UNA FIRMA EN LA FERIA DEL LIBRO
El pasado fin de semana anduvo un
servidor por la capi. Bajo un aire frío de sierra, con lluvia
intermitente, los madrileños copaban el Paseo de Coches del Parque
del Buen Retiro, donde se instalaron las casetas de la Feria del
Libro.
Los vecinos de Madrid merecen una loa,
y, porque la merecen, la voy a hacer, ahora que nadie puede acusarme
de adulación para publicitar mi libro. Madrileños lo son tanto los
que han nacido o residen en Madrid como lo que están de paso por
esta ciudad, "rompeolas de todas las Españas". No conozco
una metrópolis más cosmopolita -perdonen mi ignorancia de los
idiomas, pero no puedo comparar Madrid con Berlín o Nueva York,
porque nunca he estado en esas urbes modernas. Madrid retiene una
cualidad de barrio en cualquiera de sus calles; todo Madrid es como
el Trastévere (ese barrio aparte, vecinal, dentro de la bulliciosa
Roma), pero con la diferencia de que Madrid todo es un barrio aparte
dentro de Madrid: lo cual no deja de ser paradójico y hasta
imposible, si no fuera cierto que, en esa Villa no hay apenas Corte
ni separación entre lo oficial y lo cotidiano. A pesar de su título
de Corte (el título lo tiene para presumir en un chotis), Madrid es
la antítesis de la Corte; Madrid es pueblo en todas sus
manifestaciones. Lo notas cuando te dejas llevar a la Plaza Mayor, a
una terraza de la Castellana; cuando zozobras en las cuestas de
Lavapiés o te paras en la Plaza de Bilbao y entras en la umbría del
Café Comercial donde se sentaba el poeta para escribir versos como
estos: "Caminante, no hay camino / se hace camino al andar".
Sentado ante una mesa de uno de los cafés literarios de Madrid, el
Comercial o el Gijón, uno puede distanciarse, un momento, de sus
asuntos y sentir pasar la vida como un cuento chino, que hasta tiene
gracia no entender su complicación.
Sábado por la tarde: firmaba a las
siete y media en la caseta 222. Este piernas tuvo que acelerar Alcalá
arriba después de apurar su meditación tántrica y la siesta en el
café del paseo de Recoletos. Manuel Vicent, desde una mesa vecina,
me había dado permiso para marcharme a mis obligaciones de escritor.
Llegué en dos saltos a mi puesto de caza dispuesto a firmar mi libro
a algún incauto.
Lo que hace sentir las alas de la
vocación. "Nada es tan necesario al hombre como un par de alas
abiertas en el capítulo primero de la carne", dijo Blas de
Otero, y me repetía yo todavía cuando ya era llegada la hora de la
suerte o la muerte, la hora de ser César o nada, la hora del éxito
o el fracaso; es decir, la hora de mi primera firma.
Porque esa primera es la que se tuerce
y se hace esperar. Ya se sabe que, después de esa primera, vienen
bandadas de estorninos deseosos de que le firmes tu libro. Tratas de
no espantar al primer comprador, ni de parecerle indiferente cuando
se acerca a tu puesto de caza; finges dialogar con el que manosea
tus poemas sin decidirse; les desbrozas tus secretos de forma animada
y como quien no da importancia al momento trascendental que está a
punto de suceder: tu primera firma.
Transcurridos unos segundos te lanzas
a elogiar tu obra, ya sin pudores. Defender un libro tuyo ante un
posible comprador requiere talento, tanto como el que se precisaba
para defender cien tesis heréticas ante los maestros de la Facultad
de Teología de la Sorbona.
"Una vez conseguida la primera
firma, todo va sobre ruedas": se suele decir. Ya. Pero si no hay
prensa, televisión o paparazzi que la inmortalice, de qué vale la
hazaña.
Mi editor, finalmente, me dio un
consejo para la próxima Feria: "házte consejero de tu
Comunidad, publica un libro de renglones cortos o versos, como tu
paisano Pedro Alberto Cruz, y convoca a toda la prensa, radio y
televisión de Murcia para que te escolten cuando vengas a firmar,
pero a los periodistas no les pagues ni mucho ni poco, que te
arruinan". "¡Que les pague Luis de Vargas!, pensé yo.
Fulgencio Martínez
Profesor de Filosofía y escritor
cansado
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