Fotograma del film de Tarkovsky Andrei Rubliev
ENSAYO
BREVIARIO
José María Piñeiro
Están emitiendo El mar de Debussy por Radio Clásica. Escucho la música con atención, como buscando el que no me sorprenda o me aburra esta pieza que conozco tan bien y que escuché por primera vez un día de incandescencias poéticas de 1980. Me hago una pregunta mientras presto atención al flujo sonoro: teniendo en cuenta el cariz del momento actual, sabiendo que nunca volverá a haber otro Debussy, otro Picasso, otro Dalí, música culta como esta ¿está destinada a perderse, a agotarse o a olvidarse, llegó Occidente al sumun de su arte y será incapaz de remontar su propia excelencia? Mientras suena la obra observo otra cosa alarmante: ya es la tercera vez que suena en la misma radio en los últimos tres meses, como si ello quisiera decir algo: ¿un signo de resistencia? Esta música es nuestra consigna secreta. Aunque el mundo se encuentre sumido en la tontería tecnológica y la altura creativa no cese de claudicar de sí, el que suene esta música reiteradamente significa que la memoria de nuestra excelencia está ahí, que algunos todavía sabemos lo que somos. Tras unos momentos, descanso de este ataque de angustia. Me doy cuenta de que, independientemente del contexto político o ideológico que estemos viviendo, la música suena soberana y autónoma, ajena a las miserias cotidianas y a nuestras decadencias específicas y presentes. La música que sólo suena en el tiempo, es atemporal. Nos rescata en un ahora sin fin. Si asistimos a la representación de una obra de Lope o de los clásicos grecolatinos, vuelve a inaugurarse el mundo de los grandes valores. El mundo del arte es inmarcesible.
Me entero de la muerte de un amigo. Era pintor. No llegaba a los cincuenta años. El día antes de fallecer estuve dialogando con él a través del Messenger. La sensación de extrañeza es tan intensa que me sumo en el terror y la irrealidad. Que lo que existía deje de existir repentinamente y de modo definitivo resulta tan vertiginoso que es inasumible. Un par de días después, me encuentro con una de sus hermanas que me habla de sus cenizas. Esta noticia, el que lo hayan incinerado, la experimento como si ya muerto, lo hubieran rematado, reducido a nada. Llego a casa tan sombrío como incrédulo: no es posible tanto aniquilamiento en un instante. Luego, algo más sereno, reflexiono y me doy esperanza. La muerte no puede ser verdad. Hay que tener fe, no en esta o en aquella religión: nuestra dignidad, nuestra belleza, nuestra complejidad no pueden desaparecer sin más y para siempre.
Las obras de arte con el tiempo cambian de significación o adoptan otras nuevas. De acuerdo, es cierto. Ya lo indicaba Yuri Lotman al hablar de la memoria que el símbolo supone palpitando en el seno de toda obra artística de altura, sea esta un cuadro, una novela o un film. Lo que ocurre es que las “nuevas” significaciones que se encarnan en las obras últimamente parecen tener todas de un mismo signo: las pinturas de Miguel Ángel, muchas obras del Barroco, el motivo iconográfico del martirio de san Sebastián, ahora, todo ello es interpretado en clave gay. No rechazo este tipo de apreciaciones, pero, francamente veo más interesantes las valoraciones clásicas que las surgidas como flecos de determinados discursos políticos. La dispersión de la complejidad semántica posibilita la floración inercial de interpretaciones de este tipo, aunque admito que todas ellas puedan convivir en el marco de las multiplicidades experienciales.
Leo el último libro aparecido de José Antonio Marina, El deseo interminable. En sus obras abundan las citas sobre psicología o neurología. La vocación de historiador de Marina enfría mi interés por este autor que siempre he hecho el esfuerzo de abordar para finalmente quedarme con cierta sensación de indiferencia. Personalmente, lo que a mí me “pone” es el mundo de la significación, la filosofía pura, la semiótica, la hermenéutica, el universo de la representación artística, la poesía, las periferias y colindamientos de la semántica. Todo lo que implique procesos de datos, acumulación de información, rastreo histórico, adquiere para mí la pesantez de lo externo, de lo indefinidamente cuantitativo. Veo que Marina es más un historiador de ideas o evoluciones sociales que un creador de conceptos. Lo realmente interesante de su obra puede ser la perspectiva que articula sobre el motivo en cuestión de su investigación, desde dónde analiza algo. Pero no puedo evitar pensar que su escritura es la de un ensayista o filósofo estándar, que impacta más con los títulos de sus obras que con lo que realmente descubre.
El otro día, por azar, pillé apenas empezada la película de Tarkovsky, Andrei Rubliev. Creía al principio que iba a experimentar algún rechazo tras haberme saturado con el cine del ruso y con todo tipo de rarezas cinematográficas. Pero no, apenas visioné unos segundos, enseguida se produjo ese magnetismo, esa magia densa que emite el cine de este autor del mismo modo que lo hace, contundentemente, el de Bergman. La atmósfera de Tarkovsky se capta al instante, es decir, con tal de que el film fluya un instante, apenas aparecida la fotografía, ahí está el impacto, el modo de narrar, de generar matices y construir el tiempo fílmico. Por ejemplo: de pronto, la cámara refleja una masa vegetal. El pintor de iconos atraviesa la escena, se para y mira poniéndose de perfil. Suena una música lejana, atenuada, de xilófonos. Pasa a la siguiente escena. Este momento que no parece contar nada casi es la quintaesencia de Tarkovsky: poseer el Tiempo a través de una aparente fruslería de enorme densidad significativa. El director ruso filma un movimiento mínimo, el paso del viento sobre la hierba, el deslizamiento apenas de una urdimbre vegetal, un charco de agua del que emergen objetos inconcretos y lo puede hacer con todo lujo de detalles, con toda morosidad, superficialmente: cualquier cosa que aparezca en su film se incorpora o pertenece a una masa que es el evento en sí, lo que le interesa narrar a Tarkovsky, lo que está prendido de lo que le precede o le sigue en un gran grupo o flujo de acontecimiento y que desde una perspectiva realista u objetivista no sería apenas nada.
El líder de la Comuna de París, Louis Auguste Blanqui es encerrado en prisión y allí, enfrentado, irremediablemente, al tiempo penosísimo e interminable de una dura condena, se dedica a escribir una especie de ensayo sobre la infinitud de los mundos, La eternidad a través de los astros, obrita que ejercerá sobre distintos autores e intelectuales una extraña fascinación. Desde luego la cosa es curiosa. Blanqui reacciona de forma inteligente ante lo que se le viene encima: conjura la masa de tiempo que supone la condena, sublimándola en objeto filosófico. Yo diría que Blanqui se impuso la disciplina de escribir el libro, que se autoaplicó una suerte de terapia para diluir las hordas de horas que iban a torturarle. La penosa equivalencia entre la prisión y la infinitud de mundos hace algo más que insinuarse. Pero en su teorización fue o más allá de una recreación o recopilación de datos. Latamente viene a decir que la eternidad se materializa en la infinitud de mundos de que consta el universo. Y lo prodigioso, lo vertiginoso radica en aceptar este carácter sorpresivo de la realidad. La sustancia de la realidad es la de estar constituida de mundos infinitos. La fascinación cosmológico-poética que produce un texto escrito en semejantes condiciones y la circunstancia fatal del hombre Blanqui que queda convertido a través de este “documento” en un héroe de la resistencia, arrojan su leyenda a la historia y crea cómplices de su aventura en nombres como Walter Benjamin o Borges. Blanqui salta metafóricamente de su confinamiento aniquilante en la cárcel a la articulación infinita de mundos que urde la red cósmica. Blanqui con su texto atraviesa el tiempo que le tenía preso, vence al tiempo con la propia infinitud de su naturaleza. La simpatía por Blanqui radica en que frustradas sus tentativas revolucionarias, acaba llevándolas a cabo presentando batalla en el campo intelectivo de la reflexión y del pensamiento. Su derrota en la cárcel se troca en una victoria a través del motivo cosmológico y literario desplegado: el mundo de las estrellas. Y el atractivo del opúsculo es doble: la información que Blanqui expone con inmaculada precisión es científica, obviamente, pero el contexto personal en que tal información es comunicada coloca sobre ella un halo de romanticismo y fatalismo poético. El gran Eros de Blanqui desde el confín aniquilante desde el que piensa y escribe es la Inteligencia.
Al parecer, por lo que compruebo, la exquisitez está prohibida por estos lares no sé si saturados por los mensajes de la musa cientificista o por el paulatino destrozo de las Humanidades. Para poder leer los ensayos de Lezama Lima tengo que bucear por internet y encontrar ediciones de principios de los setenta. Recuerdo cuando Goytisolo reivindicaba la obra del gran cubano. Unos textos que serían la envidia de estilistas, de los grandes escritores y ensayistas europeos, expresión de una inteligencia poética única y tiene uno que rastrear allá por el año 1972 para encontrar uno o dos libros, como máximo, del poeta de La Habana. Es irritante, incluso diría, odioso. Qué defectuosamente nos queremos los hispanohablantes. Si Lezama fuera francés o inglés, madre mía, sería otro premio nobel de alguna de esas dos lenguas, desde luego.
Desechamos ser señores de la palabra pero aceptamos todas las mojigangas que una moda prefabricada nos arroja como lo real y actual: polyamor, micromachismos, etc., en los que uno ve antes la parca invención de la palabra que una realidad sustantiva, es decir, expresiones más o menos veladas de pura ingeniería social, teniendo en cuenta el ambiente actual. Cojamos un sustantivo y añadámosle un ingenioso prefijo y ya está inventado el concepto y por lo tanto, la circunstancia, no al revés.
Decididamente, como decía el agudo Jean Baudrillard, el hombre occidental contemporáneo ha inventado un nuevo Auschwitz en el que gusta de autoaniquilarse cada día gratuitamente: remoción tendenciosa del pasado, cuestionamiento de símbolos y tradiciones, venta de la propia dignidad e identidad a manos de políticos y presuntas inteligencias artificiales… En definitiva, imposición de encefalograma plano. Para “salvarnos” tan sólo tenemos que echar un vistazo a nuestra frondosa cultura y establecer, imaginar, descifrar nexos. Ahí está nuestro soberano punto de partida. Una novela informa más que cualquier teoría, una película es el máximo documento sobre lo que ha ocurrido.
Visito una librería y me encuentro, en la sección de Poesía con una lluvia de nombres desconocidos. Antes, en la editorial Visor, por ejemplo, sólo había autores de primera. En estos libros descubrí tanto poeta fascinante hace años… Constato un par de cosas: la ausencia de un debate entre las supuestas poéticas existentes, si es que las hay. Ha sido entrar en la nueva era del 2000 y las poéticas existentes hasta ese momento han desaparecido del escenario: la poética del silencio, la de la nueva sentimentalidad, la de aquellos poetas que habían sido tratados psiquiátricamente, y que se autodenominaban como feroces o salvajes y en cuyo movimiento quisieron incluir a Leopoldo María Panero… Ahora lo que existe es una emergencia de autores que previamente se han movido en las redes sociales, recabando seguidores y que han dado el salto a la edición seria. Hay que sumar esto a la cantidad de actos culturales, presentación de libros, recitales y autoediciones que se suceden tanto en las grandes ciudades como en provincias. ¿Habría que recordar aquello de que la calidad se pelea con la cantidad? Echando un vistazo panorámico, uno diría que el ambiente general es bueno, que a pesar del desbancamiento de las Humanidades, los lectores siguen ahí y que los libros continúan teniendo su prestigio ante los universos digitales. De todos modos, si se exige afinar el ojo ante este ambiente aparentemente productivo pero algo indistinto, se podría decir: hoy la poesía está sólo bien escrita. Es decir, que junto a la poesía falta, quizá, el acontecimiento, que ocurra algo de veras, tal y como se producía en otros tiempos más crudos con menos medios y menos producción. Los poetas que han sido los médiums de la sociedad, los verdaderos profetas del devenir, no dicen o dicen confusa, inefectivamente lo que está ocurriendo. ¿Será cuestión de leer con más atención a nuestros poetas, nos falta capacidad hermenéutica, se encuentra la experiencia poética fuera del sistema de valores, ha dejado de ser la poesía, al menos eventualmente, la mensajera de los nuevos tiempos y sólo lo son hoy en día el periodismo, la política, el cine, acaso?
Los concursos de poesía los ganan textos comestibles, formales, tranquilamente legibles, de una escritura poética estándar tan eufónicos como estéticamente indistintos y de corto recorrido: nadie espera hoy de un poemario que subvierta absolutamente nada ni practique una brecha en el conformismo social. La poesía está irremediablemente domesticada en su cerco etéreo-semántico. Quizá los poetas escriban bien pero sus experiencias vitales no vayan más allá de las de un escalador, un concursante televisivo o, incluso, de un funcionario. El poeta hoy escribe bien pero le falta esa aura del acontecer personal que lo distinga del resto, a la que parece que ha renunciado. Como diría Eco, el poeta productivo es hoy un integrado. El poeta metafísico o romántico sólo arriesga desde las simas movedizas de la escritura, y desde ese punto, defiende el mundo que nos pueda ofrecer.
José María Piñeiro (Orihuela, Alicante, 1963). Ensayista, crítico literario y poeta. En 1985 fue uno de los fundadores de la prestigiosa revista Empireuma, junto con Ada Soriano y José Luis Zerón Huguet. Ha escrito un libro de aforismos y fragmentos de reflexiones estéticas: Ars fragminis (2015, Ed. Celesta). En poesía, ha publicado, entre otros poemarios, Las raíces del velo (2019, Ed. Celesta), Profano demiurgo (2013) y Margen harmónico (2010). Fue Premio Andrés Salom de Ensayo breve en 2011. Blog del autor: http://empireuma.blogspot.com/
REVISTA ÁGORA DIGITAL / ENSAYO / JULIO 2023
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