Antonio Ortega Fernández
La edad de la inocencia y otros relatos
Arráez ed. Almería, 2025
Presentación: Domingo Fernández Zurano
Prólogo: Pedro Felipe Granados
Ilustración de portada: Lucrecia Parra
DE UN TIEMPO INOCENTE, ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO
La edad de la inocencia (y otros relatos sobre Huércal-Overa), del escritor y profesor Antonio Ortega Fernández, acaba de ser publicado por la editorial almeriense Arráez. Lo componen quince narraciones, casi todas ellas breves, y salvo una, que es de ambiente medieval, situadas en dos tiempos hoy casi míticos en nuestra actual aceleración: el de los años 60 del siglo XX, correspondientes con la infancia del autor y de sus prolongaciones en la colección de relatos, y el de los años de la guerra o más exactamente de la inmediata posguerra, principios de los 40, el tiempo de los abuelos.
Hay una temperatura emocional, por así decir, y un estilo, poético, evocador y documentado en la propia experiencia, que se mantiene a lo largo de la escritura de las quince narraciones (salvo quizá la referida a la época medieval, la única que flojea en tan magnífico conjunto).
Para este lector, que vivió su infancia en una pedanía de Murcia, y que nació casi por los mismos años que los sujetos infantiles de las narraciones de Ortega Fernández y, por ende, por las mismas calendas que el autor (Huércal-Overa, Almería 1959) la lectura de este libro le ha resultado sencillamente deliciosa, emotiva, punzante en cuanto me ha evocado, a cada página, el trabajo de una no regalada existencia, la pena pero también el esfuerzo ilusionante y la honestidad a prueba de cualquier infortunio, de esas gentes que fueron (por desgracia, casi ya debo decir fueron) nuestros padres, nuestros abuelos o bisabuelos, de origen campesino o menestral, luchadores épicos por un elemental derecho: a que nada ni nadie les despojase de la dignidad de sus vidas, y a que mejoraran sus hijos, nosotros, los que nacimos en lo rural y pudimos, ya a mediados de los 60, acudir a decentes escuelas públicas, y en los 70, quién lo iba a pensar, a institutos y, en los finales de los setenta y principios de los ochenta, con la democracia a la puerta o en la plena explosión primaveral de la democracia y la cultura, a la Universidad. Vaya, si el hijo de un obrero o de un agricultor o emigrante consigue ir a la Universidad es que el mérito del trabajo de tantos emigrantes, obreros, campesinos, menestrales no ha sido en vano. De ese trabajo algo fue, sin duda, para secundar y fomentar el esfuerzo intelectual y formativo de generaciones. También la vida diaria, el confort, nada despreciable, se empezó a notar en la España de finales de los 60 y sobre todo en los 70: vacaciones, seiscientos, agua corriente en las casas (en muchas de ellas fuera de las urbes no había ni agua corriente; había que ir a lavar o a lavarse al río o a la acequia, como ocurría en mi pueblo; claro que de muy críos nos bañaba madre en un barreño, y el váter era una sentina con un agujero tapado con una madera).
Antonio Ortega Fernández
El cronotopo narrativo, en el libro de Ortega Fernández, está dibujado vivídamente, con tanta calidad de emoción y de buena prosa. Espacialmente, lo constituye, como núcleo, el mundo cercano a Huércal-Overa, de casas y campos medio perdidos (Úrcal, Los Reyes, El saltador), claro, que también hay "periferia" y alusiones a lo que queda fuera, pues todo ámbito delimitado necesita esas alusiones a lo exterior o lo que limita: referencia a Granada, la propia Huércal-Overa, Lorca, Almería o Murcia, como nudos de otras conexiones culturales, sociales. Y temporalmente, se nuclea en unos años correspondientes al título "La edad de la inocencia", cuando los dos hermanos y protagonistas infantiles tienen 7 y 8 años respectivamente, u 8 y 9: principios de los 60 (hasta el enero del 66, bombas de Palomares, en el último relato "Te juro que lo vi", cuando los niños van a un colegio rural, o incluso hasta 1969 o 1970 cuando van internos al Instituto Cura Valera para más adelante, tras seis años, ingresar a la Universidad de Granada). También aquí la marca temporal se abre a un tiempo anterior y posterior: el anterior es clave, el tiempo de la dura posguerra, el inicio de la dictadura de Franco (los años 40), pero también se alude en varios relatos al final de esa dictadura, coincidente con los iniciales años universitarios donde los jóvenes adquieren conciencia de los nuevos tiempos y de la inminente y deseada democracia.
En el interior de ese cronotopo, que, como vemos, es elástico pero bien nucleado en unos años decisivos para la formación de los caracteres principales (luego diré de otros, sobre todo, la madre, el padre ausente, emigrante en Hamburgo, y el abuelo; así como el personaje colectivo de los vecinos), existe una contraposición de dos tiempos temáticos (por así decir), que centran las narraciones: el pasado y el futuro. El pasado, referente al mundo del abuelo, es un pasado de miedo, que a veces vuelve como en el magnífico relato "El pozo Nº 7", donde el abuelo no acude a una citación de la Guardia Civil.
("El abuelo agarró las riendas de su mula y se marchó para su casa como alma que lleva el diablo. No quería enfrentarse de nuevo a su pasado. Los dos años en la cueva fueron suficiente. Alimentándose de manera precaria, salvo las veces que podías subirle a escondidas comida reciente de la casa, malviviendo en la oscuridad de una cueva inhóspita. Un suplicio que no quería rememorar. Un episodio al que había puesto un candado de amargura. Por eso, se fue esa tarde después de beber un vaso de agua, así lo recuerdo, desapareciendo en el horizonte del camino entre los naranjos del vecino José Juan". pp. 197.198 La edad de la inocencia).
Ese relato enlaza con otro previo, "La cueva del agua picante", quizá uno de los más destacados del libro, en que se narra la "aventura" del abuelo joven obligado a luchar en el bando republicano y metido en un camión camino del frente. ¿Desertó? No, se liberó, porque aquello fue ilegal, y se escondió en una cueva no muy lejos de Úrcal y de la casa perdida en que vivía su familia, podía ver a lo lejos a sus seres queridos pero vivía en absoluta privación y soledad. Hasta que "en la mañana del último día de agosto del año 1940" lo descubrió una pareja de la guardia civil. A partir de ahí, vivió siempre con el miedo y con la sospecha sobre él por parte de las cerriles autoridades del Régimen que no comprendieron nunca que había más de dos Españas, las enfrentadas con saña cainita. (Esa historia, la puedo confirmar en mi propia familia, donde mi abuelo materno secuestrado por la República para ir al frente de Granada huyó en algún momento y volvió a pie a su casa en Alcantarilla, Murcia; allí estuvo oculto, como topo, en un altillo cerrado, durante casi una década, mientras sus hijas, entre ellas mi madre, la mayor, se ocupaban de la casa y de la abuela enferma y justificaban ante las vecinas el ruido que podía salir de aquel escondite). Para los vencedores todos los que no estuvieron con ellos fueron sospechosos, así se comprende el terror dictatorial sentado sobre las conciencias (conciencias vueltas cómplices en algunos casos) durante décadas de "silencio", incluso en años en que ya se había iniciado o se empezaba a notar en algunas regiones más pobres el "desarrollismo", simbolizado por la llegada del agua a algunas zonas de los secarrales almerienses. Lo explica muy bien el narrador de La edad de la inocencia, en el citado relato "El pozo Nº 7":
"El abuelo dudaba. No había hecho nada. Pero la historia de delaciones y venganzas estaba llena de inocentes. Sabía que la policía de Franco aún perseguía a fugitivos de toda índole. Conocía a gente que no salía de su casa. Más de un vecino pasó noches enteras en los calabozos de la cárcel. A todos les interrogaban en busca de saldar cuentas con el pasado. En busca de culpables, lo fueran o no. Una forma ingeniosa de sentir el poderoso influjo del poder. En los pueblos, en las ciudades, en cualquier lugar, el anuncio de la detención de un prófugo, de un delator, de un filocomunista o de un ateo era un triunfo del Régimen y, consecuentemente, merecedor de una medalla el héroe que había logrado tal hazaña de llevar a la cárcel a un ememigo del todopoderoso dictador." p. 197. op. cit).
Para ser honestos, hemos de decir que lo mismo, la sed de venganza y el colaboracionismo, ocurrió, en proporciones distintas sin duda, en los mismos años anteriores, en los años de la República y sobre todo en los años de la guerra civil, y en las dos zonas: quien no estaba con quien mandaba (y mandaban muchos en cada zona, sindicatos, partidos, milicianos, ejército sublevado, la Falange) era un traidor o en todo caso un sospechoso. Mi abuelo, por cierto, nos explicó a sus nietos mocitos por qué dejó él las armas y abandonó el frente de los dos Caínes:
- Porque no sentía odio por nadie, recuerdo que dijo.
Ahora que nos han cascado una trola con la memoria histórica, deshonesta, falta de imparcialidad, importa reflexionar de nuevo sobre esos tiempos para comprender lo que viene.
Volviendo al drama, a la tensión que es la profunda rueda de las narraciones de La edad de la inocencia, hay que hablar de otro polo temático: el futuro. Ya que el presente, en realidad, es un tiempo detenido, espacio de la evocación lírica, pero también importante en su papel de uncir pasado y futuro: los registros bien recogidos en las narraciones del mundo rural, del esfuerzo por sobrevivir, de las circunstancias de la emigración, los pocos incidentes, como el de las bombas americanas termonucleares caídas, tras un accidente de dos aeronaves, sobre la comarca de Almanzora y Palomares, una de ellas encontradas en el mar levantino por un pescador de Águilas.
El futuro está representado por los hijos, por los niños de las historias, para quienes los padres laboran con tesón fruto de un fatalismo no resignado, valga la contradicción gramatical, no vital; también por el discurso interior que los propios personajes adultos, la madre, el padre, tienen para justificar su soledad, su sacrificio, uno en un país extranjero, otra sin compañía del hombre en la casa. Adquirir una poca tierra propia, una casa en propiedad, criar y dar educación a los retoños, y sobre todo, quitarse la tristeza y la mala sombra de un pasado que volvía con su maldición. Nada menos que esas humildes victorias eran los objetivos de una vidas honestas que sobrellevaban todo por la esperanza de un bien futuro.
Dejo sin comentar otros muchos aspectos de la obra. Destacaría brevemente la capacidad de hacer creíbles y de dar vida a los caracteres. Central es el papel de la madre, auténtico foco de todas las historias. Los vecinos, como un coro de buenas gentes solícitas, componen también un papel importante. Los personajes masculinos, aparte de los niños protagonistas (el principal, el niño Antonio, hilo narrador y trasunto del autor), el abuelo, del que se nos dibuja una vida amarga que no ha doblegado su carácter ni su poder de supervivencia (es quien sabe de las cosas del campo, pues las generaciones de los hijos adultos "trabajaban" en los años 50 y 60 en otras actividades "con más futuro", urbanas, fabriles o mercantiles, aunque luego esa generación, que es también la de mi padre, fue la última en levantar el campo y trabajarlo) ni ha extirpado la ternura hacia los niños, a los que pasea en su mula, como lo hiciera el mismísimo poeta de Moguer en Platero. Delicioso pasaje.
La obra trata, en fin, de un tiempo inocente, conservado en la narración, un tiempo entre el pasado y el futuro. De Cuando era feliz e indocumentado, como reza el título de aquellas crónicas de García Márquez, puede decir Antonio.
Invito a leer esta obra que no les va a dejar indiferentes, sobre todo a aquellos que han vivido y recuerdan esos años del cronotopo, pero también a aquellos que pueden calar en lo más entrañable y actual de la novela, el drama del pasado y el futuro, un drama siempre actual y pertinente a cualquier generación.
Quiero subrayar, finalmente, las precisas palabras de presentación del libro, por parte del alcalde de Huércal-Overa, Domingo Fernández Zurano, y el prólogo, excelente, sabio, como todo lo que sale de sus manos, del escritor, columnista y profesor Pedro Felipe Granados.
El libro, publicado en la colección Cabezo La Jara, se acompaña de unas ilustraciones en su interior que nos ponen visualmente en antecedente de las respectivos relatos. Son obras de los artistas gráficos Andrés García Ibáñez, Emilio Sánchez Guillermo, Pedro Soler y Lucrecia Parra, autora también de la ilustración de portada alusiva a la planta símbolo del Parque natural de Cabo de Gata y en general de la tierra de Almería, tan entrañable, tan vital y resistente como la pita.
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