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viernes, 7 de julio de 2023

Tardes con mi gata. Relato inédito de José Francisco Burgos Fernández. Publicado en Ágora N. 20 (Nueva Col.) / Relatos / Julio 2023


 

RELATOS

 

TARDES CON MI GATA

 

JOSÉ FRANCISCO BURGOS

 

 


 

A Pilar,

cuya hermosura posó

paciente para este óleo

 

A Venancio,

de quien tomé prestadas

gata y prosodia


 

 

 

TARDES CON MI GATA

Ahí hay un hombre que dice…¡miau!

 

 

Aquella tarde el maullido melancólico de un oboe rasgaba el oro del horizonte y el lomo lento y sinuoso de mi gata Fufi eclipsaba parte de un sol moribundo que arañaba los visillos…

 

______________

 

 

Pilar estaba allí, a contraluz, y el sol todos los rayos de su pelo[1]. Miraba a la tarde rubicunda esperando una entrevista con la gerencia de la Orquesta Sinfónica de Lorca, que semanas antes había publicado una convocatoria para cubrir el puesto de coordinador artístico. Palmo y medio, Pilar estaba allí, traspasada, como yo, de atardecer y nervios, recortando y dando vida a la sosería del ventanal que la silueteaba. Y sí, mucho Góngora y soledades pero lo primero que le ví-tararí fue el mapamundi de su culo rotundo y el plus ultra de las columnas de sus muslos torneados. ¡Vaya tela! pensé, al tiempo que intentaba sofocar mis lujurias recordando los cándidos celestes de un famoso cuadro de Dalí.[2]

Hace poco más de quince años de este episodio y yo, por entonces, iba a cumplir veintidós; en mi currículo, un cuarto de oboe aprobado por los pelos (de mi gata Fufi), otro cuarto de filología hispánica, recién cumplido, y cuarto y mitad de mentecato atrevido y osado. Total, poco más de un kilo de pobre criaturica del Señor, cuyo espíritu andaba salido y sin complejos, embutido en un cuerpo que mejor no describiré para ahorrar prosa y evitarme sonrojos.

¿Dónde estábamos?... Ah, sí... en aquella tarde y aquella silueta y en el amor aquel, a contraluz y a contratiempo, cuando yo era un Dalí morboso y obsceno que debía distraer la mirada de aquella Dafne a la que Apolo acariciaba con todo el deseo de su crepúsculo encendido.

 

No obstante, allí había más gente. O sea. Éramos cuatro los opositores finalistas que concurríamos a la convocatoria de la plaza. Tres varones, incluido yo, y una mujer al fondo de la escena, de espaldas, recortada como divina calcomanía en la vidriera de la catedral de Poniente, mirando al infinito del ocaso…

Y ahí que Quevedo me susurra en toscano un par de endecasílabos

 

diviso il sole partoriva il giorno

    languido nella tomba d’Occidente [3]

 

como presentimiento de la belleza de un rostro y de unos ojos que me quedaban por descubrir.

Por lo demás, en salón de espera, inundado de rojos intensos y azules plomizos, se respiraba un silencio de velatorio. Normal, pensé, porque somos opositores, oponentes y, por tanto, enemigos. La entrada era diáfana y exenta de puerta, de modo que desde el pasillo se veía el panorama. Había seis silloncitos, tres a cada lado de una mesa de esas que llaman de café; dos de ellos, enfrentados, los ocupaban sendos hombres cercanos a la treintena, o por ahí andarían, que trajinaban, a mi parecer, el papelerío de méritos que iban a presentar al tribunal.

¡Hostia bendita!... ¿dónde mis papeles? …pero sí, uf!! mamotretos los llevaba yo ensobacados en una carpeta azul: medio folio engordado de currículum vitae y cinco o seis cuartillas de fotocopias de presencias, ausencias y abstinencias a otros tantos cursillos de masteriología en gestión cultural. En fin, muy poca cosa.

Resuelto el instantáneo alboroto que me tremoló el alma de mis avales, ya tranquilo, entré con discreción felina y sólo cuando estuve cerca, los dos caballeritos se percataron de mí y levantaron la cabeza para sacudirla ligeramente hacia arriba en un gesto callado y algo displicente de buenas tardes, que resonó en mi cara como un hale, ya llegó el que faltaba p’al duro. Yo hice un ademán de consentimiento humilde y monjil, mientras pensaba qué saboríospero bueno, eran opositores y su indisposición a mi mera presencia era la misma que la mía por la suya.

Izquierda, derecha, pared una, vacía, y pared la otra con un cuadro enorme y feo cuanto enorme. Y ahí fue cuando se me fue la vista al mainel que sustentaba el ventanal de lumbre y ascuas que inspiran la calentura de estos renglones y que son parrilla de mi lorenzo cuerpo.

 

Allí estaba ella, posando para el Dalí de este relato… Y yo, acercándome, me atreví finalmenteQué tal?... y en ese milisegundo del tal, terminó ella de girar la cabeza, sonriendo, y se me hizo de repente la luz de mis noches oscuras porque estalló de su boca un fogonazo de perlas y de auroras, el aire se inundó del revoloteo de mil mariposas y en la sala sonó un maullido de gata que dijo:

 

- Pilar, Pilar Guillén, y tú?...

 

con voz de oboe enamorado.

 

Impactado y nervioso, muy nervioso, hice yo por pronunciar mi nombre como si fuera la primera vez, como si el aura del contraluz me bautizara por primera vez, cuanto por vez primera me sobrecogía así la hermosura de una mujer: Pilar, pronunció el clavel del timbre nacarado de su boca y Pilar, corroboraron aquellos ojos que abanicaban el aire mortecino de la estancia, como Pilar, ella misma, se afirmaba en el soberbio porte de aquellas piernas y aquellas caderas que la sostenían segura en las riendas del carro de un sol de media tarde cuyo Faetón era yo... siendo Narciso. [4]

 

Pilar, Pilar, Pilar… por momentos me quedé rayado como la ninfa Eco, pensando en hermosas palabras con las que presentarme pero, abrumado como estaba, al final opté por la huida hacia adelante. Me pudo el atrevimiento histriónico y la osadía del machito ingenioso traicionó el asombro del milagro de la aparición in situ de una formidable diosa.

 

- Burgos… Pepe Burgos -dije, impostando la voz, sobrado y pagado de mí mismo, a lo Bond, James Bond.

 

Nada más soltar la gracieta me acordé de mis rudimentos de métrica latina, dándome cuenta de que ella se había presentado en yambos y yo, en troqueos… (nene, nene, no empezamos bien) ... Menos mal que ella se limitó a sonreír condescendiente arqueando las cejas para insistir, con mucha sorna

 

- Pues sí… y yo… también… Guillén… Pilar… Guillén…

 

Y me yamboneó como me restregó la desafortunada ocurrencia por tóh los morroh… Pero, ¡ay, Dios!, ese bis de su voz rediciendo su nombre me supo ahora a una veluté de corno inglés mientras que de la mía acababa de brotar aquel Pepito agrio de flautas de amor desafinado que nunca me atreví a confesarle hasta hoy, que escribo esto.

Al mismo tiempo me percaté además de que, en la mano izquierda, su índice pausaba la lectura de un cáliz blanco en forma de libro, Cartas de heroínas, de Ovidio, con quien, ahora, cuando flaqueo en los deberes de mi oficio, creo compartir melancolías y nostalgias en un común áspero destierro, como las tristezas de este cuento que se orienta, obstinado, hacia el oeste.

Justo en ese momento apareció de las fauces oscuras del pasillo el inspector de la orquesta, Ángel Fernández, según se presentó él mismo con voz de barítono, y el tal Ángel venía para anunciarnos la buena nueva de la secuencia de los comparecientes.

Y, con poco preámbulo, yendo al busilis, habló así:

 

- Señora … señores… buenas tardes... A ver… les digo que cada uno de ustedes me irán acompañando a la sala de juntas en este orden… primero, Garre, Alberto (que alzó, raudo, su mano con un sonoroso ¡yo mismo!), segundo Blázquez, Carlos (que enseñó un tímido índice con la cabeza gacha)… tercera… (y pensé yo la de yambos sonoros) Guillén, Pilar y… por último, usted, caballero, a quien supongo Burgos, José … Pues, vale… Si todo está claro…. viene ya conmigo, señor Garre?     

Y Garre compuso sus bártulos en un periquete, enfiló el móvil en el bolsillo interior de su americana, se levantó con firmeza y se alejó con Ángel, taconeando, de forte a pianísimo, la fuga de losas de aquel pasillo que se alontanaba hasta el trono de un goloso puesto de trabajo... o hasta la cola del paro.

Cuando aquellas dos almas fundieron a negro, hubo una instantánea de miradas cómplices entre los tres que quedábamos. Blázquez volvió al misterio de sus documentos, que alternaba con visitas a la pantallita del teléfono, y Pilar y yo retomamos el albur de nuestras presentaciones.

A partir de aquí todo fue muy rápido. Garre quedó despachado en cinco minutos (mmmm!!!) y en un santiamén regresó el inspector para llevarse al taciturno Blázquez. Cuando me vine a dar cuenta la Pilarica y yo apenas habíamos despachado los preámbulos del primer contacto, o sea, la cosa curricular. Ella tenía una licenciatura en oboe, había colaborado como instrumentista con distintas orquestas profesionales y ostentaba varios másteres en gestión cultural, cursos de gestión fiscal de la cultura y el arte y otros diplomas en organización de eventos, protocolo y relaciones institucionales. Todo aquello apabullaba desde luego a mi pobre dossier de chichinabo y me apeaba directamente de la competición.

 

Y sin haber llegado a intercambiar otros datos de la vida y sobre todo ¡los teléfonos!, de sopetón, en menos que canta un gallo, estaba allí otra vez el psicopompo para llevarse a

 

- Guillén, Pilar Guillén, por favor, ¿me acompaña?

 

- Voy

 

Caramelada de sol, se apresta ella y se atusa la polifonía de los ámbares del pelo mientras recoge libro, carpeta y rebeca.

 

- Bueno, vamos allá... Suerte a ti también, amigo… A ver si nos vemos otro día, salga lo que salga de esta movida.

 

Y marchó para siempre, enfeitando a tarde qual meiga donzela [5] y dejándome el corazón partío... como el sol de Quevedo.

     

Antes de que terminara de engullirla la noche del pasillo, volvió el rostro mi Eurídice guapa, levantó el brazo derecho, movió los cinco lobitos de su mano de sal y, acercándosela a la boca, echó al vuelo la paloma de un beso blanco de despedida que hice yo por recibir en la sosa lividez de mis labios... Ay! cómo maúllo todavía por aquel beso de aire, ingrávido de carne.

Esa fue la última imagen de un amor imposible que a este pobre Lot se le quedó congelada en la retina doliente de la memoria. Nunca más volvería a coincidir con ella.

Días más tarde llegó el inoportuno email. Que no. Que el tribunal había valorado positivamente mi currículum y mi entrevista pero que blá blá blá y blá blá blá y muchas gracias y que el que se quedaba era don Alberto Garre y que un cordial saludo. Punto.

Me daba igual. Yo ya llevaba una semana colgado y ardiendo en la peripecia vital de un amor a primera vista. Durante meses hice por encontrármela por la calle o en el teatro o en un bar o en alguno de los conciertos de la sinfónica en el nuevo auditorio, el "Margarita Lozano". Durante meses, anduve pecando a diario, sobre todo por la noche, con aquella imagen de lo bello hecho belleza que me venía obsesivamente al pensamiento y que agitaba constantemente mi alma... y mis manos.

 

Una tarde febril y griposa, acodado en la penumbra mortecina de un garito de Murcia llamado La Puerta Falsa, tomé nota en servilletas varias de unos posibles versos que nunca llegaron a feliz puerto de poema. Durmieron, al menos medio año arrugadas en el bolsillo de una cazadora muy chula hasta que un día, rebuscando calderilla para terminar de pagar un cubalibre, reaparecieron en mi mano, hechas una bolita humilde de amor olvidado. Las desplegué, las releí y allí mismo (camarero!...un boli, por favor) las volví a rescatar en un cartoncito estrecho que había en la barra, de esos de propaganda de no sé qué leches porque me deshice del vinilo del anverso anunciador.

Lo guardo aún, el mismo cartoncito, como marcapáginas de la biblioteca pasajera de mis libros de mesilla y me regodeo todavía con su lectura, aunque con pudicia inocente, las muchas veces que no resisto la tentación ascética... La tinta se ha corrido y el texto está prácticamente emborronado pero cuando acaricio apenas el borde de la cartulina desgastada, oigo las palabras húmedas del braille de mis yemas...

 

Como siempre antes de dormir, me santiguo en la benditera soñolienta de mis noches, y en el reflejo del agua blanca de la pila marmolada de la almohada de la cama, ya, antes de mojar juntos índice y corazón, apareces tú, en el nombre del Padre y del Hijo…. Y yo agito mi diestra, viciosa de ti, y la agoto hasta hacerme zurdo, hasta que me exhala el espíritu santo del alma en un estertor de gozo que canta..."te amo, amor, te amo"... Agua bendita, mis lágrimas, y carne descarnada de la carne, la carne mía, con las que quiero decirte que quiero... ¡sexo!... cariño mío.        

 

Aunque no debiera, cada vez que escucho esa voz del recuerdo de mis dedos que lo escribieron, me ruborizo y se me esboza siempre un rictus en la callada comisura de los labios que me amofletea la cara y los ojos de luz pueril y picarona adolescencia.

Madre mía, quince años ya!... Y los tumbos que ha dado la vida de mi vida…

En estos años, tres novias tuve primero y luego dos gatas, animalitos a los que, por cierto, bauticé con el mismo nombre, y a pesar de que no debo, aún sigo con el recuerdo vivo y pecaminoso de aquella tarde. Lo que me preocupa es que esta espontánea nostalgia transida de deseo me viene casi siempre a la cabeza cuando estoy ciñendo el cíngulo sobre el alba, beso la estola y me dispongo a capuzarme la casulla antes de salir a decir misa vespertina de siete.

Y sé que peco, aunque con este modo casto de estar a su lado, verdad que me siento más cerca de Dios [6], como reza la canción de Machín… Y sé que peco y repeco, Señor, por más que yo quiera verla nimbada de luz y exenta de carne, como si fuese la santa estampa de la Virgen del Pilar. Pero no hay manera de zafarme de aquellos ojos suyos que me siguen mirando desde aquella tarde linda para que no los vea como ojos sino como mirada en el viril de los ventanales donde mi Fufi, pupila lúbrica del sol de mi occidente, retoza y ronronea la música ostensoria toda de las tardes de mis días.

 

En Zaragoza, en la santísima basílica, bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular [7] y siendo el día doce de octubre del año de nuestro señor de dos mil treinta y cuatro.

 

El Deán, José Burgos, en su catedral de papel.

 


 

 

José Francisco Burgos Fernández es filólogo de formación y de vocación, y casi de deformación (dicho sea como e-logio). Es también programador del Auditorio y Centro de Congresos Víctor Villegas, de Murcia.

 



[1] Luis de Góngora – Soledad Primera

 

[2] Muchacha en la ventana (1925)

[3] Francisco de Quevedo – A unos hermosos ojos que vio al anochecer (El Parnaso español - Soneto CCIXa) / Trad. aprox. Partido el sol, daba a luz el día, lánguido en la tumba de Occidente

 

[4] Francisco de Quevedo – Túmulo de la mariposa

 

[5] Manuel Bandeira – Cantilena de la Bachiana nº 5 de Heitor Villa-Lobos.

 

[6] Antonio Machín – Mira que eres linda

 

[7] Jorge Sepúlveda – Mirando al mar

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