LAS ÁGUILAS SERENAS
Alma Pagès
El ventanuco del desván chirría, quejumbroso. Hace demasiado tiempo que nadie lo ha abierto. Un tímido sol naciente incide sobre la trona, destacando el color rojo de la pintura. Griselda lo observa, un tanto desconcertada. Su recuerdo de aquella tarde está teñido de blanco: el de la mesa de la cocina, el del delantal de Tana y el de la papilla que está dando a Amanda, el de la trona en que está sentada su hermana, con un babero blanco salpicado de churretes. Como casi blanco era el queso manchego que ella estaba merendando, bien acompañado de dulce de membrillo. De pronto, empezaron los gritos. ¡El maquis! ¡El maquis! Tana dejó la cuchara en el plato, le limpió con el babero la boca a Amanda y volviéndose hacia ella la conminó: Griselda ¡no os mováis de aquí! Y salió escopetada. El griterío aumentó. Ahora eran voces de hombres, de mujeres y ladridos de perros. Con el instinto de sus seis años, Griselda ayudó a su hermana a bajar de la trona y a esconderse debajo de la mesa. Abrazadas, o más bien, fundidas en un solo cuerpo, las dos niñas escucharon el tumulto, las carreras, los juramentos, el ladrido de los perros, los disparos. Y el silencio. Un silencio que se extendió sobre el pueblo, apresándolo.
Entra en el dormitorio de sus padres y abre las cortinas. Por el amplio mirador de tres cuerpos se cuela la luz de noviembre acariciando la estancia. A lo lejos, el mar verdea en aparente calma, aunque ya con barruntos de temporal. Se acerca al tocador de su madre. Todo sigue como ella lo dejó. Griselda tropieza con la alfombra blanca. Allí se sentaban ella y su hermana, como dos gatitos, a contemplar las risas y las bromas de la joven madre mientras la doncellita le cepillaba con admiración la hermosa melena castaña. Vuelven a ella el frufrú de la seda, el perfume de jazmín, la suavidad de las pieles. Una atmósfera cálida, de sensualidad y bullicio, que desapareció, como ella, en el silencio.
En la habitación que compartió con su hermana aún se percibe un vago efluvio medicinal. Su padre marchó a Madrid dejándolas a ellas y la casa en manos de Tana. Aisladas, con una indefinible sensación de culpa, la enfermedad de Amanda se convirtió en el centro de sus vidas. Tana, por las noches, poniéndole a su hermana compresas en la frente, acunándola en sus brazos para quitarle el miedo. Por las mañanas el médico, vestido de negro, auscultando, recetando, dando instrucciones al ama.
La llegada de la señorita Ada, prima de Tana, las rescató, les devolvió la sensación de aceptación, de pertenencia. Amanda aprendió a leer y a respirar, a aceptar su enfermedad sin rendirse a ella. Para combatir sus terrores nocturnos, la señorita Ada la animó a dibujar. Desde entonces ha realizado miles y miles de dibujos que nunca termina, sin que su hermana aclare porqué. Griselda se examinó de bachillerato como alumna libre y su mayor satisfacción fue obtener matrícula de honor en matemáticas y en francés. Aún recuerda lo divertida que le pareció la propuesta de realizar un curso de contabilidad por correspondencia. Le encantan los números. Más tarde habría de agradecer la previsión de la señorita Ada, que no se limitaba a los libros. Consiguió una radio que instalaron en el estudio. Gracias a ella conocieron los conciertos, el teatro, e incluso las novelas que tanto le gustaban a Tana y que escuchaban todas juntas mientras tejían o dibujaban. Los domingos, aprovechando que el padre había abandonado también el automóvil, Anselmo, chófer y marido de Tana, las llevaba a la aldea de su mujer, situada hacia el interior pero en una zona más baja. Oían misa. Comían en casa de un hermano del ama. Siempre llevaban comida, aceite, café que dejaban allí junto con las prendas de abrigo que hubieran desechado en la casona. Se hablaba poco. De la pertinaz sequía y de las malas cosechas. A veces se recordaba a los muertos, que Dios tenga en su gloria. Otras, se hablaba de ausentes, de seres que no parecían estar ni con los vivos ni con los muertos. Con el tiempo se habló de los que emigraban a Europa y en voz baja, de los que se exiliaron a América. En verano, Anselmo las llevaba a la playa. A Amanda le gustaba nadar, se sentía libre, no se fatigaba. Aunque a veces contemplaba el mar en un silencio oscuro y cuando Griselda le preguntaba, ¿estás bien?, nunca respondía.
Al abrir la puerta del salón la sacudieron sentimientos encontrados. El reencuentro con su padre, tantos años después le resultó muy extraño. Él la miró detenidamente y con cierto temblor en la voz, dijo: Eres igual que la tía Leo. Griselda sabía de la fama de mujer fuerte de esa pariente desconocida y pensó que mejor así. Dejó que hablara él. Habría una fiesta en la casona, vendrían unos amigos con sus hijos. Le presentarían a un joven muy conveniente para ella. Sin novio a los veinte años iba camino de convertirse en una solterona y la familia necesitaba un heredero. Griselda observaba a su padre, su decadencia física, el desorden moral reflejado en sus facciones ajadas, su autoritarismo de alcohólico. Es un miserable, se dijo, pero no podrá con nosotras.
Recuerda la ilusión con que Tana le preparaba el vestido, en contraste con la cara seria de la señorita Ada. Fue ella quien le informó de las deudas de su padre: juego, jovencitas y amigotes. Griselda soportó con calma los preparativos, la cena. Cuando empezó la música, su supuesto pretendiente -ha olvidado su nombre-, la sacó a bailar. Y empezó la estrategia de seducción. Alabanzas a su belleza, miradas incendiarias, suaves caricias -las primeras caricias masculinas que ella recibía-, todo dentro de los límites de la decencia. Su cuerpo reaccionaba a un placer desconocido, agradable, pero la falsedad de la mirada y de las palabras la alertó. Terminó el baile, ella se retiró. Después de ayudarla a desvestirse, mientras le cepillaba a ella el cabello, Tana le ofrecía a Amanda una versión de la fiesta digna de un cuento de hadas, príncipe azul incluido. Ella aprovechó el sueño de su hermana para salir a la terraza. Desde allí escuchó ruidos, voces sofocadas. Intrigada, bajó al jardín, se acercó al cenador. Su cortejador, borracho, mantenía un brutal encuentro erótico con una de las criadas, también bastante bebida.
Regresó al dormitorio excitada y confusa. Recogió del suelo unos dibujos de su hermana poblados últimamente de bellísimas figuras humanas, de sexo equívoco, en actitudes delicadamente eróticas, mezcla de inocencia y perversidad de niña. Las contempló pensativa.
¿Vas a irte con él? En la voz de Amanda resonaba el miedo de la infancia.
Griselda se acercó a su cama, abrazó con fuerza a su hermana y le susurró: nadie nos separará.
El despacho fue la única habitación de la planta baja que no se reformó. Dominada por el retrato del abuelo indiano que construyó la casona, Griselda solo la había utilizado en dos ocasiones. La primera cuando, tras la muerte de su padre -días después de la de Franco-, se enfrentó al administrador. El hombre no podía imaginar que aquella muchacha de veintidós años hubiera sido capaz de revisar cuentas, hablar con el notario y los bancos, negociar el pago de las deudas paternas, salvando la propiedad de la casona. El pueblo, también sorprendido, murmuró.
Griselda se sienta en el sillón frailero, bajo el retrato del abuelo indiano. Al otro lado de la mesa hay otros dos sillones. En uno de ellos se sentó el párroco del pueblo, impresionado a su pesar por la mirada de aquel masón dominándole desde lo alto. Un tanto nervioso, intentaba explicar el motivo de su visita.
-En el pueblo se habla. Hablan de vosotras. Siempre juntas. Tu hermana, siempre enferma. Casi no se os ve por el pueblo. Ni por la iglesia. La gente habla, insistía el cura como quien expone un argumento imbatible.
A Griselda no dejaba de asombrarla que en medio de la incertidumbre política, la crisis de la minería, los asesinatos de ETA y de la extrema derecha, el pueblo se ocupara de ellas, pero, recordó las palabras de la señorita Ada: “Eres una mujer inteligente, fuerte y sensata, no tengas miedo a nada”. Así pues, con voz firmemente suave, pasó al contraataque. Ella era una mujer trabajadora, tenía que afrontar los gastos de la casa, los tratamientos de su hermana. También el crédito que tuvo que solicitar cuando el presupuesto para arreglar la techumbre de la iglesia parroquial casi se duplicó, aunque, dejó caer, el señor Obispo me ha dado ánimos. Dios provee a los caritativos, tuvo la amabilidad de decirme.
El sacerdote, tras meditar unos segundos, murmuró unos latines y se marchó.
Miranda escuchó atentamente el relato de su hermana. Luego se levantó a buscar un libro, lo abrió y leyó en voz alta:
Las águilas serenas
no serán nunca esquifes
no serán sueño o pájaro
no serán caja donde olvidar lo triste
Griselda nunca entendía los poemas que tanto gustaban a su hermana; sin embargo, se identificó con aquellos versos.
Como esperaba, los rumores cesaron. Tenía razón la señorita Ada, mandar, mandaban los mismos.
Reanudaron su vida. Amanda con sus altibajos de salud y sus dibujos inacabados, Griselda trabajaba duro, ascendía en la empresa. Tuvo varios pretendientes. Todos le prometían “tratarla como a una reina”, sin su hermana, claro. Se buscó un amante discreto con el que mantuvo una relación agradable que acabó con la muerte de él. En la casona murieron Tana y su marido, a los que cuidó con el mismo amor con que ellos las cuidaron. En cambio, solo pudieron asistir al entierro de la señorita Ada, muerta de un infarto. El cementerio de Montauban fue una fiesta tricolor, donde la despidieron arropadas por todos sus amigos, compañeros de lucha y exilio. Su hermana y ella eran afortunadas, habían recibido mucho amor. Además, la ciencia avanzaba y el médico les comunicó que ahora era posible transplantarle un corazón a Amanda. Se abrazaron, felices. Hicieron planes. Viajar, conocer las ciudades que siempre habían deseado.
Pero la vida nos sorprende. Al principio no dio importancia al cansancio, al malestar. Ella nunca enfermaba, tal vez exceso de trabajo. En una revisión rutinaria saltó la alarma y luego llegó el diagnóstico. Intentó ocultar a su hermana lo que sucedía. Desde pequeña había aceptado el hecho de que ella cuidaría de su hermana hasta el final. Y ahora... Un día, al volver del hospital, Amanda la esperaba. Abrazándola, le susurró al oído: recuerda que siempre estaremos juntas.
Griselda cierra la puerta de la casa y se dirige hacia el coche. Amanda, haciendo visera con una mano le señala con la otra algo en el cielo. Dos águilas, serenas, dueñas de su destino, planean en círculo hasta alcanzar una corriente de aire y elevarse con decisión. Las hermanas se abrazan. Suben al auto y se encaminan a la serpenteante carretera de la costa.
Las dos murieron en el accidente.
Alma Pagès es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, ha publicado, en poesía, los libros Un cuento oscuro (2017, Poetas de Cabra), Cuaderno de Aro/Trobar clus (2007) y Laetana/Poemas que olvidé escribir de joven (2011). Es autora de la novela A la manera de James (2012) y ha sido incluida en diversas antologías poéticas, como Donde no habite el olvido (Legados, 2011) y La escritura plural (Ars Poetica, Oviedo, 2019).
Relato publicado en el número 10 de Ágora-Papeles de Arte Gramático (otoño 2021) y recopilado en la selección impresa Anuario 2021 Ágora-Papeles de Arte Gramático. vol. 3. De Galdós a Blecher (Ed. Ars Poetica, Oviedo, 2021)
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