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miércoles, 12 de mayo de 2021

"MUY SEÑORES MÍOS", DE MARISA LÓPEZ SORIA. Por Fulgencio Martínez. Revista Ágora digital /Bibliotheca Grammatica/ El cazadero de los libros/ poesía/ mayo 2021


 MUY SEÑORES MÍOS

 

 

Marisa López Soria ha publicado en 2020 Muy señores míos (ed. Difácil, Valladolid). Un libro de poesía que se presenta en una edición cuidada, desde su misma portada, que reproduce una fotografía de Frédéric Volkringer, el gran fotógrafo parisino radicado en Murcia.

El libro supone una vuelta a la publicación de poesía de la autora, quien en 1995 había dado un primer poemario, En consideración te escribo (Premio de poesía Enma Egea).

Marisa López Soria ha cultivado con más asiduidad el relato, en especial el cuento para niños. Este su segundo libro de poemas, Muy señores míos, es una propuesta poética rica en proyección autobiográfica, sin duda, pero donde la poeta se arriesga a tratar temas clásicos, entre otros, la elegía por la muerte y ausencia del padre. Este tema ocupa, en efecto, la primera de las tres secciones del poemario. La sección bella y acertadamente titulada: La orilla rota. Quiero, como simple lector, comenzar comentando esta sección que me parece la parte mollar y el núcleo que cohesiona la totalidad de la obra. Francisco Javier Díez de Revenga la califica de “excepcional” en su artículo “Vitalismo y esperanza” publicado en La Opinión de Murcia. Raquel Lanseros, autora de un lúcido prólogo al libro (“Palabras para Muy señores míos”) define esta parte como “honda elegía a la pérdida, y una lograda introspección psicológica en el duelo, la ausencia y la brevedad de la existencia, temas líricos por excelencia que nos recuerdan en ciertos pasajes a Jaime Sabines (…)”.

No sorprende ya la presencia del planto de la muerte y despedida del padre en la más reciente poesía española (hablo de la que yo conozco, me vienen a la memoria cuatro libros: dos escritos por mujeres, el de Olga Novo Felizidad, y este que comento, de Marisa López Soria; y dos, escritos por poetas varones:  La fragilidad, de Diego Doncel, y Padre, de Coriolano González Montañez). Lo sociológico por sí solo nada explicaría la buena calidad de estas obras, y en cada uno de los poetas su particular voz a la hora de tratar, tanto en el contenido como en la forma, ese capital tema de la poesía, desde el Anquises-Eneas de Virgilio hasta las Coplas manriqueñas.

Sí que concurren en esos autores citados circunstancias generacionales (generación del llamado baby boom), pero habría que explicar por qué precisamente incide en ellos esa huella del padre, y la necesidad de expresarla así como la no censura del pudor que pudo a otras generaciones hacer que trataran solo puntualmente el tema. Además, habría que indagar qué significado tiene el tema para la comprensión de la poesía en cada uno de los poetas. Curioso es que también un novelista, aunque esencialmente poeta, como Manuel Vilas, se ocupa centralmente del mismo tema en Ordesa, un libro que hace pocos años tuvo un gran éxito de lectores. Y curioso que el tema del padre sea común a poetas tanto hombres como mujeres. Tanto el lector de poesía como el poeta parecen venir de un territorio más profundo, más vivo que la retórica “heteropatriarcal” y la palabra ideológica hoy dominante. Bien lo expresa López Soria en una de las 35 composiciones que componen La orilla rota, en la XI:

 

                        La concepción intelectual que corresponde hacer

                        -cabeza, progenitor, ascendiente, muy señor mío-

                        nada tiene que ver con el hombre bueno

                        que se me ha muerto (mi papaico).

                        ¿Solo era uno?

                        Lo notable que percibo, aunque no entiendo,

                        es que yazga polvo,

                                                           reducido en un cuenco.

 

En apenas siete versos no se puede decir más ni mejor. La primera parte, hasta el cuarto verso, plantea el contraste entre la objetivación cultural del padre y el apelativo sentimental personal: mi papaico, expresión que está en el lugar de un hueco y de un desgarrón inexpresables, como toda gran poesía.

Los tres últimos versos, que incluyen el verso final, con pie quebrado, avanzan, sobre lo anterior, otro planteamiento profundo del tema del padre: la unicidad (tanto de la figura del padre, como del padre real: padre no hay más que uno) y la insignificancia, la aniquilación de esa figura de referencia -y de paso del propio sentido de la vida humana en general y, por descontado, el no entender, el desasosiego que ello arrastra a la existencia del hijo o la hija, de la continuación del padre.

Padecemos en nuestra cultura occidental un doble desenfoque, por exceso: por un lado, por influencia del judaísmo y de algunas sectas protestantes radicales (como puritanismo y luteranismo calvinista) se ha magnificado la figura del padre como sombra que anula o amenaza a su hechura (pienso en Kafka y en su Carta al Padre). No es ajeno a esta hipóstasis del padre, casi fantástica y desde luego muchas veces ominosa y terrible, negativa para el hijo, la divulgación del psicoanálisis de Freud (de tanta influencia de su “experiencia” hebrea). Versiones absolutas, y por tanto absurdas, de este autoanálisis freudiano que creó toda una literatura sobre complejos, etc, son los eslóganes antipatriarcales que se corean actualmente por voces vacías aunque muy útiles para ciertos poderes en lucha contra otros.

Y la otra fuente de la mala prensa de la figura del padre en nuestra cultura la tiene Platón. (Habría que explicar mucho mejor esto, cosa que intenté en un escrito mío, Padre: reflexión sobre la paternidad- https://diariopoliticoyliterario.blogspot.com/2016/05/padre-reflexion-sobre-la-paternidad-por.html). La paternidad se relaciona en Platón con los escritos, con las ideas, la política, la justicia, con lo que hoy llamamos cultura, entonces paideia, educación o formación del ser humano desde el alma y el cuerpo infantiles. Los hijos físicos son, igual que los escritos, capitales, o mejor, réditos de un capital. Derrida lo analiza en La farmacia de Platón. La filosofía, en general, no ha valorado la paternidad, lo que significa ontológicamente ser padre; más bien, ha derivado esta condición hacia la creación cultural. Como consecuencia, el sentimiento hacia el padre se ha alienado en el hijo, a causa de la cultura (en Platón, y el discurso de la filosofía y de las ideologías clásicas), o hipostasiado, sobredimensionado y negativizado (en la psicología y en las actuales ideologías psicoidólatras).

Cuando hoy en día el futuro padre no tiene legal ni moralmente voz en las decisiones de la madre de continuar o interrumpir su embarazo; o cuando se crea todo un clima supuestamente “progre” y dogmático que advierte contra la más mínima presencia del llamado “patriarcado”, estamos ante síntomas que denotan la ausencia del padre. A este panorama tiene que responder el poeta, y pronto iremos a él, o a ella, en este caso.

          Debo a mi amigo Manuel Ballesta (quien no sé si casualmente se apellida como el segundo apellido de mi padre) la consideración de que es el episodio más importante de la vida de uno el de asistir a la muerte del padre. Es un motivo cristiano, católico, pero también existencialista. El episodio no es desde luego puntual, como la muerte del padre no es solo el momento puntual del adiós, del deceso. Es un episodio muy complejo, que comienza mucho antes de la muerte física del padre. Manuel me insistía en la importancia de hablar y despedirse mientras el padre está con capacidades mentales. Y el episodio sigue en el recuerdo próximo, en lo que Marisa López Soria llama, con acierto, el “soplo de desasosiego” (poema VI, de La orilla rota), el no sentir cobijo, el buscarlo, el perseguir “grietas”, la pena, como también le han llamado los vates de todas las épocas, la nostalgia imposible (“antes”):

 

                                    Arremete la noche, es septiembre y

                                    cumplida la luna persiste al final de tus ojos dormidos,

                                    maneras de decirme que no hay rincones ni

                                    flores para un cadáver, myosotis, nomeolvides azules,

                                    abrazadora especie de las fisuras y

                                    exhalación entre grietas

                                                                                    soplo de desasosiego.

                                    Nuevamente la sombra se desploma de golpe en septiembre.

                                    Arrolla. Zahiere el lento desliz de este mes,

                                    irrumpe sin tregua. Es estricto, no sabe que

                                    no encuentro cobijo donde celar la pena.

                                    Callen tambores. ¡Silencio!

                                    Antes era vendimia y fiesta,

                                                                                    todo empezaba.

 

Quisiera reparar en la forma sincopada de los versos, que terminan casi todos interfiriendo la frase (a la vez que prologándola, después de una cierta nota aguda, donde también descansa brevemente el acento). La forma que pide el contenido; como también veremos, luego, con otros aciertos formales, lingüísticos, nada gratuitos por parte de la poeta.

Intuimos ya como lectores, desde los primeros poemas de esta primera parte del libro,la cercanía que la poesía (y el arte) sabe dar a los seres ausentes: proximidad y presencia real a través de los objetos, las cosas, los útiles, las ropas. Bien lo analiza Heidegger (“El origen de la obra de arte”) a propósito de las célebres botas de una campesina pintadas por Van Gogh. Miguel Hernández en Cancionero y romancero de ausencias, cuando abraza la ausencia del hijo muerto:

Ropas con su olor,
paños con su aroma.
Se alejó en su cuerpo,
me dejó en sus ropas.
Lecho sin calor,
sábana de sombra.
Se ausentó en su cuerpo.
Se quedó en sus ropas
.

 

Esos son ejemplos de evocar, en primer caso, la esencia de lo humano (de un ser humano en sí, una campesina o cualquier ser a través de un calzado desgastado); en el segundo, como he dicho, del hijo muerto (y con él, de la esperanza y del amor de una joven pareja ilusionada, si bien supone las más veces una prueba a superar, más que la muerte de la esperanza y el amor; tan fuerte es la llamada de la procreación y de la vida).

Pero la paternidad es otra cosa. Es una, es uno el padre; y volvemos al poema XI. Se anticipa el lamento por esa unicidad en este otro poema VI, que recordamos más arriba. Y ese lamento conlleva la nostalgia imposible, (la “incisión” que llama la poeta), las apariciones enigmáticas de un dolor que se hace nudo, epifanía en las cosas y objetos del ausente padre, así como en sus fotografías por casa, hasta en las palabras que dejó, acaso suyas o sobre él, acaso más ya de quien escribe o recuerda: (poema II):

           

Es extraño dar voz a un misterio rotundo,

acostumbrado. El caso es que hoy

te tropecé varado en la plata de una fotografía.

 

(…)

Palabras solo tengo, sin pretensiones,

la incisión de enigmas -el quid, el corazón, el fondo-

me permito aliviarla con artimañas;

figuras, signos, códices incapaces,

 

                                                                       y mucha fantasía.

 

En otro orden de cosas, asombra la coherencia interna, temática, de todos los poemas. Sólo en los que hemos citado, se nos entrega ya un orden de discurso personal, una voz con su mundo de significados propios, sus límites y su trazado, hasta con sus mecanismos de evasión y de expansión simbólica. Cuando hablamos de poesía, hablamos de un mundo único y coherente que es una gota en apariencia igual pero tan distinta a otra gota del canto subjetivo humano.

 

Para terminar el análisis de esta parte, me referiré al poema que contiene ese “hermoso neologismo” (en palabras de la extraordinaria poeta Raquel Lanseros, quien en el citado prólogo del libro, lo señala con agudeza al lector):  “Sintigo”. Fuera de su contexto, sería ocurrente, nada más. Vamos al poema XXVII (casi al final de la serie de 35 “estancias”-como las denomina Díez de Revenga- que constituyen La orilla rota).

 

¿A qué edad duele más el dolor?

Tríbulo. Pésame. Duelo.

Jamás escuché llanto igual,

desgarrado, abisal, desarbolado, roto,

por un simple reloj de pulsera.

Contemplar que el tiempo sintigo continúa

fatal y aciago.

(¡Qué buena cuenta vino a dar Júpiter

                                                                       de la mejor porción!)

 

La coherencia de fondo y forma en este poema concreto, en cada palabra y en especial en el “sincontigo” se comenta por sí sola al lector sensible. Punto álgido de la emoción del libro, mostrada en un objeto, en una “pertenencia” del ausente (qué ironía) que es precisamente aquello que menos nos pertenece, y que nos destruye: el tiempo. El final con la alusión mitológica añade otra profundidad al poema. Incluso, puede despertar una alusión esotérica.

La serie de estancias concluye en el poema XXXV. Un magnífico poema, en ritmo continuado, precipitado hacia el fin, hermoso en creación lingüística, que nos recuerda el aire de los Poemas Humanos de César Vallejo, y culmina con una llamada a la “projimidad” y al consuelo en la común pena de nuestra condición huérfana.

Porque ese es el motus del libro, y precisamente el punto donde reside el acento (más o menos personal y por supuesto diferente en forma y fondo y coherencia propios) de cada uno de los grandes poetas actuales que hoy día tratan el tema de la muerte del padre como una parte esencial de su poética y a la vez como parte capital de su entendimiento como seres humanos en esta época de crisis vacilante de identidad y de discursos vacíos de identidad prefabricada.

Se escribe poesía desde donde más nos duele.

La muerte del padre y el consiguiente sentimiento de orfandad, desasosiego y desfondamiento de una parte viva, que se creía sólida, del yo, remite a nuevos planteamientos sobre la persona que somos. A adentrarnos en el entendimiento, oscurecimiento o asombro ante los contradictorios y poliédricos sentimientos que genera la pasión humana (cito palabras de la prologuista del libro).

Las dos siguientes partes, las tituladas “Trampantojo (Poemas reos)” y “París”, sucesivamente, la constituyen poemas de indagación y reflexión personales; a menudo, originadas a partir de una anécdota. Incorporan muchos de ellos el diálogo con un tú, compañero e interlocutor, donde prosigue la búsqueda de la propia identidad. Destacan, especialmente, por su belleza y su juego algunos poemas muy breves, como el que lleva el título de Sentido:

                       

                        No tienes

sentido del amor.

¡Tanto como yo te río!

 

No puedo extenderme en mayor análisis del libro. Indico mi total acuerdo con Díez de Revenga acerca de “la cuestión que muestra el poemario, que si bien podría parecer diverso y variado, sin embargo, está presidido por un solo objetivo: revivir la existencia de esos “muy señores míos”, que son los destinatarios y el objetivo de tantas representaciones poemáticas”.

Aunque las dos partes que siguen no contienen tanta calidad como la primera, creo que el conjunto del libro está cohesionado por lo explicado por el profesor, y que modestamente he tratado de enlazar con hilos temáticos de poemas de la primera Parte, La orilla rota. En conjunto, el libro contiene poesía de muy alta calidad, y nos congratulamos, los lectores, del buen momento de la poesía española, y a las pruebas nos remitimos con libros como Muy señores míos de la poeta de Cartagena (España) Marisa López Soria.

                                           Marisa López Soria. Fuente La verdad
 

 

 

 

FULGENCIO MARTÍNEZ 

 

 

 REVISTA ÁGORA BIBLIOTHECA GRAMMATICA/mayo 2021

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