DIARIO POLÍTICO Y LITERARIO / 36
EL PODER DE LA PALABRA PARA
REGENERAR O REINICIAR LA DEMOCRACIA
Cuenta el escritor Gabriel García Márquez una anécdota
que le ocurrió a los doce años y que marcaría para siempre su
vocación, revelándole el poder de la palabra. “A mis doce años
de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor
cura que pasaba me salvó con un grito: “¡Cuidado!”. El ciclista
cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: “¿Ya vio
lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe.”
La reflexión del premio Nobel colombiano valora la vigencia de
ese poder que “nunca como hoy ha sido tan grande”.
Incluso en estos inicios del tercer milenio, y en nuestra sociedad de
la imagen y la tecnología, “nunca hubo en el mundo tantas
palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa
Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o
sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los
carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la
televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos…”, a
lo que añadiríamos, también: por las redes sociales, por los
mensajes ultrarrápidos de móvil, y en general, por la comunicación,
información y opinión publicada en Internet. Pues bien, el poder de
la palabra –escrita, pero también hablada- trasciende el medio, el
soporte o vehículo que emplea: hoy más que nunca puede decirse de
nuestra civilización aquello que escribió el poeta romántico
alemán, Friedrich Hölderlin: que “somos una conversación”.
Sin embargo, hoy también más que nunca, querido Gabo, se corre el
peligro de la trivialización. Si volvemos a releer la anécdota que
cuenta el escritor de Macondo repararemos en dos o tres requisitos
que se precisan para que sea efectivo el poder de la palabra: uno,
que la palabra tenga autoridad (la voz del señor cura avisa con un
grito fuerte de “cuidado” en el momento oportuno), autoridad
quiere decir potencia de alcance, oportunidad y carácter; dos,
que sea escuchada, o mejor: que tenga que ser escuchada porque ella
misma se abre su espacio de escucha: y tres, que sea posible
comprobar su resultado, sus consecuencias; y que pueda aprenderse
algo de ella. (“¿Ya vio…? Ese día lo supe.”).
En estos otros nuestros, se está poniendo de manifiesto, ante
tanto asunto de corrupción en la vida pública, un aspecto de
nuestra sociedad que nos da un mínima luz de esperanza: el poder de
la palabra aún no es el dominio de unos pocos sobre la mayoría
silenciosa; unos pocos que antaño hablaban en nombre de Dios, del
Estado o del poder económico, y que más tarde delegaron en la
ciencia y en los expertos su monopolio de la palabra, siempre
–claro-que estos últimos sirvieran a sus intereses.
No solo la prensa, sino en general la ciudadanía protagoniza ese
poder de la esperanza. Incluso aunque fuera solo la prensa, o solo la
prensa escrita, o para ser aun más exactos: solo unos pocos medios
de prensa escrita, esta y estos no existirían sin los lectores y los
ciudadanos que la siguen, pero que, casi a la vez, valoran, opinan,
hacen circular el poder de la palabra.
¿Regenerar o reiniciar el sistema? Pronto se tendrá que plantear
ese debate. Va siendo más que hora, en España, de que ese poder
democrático de la palabra se refleje en la administración –de
justicia, por ejemplo; fomentando una justicia popular, no hay que
temerle a este nombre-, en la toma de decisiones políticas –isagoría
era el nombre griego para este derecho de cada ciudadano al uso de la
palabra allí donde se tome una decisión: empecemos por los
ayuntamientos-. En fin, en nosotros está el hacer que el poder de la
palabra no se trivialice ni que, bajo apariencia democrática, quede
en manos de una oligarquía que lo usufructe en régimen de casi
monopolio. Simplemente, exijamos que la vida pública y política se
ponga al día y responda a las características de la sociedad del
siglo veintiuno.
Fulgencio Martínez
No hay comentarios:
Publicar un comentario