SAGA NOSTRA, DE GASTÓN SEGURA
Con remite de Bilbao he recibido en Murcia, como cada mes, la carta con la factura de la eléctrica. No ignoro que, tras el nombre catalanizado de algún presidente del equipo de fútbol culé, hay un holandés, un vasco o incluso, más recientemente, un exsimpatizante de Fuerza Nueva. Quiere esto decir, si lo miramos en plan positivo (aún estamos cerca de la pasada Navidad y a primeros de año sientan los disgustos especialmente mal) que nuestro país es mucho más complejo e interconectado de lo que quisieran los bloquistas de cada lar, y que Cataluña, en concreto, es mucho más mestiza (como debe ser) e impura racial y culturamente de lo que quisieran las cuatrocientas familias autoproclamadas "aborígenes". In illo tempore, según reza aún el mito (protocatalán, o protoeúsquero, para el caso valdría igual, mutatis mutandis) aquellos aborígenes, que nacían ya con la barretina como casco, debían tener la sangre con un RH distinto al resto de los semibárbaros ibéricos, luego devenidos, con el tiempo, y a pesar de varios Siglos de Oro (Velázquez, Cervantes, Quevedo), en barbáricos españoles. Ocurre que no pudo evitar ser también una tierra de mestizaje aquel idílico mundo purísimo al pie de los Pirineos orientales, más tarde extendido hacia el sur, hasta la desembocadura del Ebro (sus dos núcleos extremos y "fines", por arriba el mundo rural prepirenaico, y por abajo, el neocatalán tortosí, en el Bajo Ebro, o reusense, "cruce de caminos"). Y entonces, tras varias generaciones, los llamados "catalanes autóctonos", como dijo una diputada de Junts, ya no se pudieron distinguir por su aspecto físico ni su capacidad intelectual de aquellos otros advenedizos. Solo que seguían, mitológicamente, existiendo como raza pura, con su RH catalán pata negra. La misma diputada, Anna Erra, cuando en 2020 era alcaldesa de Vich, dijo más, durante una intervención en el Parlamento de la Autonomía de Cataluña: "Hay que poner fin a la costumbre de hablar en castellano a cualquier persona que por su aspecto físico o por su nombre no parezca catalana" (1)
Saga nostra (Drácena ediciones, 2024), la reciente novela de Gastón Segura, tiene la cualidad de laminar y desmenuzar ese rancia mitología de la "gens" catalana que nos recuerda, en clave de farsa, viejos mitos atenienses de autoctonía (aquellos hijos nacidos materialmente de la tierra ateniense y que constituían el permanente fondo patrio). La virtud del libro de Gastón Segura (nacido en Villena, Alicante, en 1961, y educado en Caudete, en la provincia de Albacete pero próximo a la Comunidad Valenciana, licenciado en la Universidad de Valencia y editor, escritor y periodista en Madrid y Barcelona) consiste en el tratamiento "literario" del tema, pues lo aborda con la sutileza y el don de la escritura que respeta y conserva lo poético y literario del mito y que, tras descomponer las piezas del mismo, nos lo vuelve más rico, estilísticamente vivo y humanamente más interesante. Ocurre como en Cien años de soledad (novela a cuya comparación con Saga nostra volveremos después), y esa magia de la literatura, que no cambia nada el mundo sino resalta lo que hay, en contacto con las narraciones míticas y las fábulas, no deja de suscitarnos cuestiones "teóricas" en las que no profundizamos aquí.
Dos son los méritos fundamentales de Saga nostra, el primero, ya apuntado, es el tratamiento mítico de la materia que narra. Y el segundo, y no menos importante, el tratamiento del lenguaje: de las pocas novelas leídas por este comentarista últimamente donde se usa un español rico, complejo a veces, cuando está en uso de la palabra el narrador; y por otro lado, un español coloquial, estándar, cuando se narra directa o indirectamente; además del uso del catalán coloquial, tan bien acoplado en el texto (y del que unas discretas notas a pie de página dan cuenta para ayuda del lector). No solo es esa variedad de registros lingüísticos, sino el ritmo, la estructuración compleja del periodo prosístico, y la sutil combinación de descripción, narración y presentación progresiva de los caracteres de los personajes protagonistas, sin perder el hilo o trama básica, que no es otro que el reconocimiento o anagnórisis de la identidad del personaje principal, un hijo bastardo de un alto espécimen de la sociedad de la opulencia y la raza catalanas, quien, claro es, como los españoles que llegaron a América, casó bien con una princesa nativa, siendo él navarro-vasco y viniendo del ejército nacional franquista que tomó Barcelona y fue aclamado en esa ciudad y en el resto de Cataluña como liberador y protector de los intereses de la burguesía autóctona, los ricos y terratenientes de toda la vida que tanto padecieron la anarquía y eso que otros dicen afán de reparto, justicia e igualdad, de los "extremistas" republicanos; así que el dictador Franco vino a reponer a la Cataluña eterna.
La novela se estructura en doce capítulos, y culmina con una página donde se nos da el "Árbol genealógico de los Arrate". (Esto evoca necesariamente la novela genial del colombiano). Cuesta un poco arrancar en los dos primeros, donde la narración fluctúa del presente al remoto pasado de los orígenes familiares del protagonista, Agustín Cañizares, un retoño extraño al tronco principal; sin embargo, la novela te atrapa a partir del capítulo tercero, donde la narración se dinamiza y se afianzan los caracteres de los personajes (también los en apariencia secundarios, como la pareja del protagonista, y el outsider tío Guillem -homosexual y, en cierto modo, la memoria de la familia- y que evoca en su nombre al hijo adolescente de Agustín, llamado también Guille). La novela no la puedes soltar, ni esquivar ningún detalle de la misma (lo que es más meritorio que la simple expectación ante la intriga) una vez que te cercioras de lo que está en juego en la trama: la búsqueda del conocimiento del origen, la anagnórisis clásica y siempre moderna.
Ocurre, decíamos antes, que la literatura no cambia el mundo, pero sí supone, cuando es tal, un redoble de conciencia. (Para que esto ocurra, el escritor ha de mantener el cuidado literario de no estropear lo que toca, aquello mismo que critica incluso fustiga. Ha de salir resaltada la realidad, en suma). Esto lo hace con maestría el autor de Saga nostra. Después de leer su libro, Cataluña nos parece mejor de lo que nos parecía y mucho mejor de lo que algunos de sus componentes pretenden hacer de ella. En realidad, Guille, el hijo, al que indirectamente se dirige la historia del protagonista Agustín, puede recibir un legado del que sentirse digno receptor.
Fulgencio Martínez. Editor y director de Ágora-Papeles de Arte Gramático.
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(1) Nota:
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