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jueves, 12 de junio de 2025

Jardín cerrado. Un relato de Jesús Cánovas Martínez. Ágora N. 33. Nueva Col. Verano 2025 / Relatos

 


 

              JARDÍN CERRADO

 

 

                                                A Emilio Saura, in memoriam

 

 

 

                                                                                                              

                                           Emilio Saura Gómez, catedrático de Filosofía, amigo y maestro del autor de Jardín cerrado

 

Mi maestro, en quien tenía depositada una ciega confianza, me lo había indicado de palabra y, luego, conociendo lo despistado que yo era, me dibujó un ligero croquis en un grueso papel. «Es fácil encontrar el lugar si estás atento, aunque también es fácil perderse si no lo estás. Acera tu atención, no te distraigas, porque no todos los que emprenden el viaje son capaces de llegar», me dijo al tiempo que me entregaba aquel mapa esquemático.

Transcurridas un par de semanas del encuentro con mi maestro, me sentí pletórico de energía. Consulté el cielo, las posiciones de los astros resultaban idóneas; era el momento, y decidí encontrar el lugar. Monté en mi flamante Citroën 2CV de segunda mano, o quizá de tercera o cuarta, de color teja manida, aunque antes lo había sido de lustroso bermellón, y me dispuse a seguir las instrucciones del tosco mapa.

Salí de Murcia por la autovía de Andalucía y me desvié en Alhama para coger la carretera de Pliego. Serpenteé la costera de la Muela, con Espuña a la izquierda. Terminado el ascenso, con numerosas curvas y demasiados traqueteos, rebasé Gebas; como a partir de ahí la carretera se convertía en una recta que parecía interminable, concentré mi atención para no equivocarme de desvío. A mano derecha dejé la bifurcación que partía hacia Fuente Librilla, y, luego, a mano izquierda, la que subía hasta El Berro. Rebasado este último desvío, el primer camino, no; el segundo, tampoco; el tercero era el que debía tomar. Era fácil desorientarse y no verlo, por lo que reduje la velocidad de mi bólido que, debido a su incómodo balanceo, ya llevaba bastante aminorada. A la vuelta tendría que revisar la suspensión, pensé; o eso, o cambiaba el 2CV por un jamelgo.

Llevaba el mapa memorizado, aun así era fácil despistarse ya que el camino no estaba asfaltado y tampoco había señalizaciones. Una vez tomado el desvío correcto, si no confundía los caminos, relativamente llegaría pronto. En cada encrucijada debía de girar hacia la derecha. «Este sentido dextrógiro es el que siguen los astros», me especificó mi maestro, quien, indagando en la obra de Borges, aunque especialmente en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, al que aplicó una hermeneusis cabalística, descubrió la existencia de cierto poro de la realidad, o de lo que llamamos realidad, que, a modo de portal, conectaba con otra dimensión. Siguiendo sus indicaciones, me dirigía a aquel portal o poro, el cual, curiosamente, se hallaba en una zona de Espuña. No sabía si lo podría encontrar y, si encontrado, qué me depararía.

 Tomé el desvío que creí correcto y, tras varias bifurcaciones, luego de cumbrear una serie de lomas pobladas de juagarzos y romeros, con las jarillas en flor, remonté un agreste cerro donde abundaban los pinos carrasco, los lentiscos y algunas salteadas encinas entre la masa del boscaje. A partir de ahí inicié el descenso. Atisbé al fondo un pequeño y frondoso valle, entre cuya verde espesura quizá cantaba un rumoroso arroyuelo de aguas cristalinas y frías saltando entre los guijos. Supuse que debía bajar hasta allí, acaso aquella era mi meta, pues, según me dijo mi maestro, llegado a un determinado punto un ángel cogería los mandos de la voiture y yo tan solo debería dejarme llevar. Dicho lo cual, el camino era harto extraño, ya que unas veces me hacía presenciar el recoleto valle, otras me lo ocultaba. Imaginé una especie de embudo por el que caía y rememoré otro de los cuentos de Borges. Tomando siempre el desvío de la derecha, me acercaba o alejaba del valle, lo viera o no, aunque siempre iba en descenso. Supuse que el camino, más que a una espiral que dibujara círculos cada vez más cerrados y concéntricos, debía parecerse a una elipse. Pero dejé de especular cuando se allanó la pendiente y de repente me encontré frente al arroyuelo que de lejos había vislumbrado. Dos enormes olmos, a modo de gigantes vegetales, custodiaban un endeble puentecillo de madera que, tendido sobre el arroyo de aguas cristalinas y frías, las cuales saltaban jugueteando entre pequeños guijos, tal y como había presentido, daba paso a una estrecha y corta senda que desembocaba en lo que parecía un jardín circular y cerrado.

Tupidos de innumerables y cantarinas hojas, tremolantes bajo la ligera brisa de la tarde, los olmos eran viejos y rugosos, tanto que costaba imaginar qué tipo de equilibrio o armonía podría existir entre sus viejas y labradas cortezas y la grácil fragilidad de sus diminutas hojas. Aparqué bajo uno de aquellos dioses vegetales y, al echar pie a tierra, al abrigo de su fresco verdor, ocurrió algo impredecible. Con un leve toque de violines y chelos, al que se le sumaron el de oboes y cornos, me asaltaron innumerables y suaves corcheas. Los primeros compases del alegretto de la segunda sinfonía de Sibelius comenzaron a sonar y se repitieron insistentes, y los suspiros de la brisa de la tarde se entremezclaron con las notas convocando antiguos recuerdos de mi memoria, la cual parecía más vívida y grácil. Me descalcé, porque sentía que debía hacerlo, y con mi pesado cuerpo, a pesar de mi notable falta de euritmia, comencé a danzar sobre la hierba bajo aquellos ancestrales olmos de pequeñas hojas titilantes. Dancé con mi cuerpo y con mi mente; dancé sobre la hierba bajo los envolventes olmos cuyas pequeñas hojas titilaban con la brisa.

Cesó la música y cesó mi danza cuando en el cielo radiante apareció un bando de palomas al que siguió otro de esquivas merlas, las cuales, en sus picos, portaban un relajante canto. Vinieron luego los petirrojos y las currucas y otros pajarillos, y todo a mi alrededor se pobló de un piar continuo. Distinguí colorines y verdolores, gafarrillas, chichipanes, colirrojos y pardos gorriones, esos ladronzuelos que a saltitos pedían, girando la cabeza de un lado a otro, el presente de unas pequeñas golosinas. Afortunadamente llevaba en uno de mis bolsillos unas miguitas de pan. Desparramé unas puñadas y rebusqué en el resto de los bolsillos de mi ropa. ¡Qué podía ofrecerles sino pipas, cacahuetes y un sin número de manises! Los esparcí en copiosa lluvia como inesperado maná. Los pajarillos, ávidos, gráciles, ante el inopinado obsequio, en tropel se pusieron a picar sobre las palmas de mis manos, entre mis pies, alrededor de mí. Tuve una grata premonición, y tuve un primer atisbo de lo que quizá me esperaba. Una emoción inidentificable me conmovió, pero era leve e ingrávida, apenas una nota en fa sostenido que preludió el sutil introito de una inexplicable sinfonía. Sentí un fuerte toque, una comunión con el entorno.

Con los pies desnudos eché a andar. Crucé el puente y, por la herbosa senda ribeteada de espiguillas, me dirigí hasta una suerte de portón en cuyo dintel se apostaba la figura de un extraño dios barbado de tres faces. Una de sus caras miraba a Oriente, otra, a Poniente, y, la del centro, estampaba sus ojos en mí. Quedé sobrecogido; a esas alturas ya sabía que había traspasado el umbral que buscaba, aunque no en qué momento ni cómo, y me encontraba allende la realidad cotidiana. Había llegado hasta allí para recoger la alegría y el gozo que el lugar me ofreciera, y eché mis pies hacia donde tal designio me llevara. «Por la belleza serás trascendido», oí en mi interior la benigna voz de mi maestro.

El portón no tenía cancela, chirrió cuando lo empujé, y me franqueó el paso hacia otro recinto formado por un seto de profusa tuya; un poco más allá, trenzados evónimos componían un tercer recinto. Vislumbré, a lo lejos, tras el último cordón vegetal, fragantes rosaledas y una Fuente de piedra rodeada de calas y arrayanes.

Atravesé la pérgola del segundo recinto de profusa tuya, bajo la que pendía una curiosa leyenda escrita en bronce que ya Platón había esculpido en el pórtico de su Academia; por último, crucé el arco carpanel del tercer recinto de evónimos, cuyo frontis emplazaba un simple letrero escrito con caracteres plateados en una lengua que me era extraña, y me adentré en el jardín innumerable cuyas sendas de gravilla y hierba convergían en la gorgoteante y entrevista Fuente.

Una profusión de setos y parterres quebraban las sendas internas del jardín, y mi mirada quedó sorprendida por las gitanillas en flor, las vincas, los lirios, las pomposas orquídeas, los rizados jazmineros. Laurel y mirto, la fogosidad de la rosa, impactaron a mis sentidos. El alhelí y el clavel, junto con la profusa prímula, abrían la flor y abrían su aroma. Aquí, había palmito; entre los añosos olivos se enredaban los pámpanos de las vides; allí, ascendía una noble acacia. Salpicados macizos de romero, arriates de salvia, de espliego; yuxtapuestas rileras de áloe, arbolitos de hierba luisa, venían a sorprenderme al doblar cualquier recodo. La flor de la cera, el gladiolo, el malvavisco, la hiedra oscura; vericuetos de luz y aromas me acompañaban. Tuve por un momento la impresión de que aquellos senderos que discurrían entre las flores dibujaban las movientes letras de un secreto alfabeto. Volví a pensar en Borges, en toda su obra (sus poesías, sus cuentos, sus disquisiciones), no sé cómo; pensé en los inextricables laberintos que conforman el tiempo, el espacio y la memoria; por último, pensé, con un profundo sentimiento de gratitud, en tanto conocimiento como había recibido de mi querido maestro. ¡Cuántos otros estarían ahora, en este momento mismo, pisando con sus pies este mismo suelo, contemplando las mismas multiformes rosas, las mismas acacias y presintiendo la misma gorgoteante Fuente! ¡Y cuántos otros vagarían perdidos, prontos a disiparse!

Tuve la intensa sensación de ser y no ser el protagonista de mi vida; yo era yo y la antítesis de mi yo. En ese momento no supe precisar si otro me soñaba o era mi propio sueño el que configuraba aquella realidad, vívida e impactante, que tan fiel acariciaba mis sentidos. Borges, el sueño, el soñador soñado, el soñador que sueña a otro soñador, el tiempo y sus laberintos… Yo era un soñador que soñaba, pero yo podía haber sido soñado por otro soñador que quizá también soñaba y, a su vez, era soñado; mi yo y mi sueño eran el sueño de otro soñador soñado que soñaba un sueño que era mi sueño y su sueño: el otro y el mismo que soñaban eran un idéntico y multiforme yo que quizá también soñaba y era soñado como yo, como mi pobre y confuso yo. Entre la niebla de la memoria el ser llama a la vida, y germina, y brota, y crece, y se robustece; como una flor surge, como una flor se viste de belleza, ante el manto del rocío brota como una flor. Una sensación de vértigo me sobrecogió durante un breve lapso.

Me froté los ojos; no podía ser una quimera lo que vivenciaba: el aire terso de la tarde azotando mis mejillas, la luz vívida del sol oblicuo, el piar continuo de los pájaros y aquel laberinto floral de múltiples senderos que, al igual que los radios de una rueda conducían todos, vivos y movientes, a una rocosa y gorgoteante Fuente. La sensación de realidad era impactante, tersa, dura y grácil. Conforme me adentraba entre su espesura, el jardín aumentaba sus enigmas, configuraba nuevas sugerencias y misterios. En cada rincón, en cada recodo, en cada uno de sus recovecos deparaba la sorpresa; sus sinuosas plantas y flores me susurraban insólitos secretos.

Lo lejano era cercano y, tanto lo uno como lo otro, lejano y cercano, en mí buscaron profundidad: en ese punto del presente donde pasado y futuro, el mundo en su conjunto, tomaban vida y refulgían. El antes al que sucede el después, el dolor, la alegría y el intenso gozo, ¡todo en mí! Me acordé de que la poesía era el lenguaje de Adán y de que yo era poeta, y de que lo prístino y lo postrero confluían en la Vida. El tiempo era ilusión, también el espacio; solo la memoria contenía la cosa, el hecho, pero la cualidad de la memoria no era otra sino la ubicuidad. ¡Todo, todo en mí!

Supe que el universo es ubicuo, que el antes y el después son el siempre. Nuestra mónada espiritual es un punto que discurre a lo largo de una línea, pero no podría discurrir por esa línea si no se revistiera de un cuerpo. De este modo, la corporeidad, por posibilitarle el deslizamiento por el tiempo, le aporta experiencia, lo confronta consigo mismo, aunque cierto es que no experimenta nada que no tuviera ya en sí mismo, aun virtualmente. El ángel, sin embargo, como ser puramente espiritual, es un punto que en sí mismo contiene la línea del tiempo; por eso vivencia el tiempo de forma fragmentada, discreta, no lineal.

Me llegaban las ideas sin forzarlas, sin razonar: me asaltaban. ¿Por qué pensaba, sin poder evitarlo, sobre el tiempo y los ángeles? Tenía sed de conocimiento, pero más aún tenía sed de Amor. Las ideas fluían en mi mente.

Propiamente no existen leyes causales en el mundo espiritual, porque allí la posibilidad del evento sucede por pura sincronía. El tiempo que vivencian los ángeles no es el tiempo vivenciado por los hombres. Los ángeles dan vida al tiempo; el tiempo da la muerte a los hombres. Nuestro tiempo, el que nos hace vivir y en el que discurrimos, nos lacera y lo vivimos como una ley de hierro de la que apenas escapan algunos de nuestros estados psíquicos; por el contrario, los ángeles cambian el tiempo según los estados de su consciencia. Los ángeles señorean sobre el tiempo; el tiempo señorea sobre los hombres. Circulan los ángeles por el futuro y el pasado: por su condición espiritual pueden expectar el antes y pueden recordar el después; sin embargo, atienden en todo momento, ya que el recuerdo y la expectación es presente en ellos. Cuando los hombres seamos como los ángeles experimentaremos el tiempo como ellos mismos lo experimentan; mientras tanto, no hay geometría euclidiana que nos sirva para establecer analogías.

Aun así, aherrojados a la condición del hierro, los hombres podemos despertar a ciertas posibilidades que subyacen dormidas en nuestro ser. Podemos, por lo pronto, descubrir nuestro nombre; no el que al nacer nos pusieron nuestros padres, sino el verdadero. Aquel que se vistió de color y adquirió, según las posiciones planetarias, un ropaje concreto con el fin de advenir a la existencia, y se materializó y encarnó en un cuerpo y comenzó a significar aquí y ahora. Y, una vez recordado nuestro nombre, podemos descubrir los verdaderos nombres que conforman las cosas, y los nombres de todos los nombres de la serie indefinida de los nombres. La Palabra está perdida, pero a lo largo del camino podemos encontrar jalones, hallazgos, retazos de la misma Palabra.

 Mientras estos pensamientos circulaban por mi mente, entre el soplo de la ligera brisa se me apareció un ángel, del que no me detendré a describir su presencia inefable; se quedó hieráticamente parado, alzó su mentón y los ojos puso en el infinito. Me di cuenta de que el color de su iris cambiaba según unas vibrantes tonalidades, algunas para mí irreconocibles. Ante su mirada intensa se vestía de color un alma. Era la mía. Se vestía de ropaje, de tiempo y espacio, de números, medida, forma… Y vi cómo desde un punto de luz estallaba una palabra. Era mi nombre y mi alma, y yo asistí a mi propio nacimiento.

El ángel me habló telepáticamente y convirtió sus pensamientos en los míos. Mi nombre era móvil y, según el discurrir de los astros, cambiaba continuamente. «Lo interesante es que tú puedes elegir; no eres un sujeto pasivo, sino activo, y tus actos conforman tu destino. Multívoco y moviente, así es el universo; multívoco y moviente, así eres tú. Pero aquello que te fija a Dios, el punto inconmovible sobre el que gira tu ser, tú no lo conoces», me dijo el ángel antes de marchar y dejarme a mi libre arbitrio.

Los suaves aromas de las flores, los lentos susurros de la tarde que declinaba, los coalescentes vericuetos en sombras que morían y renacían entre la espesura, las intrincadas sendas de grava, los recuerdos, las ideas; un laberinto, un jardín, la extraña emoción que anidaba dentro de mi corazón finalmente desembocaron en el lugar donde se erigía la Fuente de inmarcesible piedra. Desde los doce surtidores de la Fuente manaba, tranquila y cristalina, el agua, y deshilachada en tintineantes gotas se desparramaba por las herbosas barbas del culantrillo, viniendo a caer en un pequeño estanque ribeteado de verdín oscuro en el cual nadaban múltiples pececitos de colores. Del estanque fluía el agua por cuatro canalillos abiertos en sus flancos: al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, que pronto se multiplicaban en regatos y brazales sinuosos, y difundían el agua con que irrigaban cada rincón del innumerable jardín ofrecido a mis ojos, mucho más extenso de lo que en una primera impresión había calibrado.

Al caer la noche llegaron los pajarillos a beber de la Fuente, y todo fue susurro y canto, aroma y brisa. Miré hacia el cielo y contemplé las estrellas; quiero decir que contemplé verdaderamente las estrellas: en el cielo nocturno las vi, rutilantes, en su prístino fulgor. Experimenté una suerte de éxtasis. Entonces comprendí. Aquel Jardín cerrado en el cual me hallaba era Alepf, esto es, Edén: era la Vida.

Delante de la Fuente de doce surtidores caí de rodillas. Me inundó la paz.

 

                           

Jesús Cánovas Martínez

                            Ad astra per aspera

 

 

                                                     Jesús Cánovas, en la presentación de su poemario Convocada soledad. Fuente: La Verdad.

 

 

 

 

 Jesús Cánovas Martínez, filósofo, poeta y narrador. En poesía destaca su libro Convocada soledad (Tres Fronteras, Murcia), y en narrativa El baboso, y Toda mi vida matando tontos y ahora voy y me convierto en un conspiranoico y otros relatos del encierro (ambos títulos en editorial Círculo Rojo). Nacido en Hellín (Albacete), en 1956, residió en Madrid y en Águilas y desde hace años vive en Murcia. Ha ganado el II Premio Nacional de Cuento Ciudad de Hellín (1981), el XIX Premio Nacional de Poesía “Aurelio Guirao” de Cieza (2015) y I Premio Nacional de Poesía “José María Cano” de Murcia (2021).

Es colaborador de la revista Ágora desde sus inicios. Cf. Su página en Ágora: 

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