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miércoles, 8 de octubre de 2025

UN POEMA DE PEDRO SALINAS, «¡QUÉ DÍA SIN PECADO!», GABRIEL MIRÓ Y OTRAS HISTORIAS EN TORNO A "LA VOZ A TI DEBIDA". ENSAYO DE FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA / Ágora-Papeles de Arte Gramático N. 34. Nueva Col. Otoño 2025

 


                                      

                                                             La voz a ti debida. Poema, Madrid, Signo. Los Cuatro Vientos, 1933

 

 

UN POEMA DE PEDRO SALINAS, «¡QUÉ DÍA SIN PECADO!», GABRIEL MIRÓ Y OTRAS HISTORIAS EN TORNO A LA VOZ A TI DEBIDA

  

 

 Francisco Javier Díez de Revenga

 

 

Se suele afirmar que el poema inicial, el primero que se escribió, de La voz a ti debida de Pedro Salinas es «¡Qué día sin pecado!», aunque en el libro ocupa el lugar 18. Así lo afirman Enric Bou y Andrés Soria Olmedo en la nota 91 a las cartas de Salinas 1937-1942, en sus Obras completas, cuando señalan: «“Día sin pecado”, el poema 18 de La voz a ti debida». Y añaden «Poesía completa, págs. 275-276)». Están anotando una carta de 1938 de Salinas a Katherine Whitmore, en la que el poeta revela algunos detalles interesantes sobre este poema, sobre el lugar y el momento que lo inspiró y sobre la versión inglesa del mismo, que ya había realizado Eleanor L. Turnbull, la traductora norteamericana de Salinas, y había incluido en el volumen del poeta madrileño Lost Angel And Other Poems, publicado en Baltimore ese 1938.

«¡Qué día sin pecado!» fue escrito, o por lo menos planeado, posiblemente en el verano de 1932. Conocemos con exactitud las circunstancias en que se produjo el momento recordado en sus versos, porque mantienen y eternizan la intensidad del principio de un amor y el descubrimiento de la amada en un primer impulso cuando se produce el acaso, casi con seguridad, primer beso, todavía «sin pecado»:

      

     [18]


¡Qué día sin pecado!

La espuma, hora tras hora,

infatigablemente,

fue blanca, blanca, blanca.

Inocentes materias,

los cuerpos y las rocas

—desde cenit total

mediodía absoluto—

estaban

viviendo de la luz,

y por la luz y en ella.

Aún no se conocían

la conciencia y la sombra.

Se tendía la mano

a coger una piedra,

una nube, una flor,

un ala.

Y se las alcanzaba

a todas porque era

antes de las distancias.

El tiempo no tenía

sospechas de ser él.

Venía a nuestro lado,

sometido y elástico.

Para vivir despacio,

de prisa, le decíamos:

“Para”, o “Echa a correr”.

Para vivir, vivir

sin más, tú le decías:

“Vete.”

Y entonces nos dejaba

ingrávidos, flotantes

en el puro vivir

sin sucesión,

salvados de motivos,

de orígenes, de albas.

Ni volver la cabeza

ni mirar a lo lejos

aquel día supimos

tú y yo. No nos hacía

falta. Besarnos, sí.

Pero con unos labios

tan lejos de su causa,

que lo estrenaban todo,

beso, amor, al besarse,

sin tener que pedir

perdón a nadie, a nada.

 

Interesa recordar el texto de la carta de Salinas a Katherine Withmore, fechada muchos años después de escribirse el poema, en Wellesley el 3 de junio de 1938. Habían pasado ya casi seis años del encuentro que produjo el poema, y Gabriel Miró, que fue muy gran amigo de Salinas como vamos a recordar, hacía ya ocho años que había muerto inesperadamente el 27 de mayo de 1930. De ahí lo emotivo de lo que Salinas manifiesta a Katherine en este fragmento de la carta, tras comentar las palabras que Ángel Valbuena Prat había dedicado a La voz a ti debida  en la nueva edición de su Historia de la Literatura Española, al considerar el libro de Salinas «el gran poema del amor, la unidad completa del amor», lo que Salinas glosa señalando que «ocurra lo que ocurra, yo no podré ser en tu vida uno entre otros, sino algo un poco más, porque tú siempre estarás unida a mí por algo que no puede unirte a nadie más». 

 

Para expresarte mi gratitud se me ha ocurrido mandarte todo esto: la traducción inglesa del poema sobre tus trajes. La foto del Peñón de Ifach en Alicante, donde nació ese poema. Y una descripción de ese peñón de Gabriel Miró. Te ruego que lo guardes todo junto. Porque es como la historia externa de esa poesía. Ya sabes que la escribí recordando el traje de florecillas menudas que llevabas puesto: nos sentamos en un sendero del peñón cara al mar, te abracé y mis ojos, queriendo prenderse a algo exterior, que le recordase siempre ese momento, se fijaron en tu traje, en esa floración, al parecer insignificante, de uno de tantos trajes. Esa fue la semilla del poema, aunque no sabía ni supe en mucho tiempo que iba a escribirlo. Quedó en mi alma, sembrada, y un día floreció. Es esta una historia para los dos, y me divierte ilustrarla con la foto y la descripción de Miró.

 


Sabemos más sobre el poema. En el texto «La amada de Pedro Salinas», que figura en la edición de las Cartas a Katherine Whitmore, la profesora norteamericana afirma sobre ese año 1932: «Solo tuvimos dos breves encuentros antes de que yo volviera a Estados Unidos ese verano. Uno de ellos fue una tarde en la playa de Ifach ─un día precioso─, que inspiró uno de mis poemas favoritos: “¡Qué día sin pecado!”». Y más adelante asegura que ese poema, como otros que cita, «pertenecen claramente a nuestro amor naciente».

La gran revelación del amor en Salinas está justamente en función de su vitalismo. El amor queda íntimamente ligado a la vida, pero no en un sentido cotidiano, Más que de la vida, se trata del vivir. «Qué alegría vivir / sintiéndose vivido». Pues bien, esa vida es más intensa, ese vivir está transformado porque en él se conjuga la transfiguración del poeta por medio de la invención, de la imaginación de la amada. Vivir, como verbo, se convierte en transitivo. Se transforma en su propia esencia y pasa a constituirse en una acción capaz de transmitirse de amada a amado: «Rendirse / a la gran certidumbre, oscuramente, / de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, / me está viviendo». Por eso en «¡Qué día sin pecado!» la representación de la vida y del vivir es permanente en el momento en que se está produciendo en el encuentro evocado en el poema. Los amantes están viviendo la luz, están deseando vivir despacio, o vivir, vivir sin más, para finalmente quedar ingrávidos, flotantes en el puro vivir.

  Otro de los elementos fundamentales para eternizar el momento inicial del amor es la representación del tiempo. Primera mención: aquel día, en el que sucede el encuentro, frente al mar, representado también en su tiempo: la espuma, hora tras hora, y el día en su mismo centro: desde el cenit total mediodía absoluto. Montserrat Escartín en su edición de Cátedra de La voz a ti debida lo relaciona con Cántico de Jorge Guillén: «Parado en mediodía / Donde un ave carmesí, / Cenit de una primavera» o «Formas del mediodía, Qué universal» Y también lo podría relacionar con otro poema de Cántico: «Dije: Todo, completo. / ¡Las doce en el reloj!», aunque cita otros versos de Razón de amor: «las voces en la cima / del cántico, los altos /mediodías del alma». En efecto, la tensión de ese tiempo parado supone el enfrentamiento a la realidad circundante representado en el deseo de detener al tiempo, porque el tiempo no tenía sospechas de ser él. La realidad es el vivir despacio, el vivir sin más, salvados de motivos, de orígenes, de albas, antes de llegar a la última referencia temporal: aquel día… Es el tiempo que los amantes ansían y precisan, es el tiempo que les permitirá vivir su pasión sin límites: para vivir despacio, / deprisa, para vivir, vivir / sin más, hasta llegar al éxtasis y quedar ingrávidos, flotantes en el puro vivir.

Y también, en este «¡Que día sin pecado!», están los pronombres. Ya Jorge Guillén señaló su importancia en esta lírica de Salinas: «¿Los pronombres Yo, Tú son entes metafísicos? Estas condensaciones monosilábicas nos sitúan frente a los amantes en una profundidad de esencia que jamás abandona su existencia». Y surgirán los pronombres de «Para vivir no quiero»: «Sé que cuando te llame /entre todas las gentes / del mundo, / sólo tú serás tú. /… / Y vuelto ya al anónimo/ eterno del desnudo, / de la piedra, del mundo, / te diré: / “Yo te quiero, soy yo”». Aquí, en «¡Qué día sin pecado!», los pronombres representan la liberación, la salvación de los amantes, lejos de las sombras y de la conciencia (y también antes de las distancias), salvados, porque, aquel día, no volver la cabeza ni mirar a lo lejos supimos tú y yo.

Los besos constituyen reiterada insistencia en la poesía saliniana de La voz a ti debida. Forman parte de uno de los poemas más conocidos, «¡Si me llamaras, sí, / si me llamaras!», en el que configuran un final sensual y patético: «Nunca desde los labios que te beso, / nunca / desde la voz que te dice: “No te vayas”».

Pero, sobre todo, el beso es protagonista de uno de los poemas más encendidos del libro («Ayer te besé en los labios. / Te besé en los labios. Densos, / rojos») y en su carácter físico radica su autenticidad. Pero el poeta, ceñido al concepto quevedesco de que «lo fugitivo permanece y dura», sublima la realidad física del beso y lucha por la eternidad de lo momentáneo: «Hoy estoy besando un beso; / estoy sólo con mis labios. / Los pongo / no en tu boca, no, ya no / —¿adónde se me ha escapado?—/ Los pongo / en el beso que te di / ayer, en las bocas juntas / del beso que se besaron». 

Y el beso aparece también en el mundo alegre e inocente del poema «¡Qué día sin pecado!» mezclado entre las cosas bellas, ingrávidas, flotantes que constituyen el día sin mancha y sin remordimiento, ese día en que no hace falta nada sino el puro vivir: «Ni volver la cabeza / ni mirar a lo lejos / aquel día supimos / tú y yo. No hacía / falta. Besarnos, sí. / Pero con unos labios / tan lejos de su causa, que lo estrenaban todo, / beso, amor, al besarse, / sin tener que pedir / perdón a nadie, a nada». 

Hallamos también en este poema al poeta de la luz, ya que los amantes viven de, por y en la luz. La luz es la inocencia, sin pecado, de aquel día (no se conocían la conciencia y la sombra) aún (nueva referencia al tiempo); inocencia representada también en la espuma del mar: blanca, blanca, blanca. Inocentes: los cuerpos y las rocas. No hay pecado. y, como se concluye en el poema (interesante trasfondo religioso en el, a veces, tradicional Salinas) no hay que pedir perdón, a nadie, a nada, como termina el poema con rotundidad. Con el pecado comienza y con el perdón finaliza. Y una referencia más para situar el momento naciente del amor, como lo denomina Whitmore: los labios, al besar, lo estrenaban todo. Todo frente a nadie y a nada para cerrar este hermoso poema.

 

 
 
Peñón de Ifach (foto de 1937)


 

No se ha de terminar este comentario sin volver a Gabriel Miró, amigo de Salinas, al que el poeta madrileño dedicó paginas memorables y recuerdos muy emotivos. El de este poema es uno de ellos, sobre todo, cuando recomienda a Whitmore que guarde con el poema, la foto del peñón de Ifach y la traducción, un fragmento de Años y leguas, que le copia al final de la carta sobre El Ifach, sobre el peñón que vivió ese primer encuentro y ese primer beso de los amantes: 

El Ifach. Siguió subiendo el costado del monte. Bancales hasta tocar el hueso vivo del alto peñón de tormos abruptos por donde caían las sogas de los guardas, y más tarde, las sogas para descolgar los contrabandistas sus alijos. Bancales de huerto de aficionado, todavía de esquejes y mugrones, con algunos cactos, higueras y girasoles; riegos por arcaduces nuevecitos; aljibes y balsas de portland; casa flamante de los dueños con torres almenadas de cemento; camino recién obrado, con entono de carretera oficial, desarrollándose en triangulaciones prudentes. En cada revuelta un hervidero de mar hondo; calas de mar celeste, donde se mecen las pechugas de las barcas de Calpe, con las redes y nasas al sol, tendidas en los husos de los mástiles...

A lo último, la roca encendida muraba el cielo, y allí hay una puerta ferrada. Abrió un labrador con una llave vieja, de portón de trascorrales. Obscuridad de túnel.

¡Un túnel con puertas y todo! dice Bardells. ¡La obra ha costado miles y miles de duros!

Principia el verdadero Ifach, bronco, delirante y eterno de cara al mar libre. Madroñal, carrascas, pinares, toda la breña tendida, rebanada por la hoz del viento, toda verdeazul, crujiendo de infinito. Altitud firme de rocas tiernas, con estruendo vegetal y marino. Azules gloriosos. He aquí la vieja virginidad del mundo. 

 

Rocas tiernas, estruendo vegetal y marino, azules gloriosos, la vieja virginidad del mundo…. Es el escenario desde luego para «¡Qué día sin pecado!». Y no es de extrañar que Salinas volviera sobre Miró, por cuya convocatoria había participado en los jurados de los premios nacionales de Literatura del Ministerio de Instrucción Pública que organizaba Miró, y con quien había coincidido en los veranos alicantinos pocos años antes de la muerte del autor de Años y leguas. Juntos estuvieron en Elche en la iglesia de Santa María para ver el Misteri el 13 de agosto de 1927 y se hicieron la foto tantas veces reproducida en la puerta del templo. El miércoles 2 de agosto de 1928, según le comunicó a Juan Guerrero en una postal, acudió a Polop a visitar a Miró en la tierra que este había adquirido para descansar en la montaña alicantina. En mayo de 1930 muere Miró y las cartas de Salinas, a Gerardo Diego y a Jorge Guillén, contienen el dolor por la pérdida del amigo. Y cuando en 1936 escriba el prólogo al Libro de Sigüenza para la edición nacional que hicieron los amigos de Miró, lo evoca unido a su tierra, la tierra que había adquirido para descansar y para gozar unos pocos meses antes de su muerte:

Poco antes de morir Gabriel Miró compró un pedazo de tierra junto a Polop, en la Sierra de Aitana. Era un lienzo de terreno puesto en una ladera, con unos olivos y un almendro. Nada más. Miró engañaba, quería engañarnos asegurando que aquel terreno serviría para alzar en él una casa; que aquel terreno era, por consiguiente, un solar. Para mí este trozo de tierra que Gabriel Miró acariciaba con el pensamiento desde Madrid, se me representa siempre, con esa seguridad aclaratoria que tiene a veces lo anecdótico, como la clave de la actitud espiritual de Miró y de su arte literario; Miró, por vez primera, tenía tierra, poseía una tierra.

 

                        Gabriel Miró y Pedro Salinas ante la Iglesia de Santa María de Elche 

                                el 13 de agosto de 1927, cuando asistieron a una representación del Misteri.

 

Y dos últimas referencias, entre otras muchas, que revelan la obsesión de Salinas por su amigo inolvidable Gabriel Miró: a Margarita Bonmatí, desde Berkeley en julio de 1941: Salinas ha comprado frutas, naranjas, ciruelas, melocotones y escribe a su mujer: «Dicho sea de paso, los melocotones dan al cuarto un aroma vago, y delicioso. Y lo que son las cosas, me recuerdan al pobre Gabriel Miró». Y a Jorge Guillén, desde Baltimore el 28 de marzo de 1948: «¡Domingo de Pascua! Me acuerdo de mil cosas de España, claro; y entre ellas de Gabriel Miró»

Por todo ello, no puede sorprender que el 3 de junio de 1938 Salinas insistiera en vincular tan precioso poema como «¡Qué día sin pecado!» con Miró, a través de un texto en Años y leguas y una fotografía del peñón de Ifach.

 

 


Obras citadas

 

Miró, Gabriel, Años y leguas, Obras completas de Gabriel Miró, Madrid, Biblioteca Nueva, 1928.

Miró, Gabriel, Obras Completas de Gabriel Miró. Vol. VII. Libro de Sigüenza. Jornadas de este caballero levantino, prólogo por Pedro Salinas, Edición Conmemorativa emprendida por los «Amigos de Gabriel Miró», Barcelona, Tipografía Altés, 1936.

  Salinas, Pedro, La voz a ti debida. Poema, Madrid, Signo, Los Cuatro Vientos, 1933.

Salinas, Pedro, Lost Angel and Other Poems, translation by Eleanor L. Turnbull, Baltimore, The Johns Hopkins Press, 1938.

Salinas, Pedro, Poesías completas, prólogo de Jorge Guillén, Barcelona, Barral, 1971.

Salinas, Pedro, La voz a ti debida, Razón de amor, Largo lamento, edición de Montserrat Escartín Gual, Madrid, Cátedra, 1995.

Salinas, Pedro, Obras completas I. Poesía, Narrativa, Teatro, edición al cuidado de Enric Bou, edición, introducción y notas del Poesía completa de Montserrat Escartín Gual, edición, introducción y notas de Narrativa y Teatro de Enric Bou, Madrid, Cátedra, 2007.

Salinas, Pedro, Obras completas III. Epistolario, edición al cuidado de Enric Bou, edición, introducción y notas del Epistolario de Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, Madrid, Cátedra, 2007.

Valbuena Prat, Ángel, Historia de la Literatura Española, Barcelona, Gustavo Gili, 1937.

Whitmore, Katherine R., «La amada de Pedro Salinas», en Pedro Salinas, Cartas a Katherine Whitmore, edición y prólogo de Enric Bou, Barcelona, Tusquets, 2002.

 

 


 

Francisco Javier Díez de Revenga (Murcia, 1946) es catedrático de Literatura y profesor emérito de la Universidad de Murcia. Entre su extensa bibliografía destacan libros como Carmen Conde desde su edén, o el más reciente, Carmen Conde, en la luz de sus palabras: estudios sobre la poeta cartagenera del 27 y primera mujer que fue miembro de la Real Academia de la Lengua; o Miguel Hernández: en las lunas del perito (publicado por la Fundación Miguel Hernández) que, junto con otros estudios de referencia sobre el poeta oriolano y su contexto, Los poetas del 27: clásicos y modernos (Ed. Tres Fronteras) o Panorama crítico de la Generación del 27 (Ed. Castalia) constituyen hitos en la historia de la crítica literaria.

 

 

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