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jueves, 31 de octubre de 2013

PRESENTACIÓN DE "LOS DEMÁS DÍAS", DE Antonio García Soler, en el Museo Gaya


Hoy, Jueves 31 de octubre, se presenta en el Museo Gaya de Murcia, a las 20.OO hrs.(hora de España) el libro de poemas "Los demás días", de Antonio García Soler.


Al poeta almeriense le presentarán los escritores Antonio Marín Albalate y José Luis Martínez Valero.

Le recomendamos su asistencia.


miércoles, 30 de octubre de 2013

El fiscal y el cine.DIARIO POLÍTICO Y LITERARIO DE FULGENCIO MARTÍNEZ…./ T2/15

DIARIO POLÍTICO Y LITERARIO DE FULGENCIO MARTÍNEZ…./ T2/15

                                                      


EL FISCAL Y EL CINE

Publicado en el periódico La Opinión de Murcia, 31-10.2013
http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2013/10/31/fiscal-cine/509605.html
A Eduardo Torres-Dulce, fiscal general, le gusta más el cine americano clásico que el asunto de la presunta trama de espionaje sobre los políticos españoles dirigida desde los estudios de alguna compañía de inteligencia y entretenimiento de los Estados Unidos. Se le nota mucho el fastidio,  al bueno del fiscal general, por  tener que investigar  ese caso de espionaje, le daría él la nota de mala película, que, a pesar de estar filmada en blanco y negro,  adolece de mal dirigida y peor interpretada, con muchas lagunas de guión.  Ese asunto, pese a presentar cierto aire fashion e internacional, no deja de ser un asunto gris y aburrido , como otros internos, que afectan a la cosa doméstica de España: la corrupción política, las andanzas de Urdangarín y de la Infanta consorte, la desaparición de los discos duros de las cuentas del Partido Popular. Son esas tramas que, como mucho, darían para una película española, de las que nada gusta su compañero cinéfilo el Ministro de Hacienda, el señor Montoro. Una de esas pelis que, insisto, como mucho, van, o iban, al festival de cine de Huelva, de Málaga, o son expuestas en un centro cultural de barrio, dentro de unas jornadas selectas de cine de autor. Así que la actualidad se parece al cine negro clásico, pero es solo una mala copia, muy deteriorada y farragosa –piensa el fiscal general. A lo que se parece más, hasta el punto de identificarse con él, es al cine español, y a ese subgénero policíaco, tipo “El crack”, que filmó Garci, bajo la batuta gestual de Alfredo Landa, aquel actor cómico transplantado al cine grisáceo, no negro, de la pantalla española.
No es por darle la razón al señor Montoro, pero qué cine, Dios mío, qué cine tenemos, y qué guionistas, y qué actores… No hay diferencia entre una y otra película, entre un papel y otro, ya sea trágico o cómico: nuestros actores españoles hacen siempre de sí mismos; y casi nunca se les nota que lo hagan mal, ¡porque no sabemos en realidad qué quiere el director de la película que interpreten! Si no sabemos qué han de interpretar, así no pueden equivocarse nunca: hacen con naturalidad de sí mismos.  El otro día, en la tele, lo dijo muy bien la actriz Carmen Maura: “no me gusta saber mucho del personaje que he de interpretar,  el mayor elogio que me puede hacer la crítica es decir que he estado natural en la interpretación”. La película  española que dieron  antes del coloquio en el que intervino Carmen Maura era un bodrio, de actores, guión e interpretación, que solo se salva al final, por el recurso fácil a lo trágico: la muerte de la protagonista; una muerte ni bien ni mal planeada desde el principio por su director, Carlos Saura, y que bruscamente produce el golpe de sorpresa final que “salva”  la  hora y media de chorradas de la película.
Quizá el lector no sea tan exigente con el cine español, y no comparta estas críticas. Yo me confieso educado, en materia de cine, por el programa de José Luis Garci, en el que, entre otros excelentes críticos de cine, era habitual nuestro fiscal.

Fulgencio Martínez
Profesor de filosofía y escritor
   ÁGORA DIGITAL OCTUBRE 2012

sábado, 26 de octubre de 2013

MIENTRAS LOS DIOSES NO CAMBIEN. Diario político y literario de F.M /t2/14




MIENTRAS LOS DIOSES NO CAMBIEN

A propósito de la sentencia del tribunal de Estrasburgo, que ha defenestrado la doctrina Parot, se han producido interesantes debates en los medios judiciales, periodísticos y políticos. Ha llegado incluso el debate a los ciudadanos de a pie. Como  persona reflexiva y un poco filósofo, que no como perito en la normativa legal, voy a decir una opinión sobre el fondo de este asunto. Sentencias como esta del tribunal de Estrasburgo, que, según entiendo, se fundamentan en la irretroactividad de las leyes, como un principio formal intrínseco del Derecho,  evidencian solo un determinado concepto, parcial, de ley y de la justicia. Es este concepto el de una justicia punitiva; la justicia cuyo objetivo es sancionar y punir al infractor. En coherencia con este concepto, y tratando de ser lo máximo de “legales”, se trata de poner filtros para que la ley no abuse de su poder de castigar. Sin embargo, hay otro aspecto de la justicia y la ley que no es tenido en cuenta: el concepto de la ley como reparadora y celosa en cumplir la acción resarcitoria, el que dice que la ley ha de mirar como fin último a las víctimas, y procurar al máximo repararles del mal que se les ha infligido y, ante todo, no sumar a este mal de las víctimas un nuevo mal procedente de la ley. Ha habido casos en la Historia en que ese otro concepto de justicia, más justo, creemos,  o al menos más equilibrado, se ha tenido en cuenta.

En este sentido, el formalismo jurídico, que impera desde el Derecho burgués hasta hoy, en el marco europeo, adolece de una ceguera constitutiva hacia las víctimas de los delitos. Si justicia, iustitia, en sentido clásico, es “dar a cada uno lo suyo”, es decir, mediar entre partes: llegar a una solución razonable y equitativa en un conflicto en el que intervienen dos partes, la víctima y el delincuente; pues bien, en nuestra moderna tradición la víctima es siempre el gran ausente. Se dice que la ley no puede tener efectos retroactivos, porque esto perjudicaría al que delinque, pero ¿y si beneficia a la víctima, porque el mal sigue (no lo olvidemos) vivo, aunque pase el tiempo, aunque haya muerto el victimado?  Sabían los legisladores que el mal contamina y hace nuevas víctimas, cobra nuevos rehenes en el linaje de los allegados; el mal que padece otro hombre produce, incluso, dolor y resentimiento insoportables en toda persona  de bien, hiere la entraña de la familia humana, salvo que uno haya perdido la empatía con lo humano y se haya convertido en sociópata.

Se cuida mucho la ley de no perjudicar retrospectivamente al infractor y victimario, menos de paliar y reparar a la víctima. La ley no puede escudarse en que no existía, en que no estaba en función cuando se produjo el dolor, y sobre todo, no puede olvidar que debe seguir paliando el dolor mientras este siga. Porque el dolor no se extingue mágicamente, ni  hoy es ya sostenible, como lo era en el Antiguo Régimen, legislar solo a partir del principio del delito, o sea, considerando solo el daño producido en la persona del Rey, como una ofensa a este símbolo del orden social. No, la ley debería considerar también, aparte del delito, a la persona concreta que sufre. El derecho democrático, en su misma esencia, no como un corolario de la ley, debería contemplar el dolor real, humanísimo, que se ceba en un cuerpo y en un alma contingentes, en un individuo concreto que sufre mientras no es reparado.  Filósofos como Rorty han iluminado esta perspectiva contingente de lo humano, cifrada en el cuerpo, en un era como la nuestra en que ya no rigen los valores absolutos; aunque al parecer siguen (por nuestra pereza mental, quizá) manejándonos los mismos dioses desde sus tronos vacíos.

Ha habido en la Historia contemporánea, en efecto, casos en que por una vez se vio una justicia distinta, democrática, no basada en la alienación del dolor de las víctimas ni en el trasvase simbólico del cuerpo social a la persona del Monarca. Recuérdese los juicios de Núremberg. Hubo primero víctimas y dolor, y después la ley que trataba de paliar ese dolor y de paso castigar a los culpables. Ese equilibrio de la ley, entre punir y paliar o resarcir a las víctimas, tuvo entonces un refrendo democrático después de la II Guerra Mundial, en el caso de las víctimas judías de los nazis; por cierto, que la democracia española no supo –o no quiso- tenerlo con las víctimas del franquismo.


Finalmente, desde un punto de vista cívico, político y filosófico, sentencias como esta de Estrasburgo, perfectas en su rigor formal, hacen que nos planteemos si el respeto a la ley ha de ir más allá de su acatamiento. Una ley, por serla, exige su acatamiento pero no, automáticamente, su Respeto: este es un concepto ilustrado, de valor superior a lo formal y normativo. Se respeta la ley porque es buena, o al menos, razonablemente, buena, dentro de lo imperfecto de todo lo humano. De este modo, Estrasburgo ha perdido una oportunidad de plantearse si es preferible escoger un principio formal de la ley sobre un principio más general, que afecta a la esencia de la convivencia cívica: el de que los ciudadanos respeten las leyes porque se sientan solidarios con ellas, porque las crean buenas, y que no solo las acaten, por temor, conveniencia o ignorancia.

                                     Fulgencio Martínez

Diez poemas de Manuel Vilas. Antología actual de poesía española/1/15. REVISTA ÁGORA

                                                                              Manuel Vilas 
                          
            LA ESCRITURA PLURAL. ANTOLOGÍA ACTUAL DE POESÍA ESPAÑOLA/ 15/


                  DIEZ POEMAS DE MANUEL VILAS

                                             (selección del autor)
                     
                      Un  inédito y nueve más seleccionados de los libros Resurrección, Calor y Gran Vilas





         FRANCIS SCOTT FITZGERALD

                                                                (inédito)


Convertiste tu vida en un derrumbe prematuro.
Y son palabras tuyas estas que ahora cito:
“está claro que vivir consiste en hundirse poco a poco”.

Y un veintiuno de diciembre de 1940,
caíste muerto en el living-room del apartamento
de Sheila Graham, en Hollywood,
el gran favor de aquel infarto que te sacaba de la vida
porque ya no había vida en ti,
mil pedazos, mil cristales dorados,
brillando sobre el suelo.

Dime, ¿la amaste?, dime ¿te amó ella?

¿Dónde está Sheilah ahora, y Zelda, dónde?

Tú, que creaste a  Jay Gatsby, la criatura más resplandeciente de la vida
e hiciste –nunca te lo perdonaremos-- que ese hombre enigmático
se enamorara locamente de una mujer llamada Daisy,
la mujer más egoísta de la Historia
y la más bella y la más codiciosa del santo dinero,
de la riqueza y de las fiestas y del champán y de los coches de lujo
y de las mansiones y de los grandes viajes
a la Riviera francesa, todos nuestros amigos esperándonos
en la playa, con la copa en la mano, en veranos legendarios.

Pero aquí estás ahora, de pie frente a mí,
como fantasma ilustre de la gran literatura
y por tanto de nuestro escaso saber sobre la vida,
con tus depresiones, con tu alcoholismo, con tu expiación,
con tu mujer, con tu amante, con tu pobreza final, con tu hija Scottie,
pagando facturas de universidades y de médicos,
y con tu conquista laboriosa, al fin, de la nada y de la muerte.

Y en 1948, Zelda Fitzgerald ardió viva en el incendio
de un Manicomio de Carolina del Norte, donde sobrevivía
como un fantasma más entre los millones de fantasmas
que pueblan este mundo
del que tú ya habías, elocuentemente, desertado.

Tu elegante y envidiable fracaso,
tu ascensión a las nubes cristalinas
del firmamento, tu penuria, tu caminar erguido
hacia la destrucción,
pero no la destrucción común a muchos hombres,
(porque vivir es hundirse poco a poco pero no todos
--tú lo sabías—se hunden igual),
No la destrucción común –digo-- a miles de hombres
y miles de mujeres,
sino la rigurosa y lenta liturgia del derrumbe,
su ceremonia inmemorial,
la conciencia bajo el calor de agosto, en el Sur ardiente,
mandorla secreta del dolor insoportable.

Duerme, duerme en paz,
hijo del viento último de la tarde áspera,
de los grandes veranos de Long Island
y de sus crepúsculos agudos.

Te beso.

Bésalas tú a ellas tres a cambio de mi beso,
a Sheila,
 a Zelda,
a Scottie,
a la oscuridad,
a la enfermedad
y a la inocencia.



                     MACDONALD´S



Estoy en el MacDonald´s de la Plaza de España de Zaragoza,
haciendo la cola gigantesca,
con los ojos clavados en los carteles de los precios,
el dinero justo en la mano derecha,
billetes arrugados.

Estoy ahora en el piso subterráneo, arriba fue imposible.
Estoy sentado al lado de un niño negro que tiene en su mano
una patata amarilla untada de ketchup muy rojo:
Santísima bandera del otro mundo, el niño negro que resplandece, 
mi hermano ciego.
El niño está solo, no bebe,
no le llega para la Cocacola, sólo patatas.
Sólo patatas, sólo patatas, esa desgracia,
esa soledad idéntica a la mía,
¿no lo entiendes?, sólo le llega para las patatas,
y está sentado, quieto,
en su trono, la negritud y el niño,
en el trono, allá, allá, en ese trono radiante.

MacDonald´s siempre está lleno.
Es el mejor restaurante de Zaragoza,
una alegría despedazada nos despedaza el corazón:
Por tres euros te llenan de cajas, de vasos de plástico, de bolsas,
de pajitas, de bandejas.
Es el mejor restaurante del mundo.
                                               Es un restaurante comunista.
Rumanos, negros, chilenos, polacos, cubanos, yo mismo,
aquí estamos, abajo, al lado de un muñeco,
al lado de un cartel que dice "I´m lovin´ it".
                                               Tengo una bota encima de un charco
de un helado de nata deshecho. Miro la nata comerse el tacón de mi bota.
Una nata blanca, despedazada.
Arde el sol sin tiempo, bulle la mano sucia.

A mi lado, una niña de veinte años le dice a un tío de diecisiete
que no le importaría hacérselo con él. Con él, con él, un eco negro.
                                               Y ríen y tragan patatas fritas.
Y yo trago patatas fritas.
Y dos maricas están enfrente comiéndose
                                               la misma hamburguesa goteante,
cada boca en un extremo, y se manchan y
                                               se muerden.
Y tragan patatas fritas. Y se besan. Y se tocan.
                                               Y se despedazan.

En Londres, en París, en Buenos Aires,
en Moscú, en Tokio,
en Ciudad del Cabo, en Tucson, en Praga,
en Pekín, en Gijón,
somos millones, la tarde harapienta,
el dolor en el cerebro, la comida,
millones en miles de subterráneos esparcidos
por la gran tierra de los hombres.

Estoy en paz aquí con todo: barata la carne, barata la vida,
                                               baratas las patatas.
Me siento Lenin. Soy Lenin, el marica inusitado,
el gran hereje, el loco supremo,
el hijo de la última mano miserable que tocó
el monstruoso corazón del cielo.
Si Lenin volviera, MacDonald´s sería el sitio,
el palacio sin luna,
el gueto de las reuniones clandestinas.

Algo importante está sucediendo
en este subterráneo del MacDonald´s
de la Plaza de España de Zaragoza,
                                               pero no sé qué es.
                                               No lo sé.
De un momento a otro, vamos a arañar la felicidad:
el niño negro, los novios, el muñeco, la nata del suelo, mis botas.
Botas nuevas, de piel brillante, con la punta afilada en señal de muerte.
                                    En MacDonald´s, allí, allí estamos.
Carne abundante por tres euros.



                      

MUJERES


No las ves que están agotadas, que no se tienen en pie, que son ellas las que sostienen cualquier ciudad, todas las ciudades. Con el matrimonio, con la maternidad, con la viudedad, con los golpes, ellas cargan con este mundo, con este sábado por la noche donde ríen un poco frente a un vaso de vino blanco y unas olivas. Cargan con maridos infumables, con novios intratables, con padres en coma, con hijos suspendidos. Fuman más que los hombres. Tienen cánceres de pulmón, enferman, y tienen que estar guapas. Se ponen cremas, son una tiranía las cremas. Perfumes y medias y bragas finas y peinados y maquillaje y zapatos que torturan. Pero envejecen. No dejan las mujeres tras de sí nada, hijos, como mucho, hijos que no se acuerdan de sus madres. Nadie se acuerda de las mujeres. La verdad es que no sabemos nada de ellas. Las veo a veces en las calles, en las tiendas, sonriendo. Esperan a sus hijos a la salida del colegio. Trabajan en todas partes. Amas de casa encerradas en cocinas que dan a patios de luces. Sonríen las mujeres, como si la vida fuese buena. En muchos países las lapidan. En otros las violan. En el nuestro las maltratan hasta morir. Trabajan fuera de casa, y trabajan en casa, y trabajan en las pescaderías o en las fábricas o en las panaderías o en los bares o en los bingos. No sabemos en qué piensan cuando mueren a manos de los hombres.





EL INMADURO


 Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid. Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne. Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, en que salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas: Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero, viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.




                              LA LLUVIA


                                                    Madrid, 22 de mayo de 2004


Vimos el Rolls del año 53 con las ruedas blancas
(mil kilómetros en cincuenta años)
en las teles de los bares del barrio del Actur de Zaragoza. 
Sostenía en mi mano una copa de vino blanco fría
y ya hacía calor en España,
los hoteles del Mediterráneo estaban de limpieza general,
habitaciones abiertas con camareras esmeradas, esperando
la llegada de setecientos mil ingleses,
un millón de alemanes, cuatrocientos mil franceses,
cien mil suizos y cien mil belgas.
Estábamos con un vino blanco en la mano y los cuellos
levantados hacia el televisor.

No vino Isabel II de Inglaterra; Isabel II
sólo aceptaría ir a la boda del Rey de Francia
y, como en Francia no hay Rey, Isabel II
se queda en palacio para siempre, reclinada sobre el mundo.
Son los súbditos de Isabel II los que aman el sol de España
y la cerveza barata,
los que exhiben la bandera británica
en las terrazas frente al mar.


Crepusculares casas reales venidas
de los rincones más oxidados de la historia
el 22 de mayo de 2004 surgieron en las televisiones de España,
países nórdicos, lejanos y prósperos, fríos, alejados
de este corazón inacabable.
Rouco Varela cantando la misa.
No vino el presidente de la República Francesa.
Los arzobispos, bicolores, felices.
El nombre de Dios dicho en voz alta muchas veces.
La terca obsesión en nombrar a Dios, nombrarlo
como quien nombra el poder, el dinero,
la resurrección, la guillotina, la cárcel, la esclavitud.
El emperador del mundo se quedó en América,
ajeno a los ritos menores de sus provincias.
Los enormes paraguas azules.
                    Levantarse a las seis de la mañana
para que te maquillen, te depilen, te hagan la manicura,
qué felicidad tan grande.
Los grandes desayunos, los cubiertos de plata,
los mejores vinos y las colonias bárbaras.
Las duchas gigantescas, las suites, los bombones suizos,
las zapatillas de oro, los eslips de platino,
el zumo de naranja con naranjas atroces.
El lujo y el servicio, siempre gente abriéndote las puertas.
La sonrisa permanente.
Los profesionales de la sonrisa permanente,
esa sonrisa representa el trabajo más inhóspito de la historia.
¿Sonreír? ¿Por qué?

Y Umbral, y Gala, y Bosé, y A., y J., y Ayala, y M. M.
entrando en la Catedral de la Almudena,
recompensados, elegidos,
a la diestra colocados, los jefes de la inteligencia española,
de la subida española, de la gran crecida.
La gran subida, la gran ascensión.
Y los ciento noventa quemados vivos tuvieron su homenaje,
el absurdo pueblo mutilado, el goyesco pueblo
elemental y monárquico,
el Rolls pasó ante ellos.
Y el expresidente del gobierno bebió Rioja Reserva del 94,
todos los expresidentes de España, con su chaqué,
y sus mujeres en un segundo plano,
protectoras, devoradas, confundidas
para siempre, pero felices de haber llegado allá,
allá lejos, allá donde el aire es de oro y la mano coge el mundo,
allá donde España entera quiso que estuviesen
y la legitimidad democrática es un fulgor definitivo.

Las pamelas iridiscentes, los yugos en la cabeza,
los yugos bajo el cielo oscuro.
Y José María Aznar y  Jordi Pujol
y Felipe González, juntos de nuevo.
Y los tres se sintieron satisfechos viendo la obra bien hecha,
la sucesión de Franco, la mano europea, paternal,
sobre nuestras cabezas,
la sucesión de Franco, las mantillas del franquismo
metidas en los armarios,
chillando de envidia y respirando naftalina muy blanca.
Y Juan Carlos I cargando con España,
porque quién si no cargaría con España,
con la historia de España, el sello papal en el dedo meñique.
Y Zapatero con su Sonsoles, voluptuosa, sonriente,
su tipo le hubiera gustado a Baudelaire o a Julio Romero.
Sonsoles parecía un Delacroix:
la anatómica Libertad guiando al pueblo,
pamelas vistosas, el rito político,
la aburrida historia,
los pechos caídos.

Y socialistas y liberales y ultramontanos juntos,
la izquierda y la derecha maridadas,
las nóminas engrandecidas hasta la saciedad,
buscando lo mismo todos, un Delacroix parecía Sonsoles,
la nueva reina de España,
del reparto de los despachos, las glorias,
los largos viajes por el mundo en aviones oficiales,
los oros laicos.
Ateos convertidos bajo el fulgor de las pamelas,
creyentes con el billetero ateo.
El poder en todo tiempo siempre igual a sí mismo.
La historia humana en todo tiempo como ya fue hace tiempo.
El mismo tiempo siempre.
Repitiéndose la esencia de España, la esencia del mundo grande.

Y nosotros bebiendo en el Actur, al lado de las grúas y del Hipercor,
felices de que nos dejen beber este vino
frío en una copa medio limpia, felices
de poder pagar este vino y dos más.

Y la palidez privada de la reina Rania de Jordania.
Y la lluvia.



               

EL CREMATORIO



Les pregunté por el horno a aquellos dos tipos,
era la noche del 18 de diciembre del año 2005,
carretera de Monzón, que no sabes dónde está Monzón,
es un pueblo perdido en el desierto.
Aires de tormenta en lo Alto, sobre la nada desnuda
como una recién casada, luna abajo de las carreteras muertas.
Monzón, Barbastro, mis sitios de siempre.
Me dejaron ver por la mirilla y allí estaba ya el ataúd ardiendo,
resquebrajándose, la madera del ataúd al rojo vivo.

El termómetro marcaba ochocientos grados.
Imaginé cómo estaría mi padre allí dentro de la caja.
Y la caja dentro del fuego y mi corazón dentro del terror.
Hasta las ganas de odiar me estaban abandonando.
Esas ganas que me habían mantenido vivo tantos años.
Y mis ganas de amar, ¿qué fue de ellas? ¿Lo sabes tú,
Señor de las grandes defunciones que conduces
a tus presos políticos a la insaciabilidad, a la perdurabilidad,
a la eternidad sin saciedad, oh, bastardo,
Tú me arrancas,
amor de Dios, oh, bastardo?

Recoge a ese hombre en mitad del desierto.
O no lo recojas, a mí qué puede importarme
tu presencia heladora en esta noche del borracho
que he sido y seré, contra ti, o a tu favor,
es lo mismo, qué grandeza, es lo mismo.
El principio y el final, lo mismo, qué grandeza.
El odio y el amor, lo mismo; el beso y la nalga,
lo mismo; el coito esplendoroso en mitad de la juventud
y la putrefacción y la decrepitud de la carne,
lo mismo es, qué grandeza.


El horno funciona con gasoil, dijo el hombre.
Y miramos la chimenea,
y como era de noche,
las llamas chocaban
contra un cielo frío de diciembre,
descampados de Monzón,
cerca de Barbastro, helando en los campos,
tres grados bajo cero,
esos campos con brujas y vampiros y seres como yo,
“allí sube todo”, volvió a decir el hombre,
un hombre obeso y tranquilo,
mal abrigado pese a que estaba helando,
la espesa barriga casi al aire,
“dura dos o tres horas, depende del peso del difunto,
dijo difunto pero pensaba en fiambre o en saco de mierda,
antes hemos quemado a un señor de ciento veinte kilos,
y ha tardado un rato largo”, dijo.
“Muy largo, me parece”, añadió.

“Mi padre sólo pesaba setenta kilos”, dije yo.
“Bueno, entonces costará mucho menos tiempo”,
dijo el hombre. El ataúd ya eran pepitas de aire o humo.

Al día siguiente volvimos con mi hermano
y nos dieron la urna, habíamos elegido una urna barata,
se ve que las hay de hasta de seis mil euros,
eso dijo el hombre.

“Sólo somos esto”, sentenció el hombre de una forma ritual,
con ánimo de convertirse en un ser humano, no sabiendo
ni él ni nosotros qué es un ser humano,
y me dio la urna guardada dentro de una bolsa azul.
Y yo pensé en él, en lo gordo que estaba, en cuánto tardaría él
en arder en su propio horno. Y como si me hubiera oído
dijo “mucho más que su padre” y sonrió agriamente.

Entonces yo le dije “el que tardaría una eternidad
en arder soy yo, porque mi corazón
es una piedra maciza y mi carne acero salvaje
y mi alma un volcán
de sangre a tres millones de grados,
yo rompería su horno con solo tocarlo,
créame, yo sería su ruina absoluta,
más le vale que no me muera por aquí cerca”.
Por aquí cerca: descampados de Monzón,
caminos comarcales,
Barbastro a lo lejos, malas luces,
ya cuatro grados bajo cero.

Coja las cenizas de su padre, y márchese.

Sí, ya me voy, ojalá yo pudiera arder como ha ardido
mi padre, ojalá pudiera quemar
esta mano o lengua o hígado de Dios
que está dentro de mí,
esta vida de conciencia inextinguible
e irredimible;
la inextinción del mal y del bien,
que son lo mismo en Él.
La inextinción de lo que soy.

Ojalá su horno de ochocientos grados quemase lo que soy.
Quemase una carne de mil millones de grados inhumanos.
Ojalá existiera un fuego que extinguiese lo que soy.
Porque da igual que sea bueno o malo lo que soy.
Extinguir, extinguir, extinguir lo que soy, esa es la Gloria.

Coja las cenizas de su padre, y márchese.
No vuelva más por aquí, se lo ruego, rezaré
por su padre. Su padre era un buen hombre
y yo no sé qué es usted, no vuelva más por aquí,
Se lo ruego. Por favor, no me mire, por favor.

Tuvo un Seat 124 blanco, iba a Lérida,
visitaba a los sastres de Lérida y a los de Teruel,
comía con los sastres de Zaragoza,
pero ahora ya no hay sastres en ningún sitio,
dijo una voz.

Qué solo me he quedado, papá.
Qué voy a hacer ahora, papá.
Ya no verte nunca es ya no ver.
Dónde estás, ¿estás con Él?
Qué solo estoy yo, aquí, en la tierra.
Qué solo me he quedado, papá.

No me hagas reír, imbécil.

Oh, hijodeputa, has estado conmigo allí
donde yo estuve, sin moverte de las llamas.
He viajado mucho este año, mucho, mucho.
En todas las ciudades de la tierra, en sus hoteles memorables,
y también en los hoteles sucios y bien poco memorables,
en todas las calles, los barcos y los aviones,
en todas mis risas, allí estuviste, redondo
como la memoria trascendental, ecuménica y luminosa,
redondo como la misericordia, la compasión y la alegría,
redondo como el sol y la luna,
redondo como la gloria, el poder y la vida.


                      

                  AMOR


Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos.

Fue a las cajas de ahorro, fue a las compañías de seguros,
vendió su coche, anuló su plan de pensiones,
se lo llevó todo en efectivo, un buen fajo de billetes calientes.

Qué bien, dijo, qué fuerte, 
y todos los empleados y los directores querían disuadirle
pero Vilas tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien.

Y luego se fue a ver enfermos,
a ver emigrantes, incluso se fue  a las cárceles.

Quería ser un santo espectacular, tenía esa marcha,
tenía esa gran ilusión.
Quería ser Cristo, Lenin, San Pablo,
quería ir más allá del orden, de la naturaleza y de la vida.

Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero.
En Conde de Aranda, dio mil euros a tres árabes,
que le besaron los pies, y las manos, y se arrodillaron.

En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona, 
dio trescientos euros a una negra africana,
y ella quería comerle el sexo al buen Vilas,
pero Vilas dijo “no, nena, hoy soy un santo,
hoy soy San Vilas,
consérvate para tu marido, él te necesita,
y yo os bendigo; anda, nena, ve en paz”.

Y Vilas se echó a reír.

Fuego, qué fuego más grande,
y siguió repartiendo, a una vieja china
de un todo cien le dio seiscientos euros,
y la vieja le hizo una foto de diez millones de megapisels
y la amplió y la enmarco y la colgó
en mitad de su tienda con dos velas debajo.
A un vendedor de La Farola, ese  periódico
de los pobres, le dio ochocientos euros.
Y el vendedor se echó a llorar y ardía
como una vela en mitad de las catedrales antiguas.

Vilas quería ser un santo, tenía esa marcha.

Toda la mañana y toda la tarde estuvo quemando su dinero.

Miró la atmósfera y se estaban abriendo los palacios celestiales.

Estaba enamorado de sus semejantes.

Nunca vimos a nadie tan enamorado.


                                                     


        LA ESPAÑA DE LA TRANSICIÓN


El rey Juan Carlos I está algo hinchado, 
y algo sordo, no oye a los periodistas.
Fue el dueño de un rato largo de la Historia.
Y ahora habla con los muertos mucho rato,
con su padre, a quien ya ha vuelto a ver en sus sueños.

El ex-presidente Adolfo Suárez 
se convirtió en el hombre invisible.
Murió su esposa, se entristeció para siempre,
y envejece en un lugar desconocido.
No recuerda nada porque nada hay que recordar.

El escritor Camilo José Cela se murió 
como muere la gente corriente. 
Parecía inmortal y eterno, pero no lo era.
Su viuda aparece muy de tarde en tarde 
en la prensa española, pero ya nadie la recuerda. 

El ex-presidente Felipe González
se divorció y se fue con una más joven.
Sale de vez en cuando en las televisiones.
Parece un hombre bueno, 
pero solo es un hombre envejeciendo.
Da consejos y opina de economía y de mercados.

La ex-miss del universo Amparo Muñoz
se disolvió tristemente 
en un piso de Málaga.
Dijeron que era una drogadicta y que por sus venas
corría la España de los años setenta.

El actor Fernando Fernán Gómez 
se murió de la misma forma 
que Camilo José Cela.
Cuando murió, 
murió una forma de ser español.

El gran Santiago Carrillo, el último comunista,
se morirá un día de estos, 
tal vez ya esté muerto ahora mismo. 
Resiste, porque el comunismo latió en su corazón
como una santa campana de penicilina. 

La gente se muere o está apunto de morirse.
Se murieron poetas a quienes ya nadie lee
como Gerardo Diego y novelistas oscuros
como Torrente Ballester; y Gerardo y Torrente
parecen ahora mismo el mismo muerto, 
el mismo fiambre, gemelos españoles.

El juez Baltasar Garzón ha engordado 
y está envejeciendo. 
Persigue a los fantasmas que no persiguieron
aquellos que ya también se volvieron fantasmas.
Fantasmas que no persiguieron 
a otros fantasmas más antiguos,
porque entre los fantasmas la antigüedad
en el cargo se llama Historia de España.

Me dan pena los muertos españoles.
Oh, sí, qué pena dan los muertos españoles.

¿No te parece?, hermano mío, mi compatriota.




              LOS BORRACHOS


Hermanos que habéis muerto en la gracia
del Gran Vilas,
que es la gracia del Santo Bebedor,
volveréis a beber.

Volveréis a beber, y mucho y bueno y gratis.

Somos los grandes bebedores,
espíritus en alta combustión
y en alta alegría transformados,
bebemos por todo.

Bebimos en todos los continentes.

Qué bien se bebe en África,
en medio de los safaris, en medio de la nada.
Y gritábamos de alegría y bailábamos desnudos,
desnudos frente a los leones deslumbrados
porque el alcoholismo es luz valiente,
es heroísmo
y es fe.

También bebimos de lujo en Asia,
montados en los santos elefantes,
en una mano la copa,
en la otra el látigo o la pistola o las flores o la botella.

Y qué decir de lo que acabamos bebiendo
en Europa y en América.
Miles de bares en donde nuestras manos
acariciaron a la Virgen  de la reconciliación,
y hubo risas, y hubo amor
y hubo alguna forma de inmortalidad.

Los elegantes bares europeos
con camareros políglotas,
impecables, profesionales, sobrios.

¿Hay algún continente más?
Ya ni me acuerdo de si bebimos en el Polo Norte,
si los osos blancos nos vieron beber,
si invitamos a los pigmeos a unas copas frías.
Oh, divinos osos polares, tan blancos y enamorados,
bebimos con vosotros, a vuestra salud,
mientras el sol devoraba la nieve y el cambio
climático nos coronaba con espinas ardiendo.

Grandes bebedores,
volveréis a beber aunque estéis ya muertos.
Tened confianza.
                        Vuestra mano
volverá a sujetar el vaso de la vida.

Llegaba a los hoteles y asaltaba el minibar.

En las barras fui el César, pidiendo todo el whisky.

Amé a los camareros.

Glorifiqué a las camareras.

Nunca me marchaba de los bares.

Soy un borracho descomunal.

Soy un alcohólico clásico y moderno.

Hermanos que habéis muerto con la copa en la mano,
pedidle a San Vilas la última,
y San Vilas os la concederá,
porque os ama.


                               




HU-4091-L

                     

 Adiós, hermano mío, la grúa fúnebre te conduce

al infierno del desguace.  

Majestuoso, vas hacia  la destrucción subido 

en una grúa roja, 

como si fueses Luis XVI camino de la guillotina, 

y yo detrás. 

Pareces un rey. 

Soy el único que ha venido a tu entierro.

 

Te he querido.

Rezo por ti un padrenuestro y un avemaría. 

Rezo por ti y me conmuevo. 

Eras el mejor. 

Y lo que vivimos juntos, y las ciudades que pisamos, 

y las carreteras secundarias y los pueblos 

y los mares que vimos, 

y los párquings subterráneos y los túneles helados 

de las carreteras de montaña, con afiladas  

estalactitas a la entrada,  

amenazando nuestra milagrosa inocencia,

 y los mendigos en las avenidas, 

                           pidiendo en los semáforos en rojo,
 
y lo que nos amamos en la oscuridad de las autopistas,

fundidos en un solo ser: confundida tu carne con mi chapa.



Me salvaste de la lluvia ácida y de la nieve sin ángeles.

Con tu aire acondicionado, que está intacto

después de doce años, impediste

que me quemara vivo en los veranos españoles.

Ese aire frío que me subía por la pierna, ay. 

Y eras blanco, 

porque la santidad y el amor industrial y la velocidad son blancos. 

Y cómo me gustaba tocarte las marchas,

y cómo te ponía la quinta, eh, y qué caña te metías,

narciso, que eras un narciso.


Y ahora todo ha acabado.

 

Doscientos sesenta y ocho mil kilómetros hemos estado juntos.

Fuimos felices. 

Fuimos grandes y definitivos. 

Te doy un beso delante del chatarrero  

y de un negro 

que lleva un chorreante radiador en una mano.

Te he amado más que a mis amantes, 

más que a mi perro; 

casi tanto, pero no tanto, eh, como al dinero. 


Bueno, no te enfades, 

tú también fuiste dinero,

y aún lo eres, 

y yo también soy dinero. 


Perdona que te humille haciendo recaer

sobre tu hermosa tapicería, 

sobre tus ruedas, manguitos

y válvulas que han gloriosamente ardido, 

la miseria de España: 

el plan Prever, 400 euros sociales  

(¿os molesta que hable de dinero o de tan poco dinero?),  

para la clase media,   

que ama la limosna. 


Tú, que fuiste mi libertad, que me llevaste cerca del paraíso;

tú, que me hablabas por las noches y me decías

“hermano, qué bien conduces; hermano, 

eres el mejor de los hombres”.




Salvo el poema inédito,  los textos de Manuel Vilas pertenecen a  los libros Resurrección (Visor, 2005), Calor (Visor, 2008) y Gran Vilas (Visor, 2012).






Manuel Vilas (Barbastro, 1962) es poeta y narrador. Entre sus libros de poesía destacan El cielo (DVD Ediciones, 2000),  Resurrección (XV Premio Jaime Gil de Biedma, Visor, 2005), Calor (VI Premio Fray Luis de León, Visor, 2008) y Gran Vilas (XXXIII Premio Ciudad de Melilla, Visor, 2012). Su poesía completa se publicó en 2010 (Visor) con el título de Amor. Es autor de las novelas España (DVD Ediciones, 2008; Punto de Lectura, 2012), que fue elegida por la revista Quimera como una de las diez novelas más importantes en español de la primera década del siglo XXI, Aire Nuestro (Alfaguara, 2009), que obtuvo el Premio Librería Cálamo, Los inmortales (Alfaguara, 2012) y El luminoso regalo (Alfaguara, 2013).

algunos libros de POESÍA Y NARRATIVA DE MANUEL VILAS 


 





      REVISTA ÁGORA DIGITAL / LA ESCRITURA PLURAL/ Antología actual de poesía española/ OCTUBRE 2013