Anton Holban
CONVERSACIONES CON UNA MUERTA
¡Y hoy, 22 de septiembre, a las seis de la tarde, fecha más importante para mí que la del comienzo de la guerra mundial, he llegado al cementerio!
Me dijeron: por la primera senda y luego doblar a la izquierda. Busquemos. El capitán V. Ionescu… El teniente Patriciu… El general Berariu. Entre los oficiales. Siempre igual, incluso después de muerta.
El año antes de separarnos, cuando se marchó a provincias, se pasaba el día con los oficiales. Por la calle principal, de arriba abajo, habland0 de los chismes de la ciudad. El alférez Stroia, rubio y con patillas largas y pobladas, prototipo de un imbécil, era «tremendamente encantador» y «bailaba con mucha elegancia»… El alférez Radu era divertido y el teniente Crainic había pasado por un periodo de desamor y por eso despertaba simpatía. Y todos eran muy buenos.
En definitiva, ¿hasta dónde habrá llegado tu amistad con ellos? Y ahora lo mismo, en idéntico ambiente. Pero ahora has ascendido de grado, ya no eres la estudiante humilde y bohemia que conocí en otros tiempos. Estás en una velada, como una auténtica señora, con grados superiores…
No la encuentro. Ante cada tumba nueva me quedo petrificado, no me decido a mirar el nombre y continúo la búsqueda. Tal vez la sepultura de la cruz negra o aquella otra que tiene una cruz pequeña de madera. Reparto un poco la emoción que debo tener ante la tumba de Irina entre otras cien sepulturas indiferentes (si es que puede decirse que un muerto puede ser indiferente). Tiene que estar aquí, en este rincón, pero no la encuentro.
Quizá a un paso de mí… ¡Irina! ¡Contesta! Hazme una señal. Fui tu amor, es imposible que permanezcas indiferente y que yo me sienta aquí, a tu lado, como entre extraños. Creí en todos los fantasmas, hablé con los muertos, completamente convencido de que no se trataba de ninguna autosugestión, trepé por los rayos de la luna y viajé por las estrellas. Y a cada persona, por robusta que fuera su constitución y por convincentes que fueran sus teorías, la miré como a una aparición extraña que podía desvanecerse en cualquier momento. Y ahora, cerca de ti, ¡no recibo ninguna señal! Tuve tantas intuiciones, que lo adivinaba todo a distancia, y ahora no tengo la menor intuición del lugar donde estás. Irina, este es el último castigo al que me sometes. ¡Me siento tan humillado como si en vida te hubiese saludado y tú no me hubieses respondido al saludo!
Un hombre ha pasado por mi lado y me ha interrumpido el monólogo preguntándome lo que buscaba. Me ha dado vergüenza mi vacilación y se lo he dicho. Me ha señalado una sepultura con un monumento recién terminado y en el que aún no han escrito el nombre. ¡Conque es aquí! ¡Frente a frente! Un momento tan importante que llevo esperando tanto tiempo, desde que murió, e incluso más, desde que me dejó, que siempre he aplazado con temor y, sin embargo, ahora no lloro, no me doy cabezazos contra la pared ni me derrumbo. Aquí está mi amada, con la que viví cinco años de emociones en un vínculo tremendamente frenético, y consigo mantenerme en pie y no perder el control de mí mismo. No me atrevo a acercarme del todo, como nadie se atreve a acercarse a una cosa que es de otro. Me haría la ilusión de ser un amante que entra por la ventana, mientras el marido no sabe nada, pero para ello sería menester el consentimiento de la mujer. ¡Qué dolor! Su muerte es todo lo que podía esperar para que Irina volviera a estar cerca de mí… O a la misma distancia de todos… Que siguiera siéndome fiel (¡una carroña!) y no me atormentaran los celos. Jamás pensé en una escena de amor entre nosotros, en una posesión y en todas sus convulsiones, pues sabía que pensar eso equivaldría necesariamente a imaginar sus infidelidades con toda precisión, que no acontecieron una única vez, para que uno se acostumbrase a ellas, sino que continuaron y, de no haber llegado la muerte, habrían seguido y me habrían torturado durante toda mi vida. Y ahora me complazco con estos pensamientos y, cuando enlazo a una mujer en la oscuridad, en medio de un espasmo, me engaño pensando que es Irina. Lo cual puede llamarse de mil maneras. Por ejemplo, ¡sacrilegio!
Ello demuestra mi incapacidad para p0ner límites precisos entre lo real y lo fantasmagórico. Desde que nos separamos, me he acostumbrado tanto a tener pactos con ella en el espacio, a imaginarla a la vez junto a mí y lejos, que su muerte, a la que no asistí, no pudo cambiar mucho su aspecto. Por más sorpresas que hubiese imaginado, estaba tan convencido de que jamás volvería a verla, en todo caso a abrazarla (única realidad que me interesaba), que siempre la consideré muerta. O quizás al revés, pues como no asistí a su último atavío, a cuando la metieron en el ataúd y en la tumba, no puedo creer que, delante de mí, si escarbara en la tierra, encontraría a mi amada (¿en qué forma?) y por eso me mantengo todavía tan calmado. Estaría incomparablemente más impresionado si fuera al monasterio de Humor, donde durante dos semanas hicimos vida conyugal en un cuarto campesino, juntos por todas las sendas y bajo todos los árboles, que volverían a mi mente con la misma intensidad nada más verlos. Eso si, de tanto pensar en Humor, no experimento antes todas las sorpresas y sería tan dueño de mí allí como aquí. Es el pecado de la lucidez, que te hace ver antes todas las posibilidades de lo que te va a pasar, presente en todos los momentos graves, que te disipa toda espontaneidad psíquica. De modo que uno solo tiene emociones intensas en ocasiones poco frecuentes, cuando sufre una sorpresa inesperada o por algún motivo trivial (pues los importantes no los olvida y está todo el tiempo dándoles vueltas en la mente), como, por ejemplo, descubrir una postal con unas líneas sin importancia en las que no había pensado o una confitería mala donde comieron ambos unos dulces de apariencia apetitosa.
Pero en la tumba que tengo delante no reconozco en absoluto a Irina.
Ni siquiera su nombre está escrito en ella y soy consciente de la importancia de las letras, pues juntas forman un nombre conocido, cómo representan a la persona y cómo un poco de la esencia de la persona se esparce en ellas. Además, la sepultura no se adecua a Irina; es una sepultura sobria, grande, oficial, con un monumento importante en el extremo, con flores colocadas con un estilo geométrico, como en los parterres de los parques públicos. Eso no va con la Irina que yo conocí, aunque es posible que sí se adapte a la Irina de cuando ya no estaba conmigo.
El empleado del cementerio me habla de ella como de una persona hecha y derecha, una «señora» de la que solo se puede hablar en serio, sin la ternura graciosa que uno tendría por una adolescente. ¿Cómo voy a entenderlo si esta sobria tumba pertenece a una chiquilla que siempre hacía escenas divertidas y a menudo sin lógica y que admitía cualquier improvisación a lo largo del día?… Esa chiquilla que, presurosa por llegar a la cita, se ponía la ropa que encontraba más a mano, a la que yo tuve en mis brazos, pequeña, dulce, pegada a mí, trémula, que me abrazaba con frenesí y, con los ojos cerrados, me ofrecía su boca.
Te han hecho una sepultura de lo más convencional (igual que en otro tiempo se preocupaban de que tuvieras una buena comida y, en el invierno, ropa de abrigo), gastaron lo que hizo falta, han puesto flores que se cambian en cuanto comienzan a marchitarse, te han hecho todos los oficios religiosos y visitas de rigor. Y seguirán haciéndolo igual un año, dos, tres… ¿Y dentro de cinco años? ¿Y de diez? ¿Y de cien? Dentro de cien años nadie sabrá de la existencia de los otros con quienes me traicionaste y tal vez algún enamorado, al leer mis lamentos y reconocer algunos sufrimientos, se detenga ante tu sepultura y deje una flor. ¡Solo gracias a mí! Al que echaste e hiciste todo lo posible por apartarlo de tu vida y no volverlo a ver y que ahora ha venido a visitarte a hurtadillas, para que nadie lo vea, que mira con zozobra a la puerta del cementerio a fin de no verse sorprendido y que, si viera acercarse a alguien, echaría a correr como un ladrón.
¿Qué otras novedades podría contarte? (A pesar de que, ¡ay de mí!, no soy yo quien puede contarte las novedades que más te interesarían.) Que en los conciertos el programa es casi idéntico. En el teatro, solo obras irrelevantes. («¿Van elegantes las mujeres?», me preguntas.) El invierno se acerca y todas las calles están llenas de hojas amarillas que el viento disemina, mientras los árboles dirigen al cielo sus ramas vacías. Y, en todas partes, en las chozas y en los palacios, con el mismo frenesí, ¡la posesión es una realidad!
Siempre me ha dado vergüenza sentirme demasiado tranquilo. Apelo a todos los recuerdos impresionantes para sentirme más emocionado. Insisto en todo cuanto he perdido para poder entender mejor, a través de mí mismo.
Repito cien veces el pensamiento de que, en definitiva, delante mí, junto a Irina, yace enterrada mi juventud. Aquí, concentrado en unos cuantos metros cuadrados, está todo mi tiempo entre los veinte y los veinticinco años, todo lo que tuvo que ver con el amor, y a esa edad el amor desempeñaba un papel capital. Es difícil representar lo abstracto por lo concreto, ya que es difícil de imaginar que lo que se me ofrece a la vista tenga alguna relación conmigo. Tal vez porque el sepulcro lo haya pagado otro.
¡Conque tú estás muerta y yo sigo viviendo! Y hace unos pocos años estábamos el uno junto al otro, abrazados y hablando sin cesar de cuestiones que nos parecían esenciales. Pese a que, en definitiva, solo queríamos saber una única cosa (la única importante para todos, en el momento en que ambos nos fundíamos en uno por amor, nos la callábamos, la sustituíamos por otras curiosidades pueriles): ¿Quién de los dos morirá antes? Es imposible que, en el momento de una posesión, cuando ambos entregan todo su ser, en el momento más intenso de felicidad, no flote en el ambiente esa pregunta primordial.
Confieso que había empezado a acostumbrarme a tu ausencia y que un acontecimiento te trajo otra vez a mi lado. Fui a Suceava, por donde pasamos una vez de camino a Humor. Recordé sin mucha pena las calles que recorrimos juntos, las iglesias antiguas que observamos con tanto entusiasmo; subí hasta la Ciudadela y contemplé, como antaño, pero ahora solo, la perspectiva de Suceava hasta el río Prut. No me pasó nada excepcional. Al contrario, me sorprendía el entusiasmo que sentía en otros tiempos por las iglesias remozadas por los alemanes de una forma tan fea y estridente, con techados tan inexpresivos e incluso con la foto del emperador Francisco José, como en la iglesia de Mirăuţi[1]. Pero, al final de todo, en la iglesia de San Demetrio de Petru Rareş me invadió una inesperada emoción: junto a la puerta de entrada hay una inscripción sobre la cual se encuentran (algo rarísimo en el arte rumano) unos motivos italianos. La cabeza de uro[2] está rodeada por una corona de hojas sostenida en ambos lados por dos ángeles pequeñitos, graciosos, desnudos y regordetes. Irina y yo permanecimos largo rato extasiados ante esos detalles escultóricos, como lo estuvimos ante tantas otras cosas. Pero en esta ocasión, delante de los angelitos (¿por qué precisamente allí?), me acometió un agudo dolor que, pese a los muchos meses transcurridos desde entonces, no me abandona (salvo de vez en cuando) e incluso cobra nuevas formas y, frente a ellos, intuí (y no se trata de ninguna reconstrucción intelectual) el color de su rostro, el sonido de su voz, el calor de su cuerpo y la vida que de ella emanaba. Y desde entonces un pensamiento nuevo se me ha instalado en el cerebro y me persigue, aunque desde un punto de vista lógico podría ser que no tuviera razón. Uno se libra de la obsesión por una persona viva (la ve más mayor o vestida con falta de gusto, la oye y se acuerda de todas las trivialidades que decía; si habla con ella o incluso la besa o la posee de nuevo, se convence de que esas penas eran exageradas). ¿Pero cómo se puede librar de la obsesión por una muerta?
Y no consigo ninguna explicación que ponga fin a mis preguntas. Tal vez, si supiera todo lo que le pasó a Irina, me calmaría. Pero hay mil detalles que estoy ávido de saber y sobre los que la sepultura de enfrente está muda… Incluso estando viva, Irina no me habría respondido ni yo habría podido estar seguro de si su respuesta era verdadera, por hábil que hubiese sido mi pregunta. En resumen, Irina fue una chica sencilla; yo podría mostrar ante ella muy a gusto todas las emociones que quisiera, podría quedarme observándola durante largo tiempo y ella no habría sentido nada. Sin embargo, a tantas preguntas yo no podría responder.
Imagínate, alguien me aseguró que, en el declive de nuestra relación, cuando nos veíamos poco y nos íbamos enfriando según pasaban los días, ¡tú tenías un amante! Quizá alguno de los oficiales con los que pasabas el rato y del que, al ver que era un tipo mediocre, ingenuo de mí, no supuse que podría ser un peligro y aceptaba tus explicaciones: «¡Es tan bueno!». ¿Qué habrá de verdad en todo esto, Irina? Tan sencilla y, no obstante, tan misteriosa… Y el colmo del ridículo es que tu amante era un alumno del séptimo curso del liceo. Cuando me enteré de eso, me entraron unos celos enormes. Y también me desesperé por haber sido objeto de una mentira tan ridícula. Y lo que me abruma es que ¡creo que sí es verdad! Ahora estoy reconstruyendo una serie de cosas secundarias y al propio tiempo puedo imaginarme tu mentira. Ahora el estudiante se ha convertido en un joven sin aspecto de donjuán. Por mucha buena voluntad que tuvieras. Eso ocurrió al final en tu ciudad de provincias.
Hasta entonces, estuviste todo el tiempo junto a mí, estabas enamorada.
Se separó llorando como una loca. Luego, a pesar de que nos veíamos todas las semanas, yo notaba que cada vez era menos mía, siempre tenía muchas cosas que contar sobre la vida de allí, una serie de personas se habían vuelto importantes. Amigos nuevos que, cuando los vi, todos ellos me parecieron sospechosos, pero Irina los aguantaba, pues tenía miedo de quedarse sola.
En cierta ocasión, me la encontré con su amiga Mariana. Cuando la conocí, me pareció una persona sin nada de particular, un tanto vulgar, pero sin ser escandalosa, tal vez triste, pero alguien en quien confiaba me contó que era apática y superficial.
A Mariana le gustaban las conversaciones interminables sobre cosas mínimas y pasear con oficiales. Irina la consideraba «una excelente camarada», y ¿qué elogio puede ser ese cuando la camaradería transcurre entre gente mediocre? Quizá fuese la querida de alguno de ellos. Un conocido me contó una escena: había un teniente en la mesa de juego y Mariana no hacía más que llamarlo hasta que él, exaltado, le dijo: «¡Déjame en paz, que me estás aburriendo!». Y ella agachó la cabeza obediente y esperó a que él quisiera levantarse de la mesa. Seguramente, Mariana le diría a Irina que el alférez X tenía unos ojos muy bonitos, que el alférez Y bailaba de maravilla y que el alférez Z era tremendamente viril (cosa que después Irina me transmitió como observaciones suyas, de forma natural, como si la cosa careciese de importancia para ella).
También Mariana seguramente le enseñaría cuáles eran las exigencias de una mujer, los goces sutiles y, un buen día, le haría pasar un buen rato con la idea de que un chico del liceo se emocionaba cuando la veía e iba corriendo en bicicleta a hacerle pequeños recados. A esa fase asistí también yo. Había ido a visitarla y me lo señaló expresándose de forma graciosa: «¡Figúrate, ese chavalillo está que se derrite por mí!». No di importancia a sus palabras, a pesar de que ahora me parece ridículo lo que dijo. ¿Cómo se le pasaría por la cabeza semejante observación? Luego, bromearía con él y le contaría, riendo, la escena a Mariana… Seguidamente, pensaría con voluptuosidad en la lozanía de un chico de liceo. Llegaría a la conclusión de que, en definitiva, «no tiene importancia». Y cuando le surgiera la oportunidad y el estudiante tuviera más iniciativa, ella se entregaría a él. Le gustaría. Y las posesiones se volverían algo habitual. El chico empezaría a hablar más en serio y tú solamente puedes contestar en serio al hombre al que te entregas. Se disculparía con ella: «Es estudiante de liceo, pero muy maduro», a pesar de que todo había quedado en una simple aventura.
Y luego, explicarle al joven que no era virgen (tras la posesión, la pregunta la hace inmediatamente el hombre para hacer ver que está celoso, a pesar de que, sobre todo en ese caso, era evidente que no podía estarlo, y para tener la posibilidad de reiniciar la conversación sobre temas escabrosos y azuzar otras sensualidades). Y entonces Irina le hablaría de mí, de que yo tenía la culpa del desastre que azotaba su alma. Esa sería la excusa para hacer lo que había hecho pues, como buena burguesa, tenía remordimientos, aunque seguiría estando desnuda junto al otro en tanto que él la abrazaría y acariciaría, a pesar de que la conversación pretendía ser espiritual, pero, en realidad, él actuaba movido por la voluptuosidad que le inspiraba la mujer bañada en lágrimas. Le hablaría de mí y, como yo había sido su amor durante años (lloró tantas veces con motivo de la más pequeña separación) y había sufrido al ver que yo era algo tan inseguro, la pena le roía todo su ser al ver que yo estaba preparado para prescindir de su amor en cualquier momento y, con la edad, al ser más consciente de que, en ningún caso, yo me casaría con ella, tal vez con una excusa, pero también desilusionada por los años pasados, lloraría en brazos del otro sin necesidad de fingir.
Pero eso solo fue al principio. Luego se volvió costumbre. Se entregó a él en todos los sofás y en el suelo, de todos los modos y maneras, ya no tuvo ningún empacho en esconder su desnudez ni en tomar precauciones; tenía sacudidas y temblores sin la menor vergüenza. Se ponía fuera de sí (incluso le gustaba mostrar que tenía temperamento para halagar a su pareja), dejaba que se le viera el deseo que la hacía estremecerse cuando el cuerpo desnudo se acercaba a ella. Y después, cuando estaba sola, reflexionaba o incluso podía decirle a Mariana en tono divertido, pues le daba vergüenza contarle la verdad —que encamarse con un chico del liceo era algo que podía tomarse en serio—, pero con la inmensa alegría de sentir todo su cuerpo colmado de satisfacción: «¡Tan pequeño, y ya menudo hombre!».
¡Irina! ¡Te odio! ¡No pareces haber muerto! ¡Quisiera castigarte para vengarme y estoy desesperado, porque lo único que puedo hacer es aplastar unas flores de tu tumba! ¡Eso a ti te da igual, pero yo querría castigarte en la carne que me ha engañado!
La tierra está levantada, parece haber cobrado la forma de su cuerpo. Es asombroso pensar que, si escarbara, daría contigo, por muy poco que haya quedado de ti. ¡Qué necios somos! ¡En otros tiempos, un hombre, por amor, se marchaba a las cruzadas y yo ni siquiera tengo valor para destrozar una flor de la sepultura!
Tantas flores… ¿Y nada de la esencia de tu ser ha llegado hasta ellas? Por mucho que revise los pétalos, ¿no encontraré nada que te recuerde? Y en su aroma, ¿nada del olor de tu cuerpo que tan bien conozco? Mucha tierra y, en el fondo, tú, transformándote en tierra. ¿Por qué no entierran a las personas desnudas y por qué ponen entre ellas y la tierra unas ropas ridículas, señal de todas las convenciones de los vivos, que nada tienen que ver con la preparación para la eternidad?
Si vivieras, me vengaría como nadie ha sabido vengarse todavía. Pero eso después… Primero, sin decir palabra, te apretaría entre mis brazos y jamás una cópula sería tan ardiente. ¡Te estrujaría y gritarías de dolor y de placer!
Ha empezado a llover. Cada vez más fuerte. Tengo la ropa húmeda y los zapatos rociados de gotas de barro. Noto cómo me cae el agua en la cabeza agachada y se me mete por el cuello de la camisa. Y sigo con atención, segundo a segundo, con una inmensa alegría —último consuelo por mi impotencia ante la nada—, cómo una gota chorrea por detrás de la oreja derecha y se desliza lentamente por la mejilla; me aterra que se pare y se seque. Luego empieza otra vez y, arrastrando consigo una sensación de frío, llega a la boca, se queda allí un rato, da la sensación de hacerse más grande y cae —a pesar de la lluvia de alrededor, oigo el ruido— allí, pesada, justo en medio de la tumba…
1933
[1] La región de Bucovina perteneció al Imperio austro-húngaro hasta el final de la I Guerra Mundial, en que se integró en Rumanía. N. del T.
[2] La cabeza de uro es el símbolo de Moldavia, región a la que perteneció históricamente Bucovina hasta que pasó al Imperio austro-húngaro. N. del T.
Traducción del rumano por Joaquín Garrigós
Anton Holban (1902-1937) es escritor rumano. Escribió novela, relato breve y teatro. En su obra aborda temas como el amor, la muerte y el conflicto insoluble entre el proyecto ideal de los deseos individuales y sus consecuencias reales. Este relato lo publicó en la revista Viaţa românească en 1933.
REVISTA ÁGORA DIGITAL/ SEPTIEMBRE 2022/ LITERATURA RUMANA/ TRADUCCIONES DE JOAQUÍN GARRIGÓS
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