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martes, 12 de febrero de 2013



 DIARIO POLÍTICO Y LITERARIO / 36
EL PODER DE LA PALABRA PARA REGENERAR O REINICIAR LA DEMOCRACIA

Cuenta el escritor Gabriel García Márquez una anécdota que le ocurrió a los doce años y que marcaría para siempre su vocación, revelándole el poder de la palabra. “A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: “¡Cuidado!”. El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe.”

La reflexión del premio Nobel colombiano valora la vigencia de ese poder que “nunca como hoy ha sido tan grande”. Incluso en estos inicios del tercer milenio, y en nuestra sociedad de la imagen y la tecnología, “nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos…”, a lo que añadiríamos, también: por las redes sociales, por los mensajes ultrarrápidos de móvil, y en general, por la comunicación, información y opinión publicada en Internet. Pues bien, el poder de la palabra –escrita, pero también hablada- trasciende el medio, el soporte o vehículo que emplea: hoy más que nunca puede decirse de nuestra civilización aquello que escribió el poeta romántico alemán, Friedrich Hölderlin: que “somos una conversación”. Sin embargo, hoy también más que nunca, querido Gabo, se corre el peligro de la trivialización. Si volvemos a releer la anécdota que cuenta el escritor de Macondo repararemos en dos o tres requisitos que se precisan para que sea efectivo el poder de la palabra: uno, que la palabra tenga autoridad (la voz del señor cura avisa con un grito fuerte de “cuidado” en el momento oportuno), autoridad quiere decir potencia de alcance, oportunidad y carácter; dos, que sea escuchada, o mejor: que tenga que ser escuchada porque ella misma se abre su espacio de escucha: y tres, que sea posible comprobar su resultado, sus consecuencias; y que pueda aprenderse algo de ella. (“¿Ya vio…? Ese día lo supe.”).

En estos otros nuestros, se está poniendo de manifiesto, ante tanto asunto de corrupción en la vida pública, un aspecto de nuestra sociedad que nos da un mínima luz de esperanza: el poder de la palabra aún no es el dominio de unos pocos sobre la mayoría silenciosa; unos pocos que antaño hablaban en nombre de Dios, del Estado o del poder económico, y que más tarde delegaron en la ciencia y en los expertos su monopolio de la palabra, siempre –claro-que estos últimos sirvieran a sus intereses.

No solo la prensa, sino en general la ciudadanía protagoniza ese poder de la esperanza. Incluso aunque fuera solo la prensa, o solo la prensa escrita, o para ser aun más exactos: solo unos pocos medios de prensa escrita, esta y estos no existirían sin los lectores y los ciudadanos que la siguen, pero que, casi a la vez, valoran, opinan, hacen circular el poder de la palabra.
¿Regenerar o reiniciar el sistema? Pronto se tendrá que plantear ese debate. Va siendo más que hora, en España, de que ese poder democrático de la palabra se refleje en la administración –de justicia, por ejemplo; fomentando una justicia popular, no hay que temerle a este nombre-, en la toma de decisiones políticas –isagoría era el nombre griego para este derecho de cada ciudadano al uso de la palabra allí donde se tome una decisión: empecemos por los ayuntamientos-. En fin, en nosotros está el hacer que el poder de la palabra no se trivialice ni que, bajo apariencia democrática, quede en manos de una oligarquía que lo usufructe en régimen de casi monopolio. Simplemente, exijamos que la vida pública y política se ponga al día y responda a las características de la sociedad del siglo veintiuno.



                                                  Fulgencio Martínez

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