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martes, 7 de mayo de 2013

LA ROSA. Un relato de M. García Viñó. Ágora/ Relatos

                                                  LA ROSA

                                           Por M. García Viñó



La niña pasaba cada mañana camino del colegio y veía al jardinero afanado en su tarea. Cuando el ruido de los pasos de la niña le llegaba, él volvía la cabeza y la miraba. Ella también le miraba, pero ninguno de los dos decía nada. La niña tenía trece años y, desde hacía seis meses, vivía en aquel barrio, cuyas casas estaban casi todas rodeadas de jardín.
Había muchos jardines en el barrio, extenso y alejado del centro comercial de la ciudad, y sin duda también había muchos jardineros. Pero ningún jardín era como aquél y, seguramente, tampoco ningún jardinero se parecía a éste que cada mañana, cuando sonaban sus pasos, volvía la cabeza y la miraba.
La diferencia de este jardín con los demás estribaba en el hecho de que, en él, el colorido de las flores prevalecía sobre el verde de los arbustos y los árboles, con ser aquéllos espesos y éstos bastante corpulentos. Pero las flores eran muy grandes, de un tamaño tres o cuatro veces superior al normal en cada especie, y su color era intenso y brillante, de forma que atraía la mirada y afectaba el sentido de la vista de una manera absorbente, eclipsando el conjunto uniformado por el matiz imperante en el reino vegetal. También el jardinero era diferente. La impresión que daba a la niña era la de no ser un operario a sueldo, como tantos que recorrían cada semana varias docenas de hotelitos, podando, regando, sembrando, dando consejos y acarreando tierra o abonos, llevando de acá para allá trasplantes o semillas. Éste se comportaba como si fuese dueño del vergel que cuidaba, o un botánico a la busca de ejemplares raros y sorprendentes.Además, ocupaba siempre el mismo lugar, manteniendo idéntica postura, excepto cuando miraba a la niña.
Cuando llegó a vivir allí, la niña ya sabía por su madre y por algunas amigas que, un día ya no lejano, dejaría se ser súbitamente una niña y se convertiría en una mujer. Lo que nadie le anunció y le produjo sorpresa fue que, cuando el presentimiento, durante algún tiempo alertado en un tirón hacia fuera de los rosados botones de sus pechos, cuajó en calidez, en humedad, en calor entre sus muslos, todo empezó a ser distinto a su alrededor. El milagro se produjo en la soledad silenciosa de la noche y, por la mañana, notó que al aire era más denso y los perfiles de las cosas parecían ofrecerse como signos de una escritura descifrable. Esta mañana, cuando el jardinero, al oír sus pasos, volvió la cabeza hacia ella, la niña se detuvo y le dirigió una sonrisa.
El hombre se irguió del todo y soltó la azada, y la azada, al caer sobre la tierra húmeda, produjo, en el silencio inaugural, un trueno redondo, de largo y sibilante eco. La niña también dejó caer sus libros, dio un paso y apoyó las manos, cada una en una lanza, en la verja. Acentuó la sonrisa, porque un oleaje de estremecida dicha ascendía por la piel de su vientre y sus caderas, de su pecho y su garganta, y por los labios entreabiertos.

  - Tiene usted flores preciosas - dijo.

El hombre movió la cabeza como negando, pero no como negando la afirmación de la niña: su gesto expresaba asombro; parecía como si encontrara increíble que la niña, por fin, dijera aquello. La niña así lo entendió y lamentó haber pasado tantos días de largo, sin decir nada.


- Ven -dijo el hombre, ven a verlas.

Con la mano tendida, avanzó hacia la cancela, situada a un extremo de la verja, al ras del seto de la casa colindante. Y hacia allá, tras una breve indecisión, avanzó también la niña. Llegaron a la vez al lugar del encuentro. Sus miradas ya estaban unidas y ahora se unieron también sus manos.

En este instante, sólo en este instante al cabo de tanto tiempo, reparaba la niña en que el hombre vestía túnica, una túnica gris, ceñida a la cintura por una faja de esparto, de la que colgaban argollas para llevar las herramientas; y que era bastante mayor de lo que siempre creyó: casi un anciano, aunque fornido y esbelto.

  - Ven -repitió el jardinero.

Sin soltarle la mano, la condujo hacia el centro del jardín, hasta un lugar desde el cual no era posible ver las demás casas, ni la calle, ni la verja. Y la niña, aunque lo que quería era admirar las flores, no podía tener conciencia sino del calor y la suavidad del tacto de la del hombre, de su lento y cadencioso caminar, del abisal silencio.

  - Mira -­ señalando.
  - Mira.
  - Mira.

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¿Cuántas veces lo dijo? Era como una orden que ella no pudo obedecer hasta que él la soltó y, empujándola suavemente por la espalda, la hizo acercarse hasta el borde de un parterre en forma de estrella de cinco puntas.

  - Éstas no son las mejores –dijo el hombre y, por primera vez, su voz no sonaba neutra. Vibraba en su tono un orgullo infantil que la niña encontró penoso y le hizo sentir lástima del jardinero. Sin reflexión, se dijo que aquel día también debería haber pasado de largo.

Pero estaba allí, la mirada fija en las flores: las rosas más grandes, más brillantes, más vivas que había contemplado nunca. Las había blancas, amarillas, rosas, rojas y… Y más rojas aún, de un rojo intensísimo, acardenalado, un color que no había visto con anterioridad a aquella noche, cuando resbaló espeso y caliente por sus muslos.

La niña sintió vergüenza, como si hubiese expresado en voz alta sus pensamientos; como si, de pronto, se hubiese quedado desnuda ante el desconocido con cuya mirada no se atrevía a enfrentarse; como si no fuesen aquellas flores anómalas, enormes, vivas, carnosas, repulsivas, sino el estallido de su feminidad, lo que manchase los bordes del parterre.

No se atrevía a moverse. Permaneció inmóvil largo rato, hasta que el hombre, tomándola de nuevo de la malo, haló de ella, conduciéndola hacia detrás de la casa.

  -En el invernadero –dijo- es donde están las mejores… Las mejores y la mejor, porque todavía es una sola.

De nuevo un balido infantil en el tono tristemente orgulloso. De nuevo el blando y silencioso caminar, el cálido y suave tacto, el planetario silencio, llenando la conciencia de la niña.

  -Entra.

Para empujar la puerta, la soltó, y entonces pudo ella reparar en el invernadero de cúpula puntiaguda, inmenso como una catedral de vidrio entre las copas de los árboles.

Fuera, había contrastes de sombra y luz, perfiles netos, variedad de colores. Dentro, todo se apelmazaba uniforme, sin matices ni vibraciones. Desde fuera, no había podido ver nada del interior del espacio acristalado. Desde dentro, veía las nubes, los árboles, las plantas, las flores, los setos, el sendero por donde caminara hacía un instante, pero bajo el aspecto terrorífico de ser su propia negación, su molde inverso. Cielo opaco, tierra maldita, escupiendo hacia sus ojos espantados la viscosa amarillez de su humor y su aliento cadavérico.

Evocó la niña el firmamento diáfano y azul de aquella lejanísima mañana de aire perfumado y denso, sus libros derramados en la acera; evocó el mantel a cuadros de la cocina de su madre, el tazón de leche del desayuno; el último vestido que había estrenado y sus muñecas colocadas sobre el techo del ropero… Pensó, creyó oír las risas de sus compañeras de clase, el zumbido de la cuerda del saltador, la voz de la maestra… Pensó y reconstruyó su vida toda, a partir de una caída del columpio en el parque infantil de una ciudad remota, deteniéndose en acontecimientos insignificantes, hacía tiempo olvidados; experi- mentando, al revivirlos, al sentirlos tan cercanos, una infinita nostalgia. 

La atenazaba el miedo a no volver a ver, a no volver a vivir nada de aquello; la atenazaba y le impedía ver que el jardinero le hacía señas. Hasta que el tacto de la mano de él, de nuevo asida a la suya, disipó su obnubilación, aunque no su miedo.

  - Allí están las mejores, la mejor...

La hacía avanzar hacia el fondo del invernadero, hacia la pared transparente tras de la cual podía verse, amarillo y difuso, un pequeño cementerio. Tumbas sin cruz, pero con muchas flores sobre las losas de rugosa piedra.

Rosas más grandes aún, monstruosas, deformes, palpitantes como medusas, y que parecían exhalar un quejido con cada pálpito. Rosas más rojas que la más roja que había visto en el parterre en forma de estrella de cinco puntas, rodeando un tiesto de cristal translúcido, dentro del cual se contorsionaba una rosa aún mayor, más brillante, más carnosa, más viva, negra...

  - Es mi obra maestra. Necesita un cuidado exquisito y un exquisito alimento. No puedo fallar… Ni la menor distracción me está permitida… He de regarla de noche, cada hora, con sangre de…

Cuando la niña empezó a gritar enloquecida, el hombre rompió a reír, a reír por momentos más recia y convulsivamente. Y sólo dejó de hacerlo para impedir que su nueva víctima cayera al suelo.


Manuel García Viñó (Sevilla, 1928) es escritor, ha publicado novela, ensayos de crítica cultural y literaria, y poesía. Entre sus novelas: La pérdida del centro (1964), El puente de los siglos (1986); entre sus libros de poesía: Ruiseñores de fondo (1950, Rialp). Apuesta, en su creación novelística, por la novela metafísica, que expresa la inquietud de la existencia humana.
                             ÁGORA DIGITAL MAYO 2013                                           

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