Rafael Sánchez Ferlosio
SIETE PECIOS AFOREMÁTICOS
PARA UNA DEFENSA DEL ESCEPTICISMO TRÁGICO
Paco Fernández Mengual
El escepticismo trágico es una forma de rebelarse contra la unicidad en el pensamiento y en la acción. Es un modo de asumir la inexorable tensión entre el sí y el no, entre lo racional y lo irracional, entre lo necesario y lo contingente, entre la tradición y la innovación. El escepticismo es una lucha incesante por no seguir siendo tan estúpido, es decir, por no anclarse en una posición en la que uno cree tener razón a toda costa o a cualquier precio.
-0- Una aclaración y dos sentencias
Me apropio del término, lo tomo como un préstamo, y cito a su legítimo propietario –si es que se puede hablar de propiedad cuando se trata del uso de las palabras: Rafael Sánchez Ferlosio en Campo de retamas. Pecio, del latín pecium. Según la RAE: “Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado. Porción de lo que contiene una nave que ha naufragado. Derechos que el señor del puerto de mar exigía de las naves que naufragaban en sus costas”. Y me remito a otro que también empleó esta metáfora náutica en su Naufragio con espectador, Hans Blumenberg: “Sólo donde está excluida la consecución de una meta, como en los escépticos y los epicúreos, puede representar la bonanza en alta mar la visión mítica de la pura felicidad”.[1]
Como la modestia es un vicio -emparentado con la humildad- disfraz de la vanidad y la presunción, me tomo la licencia de citarme a fin de aclarar qué entiendo por “aforema”. Recurro para ello a mi Café y humo en el laberinto:
Sutil apareamiento de dos palabras: aforismo y poema. Constructo a-lógico y a-semántico al que se llega por razones ligadas a la torpeza y a la incompetencia cuando un servidor se atreve a adentrarse en el laberinto de la escritura […] Forma que adopta la escritura al estrellarse contra los muros que construyen las certezas […] El aforema expresa la tensión trágica que suscita la confrontación de las inquietudes humanas y el silencio o excesivo ruido en el que se disuelven las preguntas y se diluyen las cuestiones.[2]
Los pecios aforemáticos que siguen a continuación se inspiran en dos sentencias. Dice Feijoo: “[…] dudar de muchas cosas es prudencia, dudar de todas es locura”.[3] En su “Prólogo” a Macbeth, afirma Borges que la duda es “uno de los nombres de la inteligencia”.[4]
-1- Mi defensa de una actitud escéptica toma como referencia la definición etimológica del término.
No profeso el escepticismo, como tampoco el existencialismo, el idealismo, el materialismo, el capitalismo, el comunismo, el hedonismo, el eudemonismo, el estoicismo o, por terminar esta relación de “ismos”, el dogmatismo. Mi defensa de la relevancia o actualidad de la actitud escéptica es un intento de rescatarla del olvido y del menosprecio de los filósofos, una tentativa que la propone como conditio sine qua non para el ejercicio de la reflexión filosófica (u otro tipo de reflexiones). No pretendo defender una versión concreta del escepticismo, sino la
que se expresa en su definición etimológica: la palabra "escéptico" viene del griego σκεπτικοs (skeptikos = examinar, mirar con detenimiento). Skeptikos tiene la raíz indoeuropea spek-, "mirar", "observar", que en griego sufre una metátesis y da también el verbo skopéo (mirar, observar). Así pues, escéptico no es quien defiende el escepticismo, sino quien manifiesta una actitud escéptica, quien ha decidido vacunarse contra el dogmatismo: no se trata de adherirse a la suspensión pirrónica del juicio para devenir sujeto ataráxico, sino de hacer de la duda, más que un destino, una constante en su transitar por el mundo. Mi apología me conduce inevitablemente a las palabras de un maestro de los pecios:
[…] la duda no tiene nada de violento; se aproxima, se detiene, retrocede sin volverse, con paciencia, como un pintor que busca perspectiva, rodea, merodea, a veces roza suavemente los obstáculos o hasta se yergue sobre la punta de los pies como un gatito y rasca el borde, con las uñas delanteras […] Así es la duda. Sólo la certidumbre asalta con la violencia y pugna por apoderarse y excluir y dominar.[5]
-2- Se es escéptico con respecto a…y entonces ya no hablamos de escepticismo sino de una actitud escéptica.
Anthony Kenny dice en su Breve historia de la filosofía occidental[6] que: “[…] el significado básico de “escepticismo” no ha cambiado desde los escépticos. ¿A qué se refiere Kenny con la expresión “el significado básico”? En apenas una página y media que dedica al escepticismo clásico señala que ese significado básico se circunscribe a dos cuestiones, una teórica y otra práctica. La teórica o escepticismo epistemológico se expresa en la posición pirrónica definida por el aserto “nada puede conocerse”. En primer lugar, porque es imposible encontrar principios evidentes que sirvan como fundamento a la ciencia o al conocimiento, lo cual implica que todo razonamiento sea circular o inconcluso. En segundo lugar, porque los datos sensoriales (las apariencias) subjetivos y dispares no son el punto de partida apropiado para formular enunciados o juicios que expresen la esencia o estructura interna de la realidad. La vertiente práctica consiste en proponer la epojé o suspensión del juicio como actitud que conduce a la ataraxia, la tranquilidad o la imperturbabilidad del ánimo. Kenny se limita a reproducir en su libro los tópicos que afectan al escepticismo griego pirrónico y académico sin profundizar en ellos y a defender el disparate de que dicho significado básico no ha cambiado a lo largo de la historia. Porque, a mi juicio, el término escepticismo, como el ser de Aristóteles[7], se dice de muchas maneras y, por tanto, es un requisito inexcusable precisar con respecto de qué se es escéptico. Así, podemos hablar de un escepticismo metodológico (Descartes), ontológico (Kant), ético (Wittgenstein), epistemológico (Hume), fideísta (Pascal) o, en los últimos tiempos, de un tipo de escepticismo integrado en una filosofía de la finitud (Marquard). Y en este notable elenco de filósofos, se observa que ni Descartes suspendió su juicio más allá de un párrafo de su Discurso del método, ni Kant renunció a la posibilidad de formular juicios sintéticos a priori, ni Wittgenstein al valor existencial de la ética, ni Hume a otorgar valor gnoseológico a los juicios de hecho, ni, por último, Pascal a formular el principio de la física que lleva su nombre. Decir “soy solidario” es un despropósito enorme, tanto como decir “soy escéptico”. Entre los atributos de la solidaridad o el escepticismo no se encuentra la universalidad. O dicho de otro modo, no se puede ser solidario o escéptico de un modo absoluto. Se es solidario o se es escéptico con respecto a alguien o algo: un colectivo, una persona, una idea, etc. Lo mismo vale para la generosidad, el altruismo y demás tendencias de los seres humanos. En la generosidad –el altruismo o la filantropía- también se seleccionan los objetivos. Mientras escribo estas líneas recuerdo la conocida respuesta de Hannah Arendt a una pregunta o, más bien, un reproche de Gershom Scholem. Reproduzco una situación ficticia basada en hechos reales:
Scholem: Sra. Arendt, por sus escritos y posicionamientos con respecto a la discriminación y maltrato del pueblo judío a lo largo de la historia, parece que, a pesar de ser usted judía, no lo ha amado lo suficiente como para apoyarlo de un modo incondicional.
Arendt: Nunca en mi vida he amado a ningún pueblo o colectivo, sólo amo a mis amigos y el único género de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas.
-3- La actitud escéptica se erige hoy como la condición de posibilidad de la conciencia crítica, como un dispositivo contra el miedo inducido por la vocación totalitaria del poder.
Todo poder (incluso, o sobre todo, el que se ejerce en las democracias contemporáneas) tiene una impronta totalitaria, aspira a dominar de un modo absoluto y exige, por tanto, una sumisión o servidumbre no menos absoluta. Dicha servidumbre puede ser voluntaria (De la Boetie) o inducida por instrumentos legitimadores, como los mitos fundacionales, cuyo objetivo es infantilizar a la población y procurar su tutela paternalista. La función de dichos mitos no es otra, dice Javier Gomá, que “la sacralización de lo público”, es decir, “hacer que las leyes no solo reglamente la libertad exterior de las personas sino que sus mandatos vinculen también sus conciencias, e inversamente, que los incumplimientos de las leyes, además de merecer castigo jurídico, sean reputados adicionalmente profanación, sacrilegio o herejía”.[8] Dios ha muerto, dice Nietzsche, pero su sombra es larga, la misma que proyecta un espacio en el que el vacío dejado por la divinidad ha sido ocupado por los ídolos modernos o contemporáneos: el Estado, la Economía, la Ley, la Cultura, la Naturaleza, la Historia, etc.
Respirar, decía Albert Camus, es pactar con el Estado. Y cuando digo respirar, digo también escribir, amar, sentir, estudiar, afirmar, negar y, en definitiva, vivir. El capitalismo, nuestra realidad más inmediata, se reinventa continuamente y nos propone nuevos ídolos ante los que inmolarnos. Así, respirar es pactar con los caprichos y devaneos del mercado: esa entelequia, tanto más real cuanto ilocalizable, que todo justifica y que a todos exonera de culpas o responsabilidades.
Uno aprende que no hay modo de esquivar la tentación de poseer cosas, personas o ideas. Uno aprende que poseer es uno de los modos de ser poseído, que tener cosas, personas o ideas, es una modalidad de enajenarse en esas cosas, personas o ideas. Pero uno olvida aquello que aprende, y aprende, también, a olvidar. Olvidamos las palabras, las caricias, los besos y los abrazos. Olvidamos los versos y las rimas. Olvidamos la mirada que una vez acogimos y domesticamos. Olvidamos el deseo. Y, en medio de tanto olvido, nos cobijamos en las cosas, las personas o las ideas que poseemos –o creemos poseer. Y, así, poco a poco, entre la necesidad de poseer y la fatalidad de olvidar, la vida se llena y se vacía, paradójicamente, al mismo tiempo. Olvido inefable que se aviene con el recuerdo:
Mas es así el olvido.
Sin darse cuenta se olvida
de olvidarse
y te regresa.[9]
Hoy la lógica capitalista borrosa da una nueva vuelta de tuerca al mundo, a la economía, a nuestras vidas, a lo real –diseñando la realidad que nos define. Vivimos una nueva época de miedos y temores añadidos. Miedo a perder el trabajo que ya no se tiene o la casa que ya no se posee. Miedo, no ya al futuro, sino al mismo presente que niega, que no soporta afirmar, un porvenir vacío de contingencia e incertidumbre, porque todo mañana ha sido ya descrito en el juego de las previsiones y las estadísticas.
Hoy se acusa de ilegítima defensa a quienes ejercen su derecho a rebelarse contra la situación que han creado políticos corruptos, banqueros depredadores y empresarios burbujeantes. Hoy no sabemos hasta dónde llegará la acusación de todos aquellos que han provocado que, en esta época de miedos, el mayor miedo tenga que ver precisamente con ese mañana.
Todo poder es idólatra. Y no hay mejor modo de combatir la idolatría –desde una vocación iconoclasta- que adoptando una actitud escéptica frente a cualquier “…ismo” y la dispersión axiológica del “todo vale”. Combate que utiliza la profanación como instrumento performativo: despojar de toda connotación sacra, religiosa o mágica, a toda palabra, acción o institución. Pecio sobre pecio, recurro al maestro:
Pero a la esencia de la palabra pertenece el ser profana. Es lo profano por excelencia […] la sacralización es el medio específico adoptado por quienes quieren ampararse en ella […] La palabra sagrada ya no dice, no habla, no es más que letra muerta, voz muda, signo inerte […] no busca ser entendida, sino obedecida […].[10]
-4- Sí, a mi actitud escéptica también podría llamarla escepticismo trágico.
No hay ninguna garantía de que los esfuerzos realizados por los seres humanos se vean recompensados. Ni la naturaleza ni la historia garantizan el éxito de las acciones o proyectos humanos. Mucho menos la apelación a una divina providencia. Naturaleza e Historia, en cuanto garantes, no son más que la secularización de la Providencia. La Naturaleza no es una Madre protectora ni la Historia tiene un sentido inscrito en el inicio de su devenir. La solución a las contingencias sociopolíticas contemporáneas no se encuentra en un retorno a la naturaleza ni en un enmarcar nuestras acciones en la línea que marca el sentido de la historia. Junto a Marquard abogo por decir “adiós a los principios”, a las hipóstasis totalizadoras que simplifican el pensar y actuar humanos. Parafraseando a Nietzsche, diría que desconfío de los “totalizantes” y me aparto de su camino, la voluntad totalitaria –totalizante y unificadora- es falta de honradez. Parafraseando a Camus, diría que me sitúo en el punto indefinido en el que se intersectan los constructos telúricos y sociales que generan modelos realistas de lo real. Es decir, en la tensión irresoluble entre lo dado y lo adquirido, la tradición y la innovación, el ser y el deber ser, la asunción de lo que he llegado a ser y la rebelión contra lo que soy. Es lo que llamo escepticismo trágico: la afirmación de que siempre estamos en la perpendicular de nosotros mismos (Foucault), en ese punto cuántico indefinible por no poder precisar las dos coordenadas que nos inscriben en la vida: el que bascula entre la agitación dionisíaca y la aceptación apolínea o, en clave posmoderna, el que se sitúa en la tensión irresoluble inmanente a la noción misma de sujeto: sujeto a la realidad en tanto constructo ontológico y político y sujeto de derechos y deberes.
-5- La actitud escéptica frente a ese monstruo llamado destino.
Estoy convencido de que constituye una gran perversidad pretender que el origen sea el destino. Es la parte de vileza que conlleva todo nacionalismo o integrismo –quizás todo “ismo”. Dice John Keats que los hombres amontonan errores en sus vida y crean un monstruo al que llaman destino. No sé cuánto pesan los errores. Pero sí que pesan más que los aciertos. Lo constato cuando intento vaciar la mochila que me acompaña desde que nací. Quizás la proporción sea de diez a uno. No sé, tampoco tiene tanta importancia. Lo que sí sé es que detecto mejor los errores que los aciertos. Es decir, sé cuándo un error lo es (otro asunto es que lo reconozca), pero nunca estoy seguro de si realmente acierto cuando creo que lo hago. La acumulación de errores puede tener consecuencias terribles pues incrementa el tamaño y la fuerza de la “catástrofe” que llevo en mi mente, de ese magma constituido por el dolor o sufrimiento que he provocado en los demás y en mí mismo. En cuanto a sus consecuencias, los errores también superan a los aciertos. Los efectos que causan los errores son más nefastos que los beneficios que provocan los aciertos. Lo cual contribuye a incrementar la intensidad, cuando se manifiesta, de la catástrofe que anida en mi mente.
Releyendo a Fernando Savater, he encontrado una cita de Thomas Bernhard -un escritor al que leí en mi juventud con interés y pasión, sobre todo su novela El malogrado: “En cada cabeza humana se encuentra la catástrofe humana que corresponde a esa cabeza”. Un aspecto de la catástrofe es la conciencia plena de que uno tiene la solución para mejorar a los demás, a la sociedad, al mundo. Y todo ello, independientemente de lo que piensen los demás, la sociedad o el mundo. Al hilo de lo dicho, el comentario de Savater no tiene desperdicio:
Lo malo no es llevar una catástrofe en la cabeza […] sino proyectarla sobre los demás, imponerla, convertirse en misionero o comisario de la propia catástrofe…Así empiezan las tiranías…el terrorismo […] los mesías [...] todos los que no renuncian a hacer algo por la Humanidad. Gente peligrosa […] a la que se le sale la catástrofe del coco y avanza vociferando […] entre el arrobo fatal de los pardillos y el pavor de los mejor avisados.[11]
En definitiva, hay que estar en guardia por si se presenta algún imperialista de la catástrofe; alguien que quiera imponer a los demás su propia catástrofe. Hay que vacunarse contra el contagio catastrófico. Hay que actuar como un “guerrillero contra la inmaculada concepción de las catástrofes imperialistas” (Savater, de nuevo). Ha habido guerrilleros contra la impostura catastrófica que no han ahorrado en munición contra la imposición de catástrofes ajenas. Lidiar con su propia catástrofe ya era una tarea inmensa. A dichos guerrilleros se les llama Escépticos.
-6- La actitud escéptica: una vacuna contra la estupidez.
Hay otro modo de entender lo trágico que se aleja de nuestra concepción cotidiana del término. Otro modo que lo vincula al escepticismo trágico, a la duda, a la premisa de que es más importante observar que deducir (Marquard). Ubicado en un mundo plural que me invita a no subyugar mi intelecto y mi voluntad a una única cosmovisión, a una única filosofía o ideología, a no sucumbir al monismo en sus diferentes versiones (política, económica, etc.), adopto como guía para el pensamiento y la acción la idea de que es preferible soportar ciertas contradicciones a rendirse a cualquier solución meramente aparente. De aquí se deriva un corolario, a mi juicio, inevitable: La oportunidad de vivir con formas de pensar que me resultan extrañas (en ocasiones, ininteligibles) y aprender de ellas. El conflicto interior es inevitable. El escepticismo trágico es una forma de rebelarse contra la unicidad en el pensamiento y en la acción. Es un modo de asumir la inexorable tensión entre el sí y el no, entre lo racional y lo irracional, entre lo necesario y lo contingente, entre la tradición y la innovación. El escepticismo es una lucha incesante por no seguir siendo tan estúpido, es decir, por no anclarse en una posición en la que uno cree tener razón a toda costa o a cualquier precio.
-7- La actitud escéptica exige disciplina, paciencia y cautela.
Rechazo todo intento de monopolizar las ideas, el uso indiscriminado de las etiquetas ideológicas y el auge de los totalitarismos e integrismos contemporáneos, intelectuales, políticos, religiosos o filosóficos. Mi espacio intelectual se erige sobre el pluralismo y el principio de precaución: intento adoptar la perspectiva que otorga al otro la posibilidad de tener parte de razón en la defensa de sus ideas. Sé que la reflexión es un instrumento, no una finalidad, que el escepticismo metódico es una exigencia, no una frivolidad. Sé que no existe el pensador omnisciente, que la perspectiva es una condición del pensamiento y la asepsia intelectual no es más que una evasiva. Toda idea es provisional. La verdad es un proceso, no un estado. Todo nuestro conocimiento es un conjunto de conjeturas cuya singularidad reside en la posibilidad de ser refutadas. Defiendo, frente a la voracidad de la masa o las peregrinas ideas sobre el destino debido al origen, la etnia o el ADN, a otro de los grandes constructos de la modernidad: el individuo, su materialidad y su espiritualidad frente a los “ismos” que inventan taxonomías que lo diluyen en un magma colectivo homogeneizador de deseos y conductas.
Soy conservador con respecto a aquello que considero digno de ser conservado. Tenemos la historia, la tradición y la capacidad de utilizarlas para intentar, al menos, encajar las piezas de un puzle –nuestra vida- sin modelo de referencia. Si la pieza no encaja, siempre podemos limarla, recortarla y adaptarla. De la nada, nada surge. La crítica destructiva se anula a sí misma si no se inscribe en una tarea de reconstrucción que en el presente no olvida el valor de lo pretérito a fin de despejar los obstáculos que impiden proyectarnos hacia el futuro.
Soy consciente de que el mundo es indiferente a nuestro modo de relacionar las palabras y las cosas, los discursos y los hechos, de que el universo es un constructo fabricado a partir de fragmentos de trozos de tiempo quemado, de piedras, de calles, de cuerpos, de sueños, de ideas y pensamientos. La escritura es nuestra excusa para no celebrar el ensimismamiento extático que confunde el ser con el tener. Una vieja idea, lo sabemos. Pero el tiempo no la ha vuelto obsoleta. Tenemos un deber con la tradición: hacerle justicia. Esto significa, abundar en lo aceptable y descartar lo inadmisible.
No es fácil mantenerse en una actitud escéptica. Lo intento, pero solo en contadas ocasiones lo consigo. No es fácil dedicar el tiempo suficiente y necesario a observar cuidadosamente una cosa o una idea. Me precipito con facilidad y juzgo con apremio aquello que exige un examen más atento. Ser escéptico (trágico) exige mucha disciplina, un adiestramiento riguroso en el arte de la observación, un ejercicio continuo de paciencia intelectual y una actitud cautelosa y prudente ante el objeto de estudio. No hay actitud escéptica sin circunspección. Es cierto que el escepticismo ha configurado escuelas filosóficas, pero cuando rebasa el ámbito de ser una actitud ante el mundo, cuando se convierte en doctrina, se contamina de dogmatismo irreflexivo –perdonen el pleonasmo- y se pervierte, es decir, se neutraliza a sí mismo y se transforma en un espejo de aquello a lo que dirige su mirada.
PACO FERNÁNDEZ MENGUAL es profesor de filosofía y ensayista. Dirige la revista Individualia (Revista Sin Ideas), fundada en 2013. Anteriormente fue redactor de la prestigiosa revista de ensayo Malleus. Es colaborador habitual también en la revista Ágora-Papeles de Arte Gramático. Es autor del libro inédito Albert Camus. Acordes y desacuerdos. Y ha publicado los libros de ensayo filosófico: ¿Para qué sirve la filosofía? (Editorial Regional de Murcia, Textos centrales, Ensayo) y Café y humo en el laberinto. Imposturas y desvaríos aforemáticos (Diego Marín Editor, Murcia).
[1] H. Blumenberg. Naufragio con espectador. Visor, Madrid, 1995, p. 13.
[2] P. Fernández. Café y humo en el laberinto. Imposturas y desvaríos aforemáticos. Diego Marín, Murcia, 2015, pp. 15-16.
[3] B. J. Feijoo. Teatro crítico universal (Tomo III). Printed by Amazon Italia Logística. Torrazza Piemonte, Italy, p. 171.
[4] “la duda —que es uno de los nombres de la inteligencia” (https://borgestodoelanio.blogspot.com/2016/01/jorge-luis-borges-william-shakespeare.html)
[5] R. Sánchez Ferlosio. Campo de retamas. Pecios reunidos. Debolsillo, Barcelona, 2016, p. 51.
[6] A. Kenny. Breve historia de la filosofía occidental. Taurus, Barcelona, 2005, p. 125.
[7] “La expresión ‘algo que es’ se dice en muchos sentidos.” (Metafísica, IV, 2, 1003a-1003b. Gredos, Madrid 1944, p. 162-165).
[8] J. Gomá. Filosofía mundana. Galaxia Gutember, Barcelona, 2016, p. 91
[9] A. Lorente. Fragmento del poema “…de lírica griega”, en Quebranto, Aladeriva, Murcia, 2003, p. 91.
[10] R. Sánchez Ferlosio, op. cit., p. 15.
[11] F. Savater. “Prólogo” a El escepticismo feliz (Héctor Subirats). Mondadori, Madrid, 1989, pp. 9-11.
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