LA GANDULA
Leyendo hace poco un artículo periodístico de Rosa Belmonte, que trataba sobre la pereza, me vino a la mente la palabra gandula, y enseguida asocié esta con un mueble que teníamos en casa (me refiero a la de mis padres en la huerta de Murcia). Le llamábamos, con trato familiar, la gandula, y era un trasto un poco pesadote pero cómodo y diseñado para echar el cuerpo y reposarlo, sobre todo en la hora de la siesta, en el largo torpor del estío; o, recuerdo ahora, en cualquier otra época del año, principalmente en las veladas era el puesto ideal para ver y a lo mejor solo oír la televisión, entre cabezada y cabezada.
Aquel viejo mueble -no tan flexible como la hermosa mercedora forrada en cuero rojo que teníamos también- venía heredado de mis abuelos paternos. Pero la gandula era más práctica y socorrida que aquella otra reliquia mecedoril que casi siempre se erguía de adorno en el salón comedor como esperando a hacer el cumplido de ofrecer asiento a un huésped o invitado.
La gandula, a fin de cuentas, era la más polvorilla e inquieta de todo aquel ajuar familiar, al que pertenecían no solo ella y la señoril mecedora, sino también la cama, el zafero, el arcón y las sillas y otros muebles domésticos de honesta artesanía.
"Trae la gandula, hija", "sácala, hijo, al porche", "tráela a la puerta del patio", "llévala a la sombra de la cuadra", o (incluso) "súbela a la terraza que hace allí buen fresco". La gandula aguantaba todo, desde sus maderas gruesas y su lona sufrida, y no protestaba de esas trashumancias. Se aprestaba a andar allí donde alguien de la casa quería oír la tele, a la fresca del patio, o donde madre lo ordenaba para recibir a las visitas y ofrecerles mullido asiento; o donde quería padre echarse a dormir, las noches calurosas, al raso, en la terraza. Aunque, con el tiempo, y buscando todos avío de comodidad, aquel mueble fue desplazado poco a poco. Padre se avió un pequeño colchón. Madre, hermana y abuela, la que vivía con nosotros, se acostumbraron a las nuevas silletas plegables, fáciles de mover y que, cerradas, apenas ocupaban sitio: enseres más prácticos que aquel mazacote de gandula de secano que uno buscaba para descansar un ratico y le invitaba a quedarse dormido varias horas; mobiliario sin el aquel de la gracia de un mediano artista pero que anunciaba excursiones a la playa algún domingo; invasora novedad que arrinconó para siempre a la gandula.
¿Para siempre?
Después de uncir el nombre con la cosa y esta con mi memoria, me viene todavía el rostro de mi madre, y el movimiento de su máquina de coser poniéndole música a las mañanas en las que la gandula reposaba frente a ella, estirada y recogida por un nimbo; tal que, ahora, me parece un trono que sigue en otro espacio sirviéndole de reposahuesos.
Fulgencio Martínez
17 de julio 2022
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