SOBRE LA TRADUCCIÓN
Cuando era joven, no pude terminar de leer una novela de Saul Bellow en español. Sería por el tiempo en que este escritor canadiense, afincado en EE.UU, ganó el Premio Nobel de Literatura (en 1976).[1] Poco ducho en la narrativa norteamericana del siglo XX, recuerdo que me molestaba la constante referencia a marcas comerciales en el relato, cuando no al precio (en dólares) de cualquier objeto descrito en aquella obra. Que más parecía una sucesión de “spots”, o un catálogo publicitario.
Frecuentando a otros novelistas de Norteamérica comprendí que aquello que para mí era un hándicap que me estropeaba la lectura, en realidad era una marca de estilo en esos escritores y en ese ámbito lingüístico. Al día de hoy, he leído una novelita de Woody Allen, traducida al español en 2025 (¿Qué pasa con Baum?[2]); y acostumbrado ya a esos “detalles” descriptivos que consideré, en su momento, innecesarios y cargantes, he disfrutado de los pasajes en que aparecían. Si yo hubiera sido el traductor de la novela, ¿los hubiera eliminado?, me pregunto sin embargo. No es necesario describir cada objeto apuntando la marca comercial, el precio que cuesta. Si se hace, debería tener algún sentido. La traducción de una lengua a otra ha de tener en cuenta también el ámbito cultural y las manías, por así decir, de cada tradición de lectores. Para un lector español, como yo, resultaba (al menos, a mediados de los 70 del pasado siglo) chocante el uso recurrente a la referencia a la “cultura del consumo” (¿habría que añadir: “de masas”?, pues, precisamente, la referencia a una marca concreta y a un precio tal en dólares funcionaba en esas obras como marcador de lujo o de valor desde el punto de vista del consumo de masas. Como diría el poeta Antonio Machado, el necio confunde valor y precio. Los verdaderos exquisitos y algunos millonarios no preguntan lo que cuesta un objeto, lo admiran o lo poseen, o ambas cosas).
La traducción, pues, debía tener en cuenta que aquellos detalles trasladados a otro contexto lector y cultural pueden estar de más. O, también, puede ocurrir que al lector no le molesten, pero no le digan nada; desconozca esas referencias descriptivas (si se trata de marcas especialmente; si es el precio, menos, aunque el lector no tiene por qué traducir directamente el cambio a su mundo para apreciar la referencia, la etiqueta del objeto).
Es la manía siempre de exhibir la etiqueta de una compra para demostrar el aprecio social de una ropa, de un coche, de una bebida, de un momento. El lector español, al menos yo, más bien anarquizante, desprecia tales marcas y etiquetas.
Me diréis, en contra de lo que acabo de exponer: 1. El traductor (como hace de hecho el de la novela de Woody Allen citada) puede explicar en notas a pie, o al final del libro, las referencias a marcas y precios (y tratándose de estos, incluso hasta especificar el valor en el cambio del día y en la moneda del mundo al que se traduce). Ello desharía la pega de incomprensión y por tanto haría que tuviera algún sentido narrativo (interno a la comprensión y disfrute de la obra) el uso de marcas y precios de los objetos para su referenciación en el relato.
2. El mundo se ha globalizado, dicen (aunque estoy de momento en él, ignoro lo que realmente le pasa); desde luego ha cambiado mucho. Las marcas se han internacionalizado y han extendido su presencia -de algún modo también banalizándose y democratizándose- a cualquier sector de la sociedad (al menos potencialmente, es verdad esto) y a cualquier cultura (también esto es cierto, en la era del internet y las redes sociales que eliminan las fronteras nacionales, aunque no los “filtros” políticos o de otro tipo). Así que decae la crítica a las marcas y los precios como referentes narrativos traducidos literalmente de una lengua a otra, de una cultura a otra. Todo es potencialmente asumible, consumible por cualquier lector potencial en la era del internet y la mundialización.
Las dos objeciones anteriores, conjuntas, me relegan a ser un lector del siglo XX, analógico y obsoleto. Y lo que es más importante (volviendo al problema de la traducción) hacen inútiles mis reparos a una traducción mecánica de una novela o de un poema (pues la manía de las etiquetas no es solo ya de la narrativa realista; hace furor en la poesía escrita en internet: hiperliteralista, dirigida a una “cámara de eco”[3] de lectores que necesitan esas referencias inmediatas, fáciles de meter en su mundo, referencias “listas para llevar”, colocables / consumibles sin un gran gasto de imaginación y, más aún, que no les quitan tiempo averiguando la función que tienen en el texto).
Dicho lo cual, este lector analógico no se rinde. Hay otra dimensión añadida de las etiquetas (marcas, precios, referencias muy locales o epocales; a objetos, lugares, establecimientos, modas, etc). El tiempo, que es poeta, las dota a su paso de una pátina preciosa, una referencia a “un mundo vivido”. No siempre pero muy a menudo las etiquetas o marcas cobran así, como reflectores de un mundo vivido, de una época ya pasada, una nueva dimensión poética, literaria. La traducción ha de contar con ello, y, desde luego, mantenerlas (las referencias, independientemente ya de que sean más o menos comprensibles). El lector analógico es, por tanto, desde otro punto de vista, un nuevo lector, un lector total, para el que la traducción ha de trabajar, de cara al presente pero sobre todo al futuro. La analogía no ha muerto, es más necesaria que nunca para concebir la lectura y la traducción, como intercambio de mundos vividos entre autores y lectores totales.
Fulgencio Martínez
10 de octubre 2025
[1] El legado de Humboldt.
[2] “What´s with Baum?” en original. Traducción al español de Manuel de la Fuente. Alianza ed. Madrid. Es común el léxico yidis (mezcla de hebreo y alto alemán) a la novela de Samuel Below y a la de Woody Allen. Gracias al "móvil" y la facilidad para la búsqueda rápida del significado de ese léxico se facilita la lectura en el interior de la obra. La traducción es casi sobrante, o es traducción cuasi-simultánea por parte del lector.
[3] Tomo la expresión de otro libro recientemente traducido al español: Un nuevo cambio estructural de la esfera pública y la política deliberativa, de Jürgen Habermas (ed. Trotta, Madrid, 2025. Traducción de Juan Carlos Velasco). “La complejidad del contenido de los temas y posiciones controvertidos (…) está moviendo a una creciente minoría de consumidores de medios de comunicación a utilizar las plataformas digitales para refugiarse en cámaras de eco blindadas de personas afines” (p. 46. op. cit.). El libro original, en alemán, se publicó en 2022 y sus datos se referencian a 2020-2021. Las tendencias indicadas por Habermas se intensifican, las conclusiones no solo afectan al ámbito político sino a otros muchos, como la lectura, la traducción. Sin embargo, hay un aspecto “creativo” “novedoso”: la fluidez, si no, desaparición de los límites nacionales y lingüísticos, como consecuencia del uso de internet, y sobre todo por el predominio de la oferta de grupos de intereses afines y la necesidad narcisista del eco y la confirmación dentro del universo-isla que lo acoge al consumidor-lector.
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