REMEDIO CONTRA LADRONES DE CASAS
Entonces, mi madre, con aplomo, mandó en voz alta: "¡Antón, trae la escopeta!". Como del oficial a su ayudante, esa orden fue dicha con rutina natural, sin apenas alterar el tono respecto a otras órdenes domésticas.
Sin embargo, esa vez, mi buena madre estaba sola en casa, y lo que ocurrió fue que, mientras iba de un lado a otro en alguna de sus faenas, entre el patio interior, la cocina pequeña y la cuadra -las tres zonas más prácticas de la casa de huerta cuya disposición recordaba en cierto modo la de la vivienda hispano-romana centrada hacia el interior- alguien extraño, un intruso, se deslizaba por el tejado y estaba a punto de saltar al compluvium, que mi padre había hecho techar con uralita transparente para cubrir el cielo desde la puerta del patio a la cocina de diario donde estaba la chimenea de leña. Otra posibilidad era que el extraño saltara directamente de la media altura del tejado de esa cocina o que, sencillamente, pusiera ambos pies en el piso firme de la terraza, donde había un espacio para tender la ropa, que también servía de secadero de panochas o patatas, y una pequeña covacha o habitación trastero, y bajara a sus anchas por la escalera que daba a aquel patio interior que era el corazón de la casa. Esta, desde su construcción a principios de los setenta del siglo pasado, no había sufrido ningún robo. Mi familia se había acostumbrado a no tener perro desde que murió Tarzán, que llegó siendo cachorro a la casa. Solo recuerdo un pequeño sobresalto una noche. Aún vivía Tarzán y precisamente fueron sus ladridos, quizá -no tengo certeza ahora-, unos ladridos de perro desacostumbrados en aquella tranquila noche de verano y en aquella casa solitaria en un carril de huerta y tan segura como un cuartel, lo que provocó que mi padre se tirara de la cama, cogiera la linterna y que me pidiese que le siguiera por si tenía que sostenerle la luz... (yo tenía por entonces diez u once años pero estaba ya ducho en acompañarle, linterna en mano, a regar cuando le daban turno como a las tres de la mañana, en plena noche oscura. Más que a regar, en realidad era a encender el motor, rito obligado para que el milagro del agua se hiciera efectivo. Luego, el riego se producía solo, durante un par de horas. Volvía mi padre entonces, sobre las cinco, antes de irse a trabajar a la fábrica y ya sin volverse a acostar después. Pero para aquella vuelta no me solía despertar).
Mi padre y yo nos asomamos al carril, muertos de miedo en verdad los dos, olvidando que otras muchas noches habíamos salido por él y recorrido en la oscuridad la pequeña distancia hasta la casilla donde estaba el motor de regar. Bajaron de una furgoneta dos hombres rubios, altos, al mismo tiempo que una mujer al volante apagaba el motor y las luces del vehículo. Tenían aspecto de hippies cuando se acercaron. Nos dijeron, chapurreando el español con el francés, que se habían perdido, creyendo que por ahí continuaba la carretera que venía de Almería a Murcia.
Muchos años después, como unos diez o doce años después, mi madre estaba sola en la casa, en pleno día, y de arriba llovía un verdadero ladrón de desconocidas proporciones.
Fulgencio Martínez López
14-5-2023
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