en el corazón de la gran ciudad del Sur:
Montevideo. No puede ser sino de esa manera, entre otras razones porque,
ubicada en Barcelona, esa escritura, en la medida en que busca y persigue su
objeto, éste se desplaza, tal y como describe el ‘efecto Coriolis’, hacia el
hemisferio opuesto, hacia el profundo Sur, hacia ese espacio abierto a la
aventura de la libertad; del conocimiento en libertad.
Es importante
resaltar este aspecto para comprender ese fenómeno, por otra parte bien
conocido, de desplazamiento: en la medida en que su poesía busca la razón de su
origen, de su vigilia y desvelos, ésta parece escaparse de las manos que
escriben para apuntar hacia un destino oculto, ignorado, cada vez más distante
y, sin embargo, paradójicamente, cercano: metonimia que trata de designar, bajo
la evocación de otros paisajes, gentes, encuentros, cielos poblados de nuevas
promesas, lo indecible de su deseo. Poesía, sí, que se articula sobre la
superficie de un campo proyectivo cuya trama significante, anudada alrededor de
una constante línea de fuga, explora, hasta descubrirlos como propios,
territorios inicialmente lejanos y extraños.
En un primer
momento, lo extraño de ese territorio aparece desde el centro mismo de su
experiencia. Se constata que el fenómeno que tenía lugar en su punto de origen,
ese objeto que se busca y se escurre como agua entre los dedos, y que no
simboliza otra cosa que el sentido de la propia existencia, acontece de nuevo,
siguiendo, casi al pie de la letra, la pauta establecida desde el punto de
partida en otro tiempo. Así, esa voz que desanuda con dolor los entresijos de
sus recuerdos, confiesa emocionada:
Escucho el aleteo de las aves que llegan
con la primavera mientras noto el sol y la luz en mi cuerpo. Pero la luz de aquel tiempo ya no es. Se repite la
sensación. Al desvanecerse el pasado en escenas desordenadas y fragmentarias,
se pone de manifiesto que el recuerdo no acerca aquellos días a lo real de este instante que se esfuma. Entonces la
memoria me hace mucho daño y no sé dónde dejarme caer para consolarme. Me
angustio.[5]
La angustia,
precisamente. Que aparece en escena como una invitada no deseada cuando la vida
desfila ante nuestros ojos como «una situación de provisionalidad, un
detenimiento forzado de momentos estelares de desasosiego».[6]
La angustia, esa
aparición de lo real, innominada e innominable, que deja el presente vacío.
Vacío de sentido y de historia (que hace de la historia, de la historia de
cualquiera, una historia sin sentido), y que, como un agujero negro, abduce la
materia dinámica y viva de nuestra existencia en aras de un funesto designio,
ignorado e ignorante de nuestra suerte en la espiral de un círculo infinito.
Sólo cuando la
ficción del presente, de su retórica hueca, se constata como un pomposo
artificio para mayor gloria de la iniquidad y la mentira, entronizadas en el
altar de una identidad aleatoria y mezquina que el Poder consagra como
trascendente o divina, la Vida se libera de falsas ataduras. Entonces, y sólo
entonces, la otra que nos habla desde
el espejo puede decir esto: «Camino como si volviese a nacer: todo me es
ajeno.»[7]
Y puede decirlo, en efecto, porque la cualidad de su palabra puede captar
aquello que la historia oficial no cuenta, todo cuanto permanece como no dicho
en el muro del silencio. Así, cuando esa voz que destila sus vivencias al calor
del recuerdo entra por vez primera en la plaza Zabala, nos confía, como en un
relámpago, esta revelación radiante:
Me siento frente a la estatua del
fundador de Montevideo Bruno Mauricio de Zabala. Hay que mirarla dando un rodeo
para descubrir las alegóricas figuraciones, construidas en piedra y hierro, que
te sugieren un pasado basado en la Conquista, en la muerte al enemigo y la
expulsión de los habitantes originarios; y por último, en una obediente clase
trabajadora que ha construido sus propios símbolos humillantes bajo las órdenes
de otros con muchísimo más poder.
[...] el rostro de bronce del héroe me
parece altivo sobre la cabalgadura hierática. Ambos, hombre y caballo, forman
un conjunto compacto y temerario. La verja que rodea la plaza está pintada en
color verde. Miro de nuevo hacia el cielo azul que refulge en el brillo de la
cabalgadura del jinete. ¿Cómo se funda una ciudad? ¿Siempre echando a los que
ya estaban? ¿También se funda así un territorio? ¿Un país?
Quizás por eso no me ubico. ¿Cómo lo
hicieron para que los demás se dobleguen y obedezcan, para que admiren y teman
al mismo tiempo?
[...] Esta cabalgadura con el jinete es
pura ficción. ¿Todos los símbolos de una ciudad son ficción? Entonces, no estoy
tan equivocada. Mis paseos son reales.[8]
Llegados a este
punto de la exposición, podríamos, como lectores, seguir el movimiento inverso sugerido
por el ‘efecto Coriolis’ y preguntar con esa voz que tanto nos emociona a lo
largo de su relato: ¿Cómo se funda un sujeto? ¿Qué hacer para seguir fiel al
rumbo del propio deseo y no doblegarse ni obedecer ante el miedo que nos
infunde lo terrible, a veces, del poder ajeno? Éstas, y otras preguntas, hallan
su respuesta en la ficción que constituye toda realidad como férrea construcción
de la fantasía. Y aquí es donde el movimiento que comenzó en el hemisferio
Norte se detiene para completar, en el hemisferio Sur, su recorrido. Por fin
ese movimiento ha encontrado el objeto de su búsqueda como algo definitivamente
perdido, y que sólo la asunción de su pérdida permite la conexión con lo real
del mundo: «Habito en una invención y a fuerza de creer en ella la hago real.»[9]
La vida, pues, gracias
a esa invención —invención que es producto de una pérdida— puede brotar otra
vez. También el amor. Porque vida y amor
no son otra cosa que invenciones del Universo. A cambio sólo nos pide aceptar
su objeto como algo perdido de antemano, algo que habrá que buscar y construir
a lo largo del tiempo y sin garantía de permanencia alguna. Sólo entonces la «rueda
del miedo», rescoldo del pasado, presente también en la ciudad de Montevideo,
deja de prefigurar un destino
inexorable. La experiencia, al fin, puede librarse íntegramente a su vuelo y
habitar el mundo que la rodea: plazas y calles, monumentos, bares,
restaurantes, comercios, gentes del campo y la ciudad, recuerdos de otra vida
en otro tiempo, se iluminan bajo otra luz. Otra luz, otro tiempo. El tiempo de
la infancia recobrada, la luz que abre su vientre por vez primera para alumbrar
el mundo... la escritura que lo crea, la paz que lo redime, el instante de la
revelación, puro como un rayo sublime en la faceta del diamante que lo recibe.
Desde la lejanía,
desde una de las capitales del Nuevo Mundo, el movimiento inverso que
experimentan los objetos por la acción de la rotación de la Tierra ha
producido, en la escritura de Concha García, entre otros, este libro, donde las
palabras —lúcidas, de una belleza cruel, por momentos salvaje— duelen. Duelen
con el dolor que da la vida verdadera, el tiempo irrepetible de todo cuanto
«fue una vez y ahora nunca más»;[10]
el justo tiempo humano que vuelve a nacer y renacer para encontrar en las
páginas de este diario la espuma de los días, las olas del mar, el mar de la
vida.
©José Enrique Martínez Lapuente
Barcelona, 28 de Noviembre de 2013
[1] Concha García, La lejanía
(Cuaderno de Montevideo), Ediciones Carena, Barcelona, 2013, p. 19.
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