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jueves, 6 de mayo de 2021

HOMENAJE A FRANCISCO BRINES: LA MUERTE DE SÓCRATES Y EN LA REPÚBLICA DE PLATÓN. POEMAS DE FRANCISCO BRINES

 El poeta Francisco Brines, ganador del Premio Cervantes 2020 - Madrid  Secreto

 

 LA MUERTE DE SÓCRATES Y EN LA REPÚBLICA DE PLATÓN. POEMAS DE FRANCISCO BRINES

         (publicado en Materia narrativa inexacta, dentro de la recopilación ENSAYO DE UNA DESPEDIDA, de FRANCISCO BRINES (ediciones de Plaza y Janés, o más actual,Tusquets ed )

 

 

  LA MUERTE DE SÓCRATES

 

Después de muchas horas de discusión enfebrecida
proclamaron: «Ha de morir el hijo de la partera,
su elocuente palabra puede conducirnos a todos a la muerte».
Hacía ya tres noches que Atenas comentaba, por boca de los jóvenes,
el entusiasmo que, en la casa de Céfalo, se apoderó de los presentes
al señalarles Sócrates las normas que habrían de regir el nuevo Estado.
Esta fue la razón de que aprobasen, en conciliábulo secreto, la muerte del filósofo,
ya que a su vez todos estaban condenados por la palabra de aquel hombre.
Muy larga fue la discusión, y acalorada, pero también fue noble por parte de unos pocos;
y sólo al argumento de estos últimos, pasados tantos años de aquel torpe homicidio,
debo yo darle vida en mis palabras.
Porque sus corazones eran buenos,
aun advirtiendo en ellos acciones muy confusas
cuyos informes trazos eran fruto de la debilidad del ser humano,
injustos hechos, por no haber alcanzado todavía
aquel conocimiento deseado de la oculta verdad,
y otros sucesos mínimos, no menos deplorables.
Mas repasando ahora sus vidas, otras acciones fueron
las que debieron merecer la gratitud de los conciudadanos,
pues al oído de sus hijos
pusieron como ejemplo a imitar el de aquellos varones.
Esto es cierto, los corazones nobles eran pocos:
la miserable envidia, el temor de perder la preeminencia, ruin resentimiento,
oscuras fueron las razones que impulsaron la muerte.
Pero no en los que digo, tan sólo coincidentes en el miedo a morir,
pues sustentaban la sentencia en una reflexión
que admita, acaso, alguno de vosotros.
Es más, mientras vivieron
sintieron el dolor por la muerte de Sócrates,
el hombre en quien veían al mejor ateniense,
y aún propusieron aplicar, y así lo hicieron, algunas de sus normas.

          La creación del nuevo Estado
significaba el sacrificio de los que hubieran alcanzado mayor edad de los diez años,
deportados en masa para labrar la tierra,
porque según los estatutos de la nueva República
la educación viciaba los espíritus todos.
Estimaba el mejor que el sacrificio suyo no importaba
(pues era desasido de los bienes y también de la vida;
digno de figurar, si no al lado de Sócrates, en línea con Glaucón o con su hermano),
pero tenía un hijo de tres años,
tullido de las piernas, y aunque de bella faz,
incapaz de ejercicios gimnásticos;
según la nueva ley,
condenado a morir por vicio natural.
Otras razones personales nos parecen más débiles,
pues alguien defendía la vida de un pariente querido
condenado, sin duda, por ser incorregible su maldad en algunos aspectos de su alma.
Eran siempre razones personales,
como el miedo a morir que a todos dominaba,
o esta extraña razón que algunos expusieron con documentos abundantes:
la calidad de los discípulos,
era inferior, en mucho, a la de Sócrates,
y algunos no llegaban a la altura de los medianos ciudadanos.
Y al repasar la vida y las costumbres de cada uno de ellos
advirtieron que no correspondían la palabra y el acto;
era simulación en ellos la doctrina,
y el hecho evidenciaba la condición hipócrita.

Las razones más nobles de que muriera Sócrates
fueron, pues, éstas (débiles, sin embargo, al sereno entender
de la historia futura):
engendra, muchas veces, acerba crueldad
la mirada del puro,
pues no ve que del justo principio se deriva el error en ocasiones;
y en el ojo del puro se adhiere red tupida
que impide distinguir en los discípulos la verdad del espíritu.

Y sin embargo, Sócrates sabía
que su Estado no habría de existir sobre la tierra,
pues sólo era un modelo de virtud
para ayudar al hombre a que ordenase la conducta del alma.

                      * * *

(Este seco relato de aquel crimen político
lo dejaron por escrito, y hoy se escribe, se escribirá mañana,
al cumplirse cien años del oscuro homicidio).

 

 

 

 

 

 

 EN LA REPÚBLICA DE PLATÓN

 

Recuerdo que aquel día la luz caía envejecida
en los fértiles valles extranjeros,
contemplada, desde la cumbre del mediano monte,
por mis ojos cansados.
Los guerreros de mayor juventud
y algunos de mis hijos, escogidos por su hermosura,
pusieron en mi frente sucesivas coronas de laurel,
y estrecharon mis manos con las suyas.
Cuando él llegó hasta mí, temblé; y arrebatando
de sus manos la rama de laurel
le cubrí la cabeza juvenil con la fronda del dios.
Posé mi mano en el desnudo hombro.

Aquellos días de campaña
fueron lentos, afortunados de valor,
y anidaba en mis ojos
la oscura luz de la felicidad del hombre.
Adornada de mirto y flor, compartimos la tienda,
vigilada por el fuego campamental y la insomne mirada
             de centinelas escogidos.
El vino y la comida compartimos, y en el festín
nadie, respetando mi más secreta voluntad, mostraba la alegría
mientras Licio ocultara la suya tras los labios.
Y al par que conquistamos aquel reino enemigo
hice mío su corazón, y le di vida.

Hoy miro las fogatas del viejo campamento,
bajo la fosca noche,
desde esta vil litera humedecida
en la que, consumido por la fiebre,
sostengo el cuerpo sin vigor momentáneo;
y oigo lejano el juvenil clamor por Trasímaco el héroe.
Sobre el hombro de Licio, me contaron mis hijos,
puso su mano con firmeza,
y éste le abraza, según ley, y es por él abrazado.
Hoy visitó la retaguardia, y fueron complacientes con él
los magistrados, y admirado por los muchachos que aprenden
        en la guerra,
y obsequiado de todas las mujeres.
Y yo le di el abrazo, y el discurso amistoso de la bienvenida.
Iba con él el joven Licio.
Dejando el campamento mujeril
pasaron ante mí, y vi en los ojos del muchacho turbación y reproche.

Corren rumores que la campaña del Asia está ya próxima
y urge curar el cuerpo con gran prisa, ejercitarlo en el gimnasio,
acudir otra vez al campo de batalla.
Y pienso, sin embargo, que es inútil mi sueño,
pues las fatigas de los años tributan consunción en el cuerpo,
y hace sufrir la mordedura del dolor.
Hundido en la litera, miro hacia el fuego que rodea su tienda,
y puedo interpretar la mirada de Licio:
todavía me ama.

Excelsas son las aptitudes de su cuerpo y su espíritu
y harán de él un héroe de los griegos.
Próxima está la campaña del viejo continente,
de condición cruel y largos años,
y nadie igualará su decisión briosa.
Caerá la sombra entonces sobre mí; cuando regrese
no sentiré su mano sobre el hombro.
Licio presidirá gloriosos funerales.

 

 

 

 

HOMENAJE A FRANCISCO BRINES

 

 

 

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