Manuel Vilas
LA ESCRITURA PLURAL. ANTOLOGÍA ACTUAL
DE POESÍA ESPAÑOLA/ 15/
DIEZ POEMAS DE MANUEL
VILAS
(selección del autor)
Un
inédito y nueve más seleccionados de los libros Resurrección, Calor y Gran Vilas
FRANCIS
SCOTT FITZGERALD
(inédito)
Convertiste tu vida
en un derrumbe prematuro.
Y son palabras
tuyas estas que ahora cito:
“está claro que
vivir consiste en hundirse poco a poco”.
Y un veintiuno de
diciembre de 1940,
caíste muerto en el
living-room del apartamento
de Sheila Graham,
en Hollywood,
el gran favor de
aquel infarto que te sacaba de la vida
porque ya no había
vida en ti,
mil pedazos, mil
cristales dorados,
brillando sobre el
suelo.
Dime, ¿la amaste?,
dime ¿te amó ella?
¿Dónde está Sheilah
ahora, y Zelda, dónde?
Tú, que creaste
a Jay Gatsby, la criatura más
resplandeciente de la vida
e hiciste –nunca te
lo perdonaremos-- que ese hombre enigmático
se enamorara
locamente de una mujer llamada Daisy,
la mujer más
egoísta de la Historia
y la más bella y la
más codiciosa del santo dinero,
de la riqueza y de
las fiestas y del champán y de los coches de lujo
y de las mansiones
y de los grandes viajes
a la Riviera
francesa, todos nuestros amigos esperándonos
en la playa, con la
copa en la mano, en veranos legendarios.
Pero aquí estás
ahora, de pie frente a mí,
como fantasma
ilustre de la gran literatura
y por tanto de
nuestro escaso saber sobre la vida,
con tus depresiones,
con tu alcoholismo, con tu expiación,
con tu mujer, con
tu amante, con tu pobreza final, con tu hija Scottie,
pagando facturas de
universidades y de médicos,
y con tu conquista
laboriosa, al fin, de la nada y de la muerte.
Y en 1948, Zelda
Fitzgerald ardió viva en el incendio
de un Manicomio de
Carolina del Norte, donde sobrevivía
como un fantasma
más entre los millones de fantasmas
que pueblan este
mundo
del que tú ya
habías, elocuentemente, desertado.
Tu elegante y
envidiable fracaso,
tu ascensión a las
nubes cristalinas
del firmamento, tu
penuria, tu caminar erguido
hacia la
destrucción,
pero no la
destrucción común a muchos hombres,
(porque vivir es
hundirse poco a poco pero no todos
--tú lo sabías—se
hunden igual),
No la destrucción
común –digo-- a miles de hombres
y miles de mujeres,
sino la rigurosa y
lenta liturgia del derrumbe,
su ceremonia
inmemorial,
la conciencia bajo
el calor de agosto, en el Sur ardiente,
mandorla secreta
del dolor insoportable.
Duerme, duerme en
paz,
hijo del viento
último de la tarde áspera,
de los grandes
veranos de Long Island
y de sus
crepúsculos agudos.
Te beso.
Bésalas tú a ellas
tres a cambio de mi beso,
a Sheila,
a Zelda,
a Scottie,
a la oscuridad,
a la enfermedad
y a la inocencia.
MACDONALD´S
Estoy
en el MacDonald´s de la Plaza
de España de Zaragoza,
haciendo
la cola gigantesca,
con
los ojos clavados en los carteles de los precios,
el
dinero justo en la mano derecha,
billetes
arrugados.
Estoy
ahora en el piso subterráneo, arriba fue imposible.
Estoy
sentado al lado de un niño negro que tiene en su mano
una
patata amarilla untada de ketchup muy rojo:
Santísima
bandera del otro mundo, el niño negro que resplandece,
mi
hermano ciego.
El
niño está solo, no bebe,
no le
llega para la Cocacola,
sólo patatas.
Sólo
patatas, sólo patatas, esa desgracia,
esa
soledad idéntica a la mía,
¿no
lo entiendes?, sólo le llega para las patatas,
y
está sentado, quieto,
en su
trono, la negritud y el niño,
en el
trono, allá, allá, en ese trono radiante.
MacDonald´s
siempre está lleno.
Es el
mejor restaurante de Zaragoza,
una
alegría despedazada nos despedaza el corazón:
Por
tres euros te llenan de cajas, de vasos de plástico, de bolsas,
de
pajitas, de bandejas.
Es el
mejor restaurante del mundo.
Es un restaurante comunista.
Rumanos,
negros, chilenos, polacos, cubanos, yo mismo,
aquí
estamos, abajo, al lado de un muñeco,
al
lado de un cartel que dice "I´m lovin´ it".
Tengo una
bota encima de un charco
de un
helado de nata deshecho. Miro la nata comerse el tacón de mi bota.
Una
nata blanca, despedazada.
Arde
el sol sin tiempo, bulle la mano sucia.
A mi
lado, una niña de veinte años le dice a un tío de diecisiete
que
no le importaría hacérselo con él. Con él, con él, un eco negro.
Y ríen y tragan patatas fritas.
Y yo
trago patatas fritas.
Y dos
maricas están enfrente comiéndose
la
misma hamburguesa goteante,
cada
boca en un extremo, y se manchan y
se muerden.
Y
tragan patatas fritas. Y se besan. Y se tocan.
Y se despedazan.
En
Londres, en París, en Buenos Aires,
en
Moscú, en Tokio,
en
Ciudad del Cabo, en Tucson, en Praga,
en
Pekín, en Gijón,
somos
millones, la tarde harapienta,
el
dolor en el cerebro, la comida,
millones
en miles de subterráneos esparcidos
por
la gran tierra de los hombres.
Estoy
en paz aquí con todo: barata la carne, barata la vida,
baratas las patatas.
Me
siento Lenin. Soy Lenin, el marica inusitado,
el
gran hereje, el loco supremo,
el
hijo de la última mano miserable que tocó
el
monstruoso corazón del cielo.
Si
Lenin volviera, MacDonald´s sería el sitio,
el
palacio sin luna,
el
gueto de las reuniones clandestinas.
Algo
importante está sucediendo
en
este subterráneo del MacDonald´s
de la Plaza de España de Zaragoza,
pero no sé qué es.
No lo sé.
De un
momento a otro, vamos a arañar la felicidad:
el
niño negro, los novios, el muñeco, la nata del suelo, mis botas.
Botas
nuevas, de piel brillante, con la punta afilada en señal de muerte.
En
MacDonald´s, allí, allí estamos.
Carne
abundante por tres euros.
MUJERES
No las
ves que están agotadas, que no se tienen en pie, que son ellas las que
sostienen cualquier ciudad, todas las ciudades. Con el matrimonio, con la
maternidad, con la viudedad, con los golpes, ellas cargan con este mundo, con
este sábado por la noche donde ríen un poco frente a un vaso de vino blanco y
unas olivas. Cargan con maridos infumables, con novios intratables, con padres
en coma, con hijos suspendidos. Fuman más que los hombres. Tienen cánceres de
pulmón, enferman, y tienen que estar guapas. Se ponen cremas, son una tiranía
las cremas. Perfumes y medias y bragas finas y peinados y maquillaje y zapatos
que torturan. Pero envejecen. No dejan las mujeres tras de sí nada, hijos, como
mucho, hijos que no se acuerdan de sus madres. Nadie se acuerda de las mujeres.
La verdad es que no sabemos nada de ellas. Las veo a veces en las calles, en
las tiendas, sonriendo. Esperan a sus hijos a la salida del colegio. Trabajan
en todas partes. Amas de casa encerradas en cocinas que dan a patios de luces.
Sonríen las mujeres, como si la vida fuese buena. En muchos países las lapidan.
En otros las violan. En el nuestro las maltratan hasta morir. Trabajan fuera de
casa, y trabajan en casa, y trabajan en las pescaderías o en las fábricas o en
las panaderías o en los bares o en los bingos. No sabemos en qué piensan cuando
mueren a manos de los hombres.
EL INMADURO
Me
pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la
desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid. Si
estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar
en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al
cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en
mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión,
me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que
faltasen para la resurrección de la carne. Todo me persigue, ciudades, cines,
casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy
con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría
estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, en
que salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos
que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las
cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas:
Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si
sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero,
viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde
estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por
ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está
matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.
LA LLUVIA
Madrid, 22 de mayo de 2004
Vimos
el Rolls del año 53 con las ruedas blancas
(mil
kilómetros en cincuenta años)
en
las teles de los bares del barrio del Actur de Zaragoza.
Sostenía
en mi mano una copa de vino blanco fría
y
ya hacía calor en España,
los
hoteles del Mediterráneo estaban de limpieza general,
habitaciones
abiertas con camareras esmeradas, esperando
la
llegada de setecientos mil ingleses,
un
millón de alemanes, cuatrocientos mil franceses,
cien
mil suizos y cien mil belgas.
Estábamos
con un vino blanco en la mano y los cuellos
levantados
hacia el televisor.
No
vino Isabel II de Inglaterra; Isabel II
sólo
aceptaría ir a la boda del Rey de Francia
y,
como en Francia no hay Rey, Isabel II
se
queda en palacio para siempre, reclinada sobre el mundo.
Son
los súbditos de Isabel II los que aman el sol de España
y
la cerveza barata,
los
que exhiben la bandera británica
en
las terrazas frente al mar.
Crepusculares
casas reales venidas
de
los rincones más oxidados de la historia
el
22 de mayo de 2004 surgieron en las televisiones de España,
países
nórdicos, lejanos y prósperos, fríos, alejados
de
este corazón inacabable.
Rouco
Varela cantando la misa.
No
vino el presidente de la
República Francesa.
Los
arzobispos, bicolores, felices.
El
nombre de Dios dicho en voz alta muchas veces.
La
terca obsesión en nombrar a Dios, nombrarlo
como
quien nombra el poder, el dinero,
la
resurrección, la guillotina, la cárcel, la esclavitud.
El
emperador del mundo se quedó en América,
ajeno
a los ritos menores de sus provincias.
Los
enormes paraguas azules.
Levantarse a las seis de la
mañana
para
que te maquillen, te depilen, te hagan la manicura,
qué
felicidad tan grande.
Los
grandes desayunos, los cubiertos de plata,
los
mejores vinos y las colonias bárbaras.
Las
duchas gigantescas, las suites, los bombones suizos,
las
zapatillas de oro, los eslips de platino,
el
zumo de naranja con naranjas atroces.
El
lujo y el servicio, siempre gente abriéndote las puertas.
La
sonrisa permanente.
Los
profesionales de la sonrisa permanente,
esa
sonrisa representa el trabajo más inhóspito de la historia.
¿Sonreír?
¿Por qué?
Y
Umbral, y Gala, y Bosé, y A., y J., y Ayala, y M. M.
entrando
en la Catedral
de la Almudena,
recompensados,
elegidos,
a
la diestra colocados, los jefes de la inteligencia española,
de
la subida española, de la gran crecida.
La
gran subida, la gran ascensión.
Y
los ciento noventa quemados vivos tuvieron su homenaje,
el
absurdo pueblo mutilado, el goyesco pueblo
elemental
y monárquico,
el
Rolls pasó ante ellos.
Y
el expresidente del gobierno bebió Rioja Reserva del 94,
todos
los expresidentes de España, con su chaqué,
y
sus mujeres en un segundo plano,
protectoras,
devoradas, confundidas
para
siempre, pero felices de haber llegado allá,
allá
lejos, allá donde el aire es de oro y la mano coge el mundo,
allá
donde España entera quiso que estuviesen
y
la legitimidad democrática es un fulgor definitivo.
Las
pamelas iridiscentes, los yugos en la cabeza,
los
yugos bajo el cielo oscuro.
Y
José María Aznar y Jordi Pujol
y
Felipe González, juntos de nuevo.
Y
los tres se sintieron satisfechos viendo la obra bien hecha,
la
sucesión de Franco, la mano europea, paternal,
sobre
nuestras cabezas,
la
sucesión de Franco, las mantillas del franquismo
metidas
en los armarios,
chillando
de envidia y respirando naftalina muy blanca.
Y
Juan Carlos I cargando con España,
porque
quién si no cargaría con España,
con
la historia de España, el sello papal en el dedo meñique.
Y
Zapatero con su Sonsoles, voluptuosa, sonriente,
su
tipo le hubiera gustado a Baudelaire o a Julio Romero.
Sonsoles
parecía un Delacroix:
la
anatómica Libertad guiando al pueblo,
pamelas
vistosas, el rito político,
la
aburrida historia,
los
pechos caídos.
Y
socialistas y liberales y ultramontanos juntos,
la
izquierda y la derecha maridadas,
las
nóminas engrandecidas hasta la saciedad,
buscando
lo mismo todos, un Delacroix parecía Sonsoles,
la
nueva reina de España,
del
reparto de los despachos, las glorias,
los
largos viajes por el mundo en aviones oficiales,
los
oros laicos.
Ateos
convertidos bajo el fulgor de las pamelas,
creyentes
con el billetero ateo.
El
poder en todo tiempo siempre igual a sí mismo.
La
historia humana en todo tiempo como ya fue hace tiempo.
El
mismo tiempo siempre.
Repitiéndose
la esencia de España, la esencia del mundo grande.
Y
nosotros bebiendo en el Actur, al lado de las grúas y del Hipercor,
felices
de que nos dejen beber este vino
frío
en una copa medio limpia, felices
de
poder pagar este vino y dos más.
Y
la palidez privada de la reina Rania de Jordania.
Y
la lluvia.
EL CREMATORIO
Les
pregunté por el horno a aquellos dos tipos,
era
la noche del 18 de diciembre del año 2005,
carretera
de Monzón, que no sabes dónde está Monzón,
es
un pueblo perdido en el desierto.
Aires
de tormenta en lo Alto, sobre la nada desnuda
como
una recién casada, luna abajo de las carreteras muertas.
Monzón,
Barbastro, mis sitios de siempre.
Me
dejaron ver por la mirilla y allí estaba ya el ataúd ardiendo,
resquebrajándose,
la madera del ataúd al rojo vivo.
El
termómetro marcaba ochocientos grados.
Imaginé
cómo estaría mi padre allí dentro de la caja.
Y
la caja dentro del fuego y mi corazón dentro del terror.
Hasta
las ganas de odiar me estaban abandonando.
Esas
ganas que me habían mantenido vivo tantos años.
Y
mis ganas de amar, ¿qué fue de ellas? ¿Lo sabes tú,
Señor
de las grandes defunciones que conduces
a
tus presos políticos a la insaciabilidad, a la perdurabilidad,
a
la eternidad sin saciedad, oh, bastardo,
Tú
me arrancas,
amor
de Dios, oh, bastardo?
Recoge
a ese hombre en mitad del desierto.
O
no lo recojas, a mí qué puede importarme
tu
presencia heladora en esta noche del borracho
que
he sido y seré, contra ti, o a tu favor,
es
lo mismo, qué grandeza, es lo mismo.
El
principio y el final, lo mismo, qué grandeza.
El
odio y el amor, lo mismo; el beso y la nalga,
lo
mismo; el coito esplendoroso en mitad de la juventud
y
la putrefacción y la decrepitud de la carne,
lo
mismo es, qué grandeza.
El
horno funciona con gasoil, dijo el hombre.
Y
miramos la chimenea,
y
como era de noche,
las
llamas chocaban
contra
un cielo frío de diciembre,
descampados
de Monzón,
cerca
de Barbastro, helando en los campos,
tres
grados bajo cero,
esos
campos con brujas y vampiros y seres como yo,
“allí
sube todo”, volvió a decir el hombre,
un
hombre obeso y tranquilo,
mal
abrigado pese a que estaba helando,
la
espesa barriga casi al aire,
“dura
dos o tres horas, depende del peso del difunto,
dijo
difunto pero pensaba en fiambre o en saco de mierda,
antes
hemos quemado a un señor de ciento veinte kilos,
y
ha tardado un rato largo”, dijo.
“Muy
largo, me parece”, añadió.
“Mi
padre sólo pesaba setenta kilos”, dije yo.
“Bueno,
entonces costará mucho menos tiempo”,
dijo
el hombre. El ataúd ya eran pepitas de aire o humo.
Al
día siguiente volvimos con mi hermano
y
nos dieron la urna, habíamos elegido una urna barata,
se
ve que las hay de hasta de seis mil euros,
eso
dijo el hombre.
“Sólo
somos esto”, sentenció el hombre de una forma ritual,
con
ánimo de convertirse en un ser humano, no sabiendo
ni
él ni nosotros qué es un ser humano,
y
me dio la urna guardada dentro de una bolsa azul.
Y
yo pensé en él, en lo gordo que estaba, en cuánto tardaría él
en
arder en su propio horno. Y como si me hubiera oído
dijo
“mucho más que su padre” y sonrió agriamente.
Entonces
yo le dije “el que tardaría una eternidad
en
arder soy yo, porque mi corazón
es
una piedra maciza y mi carne acero salvaje
y
mi alma un volcán
de
sangre a tres millones de grados,
yo
rompería su horno con solo tocarlo,
créame,
yo sería su ruina absoluta,
más
le vale que no me muera por aquí cerca”.
Por
aquí cerca: descampados de Monzón,
caminos
comarcales,
Barbastro
a lo lejos, malas luces,
ya
cuatro grados bajo cero.
Coja
las cenizas de su padre, y márchese.
Sí,
ya me voy, ojalá yo pudiera arder como ha ardido
mi
padre, ojalá pudiera quemar
esta
mano o lengua o hígado de Dios
que
está dentro de mí,
esta
vida de conciencia inextinguible
e
irredimible;
la
inextinción del mal y del bien,
que
son lo mismo en Él.
La
inextinción de lo que soy.
Ojalá
su horno de ochocientos grados quemase lo que soy.
Quemase
una carne de mil millones de grados inhumanos.
Ojalá
existiera un fuego que extinguiese lo que soy.
Porque
da igual que sea bueno o malo lo que soy.
Extinguir,
extinguir, extinguir lo que soy, esa es la Gloria.
Coja
las cenizas de su padre, y márchese.
No
vuelva más por aquí, se lo ruego, rezaré
por
su padre. Su padre era un buen hombre
y
yo no sé qué es usted, no vuelva más por aquí,
Se
lo ruego. Por favor, no me mire, por favor.
Tuvo
un Seat 124 blanco, iba a Lérida,
visitaba
a los sastres de Lérida y a los de Teruel,
comía
con los sastres de Zaragoza,
pero
ahora ya no hay sastres en ningún sitio,
dijo
una voz.
Qué
solo me he quedado, papá.
Qué
voy a hacer ahora, papá.
Ya
no verte nunca es ya no ver.
Dónde
estás, ¿estás con Él?
Qué
solo estoy yo, aquí, en la tierra.
AMOR
Una
mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos.
Fue a las cajas de ahorro,
fue a las compañías de seguros,
vendió su coche, anuló su
plan de pensiones,
se lo llevó todo en efectivo,
un buen fajo de billetes calientes.
Qué bien, dijo, qué
fuerte,
y todos los empleados y los
directores querían disuadirle
pero Vilas tenía unas ganas
infinitas de pasarlo bien.
Y luego se fue a ver
enfermos,
a ver emigrantes, incluso se
fue a las cárceles.
Quería ser un santo
espectacular, tenía esa marcha,
tenía esa gran ilusión.
Quería ser Cristo, Lenin, San
Pablo,
quería ir más allá del orden,
de la naturaleza y de la vida.
Recorrió la ciudad de
Zaragoza repartiendo dinero.
En Conde de Aranda, dio mil
euros a tres árabes,
que le besaron los pies, y
las manos, y se arrodillaron.
En el barrio de Delicias, en
la calle Barcelona,
dio trescientos euros a una
negra africana,
y ella quería comerle el sexo
al buen Vilas,
pero Vilas dijo “no, nena,
hoy soy un santo,
hoy soy San Vilas,
consérvate para tu marido, él
te necesita,
y yo os bendigo; anda, nena,
ve en paz”.
Y Vilas se echó a reír.
Fuego, qué fuego más grande,
y siguió repartiendo, a una
vieja china
de un todo cien le dio
seiscientos euros,
y la vieja le hizo una foto
de diez millones de megapisels
y la amplió y la enmarco y la
colgó
en mitad de su tienda con dos
velas debajo.
A un vendedor de La Farola,
ese periódico
de los pobres, le dio
ochocientos euros.
Y el vendedor se echó a
llorar y ardía
como una vela en mitad de las
catedrales antiguas.
Vilas quería ser un santo,
tenía esa marcha.
Toda la mañana y toda la
tarde estuvo quemando su dinero.
Miró la atmósfera y se
estaban abriendo los palacios celestiales.
Estaba enamorado de sus
semejantes.
Nunca vimos a nadie tan
enamorado.
LA ESPAÑA DE LA TRANSICIÓN
El
rey Juan Carlos I está algo hinchado,
y algo sordo, no oye a los periodistas.
Fue el dueño de un rato largo de la Historia.
Y ahora habla con los muertos mucho rato,
con su padre, a quien ya ha vuelto a ver en sus
sueños.
El ex-presidente
Adolfo Suárez
se convirtió en el hombre invisible.
Murió su esposa, se entristeció para siempre,
y envejece en un lugar desconocido.
No recuerda nada porque nada hay que recordar.
El escritor Camilo José Cela se murió
como muere la gente corriente.
Parecía inmortal y eterno, pero no lo era.
Su viuda aparece muy de tarde en tarde
en la prensa española, pero ya nadie la recuerda.
El ex-presidente Felipe González
se divorció y se fue con una más joven.
Sale de vez en cuando en las televisiones.
Parece un hombre bueno,
pero solo es un hombre envejeciendo.
Da consejos y opina de economía y de mercados.
La ex-miss del universo Amparo Muñoz
se disolvió tristemente
en un piso de Málaga.
Dijeron que era una drogadicta y que por sus venas
corría la España de los años setenta.
El actor Fernando Fernán Gómez
se murió de la misma forma
que Camilo José Cela.
Cuando murió,
murió una forma de ser español.
El gran Santiago Carrillo, el último comunista,
se morirá un día de estos,
tal vez ya esté muerto ahora mismo.
Resiste, porque el comunismo latió en su corazón
como una santa campana de penicilina.
La gente se muere o está apunto de morirse.
Se murieron poetas a quienes ya nadie lee
como Gerardo Diego y novelistas oscuros
como Torrente Ballester; y Gerardo y Torrente
parecen ahora mismo el mismo muerto,
el mismo fiambre, gemelos españoles.
El juez Baltasar Garzón ha engordado
y está envejeciendo.
Persigue a los fantasmas que no persiguieron
aquellos que ya también se volvieron fantasmas.
Fantasmas que no persiguieron
a otros fantasmas más antiguos,
porque entre los fantasmas la antigüedad
en el cargo se llama Historia de España.
Me dan pena los muertos españoles.
Oh, sí, qué pena dan los muertos españoles.
¿No te parece?, hermano mío, mi compatriota.
LOS
BORRACHOS
Hermanos
que habéis muerto en la gracia
del
Gran Vilas,
que
es la gracia del Santo Bebedor,
volveréis
a beber.
Volveréis
a beber, y mucho y bueno y gratis.
Somos
los grandes bebedores,
espíritus
en alta combustión
y
en alta alegría transformados,
bebemos
por todo.
Bebimos
en todos los continentes.
Qué
bien se bebe en África,
en
medio de los safaris, en medio de la nada.
Y
gritábamos de alegría y bailábamos desnudos,
desnudos
frente a los leones deslumbrados
porque
el alcoholismo es luz valiente,
es
heroísmo
y
es fe.
También
bebimos de lujo en Asia,
montados
en los santos elefantes,
en
una mano la copa,
en
la otra el látigo o la pistola o las flores o la botella.
Y
qué decir de lo que acabamos bebiendo
en
Europa y en América.
Miles
de bares en donde nuestras manos
acariciaron
a la Virgen de la reconciliación,
y
hubo risas, y hubo amor
y
hubo alguna forma de inmortalidad.
Los
elegantes bares europeos
con
camareros políglotas,
impecables,
profesionales, sobrios.
¿Hay
algún continente más?
Ya
ni me acuerdo de si bebimos en el Polo Norte,
si
los osos blancos nos vieron beber,
si
invitamos a los pigmeos a unas copas frías.
Oh,
divinos osos polares, tan blancos y enamorados,
bebimos
con vosotros, a vuestra salud,
mientras
el sol devoraba la nieve y el cambio
climático
nos coronaba con espinas ardiendo.
Grandes
bebedores,
volveréis
a beber aunque estéis ya muertos.
Tened
confianza.
Vuestra mano
volverá
a sujetar el vaso de la vida.
Llegaba
a los hoteles y asaltaba el minibar.
En
las barras fui el César, pidiendo todo el whisky.
Amé
a los camareros.
Glorifiqué
a las camareras.
Nunca
me marchaba de los bares.
Soy
un borracho descomunal.
Soy
un alcohólico clásico y moderno.
Hermanos
que habéis muerto con la copa en la mano,
pedidle
a San Vilas la última,
y
San Vilas os la concederá,
porque
os ama.
HU-4091-L
Adiós, hermano mío, la
grúa fúnebre te conduce
al infierno del desguace.
Majestuoso, vas hacia la destrucción subido
en una grúa roja,
como si fueses Luis XVI camino de la
guillotina,
y yo detrás.
Pareces un rey.
Soy el único que ha venido a
tu entierro.
Te he querido.
Rezo por ti un padrenuestro
y un avemaría.
Rezo por ti y me conmuevo.
Eras el mejor.
Y lo que vivimos juntos, y
las ciudades que pisamos,
y
las carreteras secundarias y los pueblos
y
los mares que vimos,
y
los párquings subterráneos y los túneles helados
de
las carreteras de montaña, con afiladas
estalactitas
a la entrada,
amenazando
nuestra milagrosa inocencia,
y
los mendigos en las avenidas,
y lo que nos amamos en la
oscuridad de las autopistas,
fundidos en un solo ser:
confundida tu carne con mi chapa.
Me salvaste de la lluvia
ácida y de la nieve sin ángeles.
Con tu aire acondicionado,
que está intacto
después de doce años,
impediste
que me quemara vivo en los
veranos españoles.
Ese aire frío que me subía
por la pierna, ay.
Y eras blanco,
porque la santidad y el amor
industrial y la velocidad son blancos.
Y cómo me gustaba tocarte
las marchas,
y cómo te ponía la quinta,
eh, y qué caña te metías,
narciso, que eras un
narciso.
Y ahora todo ha acabado.
Doscientos sesenta y ocho
mil kilómetros hemos estado juntos.
Fuimos felices.
Fuimos grandes y definitivos.
Te doy un beso delante del
chatarrero
y de un negro
que lleva un chorreante
radiador en una mano.
Te he amado más que a mis
amantes,
más que a mi perro;
casi tanto, pero no tanto,
eh, como al dinero.
Bueno, no te enfades,
tú también fuiste dinero,
y aún lo eres,
y yo también soy dinero.
Perdona que te humille
haciendo recaer
sobre tu hermosa tapicería,
sobre tus ruedas, manguitos
y válvulas que han
gloriosamente ardido,
la miseria de España:
el plan Prever, 400 euros
sociales
(¿os molesta que hable de
dinero o de tan poco dinero?),
para la clase media,
que ama la limosna.
Tú, que fuiste mi libertad,
que me llevaste cerca del paraíso;
tú, que me hablabas por las
noches y me decías
“hermano, qué bien conduces;
hermano,
eres el mejor de los
hombres”.
Salvo el poema inédito,
los textos de Manuel Vilas pertenecen a los libros Resurrección (Visor, 2005), Calor
(Visor, 2008) y Gran Vilas (Visor, 2012).
Manuel Vilas (Barbastro,
1962) es poeta y narrador. Entre sus libros de poesía destacan El cielo (DVD Ediciones, 2000), Resurrección (XV Premio Jaime Gil de
Biedma, Visor, 2005), Calor (VI
Premio Fray Luis de León, Visor, 2008) y Gran
Vilas (XXXIII Premio Ciudad de Melilla, Visor, 2012). Su poesía completa se
publicó en 2010 (Visor) con el título de Amor.
Es autor de las novelas España (DVD
Ediciones, 2008; Punto de Lectura, 2012), que fue elegida por la revista Quimera como una de las diez novelas más
importantes en español de la primera década del siglo XXI, Aire Nuestro (Alfaguara, 2009), que obtuvo el Premio Librería
Cálamo, Los inmortales (Alfaguara,
2012) y El luminoso regalo (Alfaguara,
2013).
algunos libros de POESÍA Y NARRATIVA DE MANUEL VILAS
REVISTA ÁGORA DIGITAL / LA ESCRITURA PLURAL/ Antología actual de poesía española/ OCTUBRE 2013