ÁGORA. ULTIMOS NUMEROS DISPONIBLES EN DIGITAL

lunes, 19 de septiembre de 2022

EL MUELLE DE LA CURRA. (Capítulo 1º de la novela "Cónsul de sangre"), de Luis Andrés-Vázquez. Avance de la revista Ágora-Papeles de Arte Gramático N. 13.


                                                                                              Cartagena (España). Fuente: Omeka.net

 

 EL MUELLE DE LA CURRA

 

                                        RELATO DE LUIS ANDRÉS-VÁZQUEZ

 

Ágora presenta hoy, como relato corto, el primer capítulo de mi segunda novela, todavía cociéndose en el horno, que llevará por título Cónsul de sangre, en la que el protagonista narra su marcha a hacer las Américas a muy temprana edad, el duro trabajo en una hacienda tabaquera, su participación en batallas decisivas de la Guerra de Cuba, la posterior experiencia estadounidense y el final regreso a España para intervenir en su madurez en el llamado Desastre de Annual. Un hombre normal que, por caprichos del destino, se ve envuelto en dos episodios bélicos a los que trata desesperadamente de adaptarse y que marcaron para siempre la historia de su país.

Este primer capítulo lleva por título El muelle de La Curra, muelle de atraque de los pesqueros de bajura del puerto de Cartagena, adonde llega una mañana el cadáver de su padre, marinero a bordo del “Florentina”.

 Luis Andrés-Vázquez Martínez

 

 

 

                EL MUELLE DE LA CURRA

                            Capítulo 1º de la novela Cónsul de sangre, de Luis Andrés-Vázquez

 

                                                                             El muelle de La Curra (Puerto de Cartagena). Fuente: Omeka.net
 

Fue muy duro ver a padre convertido en un bulto inmóvil sobre el muelle de La Curra, tapado con la vieja lona verdosa del barco, en la que todavía brillaban algunas escamas de pesqueras anteriores, como pequeños luceros que le daban la bienvenida a no se sabía dónde y con los compañeros a su alrededor, silenciosos y abatidos.

Aquella noche de un frío y húmedo día de enero de 1896 no había embarcado yo en el “Florentina”; padre no me lo permitió por arrastrar una tos perruna y persistente desde hacía días y tener la garganta hecha un ascua. Fue tío Cosme quien me acompañó luego para hacernos cargo de su cuerpo, una vez que terminó don Secundino el forense su trabajo en el depósito, que estaba por entonces en aquel viejo caserón, detrás de los juzgados.

Fue cosa de un descuido, según dijo Lucas, el patrón de la embarcación, que había salido una noche más a la busca del pajel, la dorada y lo que cayera. Al echar al agua el largo trasmallo a padre se le enganchó un pie en una de las tres redes, que lo arrastró violentamente al agua, golpeándole con fuerza la cabeza en el duro canto de la amura de babor. Nadie sabía si murió del golpe o ahogado por caer al agua sin sentido, eso lo determinaría el forense, aunque en el fondo iba a dar lo mismo. Dos compañeros se tiraron a por él rápidamente, pero la negrura de la noche sin luna y el peso de un hombretón tan grande no les ayudaron a sacarlo a tiempo. Cuando lo consiguieron, ya no había nada que hacer.

Las caras de todos los del barco reflejaban el drama, el dolor por la pérdida del compañero y la preocupación por mi futuro. Todos me conocían de sobra porque desde los doce años, cuando murió mi madre, había embarcado para trabajar como aprendiz. El hecho de que ahora perdiera mi único apoyo les obligaba a preguntarse quién se haría cargo de mí. Que yo fuera del tipo grandullón de mi padre y que aparentara algo más de los dieciséis que en ese momento tenía no les consolaba.

Tío Cosme no me retiraba su mano del hombro, como queriéndome proteger de la desgracia ya inevitable y su hija, mi prima Clara, algo menor que yo, no soltaba mi mano ni para secarse las lágrimas que en su silencio no podía contener. De vez en cuando se las limpiaba con la manga del otro brazo, en un gesto inconsciente, copiado de su padre.

Velamos el cadáver en casa de los tíos durante lo poco que quedaba de madrugada y todo el día que empezaba. Aún recuerdo el olor intenso y dulzón de las cuatro velas con chorretes de cera sobre viejas botellas que rodeaban el pobre ataúd pagado por la cofradía de pescadores cartagenera y el aroma del café de puchero con anís que salía de la cocina y se propagaba por toda la pequeña vivienda. Las amigas de Mamá Tonia, mi tía, hacían de entregadas plañideras y la tristeza de Clara, que no podía mirarme sin echarse a llorar, era la nota que ponía el contrapunto a tanta vieja enlutada.

El traslado al cementerio de Los Remedios, hasta el sencillo nicho que también sufragó la cofradía, fue largo y laborioso a hombros de pescadores amigos y con mi tío Cosme y conmigo, los hombres de la familia, siguiendo el doliente cortejo. Enterrar a un hombre que apenas había cumplido los cuarenta y que dejaba a su único “icue” en la más completa orfandad era algo que enternecía al más curtido de los marineros. De vuelta a la pobre casa de planta baja en el barrio marinero de Santa Lucía, tío Cosme me dejó bien claro que en su familia iba a ser bien recibido:

–No estás solo, Leandro. Tu madre era prima hermana mía y nos queríamos de verdad. Tu padre era un buen hombre que supo sobrellevar su viudedad con entereza y enseñarte algo de las artes de la mar, pese a tu juventud. Cuenta con que tu sitio a partir de ahora está en esta casa. Ya sabes que somos tan pobres como lo habéis sido vosotros, así que no te pilla de nuevas, hijo. Dormirás en el cuarto con tus primos Isidoro y Pencho, mientras que Clara y Toñica duermen en el otro, por ser zagalas. De lo que comamos, comerás tú también y todo lo que hay en esta casa es tan tuyo como de mis hijos. Hablaré con Lucas el patrón para ver si te coloca de fijo en el barco, aunque solo sea para poner los anzuelos y la carnada, y así nos ayudas un poco a salir adelante con una boca más a la mesa, mientras te vas haciendo con un oficio que ha sido siempre el de tu padre y el mío que te permita, dentro de unos años, vivir por tu cuenta y formar tu propia familia si te viene en gana.

Recuerdo todavía con un dolor desgarrador aquellos días. Cuando mis primos no me veían me hartaba de llorar sobre la almohada de mi camastro, sintiéndome en la más absoluta soledad pese al apoyo de mi tío y a la dedicación de Mamá Tonia, que procuraba que sus hijos no me dejaran solo en ningún momento, encargo del que se ocupaba especialmente Clara, siempre pendiente de mí y con su perra Perlilla, una pequeña ratonera de sangre más que mezclada y, tal vez por ello, muy lista, siguiéndola a todas partes y pareciendo compartir su tristeza.

A tan temprana edad comprendí por primera vez lo que era la amargura de la soledad, el desamparo y la desolación, la pérdida de la compañía y, sobre todo, de la protección y del amor que te aportan los que más desinteresadamente me lo habían dado todo. Sentía como si un grueso nudo de maroma bajase de la garganta y se asentara deshilachado en el estómago, con toda su ardiente y desgarradora sequedad.

Yo no acababa de entenderlo, algo se rebelaba en mi interior, porque pensaba que no era justo. No había hecho nada malo para perder a madre primero y luego a padre, mi último refugio, mi consuelo en la primera y dura orfandad, mi apoyo para iniciar el camino tan difícil de los que solo tienen lo justo para vivir. Intuía que llorar no servía para nada, pero no tenía fuerzas para otra cosa, no comprendía entonces que, lo quieras o no, el tiempo habría de ayudarme a olvidar y salir adelante, que la rabia y la necesidad pueden ser buenas maestras si te sabes sobreponer y comprendes que, al final, uno está solo en la lucha por sobrevivir. Y así aprendí con obligada resignación que cuando te quedas solo a edad tan temprana, o maduras de golpe y porrazo sacando fuerzas de flaqueza, o permaneces durante años como una criatura indefensa y dependiente de la ayuda que otros te quieran prestar. Yo decidí optar por lo primero.

Afortunadamente, el patrón Lucas estuvo a la altura y cuando mi tío fue a verle, le tranquilizó al instante.

–No digas nada, Cosme, ya sé a lo que vienes. Dile a tu sobrino que venga cuando quiera, que en el barco siempre habrá un lugar para él. Como el chico es grande y fuerte y ya hace cuatro años que lleva de aprendiz, ocupará el puesto de marinero que tenía su padre, aunque tendré que pagarle algo menos, espero que lo comprendas, los tiempos no están para alegrías.

–Gracias, patrón, el zagal es noble y voluntarioso, no le defraudará, se lo aseguro.

Tan solo dos días después, para no dejar que la “pesambre” hiciera carnaza de mi ánimo maltrecho, pasé con el patrón por la cofradía para darme de alta y me incorporé a la faena del pesquero.

Había que ver las caras de los hombres faenando en el barco. Hacían lo posible para que no les viera aquellas expresiones de compasión y tristeza cada vez que me miraban. Probablemente pensaban en que a ellos les podía haber pasado lo que a mi padre y se preguntaban qué sería entonces de sus familias. Vivir de la mar era muy duro, los tiempos no eran buenos y la pesca no era suficiente en muchas ocasiones para pagar salarios medio dignos con los que sacar adelante a la mujer y los hijos.

Así pasé casi un mes. Salíamos al oscurecer, unas veces hacia Cabo de Palos, otras hacia Cabo Cope, otras mar adentro en busca de lo que cayera, mientras el trabajo a bordo era un continuo moverte de un lado para otro, preparando las redes, los anzuelos, la carnada, las boyas, limpiando por aquí o por allá, haciendo recados para todos: que si dame agua, chaval, que si líame un cigarro, que si baldea la cubierta a proa que no se resbale nadie con la grasa de las sardinas, etc. La vuelta a casa, de amanecida, era para bajar las cajas con la pesquera al pie de la cofradía, que se encargaba de llevarlas a la lonja con el patrón, el último que se iba a su casa. Había que dejar las redes preparadas para la tarde, limpiarlo todo, recoger la pequeña cocina, tirar la basura y marchar a dormir junto con el tío hasta su casa donde siempre, sin fallar un solo día, esperaban a la puerta Mamá Tonia y Clara, mientras los demás primos seguían durmiendo.

Paco Morales, uno de los marineros del pesquero, un solterón algo mayor, bastante putero según los demás en el barco, simpático y fuerte, que siempre estaba presumiendo de lo bien que se le daban las mujeres y de tener un “mandoble” más gordo y duro que el noray del puerto donde amarrábamos, se me dirigió una noche mientras esperábamos que entraran los jureles en la red y me dijo:

–Mira, chaval, esto no es lo tuyo, qué quieres que te diga. Te veo poner buena voluntad y tratar de ganarte el jornal, pero me parece a mí que ni te gusta este trabajo ni te va demasiado. Yo de ti me lo pensaría, que eres muy joven y todavía puedes elegir.

–Ya, Morales, pero a dónde quiere que vaya. De estudios tengo los justos, lo que te enseñan en el colegio, leer, escribir y las cuatro reglas. No sé de carpintería, no he trabajado en ninguna herrería, ni en el campo, ni siquiera en un mercado, solo lo que me enseñó mi padre las veces que me ha traído a la pesca para que no me quedara solo en casa o en la de los tíos.

–Entiendo, pero no me gusta verte con esa cara que se te ha quedado desde lo de aquella noche. Ya habrás visto lo mal que lo pasan los compañeros cada vez que te miran. Les recuerdas mucho a tu padre y les pesa la situación en que has quedado, pese a la acogida de tu tío, que hace lo que puede dentro de sus estrecheces. Yo no soy nadie para aconsejarte, pero si fuera un mocetón como tú y volviera a empezar, lo tendría claro. Pondría tierra por medio y me largaba a las Antillas, allí sí que hay buenas oportunidades todavía, a pesar del follón que están dando los guerrilleros independentistas desde hace tiempo en Cuba. Si te animas dímelo. Precisamente ayer, el sobrecargo del vapor Santo Domingo, de la Compañía Trasatlántica, un tal don Gil López, andaba por la cofradía diciendo que necesitaba un grumete para el barco que sale mañana mismo para Cuba con soldados de reemplazo y carga importante. Por lo visto el que tenían se ha roto una pierna y ha quedado en Cartagena en el hospital de Marina, llorando a moco tendido el pobre chaval, más que por la pierna rota, por perder la travesía y el empleo, un empleo que te vendría a ti como pedrada en ojo de boticario y te permitiría llegar a la isla para empezar una nueva vida. Los hacendados de allí necesitan españoles que les ayuden a manejar a los braceros en el cultivo de la caña de azúcar o en las fábricas de tabaco, y pagan generosamente. Sí que es verdad que todavía eres un chaval, pero con lo estirado que estás y lo fuerte que te has vuelto faenando aquí pareces mayor y seguro que encontrabas un buen trabajo para escapar de esta vida de escasez, la única que conoció tu pobre padre.

–No sé, Morales. ¿Usted cree que yo serviría para trabajar en esas tierras?

–No te quepa la menor duda. Los españoles de aquellas islas, o sus descendientes, son los propietarios de las mayores haciendas de café, de tabaco y de caña de azúcar, que allí llaman ingenios, y prefieren colocar a compatriotas españoles en los puestos más importantes, no se fían mucho de los nativos y de sus peones, la mayoría de ellos antiguos esclavos, por el asunto de la independencia. El que seas todavía tan joven es más una ventaja que un inconveniente porque así supondrán, y supondrán bien, que no te han maleado el carácter con ideas contra el patrón que te da el empleo. Lo que es en tu caso yo no lo dudaba, te harías con unos buenos ahorros en unos años, como otros muchos indianos que luego regresan con el bolsillo y la talega bien llenos. Y luego está lo de la aventura, eso no se paga con nada. Qué lástima no tener yo tu edad, no esperaba a mañana para embarcarme, te lo juro.

–Tal vez tenga razón – le respondí. Dejaría de ser una carga para mi tío Cosme, aunque no sé yo si estaría más preocupado sabiéndome tan lejos y sin poder echarme una mano.

–Hijo, nunca sabemos lo que nos traerá la vida, pero, tarde o temprano, tendrás que vivir la tuya sin depender de tu tío ni de nadie. Piénsatelo, puede ser una oportunidad única. Si Lucas el patrón habla bien de ti en la cofradía, no sería difícil que te dieran el puesto en el barco. Además, parten mañana como te he dicho y no tienen tiempo para ir buscando por ahí un mirlo blanco para ese puesto, que tampoco es que sea una bicoca, aunque sí un primer paso para ti. Vas a sudar el empleo, pero es un empleo y te llevará a Cuba, donde seguro que encuentras algo en poco tiempo.

Toda la noche, mientras ayudaba con las redes y demás faenas que me encargaban en el barco, estuve dándole vueltas al asunto y a primera hora de la mañana, cuando nos dirigíamos a puerto, había tomado la decisión. Me iba, quería empezar una nueva vida, lejos de todo lo que hasta ahora había conocido, de la tristeza, de la soledad y los recuerdos dolorosos. Además, otros habían vuelto y yo podría hacerlo si me iba mal, en el peor de los casos.

Como era de esperar, Mamá Tonia puso el grito en el cielo.

–¿Pero a ti qué se te ha perdido en Cuba, muchacho? Si la mitad de los que vuelven o lo hacen con un brazo de menos o sin una pierna o atacados de las fiebres que son ya para toda su vida… Anda, anda, déjate de historias y tú a lo tuyo, que hoy es de marinero en el “Florentina” y el día de mañana quién sabe, a lo mejor acabas de patrón en otro barco mejor que ese.

–Mamá, no le dejes que se vaya tan lejos, que no lo volveremos a ver – terció Clara aterrada ante la posibilidad de que yo cumpliera con lo que me estaba proponiendo.

–Dejad que el chico decida su porvenir – intervino Tío Cosme. ¿Qué queréis, que acabe siendo un pobre pescador como su padre o como yo? Tiene derecho a intentarlo y, aunque tenga pocos años, los palos que ha recibido le han hecho madurar, lo noto. Confiad en él para que deje atrás si quiere esta miseria y se procure una vida mejor, aunque sea duro. Para eso tiene buenas espaldas y no es tonto el chico. No tenemos ninguna razón que sea válida para retenerlo aquí y que se pase su vida entre las redes y la peste a pescado, la ropa remendada y un patrón u otro que le diga siempre lo que tiene que hacer por una soldada que no te llegará nunca para salir de pobre. ¡Ya volverá si lo tiene a bien el día de mañana, o se quedará allí porque le vaya bien!

–Pero ¿qué diría su padre o su madre si vieran que le dejamos tan solo ante los peligros que puede encontrar en aquellas tierras?  – intercedió mi tía, en un nuevo intento de protegerme, como gallina clueca con el polluelo ajeno que había amparado bajo sus alas.

–Pues diría que en su situación él habría hecho lo mismo, seguro. ¡Pues no conocía yo bien al marido de mi prima Caridad! – replicó Tío Cosme. Cuántas veces no me habrá dicho el pobre Ginés, al quedarse viudo, que si no fuera por su hijo ya se habría largado a hacer fortuna a América, como tantos otros.

–Gracias por tu apoyo, tío – apunté yo aprovechando la ocasión. Estoy convencido de que me irá bien. Voy a preparar un hato con alguna ropa y mañana por la mañana me acompañas a la cofradía y das referencias de mí, si no te importa. Me ha dicho Morales que el sobrecargo estaría allí de buena mañana para ver si se presentaba alguien al puesto de grumete que ofrecen.

–¿Pero no os dais cuenta de que mañana es solo dentro de unas horas? Qué locura de precipitación, qué necesidad habrá de tantas prisas…

–No se hable más – cortó definitivamente el tío –. Mañana a las ocho estamos en la cofradía. Tonia, hazle unos bocadillos al chaval por si no le dan ná en el buque hasta la tarde y tú, Leandro, coge lo imprescindible, un par de mudas y el traje de los domingos, que para lo que te iba a servir dejándolo aquí, te lo llevas y en paz.

Pasé la noche en vela, no hubo forma de pegar ojo. Mis primos sí dormían a mi lado porque esos duermen en el palo de un gallinero, como decía Mamá Tonia, pero para mí no hubo forma, y menos oyendo los pucheros que hacía mi prima Clara en la habitación de al lado. Llevaba muy mal lo de mi marcha, aunque no decía nada para no quitarme la ilusión de mi aventura.

Pasó la noche al fin y llegó la mañana de aquel 27 de enero de 1896 que iba a suponer tan decisivo cambio en mi vida. Todavía era de noche cuando salíamos de casa tío Cosme y yo, dejando atrás a la tía y a Clara llorando a moco tendido y a mis primos Isidoro y Pencho con los ojos como platos porque no comprendían muy bien a dónde iba yo y qué era eso de que a lo mejor no volvían a verme nunca. Pocos minutos antes de las ocho llegábamos a la cofradía de pescadores y nos recibía el patrón mayor, un tal Julio Calvet, que se gastaba una barba de un palmo de larga, lo que le hacía parecer como un hombre serio y respetable, ni más ni menos que lo que en realidad era.

–Buenos días, Cosme y la compaña. Este debe ser tu sobrino Leandro, el hijo del pobre Ginés. Le conozco del entierro y de cuando me lo trajo tu patrón del Florentina para decirme que lo apuntara en esta cofradía porque se incorporaba como fijo al pesquero. Vaya, siento que tu ocupación en el barco haya sido tan corta, hijo, pero si es para mejorar…

–Esperemos que así sea, Julio – aventuró mi tío. Voy a necesitar que le hables bien del zagal al sobrecargo del Santo Domingo, a ver si le da el puesto.

–No faltaba más, hombre. Conocí bien a su padre y tu patrón me ha dicho que en las faenas ha cumplido como el primero. Venid por aquí, que tengo a don Gil el sobrecargo en la oficina.

Efectivamente, sentado en un viejo sillón de la oficina de la cofradía se encontraba el sobrecargo del Santo Domingo esperando a los posibles candidatos a la colocación y fumándose el primer cigarro de la mañana, una especie de purito retorcido de los que llamaban “caliqueño valenciano” en los bares del puerto donde los vendían frecuentemente y que olían de forma terrible, hasta el extremo de que Amparo, la única secretaria de la cofradía, manifestaba con cara de muy pocos amigos su disgusto ante el pestazo que se estaba organizando. 

–Don Gil, hola de nuevo – avanzó Calvet. Aquí tiene usted a un muchacho que no dudo haría un buen papel como grumete en el Santo Domingo si decide darle el puesto. Procede de familia de marineros y está habituado a la mar. Su padre, su abuelo y su tío Cosme, que tengo el gusto de presentarle, vivieron siempre de su oficio de pescadores y jamás dieron motivo de queja ni a sus patrones ni a esta cofradía. Muy al contrario, han sido siempre muy apreciados por su trabajo y por su buen carácter.

–Mucho gusto, Cosme, y tú, chico, ¿cómo te llamas?

–Buenos días, señor. Me llamo Leandro. Leandro Barral Luque es mi nombre completo, para servirle.

–¿Y por qué quieres ese puesto de grumete en el Santo Domingo, chico?

–Señor, he perdido a mi padre hace poco y a mi madre hace ya varios años. Solo me queda la familia de mi tío Cosme, donde he sido muy bien acogido, pero querría probar fortuna en América – argüí. Si me contrata para ese puesto en su barco tendré la oportunidad de viajar a Cuba y buscar allí trabajo, que dicen que a los españoles les acogen bien.

–Hombre, te honra tu sinceridad porque me estás diciendo que el puesto lo dejarás al finalizar el viaje de ida, lo que me obligará a buscar de nuevo a alguien para reemplazarte cuando lleguemos a La Habana, pero es lo que hay y zarpamos esta tarde, con lo que no tengo tiempo de buscar a otro joven que valga para esa ocupación y además el aval del patrón mayor de tu cofradía es para mí suficiente garantía. Si estás ya listo, y por tu poco equipaje aprecio que así es, te despides de tu tío y partimos para el buque cuanto antes.

Mi alegría por haber conseguido el puesto se mezclaba con la tristeza por dejar a tío Cosme y su familia, último querido eslabón de la cadena que me unía a todo lo que había sido mi vida pasada. Me abracé con fuerza a él y, al separarme, creí apreciar en sus ojos algo más que la pena por dejarme ir y una añadida preocupación por lo que me podría esperar en tierras tan lejanas, con el convencimiento de que ya no estaría a su alcance echar una mano al hijo de su prima si lo necesitase. Como cabeza de aquella familia, papel al que la muerte de mi padre le había llevado, acababa de perder a uno de sus miembros, quién sabía si para siempre.

–Escribe, hijo, escribe alguna vez para que tengamos noticias tuyas y sepamos cómo te va – me pidió al separarnos.

Estreché con agradecimiento la mano del patrón mayor y partí con don Gil hacia el muelle en que se encontraba abarloado el trasatlántico. Su visión me dejó poco menos que pasmado porque yo no había visto buques de aquel tamaño. Por su airosa chimenea y sus dos palos para el velamen de apoyo, resultaba formidable.

–Vas a tener trabajo, Leandro. Llevamos a Cuba en este viaje más de mil soldados que se incorporarán a las tropas allí destinadas, además de provisiones y gran cantidad de pertrechos de los que carecen en aquella isla y que siempre hay que suministrar desde aquí. Tu trabajo va a consistir en ayudarme en el manejo de estas provisiones, especialmente en el traslado a cocina de todo tipo de víveres, según los vaya pidiendo el cocinero jefe y sus numerosos auxiliares. Dar de comer a tantas bocas no es nada fácil y requiere de prontitud en el servicio para que no se produzcan retrasos a la hora de las comidas, que están puntualmente fijadas en los correspondientes turnos.

Aparte de eso – añadió – tendrás que ayudar al asistente de don Valeriano Weyler en el servicio personal de este. ¿Ves ese grupo de oficiales allí, a la derecha? El general Weyler es el más bajito. Ya aprenderás que, pese a su corta estatura, es un hombre imponente, que destaca en toda situación. Embarcó anteayer en Barcelona y se rumorea entre los oficiales que viaja para hacerse con el cargo de Capitán General de Cuba, en sustitución del general Martínez-Campos, pero de eso ya te enterarás cuando corresponda.

Subimos al barco por la pasarela de servicio, casi en la popa, por donde entraban continuamente las carretillas con todo tipo de suministros. El sobrecargo me condujo al camarote colectivo para grumetes, pajes y parte de los marineros y me asignó un estrecho catre en la parte de abajo de una litera en el que apenas iba a caber yo de largo y una minúscula taquilla donde guardar mis escasas pertenencias. En su interior colgaba un sencillo uniforme, el propio de los grumetes y que no se distinguía apenas del que vestían los chavales que hacían de pajes, todos menores de los quince años y que se encargaban de labores menos duras, como hacer de camareros en los comedores de oficiales y de marineros.

Don Gil me ordenó vestir el uniforme y presentarme enseguida en cocina, para ponerme a las órdenes del cocinero jefe. Uno de los pajes me mostró donde estaba y allí me esperaba el sobrecargo para ponerme a las órdenes de Cebrián, el dueño y señor de aquellos fogones, portador de una más que considerable barriga y que nada más verme me dijo:

–Vaya, un muchacho fortachón, falta nos hace aquí para acarrear los sacos de patatas o de harina desde la bodega. Bien, don Gil, ya me hago yo cargo del jovencito. Pero supongo que no me lo dedicará usted a tiempo completo, ¿me equivoco?

–No, no puede ser, qué más quisiéramos tú y yo, lo voy a dedicar también al auxilio del ordenanza que atiende al general Weyler – decidió el sobrecargo. Ayer mismo me decía que el que le asigné desde Barcelona no le basta para llevar a buen término todo el trabajo que tiene pendiente. Espero que este chico, que se llama Leandro, pueda ayudar en esa tarea y echarte una mano a ti cuando el general no precise de sus servicios.

–Pues entonces, de acuerdo, don Gil. Me hago cargo del chaval. Que tenga usted un buen día.

–Gracias, Antonio, trátamelo bien, que me han dicho que es bueno y no quiero que se me estropee. Y tú, Leandro, cuando acabes tu labor aquí, preséntate esta tarde primero a que te eche un vistazo el médico de a bordo y luego te pones a las órdenes del asistente del general. Ya sabes, mañanas en la cocina y tardes el general. Nos veremos más adelante.

–Descuide, aquí será muy útil y lo trataremos estupendamente – señaló Cebrián.

Al quedar a solas con el cocinero me dijo que allí estaría bien, que el trabajo era duro pero que no mataba a nadie y que la ventaja de trabajar para la cocina era que nunca me faltaría de lo mejor para llevarme a la boca. Luego me mandó a la bodega donde, en una despensa que parecía más bien un almacén por sus dimensiones, se amontonaban las provisiones para tan largo viaje. Me pasé la mañana acarreando sacos de patatas, hortalizas y otras verduras, grandes piezas de vacuno, garrafas de aceite, damajuanas de vino y todo lo que se le ocurría al señor Cebrián.

La verdad es que desde el principio me trataron bien cocineros y pinches, aunque alguna broma de novato ya me cayó, pero lo compensó la buena comida de que disfrutamos todos los que allí trabajábamos. Esa mañana el cocinero jefe decidió obsequiar al general Weyler y demás jefes con una caldereta de langosta. Como el general era mallorquín, supuso que le gustaría ese plato que se hacen los pescadores de Menorca, con lo que elaboró el menú con especial primor. Lo cierto es que la caldereta era tan grande que les sobró a los oficiales, por lo que una buena parte se quedó en cocina y todos tuvimos ocasión de probarla. Nunca en mi vida había degustado semejante manjar.

A primera hora de la tarde, mientras dormitaba en su silla el jefe de aquel equipo con las manos cruzadas sobre su voluminosa panza, y después de ayudar a los pinches en la limpieza y recogida de todo género de cacharros y utensilios usados poco antes, y de los platos y cubiertos que regresaban de los diversos comedores, me arreglé un poco y me presenté al médico del barco como se me había ordenado. Sobre su puerta figuraba un pequeño letrero de latón indicando: Doctor Heras, médico.

–Sí, ¿quién eres tú, muchacho? – requirió su ayudante, el practicante.

–Buenas tardes, doctor, soy Leandro Barral, el grumete nuevo que ha embarcado en Cartagena – me presenté. El señor sobrecargo me manda por si quiere usted revisarme.

–No chico, yo soy Albino, el enfermero que asiste a don Fernando, el médico de este buque. Haz el favor de pasar por aquí y quédate en ropa interior para que te vea el doctor.

El doctor Heras, hombre muy alto y de extremada delgadez, que adornaba su mentón con una perilla ciertamente encanecida, y cuyo cabello hacía tiempo que había empezado a ralear, era hombre de pocas palabras y mirada inquisitiva, de persona introvertida e inteligente. Me auscultó a fondo por pecho y espalda, me miró la piel, las articulaciones, la lengua y la garganta, los ojos y los oídos y me palpó el vientre detenidamente.

–Albino, apunte: el chico está sano. Como un roble, diría yo. Ausentes todo tipo de enfermedades de pulmón, hígado, riñones y corazón. Brazos y piernas fuertes y con los debidos reflejos. Piel algo curtida por el sol y el viento, lo que no es malo. Hala, mozo, ya te puedes marchar a trabajar. Yo le pasaré el informe al sobrecargo.

–Como mande, doctor, buenas tardes – le contesté al retirarme, no sin antes oír cómo le decía a su ayudante Albino:

–Vaya, supongo que no habrá tenido tiempo de estudiar mucho, como hijo de obrero que parece, pero al menos es un chico educado y respetuoso, falta hace alguien así entre tanto bruto y desertor del legón como hay embarcado en este buque, y no me refiero solamente a la marinería.

Pasado con éxito este trámite, me dirigí a los camarotes de cubierta, entre los que debía encontrarse el del general Weyler. Uno de los marineros que se encontraban en ese momento fregoteando la cubierta me informó:

–Mira, chavea, ese es Porfirio Caso, el asistente del general, debe estar a punto de ir a verle para despertarle de la breve siesta que gusta dormir cada día.

Me acerqué al tal Porfirio y le abordé tuteándole porque solo era algo mayor que yo.

–Buenas, Porfirio, soy el grumete que ha asignado el señor sobrecargo para ayudarte en el servicio del general. ¿En qué va a consistir mi trabajo?

–Hola, rapacín, te espero dende esta mañana, vamos a ver al xeneral, ye un pocu tempranu, pero tú calla y mira – más tarde supe que su curioso acento y deje le venía de su origen asturiano, más concretamente de Carreña, una aldea del concejo de Cabrales – ¿Cómo te llames y d’ónde yes?

–Me llamo Leandro Barral y soy de Cartagena, en donde acabo de embarcar. Era aprendiz de pescador hasta hace poco y me he alistado como grumete para llegar a Cuba.

–¿Y esi interés por dir a Cuba de qué te vien, guaje?

–He perdido a mi padre a principios de este mes y a mi madre hace algún tiempo. Nada me ataba ya a mi tierra y me planteé marcharme a las Antillas, en busca de mejor suerte. El tiempo dirá si he acertado o todo ha sido un gran error.

–Pero si yes un guaje, home. A lo último esperemos que tengas suerte en tu aventura americana, pero agora lo qu'hai que faer ye espertar al xeneral y ayudar no que pida. Ah, y llámame Porfi, solo Porfi, como llámame tol mundo, menos el xeneral. Eso sí, a él no dejes de llama-y siempres excelencia o señor, tenlo en cuenta.

¡Bones y santes tardes, mi xeneral, a los sos ordes! – exclamó marcial el asistente mientras abría la puerta del camarote de su superior.

–Porfirio, te he dicho mil veces que no me hables en esa jerga que llamáis bable y que me suena a flatos de vaca, cencerros y golpes de madreña – le amonestó con sorna el general.

–A sus órdenes, mi xeneral, le ruego me disculpe una vez más. ¿Probóle la siesta, excelencia? Preséntole al grumete que asignóle el señor sobrecargo para su servicio, de nome Leandro Barral, señor.

–Ah, bien, chico. Ya veo que eres grumete civil, de la dotación del buque. Espero que la rigidez de la disciplina militar la lleves bien, de lo contrario me veré obligado a prescindir de ti y devolverte al sobrecargo para que te encargue otro tipo de trabajos.

–Confiemos en que eso no sea necesario, excelencia. Me esforzaré en cumplir con mi trabajo a su entera satisfacción.

–¡Vaya, así se habla, muchacho! Creo que nos entenderemos. Y ahora ponte a las órdenes de esta especie de labriego cuidador de hórreos y bebedor de sidra y ponedme en orden de revista el uniforme, empezando por las botas, que tengo que cenar esta noche con el capitán del Santo Domingo.

Cuando me quedé solo con Porfirio en el cuarto de asistencia del general, el ordenanza distribuyó la faena:

–Escucha, guaje, yo voi poner a cepillar l'uniforme del xeneral y tu cueyes les botes y das-yos llustre. Depués vamos metenos los dos a sacar rellumu a les medayes. ¿D'alcuerdu?

–Supongo que quieres decir que les dé lustre a las botas de su excelencia. Ah, ya veo el betún en ese armario y las botas esas tan altas, solo me faltan trapos y cepillos.

–Ahí los tienes, dejaré el bable porque veo que me entiendes regular, carayu colos babayus castellanos. Mira, pa lustrar les botes, primero quítes-y con ese paño y un pocu d'agua toda la suciedad que acumulóseles en el muelle de Cartagena y en el paseo que dio por la ciudad. Lugo das-yos betume, quiero decir les das betún. Una capita bien extendida. Después, con un poco de saliva les extiendes otra capita y los dejas secar un ratito. Pa sacarle un brillo bueno hay que calentar la bota con esa vela que ves en esa alacena, pero por ser la primera vez, déxalo tar, nun vaigamos quemar el barcu. Y con ese buen cepillo te pones a darles a les botes como si te fuera la vida en ello, que el xeneral ye muy exigente con su brillo botero. Para acabar, les frotes bien con ese pañu hasta que se te caigan le uñes, chicu – se esforzó el asturiano en hablarme lo mejor que pudo, aunque no lograba del todo abandonar su característica forma de expresarse y que, a mí, que nunca la había escuchado, me hacía mucha gracia –.

Me apliqué a la faena hasta que a Porfi le pareció que las botas brillaban lo suficiente. Yo, mientras tanto, no podía quitarme de la cabeza la corta estatura del general; apenas superaría el metro y medio, lo que no parecía importar a nadie y menos a él. Sus enormes e imponentes patillas, que se unían al bigote en elegante curva, me asombraron menos porque ya había visto yo a señores importantes mostrando semejantes bigotazos y sentados en el salón de amplios ventanales del Casino, al que todos llamaban la “pecera” por estar expuesto a las constantes miradas de cuantos circulaban por la bonita Calle Mayor. Esos contundentes bigotes parecían además muy propios de los militares de la zona y también de los marinos mercantes que atracaban sus buques en el puerto.

Tras pasar la mañana siguiente breando en la cocina con Cebrián y los demás cocineros, me tocó llevarle al general un café a su camarote, mientras Porfi se dedicaba a cumplimentar todos y cada uno de los mandados de nuestro superior, lo que le obligaba a recorrer el barco de cabo a rabo en continua carrera.

Gustaba el general de tomar el café después de la siesta y como paso previo a enfrascarse en sus papeles y en las órdenes que disponía para oficiales y marinería, así como en sus relaciones con los tripulantes del buque.

Cuando me vio aparecer me demandó:

–¿Dijiste que te llamabas Leonardo, muchacho?

–No, excelencia, mi nombre es Leandro, a su servicio.

–Ah, sí, ya recuerdo. Leandro, como uno de los cuatro hermanos santos cartageneros.

–Exacto, señor. Es fácil confundir Leandro con Leonardo.

–No me volverá a pasar, descuida. ¿Y cómo piensas ganarte la vida en las Antillas?

–No lo sé, excelencia. Preguntaré en el puerto cuando lleguemos a La Habana.

–No me parece una gran idea, en los puertos de mar pulula lo peor de cada casa y el de La Habana no creo que sea una excepción a esa regla.

–No se me ocurre otra forma de encontrar trabajo al principio, señor.

–Bueno, tal vez pueda echarte una mano para empezar y más adelante seguro que puedes arreglártelas por ti mismo. Aunque eres grande y pareces fuerte, salta a la vista que todavía eres muy joven y, consecuentemente, careces de malicia y de la necesaria experiencia para salir de situaciones apuradas y saber lo que más te conviene.

Conozco bien la isla de mis visitas en 1863 – agregó –, hace ya treinta y tres años nada menos, cuando todavía era un joven comandante y cuando, cinco años después, regresé como coronel para hacerme cargo del Batallón de Cazadores de Valmaseda, qué recuerdos. Una lástima que ahora esté todo tan revuelto. Malos tiempos corren para las últimas posesiones de España en la zona. Primero sufrimos la llamada Guerra de los Diez Años y un año después de finalizar aquella los revoltosos volvieron a las andadas con la que llamaron Guerra Chiquita, un no parar. Y esto de ahora tiene muy mala pinta. Me mandan a mí a arreglar lo que no pudo hacer ese gran general que es Martínez-Campos, que ha acabado tirando la toalla ante la dureza de las medidas que el Gobierno de España considera necesario aplicar. Ahora que no nos oye nadie, te diré que puede parecer muy fácil gobernar estas tierras levantiscas desde tan lejos, pero luego la realidad se encarga de poner las cosas en su sitio y los cubanos llevan años deseando desprenderse de la tutela de la madre patria, imitando lo ya conseguido por el resto de las repúblicas del continente, cuya suerte envidian. En fin, veremos qué se puede hacer, esto de tener fama de severo e implacable no es cosa de gusto, créeme.

Es difícil saber – continuó – si has acertado al intentar buscarte la vida en aquellas tierras tan lejanas. Pero, a lo hecho, pecho. Supongo que entre tanto enredo podría conseguirte un buen lugar para trabajar en la hacienda tabaquera de mi amigo don Bernabé Torres. Es un tipo formidable, al que todavía no han logrado superar las difíciles circunstancias imperantes. Ha podido con todo, con continuar la labor de su padre roturando unas tierras baldías en las que nunca se cultivó nada, con introducir innovadores sistemas de riego, superar las mil plagas de la planta del tabaco, sobreponerse a la revolución que supuso la abolición de la esclavitud en la isla hace tan solo diez años y la adaptación al nuevo sistema de trabajo remunerado, etcétera. Desde un principio, y al igual que su predecesor, apostó por la calidad de su producción, lo que le ha supuesto grandes esfuerzos e inversiones, pero ahora sus clientes españoles y extranjeros están dispuestos a pagarle lo que pida con tal de que les suministre sus cigarros Flor de Torres. Nos hicimos muy amigos en el pasado y hemos mantenido una correspondencia asidua, hablando de los problemas de aquellas tierras y de su difícil solución. Si yo le pido que te coloque en su plantación, no dudes que lo hará y será para bien. Puedes pasar allí unos años, aprender el oficio y quién sabe si algún día querrás tener tu propia plantación. Hay sitio y oportunidades para todo aquel que quiera partirse el lomo trabajando, ya que el nativo es de por sí poco emprendedor.

–Gracias, señor, me vendría muy bien ese trabajo y no me asusta lo duro que pueda ser el oficio, estoy seguro de que sería un buen comienzo, luego Dios dirá.

–Bien dicho. En cuanto lleguemos a La Habana te presentaré a tu nuevo patrón, que ya me ha comunicado que vendrá a recibirme al puerto cuando la Capitanía Marítima local anuncie nuestra arribada. Espero que me dejes en buen lugar.

–Haré lo posible, excelencia – aseguré al general.

A la tarde siguiente el Santo Domingo pasaba por delante del Cabo de Trafalgar, tras haber sobrepasado Ceuta a babor y Tarifa a estribor, como decían en el barco, en donde, para sorpresa de los soldados, en gran parte campesinos que nunca habían pisado un barco, nadie decía “a la izquierda” ni “a la derecha”. El general Weyler admiraba el panorama mientras que Porfi y yo le acompañábamos a prudente distancia por si necesitaba darnos alguna orden.

–Cerca de estas aguas se libró la batalla de Trafalgar, en octubre pasado hizo ya noventa años. Nuestra flota luchó junto a la francesa y contra la británica, a la que comandaba el brillante almirante Nelson. La impericia y cobardía del almirante francés Villeneuve, que estaba al mando del conjunto de los barcos españoles y franceses, nos supuso una gravísima derrota, incluso contando nuestra coalición con un número superior de buques. Allí murieron, cumpliendo con su deber, más de mil hombres de los mejores de nuestra infantería de marina, la más antigua del mundo, y multitud de oficiales que dieron heroicas muestras de valor y sacrificio, además de esos grandes militares que fueron Churruca y Alcalá Galiano.

El general dejó de hablar y se enfrascó en sus propias reflexiones, como si ese recuerdo de Trafalgar le doliera físicamente. Cabizbajo, parecía que lo abrumador de la derrota ante los ingleses y la pérdida de la potencia naval española, ocurrida hacía casi un siglo, todavía fuera una herida sin cicatrizar para su país y para todo militar que se preciara.

  –Incluso Gravina, que resultó herido – prosiguió– moriría a los pocos meses. Eso sin contar con la gran cantidad de heridos y prisioneros y la desastrosa situación en que quedó la marina de guerra española para defender nuestros derechos en las colonias americanas, que aprovecharon esa debilidad en su lucha por la independencia. Más arriba, también a estribor, queda la maravillosa y muy antigua Cádiz. La blancura de sus encaladas casas ha motivado que la llamen “la tacita de plata” y, cuando la mar está en calma, la inigualable imagen de la ciudad se refleja segura de su belleza en las aguas del puerto y semeja el cuadro de un paisajista magistral, de esos que se han dado en llamar impresionistas desde hace unos años. Y todo ello junto a las mitológicas columnas de Hércules, una sobre Gibraltar y otra en algún lugar de la costa africana, tan próxima ahora, tal vez sobre el monte Musa, indicando a través de la historia que no había tierras más allá, hasta que los españoles nos encargamos de poner fin a esa creencia y descubrir nada menos que todo un continente. Puedes sentirte orgulloso de tus orígenes, chico, aunque menuda guerra nos disteis cuando hace veintitrés años os dio por declararos en tu tierra murciana cantón federalista y acabasteis solicitando a Estados Unidos que os admitiera como miembro de la Unión, que hay que tener valor – se rio el general –.

Los siguientes fueron días de travesía oceánica y el invierno se hacía notar. La monotonía de las labores en la cocina y en el servicio al general se alternaban con la novedad de un mar a menudo embravecido que dificultaba el tránsito por el buque y la vida diaria. En más de una ocasión la fría espuma de una ola me azotó la cara, borrándome la sonrisa provocada por algún chiste de Porfi. Era normal que hiciera mala mar, ya me habían dicho que el Atlántico era otra cosa, un formidable océano para el que el Mediterráneo no pasaba de ser un mero charco. Así las cosas, el lunes 10 de febrero de aquel prometedor año de 1896 atracábamos en el puerto de La Habana.

 

 

Luis Andrés-Vázquez Martínez nació en 1946, en Cartagena (Murcia) y ha sido funcionario de la Administración del Estado.

Ha publicado varios cuentos en revistas. Su primera obra, del tipo de novela de intriga y espionaje, lleva por título Me van a matar en agosto, palabras proféticas de Federico García Lorca en los primeros meses de la Guerra Civil española, y ha sido publicada por Amazon.

El relato publicado pertenece al primer capítulo de su segunda novela, Cónsul de sangre, "todavía cociéndose en el horno", como nos dice su autor.

 

REVISTA ÁGORA-PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO/ RELATOS/ SEPTIEMBRE 2022

No hay comentarios:

Publicar un comentario