Portada de un poemario de M. Hernández Marcos
CENÁCULO Y GLORIA
A Leonardo López Monroy
Y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido
Rubén Darío
¡Cómo me gustaría amanecer
en un lugar tranquilo, hospitalario
(una taberna antigua, una playa escondida),
con la primera luz acariciando el mundo,
rodeado de amigos y de temas
que no se acaban nunca,
tras una noche exhausta de ojeras compartidas,
entre risas y copas con la música al fondo,
abrazado al encanto de la vida!
Si por casualidad allí cayera,
rasgando la penumbra de los días,
sentiría de pronto la belleza
de vivir al desnudo, cuerpo a cuerpo,
sin máscaras o agendas de codicia,
acordando palabras y deseos
en paz y dadivosamente,
mientras alrededor, como resaca sucia,
irían desfilando las mentiras
de tantas horas vanas y hacendosas.
No hacen falta etiquetas
ni tarjetas de oficio que camuflen los rostros
para huir a esa isla, tentar ese cenáculo
de ventanas abiertas donde fluye
la emoción mansamente, como un río despierto,
donde el amor no rinde cuentas
ni nos queman los juicios en la hoguera.
Quien a este reino viene
y no halla dicha y flores, aunque siga buscando
entre fechas marcadas y gestos de guardar,
mientras el tiempo pasa,
¿qué puede arrebatarle esa inocencia
en los instantes blancos de las causas perdidas,
con qué señuelo o devoción esclava
quebrar la libertad de ese derroche
en este rudo mecanismo
de pulsiones y plazos que infla en masa el alma
y la revienta luego con desdén?
¿No hay derecho al decoro de aquella edad dorada
que cantaran antaño los poetas,
la que a solas anhela nuestro pecho
cuando el desvelo airea ante los ojos
las telarañas del cansancio
y arroja en un suspiro
todos nuestros engaños a la vez?
No es en la juventud, al clarear la aurora,
en la que limpio se alza el cielo
o brilla lejos tal como se siente,
sino al atardecer,
agotado ya el don de la baraja,
cuando los sueños son
la única suerte que promete el viaje.
Bajo el techo de agosto,
cuando ansían los cuerpos ebriamente
la piedad del descanso o el calor del bullicio,
reverbera el recuerdo de las veladas cómplices
en las que no salía el sol
y el dulce devaneo hilaba su frescura
desatando el ingenio sin cumplidos ni prisas,
en un rincón cualquiera, con el ánimo
rendido al rumbo errático de la conversación.
Esas mismas primicias, esos brotes
probar de nuevo en gracia yo quisiera,
aunque pese la torpedad
y el desaliño aceche cabizbajo
- con arrugas no hay brío sino magia -;
probarlos en su flor
de vida libre aún y más intensa,
con la honda conciencia de los años
y la ropa gastada por la espera.
Pues el sabor, canalla para muchos,
de atrevernos a ser lo que no fuimos
por gloria y dignidad de lo que aún somos
en silencio y con más fuerza anhelamos,
no detiene las pérdidas, pero descarga, orea
la mitad andrajosa de uno mismo,
nos devuelve al furor de la partida
para jugar en vilo, igual que Sherezade,
el goce que aún nos queda,
más hermoso si cabe en su declive.
MAXIMILIANO HERNÁNDEZ MARCOS
Maximiliano Hernández Marcos es poeta y profesor de Filosofía en la Universidad de Salamanca: En poesía, uno de sus más destacados libros es La mirada mirífica (2018, ed. Camelot); y en Filosofía: La primera escuela de Salamanca (VV, AA) (2012 Ediciones Universidad de Salamanca).
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