EN VIDA Y EN MUERTE *
Entre la muerte y la vida existe un abismo.
El contraste entre lo real y Cielo, hoy, no lo advierto.
Tampoco el por qué, de que tú, mi amor, hayas partido.
“La piedad no existe para la muerte”
José Martínez Giménez
A los que tuvimos la suerte de conocer a Josefina Vicente Blaya (Fina) y a Pepe Martínez Giménez allá en los años 90 del siglo XX, entre la camaradería de las tertulias literarias y los bares murcianos donde presentábamos libros, dábamos lecturas o asistíamos a recitales de poesía, nos cuesta mucho disociar las imágenes de una persona de la otra. Se nos fue Fina, la de sonrisa inteligente, bondad pura, de voz siempre discreta, la que nunca caía mal a nadie y la que observaba a todos con una mirada hermosa, sin prisa ni afán de competir. Los poetas, ya lo saben, solo reparamos en nuestra imagen, como Narcisos que somos. Pocos la veían como ella era: no solo era la musa de un poeta, su esposo; era una mujer con grandes cualidades y dotada de una sensibilidad llena de luz que transmitía a quien se demoraba a conversar con ella. Recuerdo en especial la simpatía que mostraba con las personas que más veía atormentadas o más vulnerables; tengo testimonio personal de ello, en el trato afable que deparaba Fina a la que era mi esposa entonces, poeta también y rara avis incluso en aquellos cenáculos y entre aquellos poetas. A las ocho de la tarde (como escribí entonces) había en el centro de Murcia un atasco de poetas; unos a dar su recital, otros a oír al que lo daba. Incluso, sospecho, algunos tenían el don de asistir a varios recitales a la vez. Como en tiempos de la fiebre del oro en el Lejano Oeste, los apasionados del verso acudían por decenas a bares y a otros antros poéticos, los más decadentes al Aula de la Universidad. Algunos, como con humor recrea en un bello artículo el también asiduo colega Jesús Cánovas, salían para la enfermería, otros encontraban la laureada o la muerte ante un público crítico más peligroso que un mihura avisado.
La vida nos llevó por distintos derroteros. En una conversación telefónica con el poeta, en la Navidad de 2024, supe, de su propia voz emocionada, que Fina había fallecido después de una terrible enfermedad en 2022. Los esposos pudieron celebrar las bodas de oro, en 2021, aunque la sombra del dolor merodeaba sobre sus vidas.
Mis palabras son un homenaje a ambos amigos: a ella, cuya luz sigue presente en la vida de Pepe y de sus hijos; y a él, al que, sinceramente, admiro por haber escrito este libro: Sonetos para la eternidad como ejemplo (para quien dude del valor de la poesía) de cómo la escritura de poemas puede ser “un salvavidas”, como diría el maestro Jorge Guillén, para quien sufre y se refugia en ella con toda su verdad y su herida abierta de par en par.
Y éste, sin duda, es el caso del autor del libro del que voy a hablaros. Mis menores habilidades de comentarista de poemas no están, lo sé, a la altura de este libro de “Lali”, como conocen sus amigos al hombre y al poeta torreño José Martínez Giménez. El lector habría de leerlo directamente, pasando de esta introducción. Las palabras tópicas, catarsis, verdad, comunicación íntima, se quedan también cortas para encerrar el mundo personal transmutado en lirismo estremecido que contiene este “rosario de sonetos”, usando la expresión de Miguel de Unamuno.
A título de compartir unas pistas con los lectores, quisiera mencionar el parecido de estos sonetos de ausencia y dolor con los del poeta italiano Francesco Petrarca. Aire de familia que está en Sonetos para la eternidad y el Cancionero íntimo que compuso el poeta del siglo XIV, quien junto con el antecedente de otro italiano, Dante Alighieri, creó la poesía lírica en sentido moderno, tal como se ha venido entendiendo hasta hoy. Petrarca, con su Cancionero dedicado a Laura, puso en valor el discurso de la poesía dedicada a asuntos personales, intimista, por encima del valor nada menos que de la Teología; como diría luego mi maestro admirado, creador de la hermenéutica, Hans Georg Gadamer, esos poetas elevaron la poesía a la condición de texto sagrado, del texto por excelencia, de “texto eminente”. Palabra de Dios. O sea, del Poeta, que a partir de entonces es un individuo que logra decir con verdad sus pasiones, amores, duelos, nostalgias, alegrías, aquello más íntimo y cotidiano pero que puede ser igual en todos o en muchos de nosotros y donde por analogía nos reconocemos. Petrarca, pues, hizo no de la Religión poesía (como otros pintores y escritores medievales habían hecho; extraordinarios), sino de la Poesía religión. “-¿Tú no eres cristiano? -¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.”, dirá un siglo después de Petrarca Calixto, el personaje de La Celestina, y Garcilaso y más tarde, lo sabemos, el gran Francisco de Quevedo escribirán la más alta poesía petrarquesca de la Europa de su época: “Amor constante más allá de la muerte”:
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
Hay una constante en la poesía, que los poetas de verdad siguen. Los poemas los marca el corazón, no se rigen por esquemas previos, como esos narradores que hacen esquemas, guiones y estructuras previas a la prosa, desnaturalizando la ficción que, por ser tal, ha de parecer vivida.
Los poetas no tienen ese prejuicio, pues su arte, mas cercano a lo oral que a la fábrica de la escritura, suele desbordarse y trascender al propio creador, quien, a lo sumo, a posteriori, llega a poner diques, orden, capítulos o títulos a los poemas. La poesía de verdad es como un río que atropella los márgenes, claro que a veces puede contener cieno y falta de perlas pulidas, pero merece aceptarse el riesgo de la conmoción, pues sin ella no hay poesía sino pose, maleza estéril, vacía, peor que la maleza sin más, desarreglada.
Como en el Canzionero petrarquesco, dividido en sonetos en vida y en muerte de Laura, la amada del poeta, “Sonetos para la eternidad” alberga un primer apartado (“In vita de Josefina”) de poemas dedicados al amor, a celebrar a Fina en la convivencia y unión conyugal y familiar diaria, próximos o cumplidos los 50 años del enamoramiento y posterior vida en común, como la vida de muchos, con sus penas y alegrías, dichosamente reales. También la enfermedad grave, las penas y esperanzas que el matrimonio (el poeta, ella y los hijos) afrontan hasta una primavera fatídica en que Fina, la musa, la mujer compañera, la madre, parte de este mundo.
A partir de ese deceso, “abismo”, como le llama el poeta, comienza, sin solución de continuidad, un segundo desarrollo “post mortem de Josefina” (a partir del soneto “La piedad no existe para la muerte”). El poeta, desde luego, no necesita rotular de esta forma pedante, como nosotros hemos hecho, los dos movimientos de este libro de sonetos bendecidos con el espíritu de la mejor poesía. Petrarca, creemos nosotros, se emocionaría leyendo -él que era tan curioso de lo nuevo como erudito de los antiguos clásicos- a este discípulo suyo del siglo XX, un español morador del valle y la vega del río Segura, que tuvo el coraje de anotar a pie del dolor y a la cabecera de su musa real enferma en hospitales toda su rabia, su amor, su pasión, su pena y su fe en la poesía, hora a hora, soneto a soneto, con una devoción o conmoción que contagia a quien leyere.
Fulgencio Martínez López
* Prólogo al libro de José Martínez Gímenez Sonetos para la eternidad (Bookalia Ediciones, Murcia, 2025) que se presenta el viernes 3 de Octubre de 2025.

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