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jueves, 2 de mayo de 2013

SOMBRAS EN EL CAMINO, nuevo libro de relatos de Venancio Iglesias, Biblioteca grammatica, cuaderno de crítica literaria /2

GUÍA NOVELADA DE LA AVENTURA DEL CAMINO



Sombras en el camino
Venancio Iglesias
CSED, 2012

Nueve relatos componen estas "Sombras en el camino", título también del último de ellos. La primera parte se abre con "Crisanto (Romance de ciego)", donde comparece la duda, la pregunta que cuestiona las analogías y semejanzas entre lo que es y lo que parece. "Soy como un marino que duda de los faros", dice el personaje, un camionero que ya no tiene seguridad en las "señales que indican lugares, direcciones, distancias". La urraca (como la corneja del Poema de Mio Cid) volando primero a derecha y luego a izquierda, pudiera parecer buena indicación. Pero ese mismo "pudiera parecer" le hace preguntarse a Crisanto: "¿vamos o venimos?" El tiempo del relato transcurre en la España de la posguerra: a su manera, un mundo de analogías estables en disolución, como el "otoño" de la Edad Media en que transcurre la peregrinación a Santiago del último relato del libro. El protagonista nada sospecha pero en el fondo convive con la sospecha y descubre finalmente la inestabilidad de todo, como si el autor del libro nos quisiera decir que el descubrimiento de la perplejidad y la desorientación puede ocurrirle al ser humano en cualquier época, incluso aunque cierre los ojos.

El segundo relato, "Balada de trompeta" (como el anterior, también con un protagonista-narrador; en este caso, un niño de un pueblo leonés y luego catedrático de instituto) es una historia de las experiencias de formación hasta llegar a la perplejidad, donde obsesivamente se desgrana el tema del desamparo humano y el amor (motivos apuntados en algunos personajes de "Crisanto"). El desamparo de un grupos de cómicos, la vejez, la conciencia del mal y de la imperfección, se enfrentan en el niño a una experiencia positiva: la música del enano Cosmín, el silencio que crea con su trompeta, algo que llena el alma como una caricia carnal, y promete la existencia de la belleza y del amor; una "promesa de felicidad", como Stendhal llamó a la belleza, emitida paradójicamente desde un ser que, para los ojos tópicos, representa la imperfección, la limitación de la fealdad. Esto le produce (y nos produce) perplejidad y el recurso al humor (un "don Juanín", no un don Juan, es ese Cosmín seductor de las bellezas). La evocación de unos versos del "Silbo de afirmación en la aldea", de Miguel Hernández ( "huerto, donde hallé la mejor vida ... en una venturosa geografía") funcionan para condensar el tiempo narrativo y presentar el contraste, en el protagonista, entre naturaleza y cultura: entre niñez y edad adulta, y entre lo que tuvo voluntad de ser, gana, y lo que tiene voluntad de apariencia y aun no se ha reunido con esa vocación de ser. Se trata de un conflicto de identidad en el ser humano, que todos -tarde o temprano- hemos de afrontar. Este relato tiene una doble lectura: una anecdótica, quizá autobiográfica, de mucha discontinuidad, ritmo más relajado y aparente azar narrativo, y otra más profunda, pues se instala en el presente de la obsesión del adulto atrapado por la perplejidad y el eterno retorno. De ser evocación -desde la infancia del narrador hasta el momento presente de la obsesión- el relato se abre a temas muy complejos que acompañarán ya el decurso del libro. Un clave, quizá: el bululú del teatrillo, que recuerda el niño, se convierte en metáfora del narrador múltiple, del narrador adulto. El río-tiempo que fluye en el centro de la ciudad, y León, la ciudad que siempre vivió con el joven y ahora con el adulto-narrador, se convierte en símbolo del tiempo circular, que enlaza ahora en un misma corriente (siempre presente) la naturaleza y la ciudad, el hogar materno y la cultura que el padre presenta al muchacho; la infancia y las siguientes edades de la vida del hombre, así como los puntos de vista del narrador: el suyo y personal, y el mundo ambiente de todo lo que ha visto: en definitiva, el bululú, que representa el yo y todos los personajes que ha visto, todos los personajes de una historia civil, es como ese tiempo real que parece no pasar en un presente insomne, y es, también, la escritura. El libro gira a una reflexión sobre la obra literaria, no sin antes apuntar un guiño de humor, de complicidad con el lector y recusación de toda pedantería: "in orujum veritas". En esto de enseñar, como en el amor y en casi todo, quien más o quien menos es un "sorche", en el mejor de los casos, dispuesto a aprender; la pedagogía hay que tomarla con un grano de sal. ¿Cómo la obra literaria actúa sobre la sensibilidad? ¿Cómo la belleza literaria nos hace una llamada al carpe diem: aprovecha la hora - aprovecha la hora porque el tiempo fluye, sí, ese otro tiempo que se nos vuelve extraño y al cual ya solo volveremos con nostalgia desde el tiempo-espejo que queda siempre con nosotros? ¿Y cómo, finalmente, esa llamada, a la sensibilidad y al gozo de lo corporal y fugitivo, es una incitación a hacer florecer tu alma, a alimentarla y cuidarla según su ritmo natural, el ritmo que lleva los mismos pasos de aquella madurez de los sentidos por la que empieza a metérsenos la literatura? Esta reflexión se cruza con la obsesión de Cosmín: el enano que hace reir exactamente de lo que no es risible, la tristeza que nos produce ese equívoco y, por otro lado, el don de su extraña disposición a la belleza. No quisiera espantar al lector si le digo que esté atento aquí a sus propias conclusiones, a partir de detectar en el relato esta meditación sobre el cuerpo, el sexo, los límites físicos y la cárcel material en que se manifiesta sin embargo la belleza en su esplendor.

Maravilla es el relato siguiente: "La xana del cenobio", fusión perfecta de ironía e ingenuidad de leyenda. Suspensión de la incredulidad a la vez que complicidad humorística. En el prologuillo se nos advierte que se va a cantar la verdad sobre el cuerpo, una misa nueva a la que ha de estar atento el lector. El ritmo simbólico, litúrgico, del relato: las referencias al camino de Santiago, el nombre de doña Clara, la bella novicia protagonista; el numero siete de las monjas benedictinas, el rito de bañarse siete veces y de rezar sietes oraciones antes de acudir al pecado... al encuentro con el amor carnal; el silencio más absoluto de la noche, como un salteador de caminos, el sastre melgueru... todo eso no hace que olvidemos, al final, el aire de duda de la leyenda, la perplejidad ante la interpretación de los sucesos. ¿Y si el bello final que imaginamos fuera imposible, como lo es en este mundo el triunfo del amor, y tuviera razón la interpretación diabólica?

Siempre, a pesar todo, nos quedará El Amor en la calle de Ordoño II. Este relato nos resulta especialmente querido. Nos presenta al mismo personaje del bien, encarnado en el nombre y persona de su protagonista: Agapitón. Y las parejas entrañables de los amigos Silvano y Agapito (o Agapitón), que representan la dualidad naturaleza-cultura, y de sus respectivas mujeres: Asún (monflorita, hombruna por naturaleza y tan femenina, amada y aceptada por su marido Silvano) y Adelina (que aparenta parálisis para ser cuidada por su buen esposo, el que ya conocemos como el bueno de Agapito). Nos encontramos ya de pleno en ese tiempo real que no pasa nunca, pero ahora (a diferencia de "Balada de trompeta") presentado de forma positiva: la misma calle leonesa de Ortoño II, en cuyo paseo se encontraron por primera vez los cuatro amigos; la misma respuesta de Silvano, tras la muerte de su esposa: "soy viudo desde ayer" repite el desconsolado, que aunque pasen los años dice verdad verdadera, frente a lo insustancial de la pregunta curiosa: ¿desde cuándo es usted viudo?, hecha desde otra medida del tiempo. El tiempo detenido, el tiempo del sentir recuerda el verso de Vallejo: hay golpes en la vida tan fuertes... y, claro está que a Garcilaso.

El relato "La corona" tiene un aroma de leyenda medieval milagrosa, que da explicación del nombre de un lugar de culto. Su tema es la oración soñada, aunque su argumento trata del robo de la corona de la Virgen de la ermita de Tejeda de doña Urraca. La historia parece como un remanso en la tensión de la inquisición que realizan otras narraciones del libro. Con la voz del animal de esta fábula, la urraca; la oración soñada nos dice que las ideas verdaderas son las que nos hacen tener esperanza, nos tranquilizan y nos quitan el miedo. En definitiva, la perplejidad. Comparecen, asimismo, otros símbolos naturales, como el símbolo del tejo, el árbol celta (protagonista simbólico en otro magistral relato de Venancio Iglesias - "El árbol de don Deogracias"- incluido en su anterior libro Esperando a Susana). No dejará de sorprender el diálogo entre "Zaratustra" -reencarnación del personaje de Nietzsche; alusión al eterno retorno- y el "dendrita" (monje ermitaño morador de aquel árbol del tejo, del que solo baja para decir los oficios en la cercana ermita de Tejeda de doña Urraca), que recuerda al ermitaño en el bosque, del que Zaratustra-Nietzsche dice que aun no sabe que Dios ha muerto. Ese encuentro se resuelve en el sentido del respeto a la paz del sueño. (El noli tangere de la esperanza, de la fe soñada, frente al despertar de la duda y la perplejidad; como ocurre en el relato de Unamuno San Manuel bueno, mártir. Obsérvese, sin embargo, el otro Unamuno conflictivo, para poder seguir las intenciones últimas del relato, que cuestionan toda su apariencia de calma). Curiosamente, en este relato, que tiene un final casi irónico, la acción no se resuelve sino por la intervención de la pajarita, la urraca, que repone la corona robada por los ladrones. Todos los personajes, incluido el dendrita, doblado en predicador y custodio del orden aldeano, siguen actúando igual, después de ese suceso; como si no hubiera ocurrido nada.

Aquella resignación de vida soñada da un giro en el siguiente relato: "Pajarín" o pajarita, nombra ahora a la protagonista, como si ahora se tratara de avanzar. Este relato versa sobre la orfandad y la maternidad. Rosario, que encuentra al fin la maternidad, dice a Pajarín: "volverás a volar y no en sueños"

Y llegamos "Al agua sombría". Bajo el auspicio de unos versos de don Antonio Machado, se cuenta el relato de la inocencia amenazada de un niño en el contexto de una guerra civil. El relato se dobla en relato y reflexión: relato desde los ojos del niño, meditación sobre la narración como nostalgia del desnudo (de la inocencia y del paraíso o jardín perdido, aunque en una nota del libro se advierta que posiblemente "paraíso" signifique no lo que nosotros entendemos por un jardín doméstico, sino algo más próximo a bosque y selva con animales y senderos no hollados). "Todas las narraciones no son otra cosa que nostalgia del desnudo, y toda la literatura no otra cosa que ensayos del viento otoñal" se dice en el frontis del relato. Una función de deconstrucción, como dijo Jacques Derrida, es todo lo que puede hacer la literatura; y no es poco. La "yegua azul", "salvapraos"; el abuelo escondido en "el estaribel", durante el asalto de los milicianos al hogar del niño protagonista; el pueblo de Canseco convertido en llamas; la misma dedicatoria del relato "a Adriano de Paz"; y la sentencia que dice el abuelo: "el mal que las personas llevan es su infierno". Son imágenes que lleva de un lado a otro el viento otoñal en este honda historia de reconciliación no exenta del dolor de la melancolía, por lo que fue una vez destruido y por lo que siempre podrá de nuevo destruirse.

"Apócrifos del peregrino", el siguiente relato, es, en fondo, un tratado monográfico de la melancolía. Destila a fondo el dolor que deja, ya no solo el bien perdido o la presencia constante del mal sin cura, sino, más aún, el bien nunca alcanzado: todo el amor posible no realizado nunca. El paradigma de ese amor "imposible" y melancólico, por esa condición de bien posible nunca realizado, es la historia de amor entre Jesús y María Magdalena. Myriam, María de Magdala, "la torre desde la que veía el mar", como la llama en el relato Jesús. Bajo ese paradigma del amor perdido se extiende la melancolía humana de lo sido, el perro de la melancolía que nos acompaña desde lo pasado. Así se entenderá que este relato aúna la nostalgia del amor de varios personajes, siempre sobre la huella de ese paradigma, que de forma magistral se trae, como en carne y hueso, primero, a las calles de una ciudad actual, de León, y luego, al camino de los peregrinos de hoy mismo. Es Jesús de Nazaret quien vuelve al mundo atraído por la nostalgia de ese amor perdido, y lo encuentra como en sueños en María Magdalena, la camarera de un "búrguer", para quien, también, como en sueños, aquel pobre es Jesús. Pero, ¿vuelve solo por esa nostalgia? En el fondo, el paradigma de Jesús y María de Magdala es el paradigma de la melancolia que hay en el amor entre dios y el hombre, la nostalgia y una cierta mezcla de melancolía e impotencia por parte de dios de no haber realizado ese amor salvando a su hijo. Nos queda de nuevo, tras la vuelta de Jesús, el valor de la caridad renovada, el cuidado del amor y del alma, ese "vaso frágil," y de cualquier manera desamparado y arrojado al tiempo destructor y a la muerte, y, antes, para más inri, a ese río de la vejez que dolió a Séneca y a Quevedo. Pero, nos queda también, como en "La corona", con el personaje de Zaratustra, el acierto literario del personaje del relato ("apócrifo", guiño contra el que lo tomara al pie de la letra) y la posibilidad de reencarnaciones de un símbolo del bien y la confianza en el ser humano, gracias a la literatura. Si acaso, también, nos quedan vagos signos de confianza: la catedral, "corpus lingüístico", cuya lengua petrificada habla el lenguaje de las nubes y los pájaros; pero también cobija a los cuervos; que muestra el silencio de la tumba y el silencio de la soledad sonora que le llevan a diario los pájaros y los niños. En ese "camino de Santiago" que recorre Jesús reencarnado, a él sólo le queda a salvo de la cruz de la melancolía la mirada pura, azul, de los niños y el azul del cielo de los gorriones. "No está todo perdido mientras haya niños y gorriones". Se anticipan los temas de confianza del último y capital relato.

"Sombras en el camino" se inicia con un tiempo de total amenaza; desde Muxía (allá en el extremo de Coruña, donde a pedra de abalar de la Virgen de la Barca; piedra, si antes barca en que llegó la Madre de Dios en una tormenta, hoy, por cierto, lugar de juntas de mozos y mozos, y no precisamente para arbitrio de asuntos de la Municipalidad) hasta en el noreste pirenaico, por todo el camino hay signos de destrucción que evocan en la imaginación aterrada los "novísimos" predecesores del Apocalipsis. "La gente huye desesperada cuando ve a un peregrino, con el mal a cuestas". Tocar o ver a un peregrino es contraer el temor. El misterio del Camino es, ante todo, el ser un camino solitario, y tener el valor de afrontar la perplejidad que causa estar en él tanto como alcanzar su meta. Pues el deseo con el que parte de su lugar cada peregrino -perplejo, ciego- es el de recobrar la vista y de volver de nuevo "aquí", a su lugar y vida propia. Salud y salvación del mal, tras encontrar una guía de luz; vita nuova y reencarnación. El camino simboliza la búsqueda de salud para volver al mundo verdadero, éste, donde Dios o el destino nos quiere; el simbolismo del Camino, de la unión del agua y la piedra, alude a la verdadera inmortalidad del alma, que no es la inmortalidad pagana, en otro mundo del más allá, de espíritus puros sin cuerpo; pero tampoco es, estrictamente, la católica; ¡vaya con el señor Santiago esotérico, y un pelín herético! En cualquier caso, el personaje -creemos- con el que se puede identificar más el lector de esta historia no es con Daniel, a quien le basta con sentir intelectualmente la perfección de los cielos, sino con Ferrand, el ciego enamorado, el único ciego que recobra la vista -un poco cómicamente al tropezar con el altar de piedra de la iglesia-catedral de Santiago, llevado por el ansia de volver a ver pronto a su amada Hermelinda con ojos reales. Porque el amor quiere que sintamos con otros ojos, que nos metamos en ellos y sintamos a través de ellos, y quiere el contacto más adentro en la espesura: encontrar, en fin, la vida, el cuerpo, la trama de la persona o las personas que hay detrás de la belleza de la analogía. Al amor humano no le basta con escuchar platónicamente la música con los ojos, ni le es suficiente practicar los sentidos intelectuales, como es propio de Daniel, quien siempre se parecerá al profeta del Pórtico de la Gloria del maestro Mateo, pero a quien Dios no ha llamado a su seno. ¿Es blasfemo pensar que Dios quiere que le amemos con el mismo amor carnal que ponemos en nuestros amores? El "triunfo del amor" de Ferrand- Hermelinda ¿nos compensará de tanta melancolía? La clave que da el autor, para responder a esto, se encuentra en que la llegada a Santiago y la entrada en la catedral supone, para Ferrand, recuperar la vista, pero "desde ahora tendrá que buscar con la mirada las referencias necesarias para encontrarse en el mundo. Mañana, al amanecer, emprenderá el camino de vuelta buscando en cada brillo de las gotas de rocío los ojos grandes de doña Hermelinda".


Fulgencio Martínez, 23 de septiembre 2012
reedición del comentario: 2 de mayo de 2013. AGORA DIGITAL MAYO 2013