GUÍA NOVELADA DE LA AVENTURA DEL CAMINO
Sombras en el camino
Venancio Iglesias
Venancio Iglesias
CSED, 2012
Nueve
relatos componen estas "Sombras en el camino", título
también del último de ellos. La primera parte se abre con "Crisanto
(Romance de ciego)",
donde comparece la duda, la pregunta que cuestiona las analogías y
semejanzas entre lo que es y lo que parece. "Soy como un marino
que duda de los faros", dice el personaje, un camionero que ya
no tiene seguridad en las "señales que indican lugares,
direcciones, distancias". La urraca (como la corneja del Poema
de Mio Cid) volando primero a derecha y luego a izquierda, pudiera
parecer buena indicación. Pero ese mismo "pudiera parecer"
le hace preguntarse a Crisanto: "¿vamos o venimos?" El
tiempo del relato transcurre en la España de la posguerra: a su
manera, un mundo de analogías estables en disolución, como el
"otoño" de la Edad Media en que transcurre la
peregrinación a Santiago del último relato del libro. El
protagonista nada sospecha pero en el fondo convive con la sospecha y
descubre finalmente la inestabilidad de todo, como si el autor del
libro nos quisiera decir que el descubrimiento de la perplejidad y
la desorientación puede ocurrirle al ser humano en cualquier época,
incluso aunque cierre los ojos.
El
segundo relato, "Balada
de trompeta"
(como el anterior, también con un protagonista-narrador; en este
caso, un niño de un pueblo leonés y luego catedrático de
instituto) es una historia de las experiencias de formación hasta
llegar a la perplejidad, donde obsesivamente se desgrana el tema del
desamparo humano y el amor (motivos apuntados en algunos personajes
de "Crisanto"). El desamparo de un grupos de cómicos, la
vejez, la conciencia del mal y de la imperfección, se enfrentan en
el niño a una experiencia positiva: la música del enano Cosmín, el
silencio que crea con su trompeta, algo que llena el alma como una
caricia carnal, y promete la existencia de la belleza y del amor;
una "promesa de felicidad", como Stendhal
llamó a la belleza, emitida paradójicamente desde un ser que, para
los ojos tópicos, representa la imperfección, la limitación de la
fealdad. Esto le produce (y nos produce) perplejidad y el recurso al
humor (un "don Juanín", no un don Juan, es ese Cosmín
seductor de las bellezas). La evocación de unos versos del "Silbo
de afirmación en la aldea", de Miguel
Hernández ( "huerto,
donde hallé la mejor vida ... en una venturosa geografía")
funcionan para condensar el tiempo narrativo y presentar el
contraste, en el protagonista, entre naturaleza y cultura: entre
niñez y edad adulta, y entre lo que tuvo voluntad
de ser, gana, y lo
que tiene voluntad de apariencia y aun no se ha reunido con esa
vocación de ser.
Se trata de un conflicto de identidad en el ser humano, que todos
-tarde o temprano- hemos de afrontar. Este relato tiene una doble
lectura: una anecdótica, quizá autobiográfica, de mucha
discontinuidad, ritmo más relajado y aparente azar narrativo, y otra
más profunda, pues se instala en el presente de la obsesión del
adulto atrapado por la perplejidad y el eterno retorno. De ser
evocación -desde la infancia del narrador hasta el momento presente
de la obsesión- el relato se abre a temas muy complejos que
acompañarán ya el decurso del libro. Un clave, quizá: el bululú
del teatrillo, que recuerda el niño, se convierte en metáfora del
narrador múltiple, del narrador adulto. El río-tiempo que fluye en
el centro de la ciudad, y León, la ciudad que siempre vivió con el
joven y ahora con el adulto-narrador, se convierte en símbolo del
tiempo circular, que enlaza ahora en un misma corriente (siempre
presente) la naturaleza y la ciudad, el hogar materno y la cultura
que el padre presenta al muchacho; la infancia y las siguientes
edades de la vida del hombre, así como los puntos de vista del
narrador: el suyo y personal, y el mundo ambiente de todo lo que ha
visto: en definitiva, el bululú, que representa el yo y todos los
personajes que ha visto, todos los personajes de una historia civil,
es como ese tiempo real que parece no pasar en un presente insomne, y
es, también, la escritura. El libro gira a una reflexión sobre la
obra literaria, no sin antes apuntar un guiño de humor, de
complicidad con el lector y recusación de toda pedantería: "in
orujum veritas".
En esto de enseñar, como en el amor y en casi todo, quien más o
quien menos es un "sorche", en el mejor de los casos,
dispuesto a aprender; la pedagogía hay que tomarla con un grano de
sal. ¿Cómo la obra literaria actúa sobre la sensibilidad? ¿Cómo
la belleza literaria nos hace una llamada al carpe
diem: aprovecha la
hora - aprovecha la hora porque el tiempo fluye, sí, ese otro tiempo
que se nos vuelve extraño y al cual ya solo volveremos con nostalgia
desde el tiempo-espejo que queda siempre con nosotros? ¿Y cómo,
finalmente, esa llamada, a la sensibilidad y al gozo de lo corporal y
fugitivo, es una incitación a hacer florecer tu alma, a alimentarla
y cuidarla según su ritmo natural, el ritmo que lleva los mismos
pasos de aquella madurez de los sentidos por la que empieza a
metérsenos la literatura? Esta reflexión se cruza con la obsesión
de Cosmín: el enano que hace reir exactamente de lo que no es
risible, la tristeza que nos produce ese equívoco y, por otro lado,
el don de su extraña disposición a la belleza. No quisiera espantar
al lector si le digo que esté atento aquí a sus propias
conclusiones, a partir de detectar en el relato esta meditación
sobre el cuerpo, el sexo, los límites físicos y la cárcel material
en que se manifiesta sin embargo la belleza en su esplendor.
Maravilla
es el relato siguiente: "La xana del cenobio",
fusión perfecta de ironía e ingenuidad de leyenda. Suspensión de
la incredulidad a la vez que complicidad humorística. En el
prologuillo se nos advierte que se va a cantar la verdad sobre el
cuerpo, una misa nueva a la que ha de estar atento el lector. El
ritmo simbólico, litúrgico, del relato: las referencias al camino
de Santiago, el nombre de doña Clara, la bella novicia protagonista;
el numero siete de las monjas benedictinas, el rito de bañarse siete
veces y de rezar sietes oraciones antes de acudir al pecado... al
encuentro con el amor carnal; el silencio más absoluto de la
noche, como un salteador de caminos, el sastre melgueru...
todo eso no hace que olvidemos, al final, el aire de duda de la
leyenda, la perplejidad ante la interpretación de los sucesos. ¿Y
si el bello final que imaginamos fuera imposible, como lo es en este
mundo el triunfo del amor, y tuviera razón la interpretación
diabólica?
Siempre,
a pesar todo, nos quedará El Amor en la calle de Ordoño II.
Este relato nos resulta especialmente querido. Nos presenta al mismo
personaje del bien, encarnado en el nombre y persona de su
protagonista: Agapitón. Y las parejas entrañables de los amigos
Silvano y Agapito (o Agapitón), que representan la dualidad
naturaleza-cultura, y de sus respectivas mujeres: Asún (monflorita,
hombruna por naturaleza y tan femenina, amada y aceptada por su
marido Silvano) y Adelina (que aparenta parálisis para ser cuidada
por su buen esposo, el que ya conocemos como el bueno de Agapito).
Nos encontramos ya de pleno en ese tiempo real que no pasa nunca,
pero ahora (a diferencia de "Balada de trompeta")
presentado de forma positiva: la misma calle leonesa de Ortoño II,
en cuyo paseo se encontraron por primera vez los cuatro amigos; la
misma respuesta de Silvano, tras la muerte de su esposa: "soy
viudo desde ayer" repite el desconsolado, que aunque pasen los
años dice verdad verdadera, frente a lo insustancial de la pregunta
curiosa: ¿desde cuándo es usted viudo?, hecha desde otra medida del
tiempo. El tiempo detenido, el tiempo del sentir recuerda el verso de
Vallejo: hay golpes en la vida tan fuertes... y, claro está
que a Garcilaso.
El
relato "La corona" tiene un aroma de leyenda
medieval milagrosa, que da explicación del nombre de un lugar de
culto. Su tema es la oración soñada, aunque su argumento trata del
robo de la corona de la Virgen de la ermita de Tejeda de doña
Urraca. La historia parece como un remanso en la tensión de la
inquisición que realizan otras narraciones del libro. Con la voz del
animal de esta fábula, la urraca; la oración soñada nos dice que
las ideas verdaderas son las que nos hacen tener esperanza, nos
tranquilizan y nos quitan el miedo. En definitiva, la perplejidad.
Comparecen, asimismo, otros símbolos naturales, como el símbolo del
tejo, el árbol celta (protagonista simbólico en otro magistral
relato de Venancio Iglesias - "El árbol de don
Deogracias"- incluido en su anterior libro Esperando a
Susana). No
dejará de sorprender el diálogo entre "Zaratustra"
-reencarnación del personaje de Nietzsche; alusión al eterno
retorno- y el "dendrita" (monje ermitaño morador de aquel
árbol del tejo, del que solo baja para decir los oficios en la
cercana ermita de Tejeda de doña Urraca), que recuerda al ermitaño
en el bosque, del que Zaratustra-Nietzsche dice que aun no
sabe que Dios ha muerto. Ese encuentro se resuelve en el sentido del
respeto a la paz del sueño. (El noli tangere de la
esperanza, de la fe soñada, frente al despertar de la duda y la
perplejidad; como ocurre en el relato de Unamuno San Manuel bueno,
mártir. Obsérvese, sin embargo, el otro Unamuno conflictivo,
para poder seguir las intenciones últimas del relato, que cuestionan
toda su apariencia de calma). Curiosamente, en este relato, que tiene
un final casi irónico, la acción no se resuelve sino por la
intervención de la pajarita, la urraca, que repone la corona
robada por los ladrones. Todos los personajes, incluido el dendrita,
doblado en predicador y custodio del orden aldeano, siguen actúando
igual, después de ese suceso; como si no hubiera ocurrido nada.
Aquella
resignación de vida soñada da un giro en el siguiente relato:
"Pajarín" o pajarita, nombra ahora a la
protagonista, como si ahora se tratara de avanzar. Este relato versa
sobre la orfandad y la maternidad. Rosario, que encuentra al fin la
maternidad, dice a Pajarín: "volverás a volar y no en sueños"
Y
llegamos "Al agua sombría". Bajo el auspicio de
unos versos de don Antonio Machado, se cuenta el relato de la
inocencia amenazada de un niño en el contexto de una guerra civil.
El relato se dobla en relato y reflexión: relato desde los ojos del
niño, meditación sobre la narración como nostalgia del desnudo (de
la inocencia y del paraíso o jardín perdido, aunque en una nota del
libro se advierta que posiblemente "paraíso" signifique no
lo que nosotros entendemos por un jardín doméstico, sino algo más
próximo a bosque y selva con animales y senderos no hollados).
"Todas las narraciones no son otra cosa que nostalgia del
desnudo, y toda la literatura no otra cosa que ensayos del viento
otoñal" se dice en el frontis del relato. Una función de
deconstrucción, como dijo Jacques Derrida, es todo lo que puede
hacer la literatura; y no es poco. La "yegua azul",
"salvapraos"; el abuelo escondido en "el estaribel",
durante el asalto de los milicianos al hogar del niño protagonista;
el pueblo de Canseco convertido en llamas; la misma dedicatoria del
relato "a Adriano de Paz"; y la sentencia que dice el
abuelo: "el mal que las personas llevan es su infierno".
Son imágenes que lleva de un lado a otro el viento otoñal en este
honda historia de reconciliación no exenta del dolor de la
melancolía, por lo que fue una vez destruido y por lo que siempre
podrá de nuevo destruirse.
"Apócrifos
del peregrino", el siguiente relato, es, en fondo, un
tratado monográfico de la melancolía. Destila a fondo el dolor que
deja, ya no solo el bien perdido o la presencia constante del mal sin
cura, sino, más aún, el bien nunca alcanzado: todo el amor posible
no realizado nunca. El paradigma de ese amor "imposible" y
melancólico, por esa condición de bien posible nunca realizado, es
la historia de amor entre Jesús y María Magdalena.
Myriam, María de Magdala, "la torre desde la que veía el
mar", como la llama en el relato Jesús. Bajo ese paradigma del
amor perdido se extiende la melancolía humana de lo sido, el perro
de la melancolía que nos acompaña desde lo pasado. Así se
entenderá que este relato aúna la nostalgia del amor de varios
personajes, siempre sobre la huella de ese paradigma, que de forma
magistral se trae, como en carne y hueso, primero, a las calles de
una ciudad actual, de León, y luego, al camino de los peregrinos de
hoy mismo. Es Jesús de Nazaret quien vuelve al mundo atraído por la
nostalgia de ese amor perdido, y lo encuentra como en sueños en
María Magdalena, la camarera de un "búrguer", para quien,
también, como en sueños, aquel pobre es Jesús. Pero, ¿vuelve solo
por esa nostalgia? En el fondo, el paradigma de Jesús y María de
Magdala es el paradigma de la melancolia que hay en el amor entre
dios y el hombre, la nostalgia y una cierta mezcla de melancolía e
impotencia por parte de dios de no haber realizado ese amor salvando
a su hijo. Nos queda de nuevo, tras la vuelta de Jesús, el valor de
la caridad renovada, el cuidado del amor y del alma, ese "vaso
frágil," y de cualquier manera desamparado y arrojado al tiempo
destructor y a la muerte, y, antes, para más inri, a ese río
de la vejez que dolió a Séneca y a Quevedo. Pero, nos queda
también, como en "La corona", con el personaje de
Zaratustra, el acierto literario del personaje del relato
("apócrifo", guiño contra el que lo tomara al pie de la
letra) y la posibilidad de reencarnaciones de un símbolo del bien y
la confianza en el ser humano, gracias a la literatura. Si acaso,
también, nos quedan vagos signos de confianza: la catedral, "corpus
lingüístico", cuya lengua petrificada habla el lenguaje de las
nubes y los pájaros; pero también cobija a los cuervos; que muestra
el silencio de la tumba y el silencio de la soledad sonora que le
llevan a diario los pájaros y los niños. En ese "camino de
Santiago" que recorre Jesús reencarnado, a él sólo le queda a
salvo de la cruz de la melancolía la mirada pura, azul, de los niños
y el azul del cielo de los gorriones. "No está todo perdido
mientras haya niños y gorriones". Se anticipan los temas de
confianza del último y capital relato.
"Sombras
en el camino" se inicia con un tiempo de total amenaza;
desde Muxía (allá en el extremo de Coruña, donde a pedra de
abalar de la Virgen de la Barca; piedra, si antes barca en que
llegó la Madre de Dios en una tormenta, hoy, por cierto, lugar de
juntas de mozos y mozos, y no precisamente para arbitrio de asuntos
de la Municipalidad) hasta en el noreste pirenaico, por todo el
camino hay signos de destrucción que evocan en la imaginación
aterrada los "novísimos" predecesores del Apocalipsis.
"La gente huye desesperada cuando ve a un peregrino, con el
mal a cuestas". Tocar o ver a un peregrino es contraer el
temor. El misterio del Camino es, ante todo, el ser un camino
solitario, y tener el valor de afrontar la perplejidad que causa
estar en él tanto como alcanzar su meta. Pues el deseo con el que
parte de su lugar cada peregrino -perplejo, ciego- es el de recobrar
la vista y de volver de nuevo "aquí", a su lugar y vida
propia. Salud y salvación del mal, tras encontrar una guía de luz;
vita nuova y reencarnación. El camino simboliza la búsqueda
de salud para volver al mundo verdadero, éste, donde Dios o el
destino nos quiere; el simbolismo del Camino, de la unión del agua y
la piedra, alude a la verdadera inmortalidad del alma, que no es la
inmortalidad pagana, en otro mundo del más allá, de espíritus
puros sin cuerpo; pero tampoco es, estrictamente, la católica; ¡vaya
con el señor Santiago esotérico, y un pelín herético! En
cualquier caso, el personaje -creemos- con el que se puede
identificar más el lector de esta historia no es con Daniel, a quien
le basta con sentir intelectualmente la perfección de los cielos,
sino con Ferrand, el ciego enamorado, el único ciego que recobra la
vista -un poco cómicamente al tropezar con el altar de piedra de la
iglesia-catedral de Santiago, llevado por el ansia de volver a ver
pronto a su amada Hermelinda con ojos reales. Porque el amor quiere
que sintamos con otros ojos, que nos metamos en ellos y sintamos a
través de ellos, y quiere el contacto más adentro en la espesura:
encontrar, en fin, la vida, el cuerpo, la trama de la persona o las
personas que hay detrás de la belleza de la analogía. Al amor
humano no le basta con escuchar platónicamente la música con los
ojos, ni le es suficiente practicar los sentidos intelectuales, como
es propio de Daniel, quien siempre se parecerá al profeta del
Pórtico de la Gloria del maestro Mateo, pero a quien Dios no ha
llamado a su seno. ¿Es blasfemo pensar que Dios quiere que le amemos
con el mismo amor carnal que ponemos en nuestros amores? El "triunfo
del amor" de Ferrand- Hermelinda ¿nos compensará de tanta
melancolía? La clave que da el autor, para responder a esto, se
encuentra en que la llegada a Santiago y la entrada en la catedral
supone, para Ferrand, recuperar la vista, pero "desde ahora
tendrá que buscar con la mirada las referencias necesarias para
encontrarse en el mundo. Mañana, al amanecer, emprenderá el camino
de vuelta buscando en cada brillo de las gotas de rocío los ojos
grandes de doña Hermelinda".
Fulgencio Martínez, 23 de
septiembre 2012
reedición del comentario: 2 de mayo de 2013. AGORA DIGITAL MAYO 2013