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miércoles, 14 de septiembre de 2022

NOTAS DE UN DIARIO. Por José Luis Zerón Huguet. Textos magistrales/ Avance de Ágora-Papeles de Arte Gramático. N. 13

 

                         El poeta y autor de estas "nótulas", José Luis Zerón Huguet. Fuente: Las nueve musas.com

 

 

NOTAS DE UN DIARIO

 

Durante mi adolescencia y primera juventud hice las primeras incursiones en el género diarístico, pero fue en 2008 cuando empecé un diario de manera sistemática. Decidí titularlo A salto de mata en homenaje al libro homónimo de Paul Auster y hasta ahora permanece inédito, excepto algunas entradas que publiqué esporádicamente, entre los años 2014 y 2015, en la desaparecida revista digital La Galla Ciencia. El temor a llegar a ser uno de esos ególatras que escriben un diario para contar cualquier cosa que se les ocurra es lo que me ha impedido dar a la luz más textos de este A salto de mata, fruto de la obligada asiduidad y espero que también de la debida exigencia.

            Entrego ahora a mi querido amigo Fulgencio una selección de entradas escritas en el cuaderno del año en curso. Como todo diario, el mío, es un verdadero cajón de sastre en el cual caben reflexiones sobre literatura, arte, política, ciencia…, reseñas breves, anotaciones personales, opiniones a vuela pluma, aforismos, etcétera. Para dotar de cierta homogeneidad a esta entrega he escogido en su mayor parte entradas reflexivas, casi todas ellas de contenido literario, evitando en lo posible los temas de actualidad y los asuntos privados. Espero que estas nótulas (Cristóbal Serra dixit) sean del agrado del lector de Ágora.

José Luis Zerón Huguet

 

 

 

Siempre he tenido como muy cierta esta frase del Eclesiastés: “Quien aumenta la sabiduría, aumenta el dolor”. Pero en mi caso el dolor aumenta al saberme cada día más ignorante.

 

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Al entrar en la azotea para tender la ropa ha empezado a sonar el canto insistente de un carbonero. Debía de estar muy cerca, quizá en la azotea contigua. El canto (chi-chi-pan) ha sonado ininterrumpidamente durante los diez minutos que hemos estado tendiendo, y allí se ha quedado cantando a este hermoso pajarillo de pecho amarillo y espalda verde y azul, abundante en la huerta oriolana y que no rehúsa la presencia humana, ni teme al invierno. Ada se ha interesado por su canto. Le explico que se le conoce por el nombre de chichipán (así lo llamaba mi abuelo Juan), machachín, cunchinchín y pinchichí, todos nombres vernáculos onomatopéyicos que aluden al canto de este párido. También he oído decir que le llaman pepecruz.

 

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Concibo la espiritualidad como lo femenino, lo griálico, el útero creador. La sacralidad inmanente de la vida y su energía voluptuosa. Mientras que identifico la religión con el poder de la espada (lo fálico) imponiendo la dictadura de lo sagrado sin sombras, el principio activo dominante del monoteísmo, la trascendencia escolástica, deshumanizada.  Por eso me considero una persona espiritual y no religiosa.

 

 

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La mirada es expansiva. El oído inmersivo.

 

 

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Me entero de un hecho que honra profundamente a Hannah Arendt y demuestra su altísima estatura moral y su incontestable ecuanimidad. En 1949 Arendt permaneció seis meses en Alemania y durante ellos visitó numerosas ciudades y habló con sus habitantes. Al final reunió sus impresiones y escribió esto en defensa de Ernst Jünger en su célebre informe The Aftermath of Nazi Rute. Report from Germany, un lúcido ajuste de cuentas con Alemania y los alemanes que tuvo una repercusión y una difusión extraordinarias y que ayudó a que muchos alemanes reflexionarán sobre sus culpabilidades activas o pasivas durante la barbarie nazi. Sin embargo, la indignación no se impuso a la voz de la justicia y la filósofa judía defendió a Jünger, que estaba bajo sospecha de filonazismo a pesar de que su código del honor prusiano no casaba con las ideas nacionalsocialistas. Dijo Hannah Arendt lo siguiente: “los diarios de guerra de Ernst Jünger ofrecen tal vez la mejor y más honesta prueba de las tremendas dificultades que el individuo encuentra cuando quiere conservar intactos sus parámetros de verdad y moralidad en un mundo en el que la verdad y la moralidad han perdido toda su expresión visible".

A pesar de la innegable influencia de Jünger sobre ciertos miembros de la intelectualidad nazi, él mismo fue un activo antinazi desde el primer al último día del régimen y con ello demostró que el concepto, un poco pasado de moda, del honor, que en otro tiempo fue corriente en el cuerpo de oficiales prusianos, basta completamente para la resistencia individual”.

Son las palabras estremecedoras de una judía perseguida por los nazis que podría haber encontrado razones de sobra para haber condenado sin paliativos a un intelectual alemán reconocido mundialmente y admirado, sobre todo por los nazis. De esta manera habría desahogado su indignada frustración y su acto de venganza nos parecería justificado y comprensible. Pero la filósofa judía prefirió la justicia a la venganza, el optimismo reflexivo y lúcido al emotivo pesimismo de la sinrazón. De ahí la credibilidad que hoy le otorgamos no solo al juicio de Arendt sobre Jünger, sino a la totalidad de su pensamiento.

 

 

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Leo una magnífica entrevista de Alicia Guerrero Yeste con Carlos de Hita acerca del nuevo libro de este, El sonido de la naturaleza, que espero adquirir pronto porque estoy desando leerlo. Al Carlos de Hita, naturalista, ingeniero de sonido y escritor lo sigo con fidelidad en su blog y me deleitan tanto su prosa como sus paisajes sonoros.

La entrevista es muy enjundiosa y llena de sabiduría y lirismo. Me interesa, sobre todo cuando de Hita dice que no trata de hacer meras grabaciones del sonido de los animales, sino que pretende transmitir un mensaje mucho más sutil. “Yo quiero entender cómo hablan los paisajes: qué mensajes, qué conclusiones pueden obtenerse de la escucha atenta de un paisaje sonoro. Quién canta, cuántos hay, a qué hora lo hacen, quién estaba y ya no está, quién se ha incorporado a última hora, qué voces nuevas hay, qué ruidos estorban en el fondo, qué es lo que no se escucha en el fondo… El análisis de toda esa componente acústica te permite también entender qué es lo que te está ‘diciendo’ la naturaleza. A veces, ese mensaje es de alarma; otras, una petición de socorro y otras, una lánguida decadencia hacia la monocordia, hacia la pobreza sonora que es, de hecho, la pobreza ambiental. A eso es a lo que me refiero cuando digo ‘entender los mensajes’. Cuando llevas ya unas cuantas décadas fijándote en algo, escuchando y analizando eso que escuchas, como en mi caso, también percibes tendencias y procesos y esto es lo que te permite sacar conclusiones. Es a esto en concreto a lo que me refería con esas palabras.”

También me parece muy interesante cuando Carlos de Hita, respondiendo a una de las inteligentes preguntas de Alicia Guerrero, señala que “el lenguaje no está especialmente bien dotado para describir sonidos. Más allá de las onomatopeyas y palabras, como «tormenta», «trueno», «eco», «silencio» y muchos nombres de aves, apenas existen palabras estrictamente sonoras. Hablamos de un «sonido alto» o de un «sonido bajo» para significar «agudo» o «grave», «sordo» u «opaco». «Alto» y «bajo» son figuras visuales. Un sonido agudo es una figura geométrica, un sonido brillante es una imagen visual. Utilizamos muchas alegorías sonoras para hablar del sonido y yo exploto esa cualidad con un propósito concreto. Me gusta mucho hablar de la «imagen sonora», algo que es una especie de contradicción suprema pero que es de hecho lo que permanece en el cerebro cuando se escucha un sonido, más allá de la imagen visual”.

Asimismo me llama la atención cuando dice que, aunque él es un naturalista, no trabaja con el sonido de los animales sino con la acústica del lugar: “Y en esa acústica intervienen muchos elementos: la distancia, la temperatura, la humedad, la vegetación…Elementos que modifican el sonido. Me interesa la reverberación, el eco: la manera en que el espacio modifica los sonidos y la manera en que los sonidos definen un espacio. El trueno es un buen ejemplo para entender esto: tras la imagen del rayo, todo lo demás es eco, reverberación, espacio, distancias, medidas. Cada retumbo del trueno es una irregularidad del terreno: una oquedad, una cueva, una repisa. Para hablar de espacios, de distancias, de volúmenes, el lenguaje que se refiere a lo visual es fundamental. El esfuerzo radica en conectar lo visual con lo sonoro, más allá de explicar que cuando canta un zorzal está marcando un territorio (aunque también me guste contarlo). En el primer capítulo del libro hablo del sonido de una cueva porque me parecía fundamental comenzar hablando de lo más básico: la reverberación y el eco”.

Solo un poeta como lo es Carlos de Hita (aunque no escriba poesía, que yo sepa) podría decir que “durante la noche, la humedad y la baja temperatura hacen que las frecuencias agudas se propaguen mejor. El sonido de la noche brilla, literalmente. Es mucho más brillante que el diurno. La voz de un ruiseñor, que canta las veinticuatro horas del día, suena mucho más potente y hermosa de noche, aunque cante lo mismo que durante las horas de luz”.

Con gran acierto, la entrevistadora menciona la interconexión entre los sentidos (la sinestesia, añado yo), y destaca también el uso intencionado que hace el entrevistado de palabras procedentes de un campo semántico más conectado a lo visual para convertirlas en términos que alberguen significados sobre el sonido, “ese juego literario nos lleva más allá de cualquier literalidad y así, en la lectura, uno va comprendiendo cómo escuchar, o quizá mejor dicho el entendimiento de un sonido (y del sonido formado por diferentes sonidos), surge de una acción cohesionada del oído con otros sentidos”.

Carlos de Hita responde que “Esa parte literaria del libro emerge de reflexiones sonoras". Y esa expresión (reflexiones sonoras) me interesa mucho y es la base también de muchos de mis poemas. De Hita añade que “el sentido del oído tiene una virtud muy importante, que comparte con el olfato y la memoria: la capacidad de evocar. Eso te permite moverte por donde tú quieras”.

También me interesa mucho el estudio que ha dedicado Carlos de Hita a los sonidos onomatopéyicos de las aves. Habla de los verbos utilizados para designar la acción del canto de las aves y pone como ejemplo que “Hubo gente que supo llamar a la abubilla por el sonido que emitía, que sabía que un pájaro tan poco conocido como el archibebe dice «chibibí» o ponían un nombre a un sonido, llamándolo «crocitar» o «trisar», como hace la golondrina que en la parrafada que lanza al cantar de pronto dice, literalmente, «trs». Cuando la gente era capaz de escuchar eso y nombrarlo con tanta precisión es porque vivían en íntima relación con ese mundo. Si hoy día esos sonidos y esos lenguajes que nos han estado acompañando a lo largo de toda nuestra historia aparecen como un exotismo no es que hayamos dejado de escuchar, sino que escuchamos otras cosas. Tenemos infinitud de nombres y verbos para multitud de otras cosas, pero eso nos muestra cómo nos hemos ido alejando”.

Cuando los dos interlocutores se refieren a los paisajes sonoros he recordado los tiempos de mi adolescencia cuando en compañía de mis amigos José María, Fernando y José Manuel (algunas veces se unían mis hermanos y algún que otro amigo) recorríamos la naturaleza, especialmente la finca La Caseta haciendo grabaciones al amanecer y al atardecer (con menor frecuencia por la mañana o al mediodía). Nuestro interés no estribaba tanto en la grabación de los sonidos de animales (cantos de pájaros, croar de ranas, ladridos de perros, etcétera), como en el conjunto de sonidos del lugar en el que se mezclaban los rumores lejanos (una amalgama de ruidos de motores, sirenas del tren, rezos de una ermita cercana, cuyo murmullo trascendía a través de unos altavoces, y otras peculiaridades sonoras). Tal constructo sonoro era como un concierto azaroso lleno de sugerentes y evocadores hallazgos. También grabábamos estos paisajes sonoros, aunque con menos frecuencia, en la ciudad e incluso en casa. Llenamos cientos de cintas hoy perdidas o inaudibles. En aquellos años de nuestra adolescencia en que amanecíamos al mundo de la creatividad nos fascinaba más el magnetófono que la cámara fotográfica o la de super 8.

 

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“El corazón de la luz es negro”.  Frase oximorónica de un hermoso lirismo escrita por el filósofo Jacques Derrida en su ensayo Violencia y metafísica. Sobre Enmanuel Lévinas. La luz negra es una imagen reincidente en el filósofo francés que entronca con la estética de la luz (sus soles negros) en el Dionisio Pseudo Dionisio Areopagita, los textos de los alquimistas y muchas expresiones de los místicos como Abenarabi, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, y hoy refrendada, como bien apunta Miguel Veyrat en su ensayo “La voz de los poetas “, por nuestros astrofísicos como verdad científica. Yo también comparto ese mismo vértigo “ante la duplicidad única de la luz”, por decirlo también con palabras del amigo Veyrat. Ese arrebato prodigioso que supone la presencia de lo visible detrás de lo invisible, la realidad latente que se esconde tras la fenoménica es lo que he buscado transmitir en muchos de mis poemas. La capacidad de ver donde otros no ven, de abismarme en el fuego oscuro, de trascender la opacidad. La metafísica de la luz. Ahí se encuentra, a mi juicio, la magia de la poesía, y quien a ella se consagra ha de convivir con fuego y apasionamiento a la vez que con incertidumbres, dudas, desasosiegos y búsquedas constantes. Ciegos y videntes desde la escasez y la plenitud. Vivir al ras una vida trascendida.

 

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Tiene razón Jordi Doce cuando dice que los poetas actuales olvidan la imaginación cuando hablan de poesía.

          Precisamente he leído hace poco en un ensayo sobre Gaston Bachelard que el filósofo francés, que tanta importancia concedió a la poesía, consideraba que los elementos de la naturaleza, tierra, agua, aire y fuego son las verdaderas hormonas de la imaginación.

 

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Me levanto, como siempre, al amanecer.  Hay dos grados, pero no siento el frío de ayer. El cielo está cubierto, aunque no parece que vaya a llover. En el este un carmín tiñe discretamente las nubes plomizas y algunos rayos de luz amarilla tratan de filtrase entre los resquicios de las nubes nacaradas. De repente me siento exaltado, con una leve euforia aniñada y me vienen a la memoria estas palabras leídas en los diarios de Chirbes: “Después de las nevadas y los fríos de los últimos días hoy ha amanecido un domingo soleado, luminoso, casi demagógico de tan seductor…”  Con la salvedad de que hoy no es domingo sino jueves y el día es frío y lechoso. Es precisamente este anomalía (la impresión de estar viviendo en otra ciudad invernal distinta a la de Orihuela) la que me produce un asombro auroral, como el que sentiría la especie humana naciente ante las revelaciones de la naturaleza. Aquellos primeros hombres de mirada escrutadora, impactados y sorprendidos por la fuerza de lo cotidiano y sus oscuridades y esplendores, ávidos de lejanías; aquellos hombres para los que el mundo con todos sus peligros y maravillas era puro onirismo. Esa facultad repentina para asombrase uno, para dar rienda suelta a los sentidos de manera anárquica, diletante y repentina, sin ataduras racionales, esa capacidad para captar una rapsodia de impresiones e imágenes nuevas donde solo hay una gris recurrencia, quizá sea lo que llamamos poesía.

 

 

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Un ejemplo más de la terrible indiferencia que nos afecta, sobre todo a los ciudadanos de las grandes ciudades, ha sido la muerte la pasada madrugada del célebre fotógrafo René Robert congelado en las calles de París tras una caída. El artista suizo ha sido otra víctima de la anomia contemporánea. Con 84 años sufrió una caída que le hizo perder el conocimiento y permaneció nueve horas en la acera sin que nadie le prestara ayuda. Más de quinientos indigentes mueren cada año en las calle de Francia, pero nadie parece darle importancia a esta cifra porque se trata de outsiders, clochards a los que nadie quiere, pero la muerte por desamparo de René Robert ha conmovido al mundo porque se trataba de un artista mundialmente reconocido que retrató a las grandes estrellas del flamenco. Lo que ocurre es que los transeúntes que caminaban por la concurrida calle de París donde cayó Robert lo confundieron con sin techo y no llegaron a pensar que quien estaba tendido en la acera era un hombre célebre que había salido a dar su paseo nocturno habitual por su barrio parisiense, el de la Plaza de la República.

No se sabe si tropezó o le dio un mareo. Pero quedó tumbado en la acera, entre una tienda de vinos y una óptica. Paralizado y a la vista de los parisienses que volvían a sus casas a toda prisa de trabajar y de los paseantes. Nadie le prestó atención, nadie quiso involucrarse, no hubo ni siquiera un buen samaritano que lo asistiera. O sí.

A las seis de la madrugada alguien lo vio y llamó a los bomberos. Demasiado tarde. Habían pasado nueve horas desde la caída. Llegó la ambulancia. Cuando René Robert, ingresó en el hospital fue imposible reanimarlo. La causa de la muerte: una “hipotermia severa”, según los bomberos. Es decir, murió de frío. La moraleja de lo ocurrido (si es que se podemos sacar alguna): es que fue un sin techo del barrio el buen samaritano, uno de esos hombres en los que nadie se fija. Él avisó a emergencias cuando encontró el cuerpo del fotógrafo.

 

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Tal como esperaba, amanece el sábado lluvioso y menos frío. A las nueve el termómetro marca nueve grados centígrados y ha dejado de llover, si bien el cielo sigue plomizo. Por la pasarela veo caminar a un hombre encogido de frío. De repente me ha venido un recuerdo que había olvidado por completo. Tendría yo unos cinco o seis años y estaba haciendo primero o segundo de EGB en el desaparecido colegio San José de Calasanz de las Monserratinas. Era por la tarde, una tarde lluviosa y nos daba clase doña Amparo, una maestra benevolente de gafas grandes con lentes gruesas, pelo corto y rostro pecoso. No sé si vivirá todavía porque hará por lo menos dos años que no la veo por la calle. Siempre que me veía me saludaba con cariño y a veces me preguntaba por mi madre y por mis hijos. El caso es que en mi recuerdo yo estoy embobado ante uno de los libros de texto mirando un dibujo de un paisaje nevado. Hay un puente y por él pasa una pareja, un hombre y una mujer cogidos del brazo, bien abrigados. Fantaseo con la pareja, dónde vivirán, a qué se dedicarán, si tendrán hijos, si serán felices, y al mismo tiempo siento una punzada muy adentro al sentir que yo estoy en el mundo y soy un intruso, y en ese adentro lloro de miedo, de soledad, de incertidumbre. No sé quién soy yo y qué se espera realmente de mí. Me atrae y sosiega la inclemencia de la ilustración del libro, pero a la vez me inquieta la intemperie de la realidad que estoy viviendo en los albores de mi vida.

Recuerdo la importancia de posar la mirada en el libro y el gesto (probablemente imaginado ahora mientras recuerdo) de desconcierto al vivir momentáneamente en dos niveles de realidad: el del dibujo y el del aula en la que me encuentro. La profesora me descubre absorto sin hacer caso a sus explicaciones y me frota la cabeza y me dice algo así como que le preste atención a ella y no al libro. Son unas palabras cariñosas, o al menos yo así lo recuerdo, sin embargo, casi me hacen llorar o gritar de espanto porque es como si la maestra me hubiera devuelto a la vulnerabilidad al arrancarme de mis ensoñaciones.

          Esta mañana ese recuerdo regresa y es como una herida que se abre levemente dejando escapar un hilillo de sangre. Siento aflorar como un grito en mi interior, un grito mudo pero angustioso, un grito de supervivencia (no de derrota) que reprimo, que silencio. Solo estas palabras que escribo dejarán constancia de este instante pasajero, del dolor y la angustia de sobrevivirme.  Vuelve a llover.

 

 

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Estoy de acuerdo con los poetas que claman contra el exceso de vates domingueros escribiendo como churros, el abuso de la autoedición y el excedente de cupo de tecno-poetas vocingleros, así como la abundancia de antologías que a menudo son tontologías como la que elaboró Gerardo Diego, pero ninguno de estos poetas exigentes hace autocrítica, ninguno se cuestiona a sí mismo; todos se sienten tocados por la excelencia y se creen imprescindibles. Los mediocres o simplemente poetastros son los otros, nunca ellos. Yo he admitido en muchas ocasiones que sigue asaltándome el síndrome del impostor y que a veces siento que formo parte de esa churrería poética que tanto detesto.

 

 

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¿Qué es lo que queda de aquella fascinación juvenil que ejerció en mí el surrealismo? Poco, pero lo suficiente. Nada de la atracción por lo esotérico de aquel grupo de neorrománticos burgueses, de sus juegos y travesuras inanes, de sus ingenuidades patológicas, del gusto por el misterio y lo maravilloso que devino en un onirismo Kitsch, ni tampoco de los dogmas cuasi religiosos custodiados por el papa Breton, ni de la obsesión grupal de quienes defendían un individualismo a ultranza. Pero todavía me sigue atrayendo el interés del surrealismo por la flânerie y los sueños, sus investigaciones acerca del proceso de alquimia poética de la imagen y el poder de la imaginación para cantar la realidad superándola. Y, sobre todo, la concepción de la poesía como un poder emancipador que puede transformar el mundo. La poesía como acto de rebeldía supremo, como la gran convulsión que no es solo patrimonio de los poetas, sino de todos aquellos que saben entregarse a ella.

 

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Me gustaría poder decir como María Zambrano en su ensayo sobre “Filosofía y poesía” que soy un poeta que no busca sino que encuentra, es decir que funda iluminado por una ambición profética y que mis hallazgos serán recordados y cantados por la tribu. Pero, aunque me pese, mi creación poética es fruto más que de la inspiración (o llámenle como gusten al estado de gracia que te permite estar a la altura que marca Zambrano) de la insistente búsqueda poética, de la maceración, la reflexión y el crecimiento personal a base de esfuerzo. No hay hallazgos en mi poesía. Me temo que me he extraviado una y otra vez sin encontrar la ansiada iluminación poética, pero no podría nunca renunciar al hecho de la búsqueda poética en sí misma. Lo peor, y eso es lo que me hace ser pesimista respecto a al futuro de la poesía, es que los poetas jóvenes (y no tan jóvenes), salvo excepciones, ni buscan ni encuentran. Creen que la poesía es pura urgencia emocional y solo les obsesiona producir y publicar.

 

 

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La escritura poética es pesadilla y conjuro.

 

 

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Llevo días acordándome de mi padre, sobre todo de su voz y de su lenguaje, y concretamente me vienen a la mente de manera insistente dos palabras que él utilizaba muy a menudo y que a mí me llevó tiempo saber de dónde provenían, aunque entendiera su significado: surrusco y enfliscar. Resulta paradójico que siendo mi padre un hombre relativamente culto que sabía hablar bien en público y a tenor de sus cartas utilizaba un lenguaje rico y una sintaxis bien elaborada, empleara valencianismos que le venían por parte de su madre (mi abuela Josefina que era natural de Valencia) y asimilara el habla de Orihuela en su extremo murciano: esto último podría ser influencia de “la chacha”, pues esta entrañable mujer a la que yo quería como una tía-abuela, como era costumbre de la época, era mucho más que la sirvienta, y ejercía de segunda madre de los nueve hijos que tuvieron mis abuelos paternos. De hecho, vivía en la misma casa con ellos como un miembro más de la familia.

          Yo sabía que mi padre quería decir viento frío que molesta cuando decía surrusco, pero hasta que me lo explicó el catedrático José Guillén cuando yo tendría unos veintitrés años, no supe que esta palabra es típica del habla de la Vega Baja y también se dice en Murcia. Me costó aún más saber de dónde provenía enfliscar. Mi padre utilizaba este vocablo cuando accidentalmente se ensuciaba la ropa comiendo o algo frágil, como un huevo, por ejemplo, se caía aplastándose (o esclafándose, como se dice en Orihuela) en el suelo. Me he enfliscado, esto está enfliscado, etcétera. Llegué a pensar que esta palabra provenía de enviscar: untar con liga u otra sustancia pegajosa las ramas de los árboles para cazar pájaros. Y tendría sentido, porque además esta práctica de caza era habitual en la vega Baja. Hasta la llegada de Internet no supe que enfliscar es un localismo murciano que significa ensuciarse: literalmente: cubrirse de mierda.

 

 

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Hacia las dos de la tarde el cielo ha cobrado un asombroso color anaranjado, entre el oro y el mostaza. La atmósfera de la Tierra parecía la de Marte, en consonancia con los tiempos distópicos que estamos viviendo. La invasión de Ucrania ha reforzado el temor al apocalipsis y la idea de que la Historia se desliza aceleradamente hacia el vacío. Pero esta luz sobrenatural no está causada por ningún cataclismo, sino por un fenómeno poco frecuente, pero no insólito: una gran carga de polvo en suspensión procedente del Sahara. Pese a conocer la causa, en casa estábamos todos fascinados reunidos en el balcón contemplando el fenómeno.

          Durante la siesta me ha confortado el resplandor que se filtraba por los resquicios de la persiana formando carbúnculos de luz. Al levantarme el color anaranjado no había perdido intensidad y poco después se ha ido oscureciendo el cielo hasta alcanzar una tonalidad verde-gris, y poco después un gris pizarra.

          A las siete y media he salido un rato y me he adentrado en el casco antiguo, desolado, oscuro, triste. Me he dado un pequeño homenaje haciendo una visita al Horno del Obispo donde he comprado varios dulces. Sensación de irrealidad propia de algunos de mis sueños.

          Cuando llegaba a casa he pensado en el concepto de idiorritmia del escritor francés Jacques La Carriére, y eso es lo que yo necesito ahora mismo: recuperar mi ritmo propio, volver a encauzar mi vida para que siga fluyendo como hace unos meses, antes de sentirme extraviado. Esa fluencia es el fruto de la conjunción entre la anachoresis y la mundanidad.

 

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Incluso en las obras menores o menos célebres de los grandes poetas se encuentran grandes tesoros. Hace unos días me dio por leer el Romancero gitano, y posteriormente Poema del cante jondo, del que apenas recordaba nada, pues lo leí hace muchos años en un viejo volumen de la biblioteca de mi padre. No son los dos libros que prefiero de la producción poética lorquiana, pero en esta ocasión he disfrutado de la prodigiosa simbología y la música hipnótica del poeta granadino, tan presente en estos dos libros que había leído con prejuicios. Entre los muchos versos que podría destacar me han fascinado sobremanera estos tres de “Paisaje”, perteneciente a Poema del cante jondo:

Los olivos

están cargados

de gritos.

Una muestra de la magia sintética y polisémica de la poesía. Tres versos que contienen todo un universo interpretativo. Con una imagen visionaria, Lorca nos habla de las aves que se refugian en un olivo y que gritan cantan o ululan, pero también esos gritos, y teniendo en cuenta el carácter sombrío del poema, podrían representar la inminencia de un desastre, la angustia de los jornaleros, los desclasados, los desdichados que pueblan el paisaje andaluz de 1921. Con qué maestría García Lorca recubre de misterio la cotidianeidad, ese universo de belleza y monstruosidad.

 

 

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Lo que más angustia al ser humano en nuestro llamado Antropoceno es la inminencia de un futuro, que por muchas predicciones que se aventuren siempre será incierto, además de la angustia de sentir que el presente es ya pasado y futuro posible que no termina de llegar. Creo que urge la necesidad, y la buena poesía lo logra, de retener el instante, de disfrutar el presente y sus posibilidades sin olvidar el pasado sin idealizarlo instalándonos en la nostalgia. Tampoco hay que proyectar el pasado en el futuro ni hacer que nuestra idea de lo que ha de venir parta de nuestros miedos. No se trata de negar el pasado ni de desentendernos del futuro para cultivar el presente, sino de asumir la temporalidad y reconciliarnos con ella.

 

 

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Me dice Sonia que le maravilló que en los años cincuenta Neruda escribiera una oda a una planta tan prosaica como la cebolla y que antes, en 1939, Miguel Hernández también escribiera uno de sus poemas más conocidos y estremecedores con la cebolla como protagonista. Yo añado otro ejemplo: antes (aunque no sabemos la fecha cierta de la composición), César Vallejo, en el soneto “Intensidad y altura”, incluido en el libro Poemas humanos, riza el rizo de lo prosaico con estos dos versos en los que aparece el verbo encebollar en el soneto “Intensidad y altura” incluido en Poemas humanos:

                Quiero escribir, pero me siento puma;

             Quiero laurearme, pero me encebollo.

Solo a Vallejo le perdonamos una palabra semejante en un poema tan bello. Él tiene la magia de dotar de belleza a la expresión más fea y pedestre.

Y después de hablar con Sonia pienso: casi todos los alimentos tubérculos, de raíz bulbosa o bulbos tienen nombres feos o cuando menos grotescos. Creo que muy pocos hay que suenen poéticos.

 

 

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Me entero con unas semanas de retraso que se ha fotografiado un grandioso agujero negro en el centro de nuestra galaxia llamado Sagitario A. Tenemos un monstruo en casa que la va devorando poco a poco, es decir si el agujero negro sigue avanzando podría llegar a engullir la galaxia entera convirtiéndola en un terrible pozo oscuro. Quizá no haya que esperar a que el sol se extinga y sea este monstruoso fenómeno el que acabe con nosotros devolviéndonos a la nada.

          La gran pregunta que nos generan los agujeros negros (y por eso nos resultan tan misteriosos, pues su inimaginable existencia tiene que ver mucho con la metafísica y solo podríamos entender su funcionamiento interior a nivel cuántico) es adónde va a parar la materia que engullen. Hay teorías que dicen que podrían ser puertas a otros universos, o universos en sí mismos; y otros astrofísicos piensan que las galaxias irán siendo tragadas poco a poco por gigantescos agujeros negros hasta que el universo mismo se contraiga recuperando la antigua idea del universo cíclico. Esto negaría la existencia de la nada absoluta, pues siempre habría un universo primordial, aunque fuera increíblemente contraído y denso, lo cual fortalecería la famosa locución latina ex nihilo nihil fit. Hay científicos que hablan de estas cosas recurriendo al lenguaje poético, que en estos casos es muy socorrido; dicen que los agujeros negros de un universo anterior han dejado “cicatrices” en nuestro fondo cósmico de microondas.

          En lo relativo a lo que había antes del Big Bang, los agujeros negros y otros enigmas cósmicos, me siento absolutamente desorientado e incluso aterrado. Me ocurre lo mismo (desde que era un niño he meditado sobre estas inefabilidades) que con el concepto de nada (¿Cómo imaginarla, cómo crear alguna analogía que nos sirva de referencia, cómo describirla?) y de ese deus absconditus que tanta gente adora de manera intuitiva y en muchos casos temerosa. De la misma manera que pienso habitualmente de dónde surgió la materia que dio origen a ese minúsculo átomo densísimo que provocó la gran explosión universal, me pregunto de dónde surgió Dios, el cual se supone que creó esa materia inconcebible. Ya sé que son grandes preguntas existenciales que nos hemos hecho todos, pero en mi caso estos interrogantes me atormentan con frecuencia. Lo que me angustia realmente es que nunca lograré el sueño de conocer las respuestas (si es que existen respuestas), pero, por otra parte, es probable que me horrorizara saberlo todo. Porque muchas maravillas e incógnitas del universo están más cerca del infierno que del cielo.

 

 

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Resulta cuando menos chocante la animadversión de Hans Magnus Enzensberger respecto a la poesía de Paul Celan y que, sin embargo, admire profundamente a César Vallejo y en especial Trilce. Yo siempre he visto analogías entre la poesía de Vallejo (sobre todo algunos poemas de los Heraldos negros, Trilce e incluso Poemas humanos) con la obra celaniana. Quizá el rechazo y la admiración que el autor alemán siente por uno y otro se deba al compromiso político del segundo más explícito, lo cual no quiere decir que no exista en la poesía del rumano. Pero el compromiso con el lenguaje de Celan es el mismo que manifiesta el poeta peruano a partir de Trilce, y creo que ambos están mucho más hermanados de lo que puede creer un lector poco atento. En el caso de Enzensberger, tal miopía se deba a que este no conoció idiomáticamente la poesía de Vallejo y solo entendió superficialmente a Celan.

 

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Lo inefable no solo es cosa de personas religiosas, aunque haya sido monopolizado por esa entidad monoteísta a la que llamamos Dios. Creo que también es patrimonio de los creadores, y especialmente de los poetas, por eso no pocos encaramos el sentido de lo inefable y lo trascendente desde una visión agnóstica, (incluso atea) o cuando menos laica.

 

 

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Hay algo que siempre me ha fascinado tanto como agobios me ha causado, y es el proceso de ajuste de miradas que supone el amor y que no siempre se consigue. Por mucho amor que uno sienta por su pareja (también ocurre con los hijos, los padres, los buenos amigos y cualquier otra persona a la que queramos sin que haya deseo erótico) cree estar siguiendo un camino paralelo al de la persona querida. La supuesta simultaneidad, rara vez sucede. Unas veces uno no está a la altura del amor del otro o viceversa. Recuerdo estas palabras de Lacan: “Nunca me miras donde yo te veo”. Necesitamos que quien nos quiere nos vea y nos mire en profundidad y sea uno con nosotros, pero esta plenitud simultánea pocas veces ocurre. Hay algo que nos aparta, que nos impide la comunión amorosa absoluta, salvo en momentos ocasionales. Ese quizá sea el drama del amor y el origen de muchos conflictos de celos. Uno puede sentir en el ser querido una sublime compañía y a la vez un insalvable abismo. No es posible una fusión absoluta, solo en momentos de fugacidad, de explosiva felicidad pasajera. Debemos entender, pues, que lo bueno es que así sea, aunque nos cueste aceptarlo. Debemos asumir que el amor implica distancias e incertidumbres y así es como mejor funciona una relación: desde la paciencia y la capacidad de querer al otro sin obtener lo que realmente deseamos, o no todo. Como dicen estos versos de Clara Janés: “En el amor primero, / siempre la esperanza”. En un amor curtido sabemos que no siempre se cumplen las esperanzas. Bien mirado, si existiera una simultaneidad permanente y todos los deseos de uno hacia el otro se cumplieran, cualquier relación amorosa sería un desastre, pues el amor se convertiría (como a veces ocurre) en un acto de posesión y no de libertad. No hay nada más que ver cómo acaban las parejas que se exigen la imposible sincronización.

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Ha crecido una telaraña entre dos barrotes de forja de la barandilla del balcón. No veo a la araña, pero al hacer vibrar la tela esta aparece inmediatamente descolgándose de un fino pero resistente hilo de seda. De la boca a la boca: la araña teje con su saliva una tela de muerte. Los incautos insectos que quedan atrapados en ella servirán de alimento a la tejedora. Leí hace poco, creo que fue en un texto de la poeta Chantal Maillard, que las arañas reabsorben las telarañas viejas y que con sus nutrientes elaboran seda nueva.

 

 

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Creo que la poesía está afectada de pornografía y no hablo exactamente de un exceso de erotismo grueso (que también), sino de la tendencia del poeta a expresarlo todo, a mostrarlo todo, a confesarlo todo. Esta manía exhibicionista del poeta acompañada de una falta de fervor y de un chato descreimiento está apartado a la poesía del enigma reduciendo su capacidad polisémica y excepcional. Soy consciente del terreno movedizo que transita esta reflexión y me expongo a que quien me lea piense que hago apología del hermetismo y que trato es de encriptar la poesía. O que soy un atrasado que aún cree en verdades absolutas y en certezas trascendentes y ando enredado en metafísicas especulativas. Algún lector avezado podría responderme con este verso tan célebre de Juan Ramón Jiménez de Animal de fondo: “la transparencia, Dios, la transparencia” con el que poeta de Moguer solo anhelaba la luz de su dios deseado y deseante, que no es un dios inconcebible e inalcanzable, sino que se manifiesta a través de la naturaleza de manera omnipresente y omnisciente, siendo a la vez la materia y la esencia, lo objetivo y lo subjetivo, lo interior y exterior.

Nada que ver, pues, “la luminaria del clariver” juanramoniano con la transparencia que ahora esgrimen los poetas, cual políticos en campaña electoral, para demostrar que van de honrados, en su ejercicio de estriptis, que no hacen trampas al lector, que dicen la verdad sin ambages retóricos. Se refiere Juan Ramón a lo que sube de lo hondo y se muestra como iniciación hacia el origen de un mundo singular. A la transparencia se llega desde la experiencia diversa y paradójica del pensamiento y la percepción sensorial, desde lo eterno y lo inmanente

De acuerdo, entonces, que la poesía ve, pero ese acto de mirar, que es tanto un acto de inmersión y expansión más allá de las limitaciones que impone nuestra percepción visual, no es un monólogo, sino una polifonía. Se trata de una mirada abarcadora y transformadora  (no una huida de la realidad),  de una inmersión en lo que consideramos lo  real verdadero, una apertura íntima a los límites de la conciencia que nos permite un acceso fugaz a lo más hondo de lo que llamamos identidad. Cierto que la experiencia vital demuestra la imposibilidad de aprehender el mundo, pero la poesía nos acerca lo más posible a aquello que no podemos abarcar ensanchando nuestra autoconsciencia y afirmando que lo volitivo puede ser tan esclarecedor como lo racional.  Pero los poetas en gran mayoría se han sumido en una suerte de rutina contemplativa y ya no entran con audacia en su interior, ni se asombran de lo que sucede en el mundo exterior; se han convertido en burócratas narcisistas de la percepción, en notarios exhaustivos y literales de la existencia del sujeto y de la sociedad.  El lenguaje poético ya no es una lengua dentro de otra lengua, como dijo Valéry; ya no es un acto subversivo que nos permite ver y nombrar la realidad de una manera diferente y que, por tanto, exige iniciación. Creo que esta devaluación de lo poético coincide con la decisión del hombre contemporáneo de alejarse del mito, que es una forma de renunciar al enigma. La uniformidad global y el culto a la utilidad han provocado la destrucción del mito y por ende el empobrecimiento del tejido poético. El mito y la poesía crean la imagen del mundo, engrandecen nuestra conciencia e intensifican nuestro sistema perceptivo.

 

 

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Me estremece hasta casi el llanto este verso del poeta francés Jean-Michel Maulpoix: “El grito que profieres no despertará a nadie”.

 

 

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No creo que se pueda ser poeta si no se sabe mirar, si no se es capaz de asomarse al mundo observando desde el asombro no solo las cosas insólitas, sino las más cotidianas. Esa mirada poética nos deja absortos, pero no embobados, nos da lucidez al tiempo que nos permite soñar. La mirada del poeta vislumbra desde la perplejidad y la especularidad.

 

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Las plantas son los gourmets más sutiles: se alimentan de luz.

 

 

 

JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. (Orihuela, 1965). Poeta. Fue cofundador y codirector de la revista Empireuma. Sus primeras obras editadas fueron dos plaquetas: Anúteba, conjunto de poemas suyos y de Ada Soriano (Ediciones Empireuma, 1987), y Alimentando lluvias (Pliegos de Poesía del Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1997). En 2021 publicó Intemperie (ed. Sapere Aude, Oviedo). Otros poemarios suyos son Sin lugar seguro (Germanía, 2013), De exilio y moradas (Polibea, 2016), Perplejidades y certezas (Ars poética, 2017) y Espacio transitorio (Huerga & Fierro, 2018).  Ha sido incluido en varias antologías: entre ellas, en La escritura plural. Antología actual de poesía española (Ars Poetica, 2019). Ha colaborado con ensayos, artículos, cuentos y poemas en revistas nacionales e internacionales. Podéis leer una muestra de su poética y de su poesía en este mismo blog.

 

 REVISTA ÁGORA-PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO/ septiembre 2022/ textos magistrales

 

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