LOS DERECHOS DEL LECTOR
(Manifesto personal)
En marzo de este año el Gobierno aprobó un
anteproyecto para reformar la Ley de la Propiedad Intelectual y recientemente
ha obtenido el aprobado del Consejo de Ministros la reforma del Código Penal
que introduce “nuevas penas contra la piratería”, según titula un periódico global
en español, aún conocido como periódico “independiente”, es decir, que defiende
libremente sus intereses y presiona sobre la opinión pública y sobre el
gobierno para que se protejan mejor los derechos de autor.
Estos derechos de autor parece que están suficientemente atendidos; al menos cuentan con apoyo mediático y legal, aunque insuficiente porque nadie está contento nunca. En cambio, poco se defiende el derecho de los lectores a leer buenos libros –y hablo de libros, en particular, porque solo sé un poco en esa parcela de la cultura. Aquí todo es laisser faire. A la economía y a los gobiernos les trae al pairo que un libro de literatura o de filosofía se confunda con un bestseller, que te dén sopa de pato por caldo de pollo; no preocupa a nadie que al lector le den gato por liebre. Hasta algo de culpa tenemos los profesores que, con el pretexto de hacer a los niños divertida la lectura, aunque esos niños tengan 15 o 18 años, les damos a leer caramelos de libros, libritos para jóvenes, en vez de la buena literatura juvenil clásica (Salgari, Robert Luis Stevenson, Julio Verne, Dumas, el Baroja de Las inquietudes de Shanti Andia, el Miguel Delibes de El camino). Total, nada leen ahora; con la generación del wasap y los móviles, la lectura será algo cada vez más antiestético.
Legión de escritores buenos se pierden escribiendo para niños, haciendo esos ronquidos divertidos en blanco y negro, con muchos dibujos coloreados, y los malos escriben libros como los antiguos folletines del siglo XIX, cuando solo un 20 por ciento de la ciudadanía tenía acceso a estudios más allá de los primarios; entonces aun en los ateneos obreros la clase trabajadora se esforzaba, en clases nocturnas, por asimilar cultura, leían aquellos obreros concienciados más que hoy un catedrático de Universidad: ensayos de metafísica, novelas sociales, libros de historia, poesía.
Hoy toda esa inquietud ha pasado a mejor vida, aunque quedan aún unos cuantos lectores; y a ese segmento sociológico y cultural deberíamos cuidar y proteger. Sin ir más lejos, a ustedes, lectores de Murcia. ¿Quién de ustedes me puede decir dos buenos libros de nuestros escritores punteros vivos; y no me refiero a dos nombres de bestselleros, que veo a algunos de ustedes que ya ha levantado la mano? Me refiero al novelista Pedro García Montalvo, o a la escritora y poeta Dionisia García. Esta autora publicó no hace muchos años un libro que a este profesor de filosofía y aprendiz de escritor le fascina: El caracol dorado; un libro de confidencias y aforismos (ese género hoy tan de moda), que, si se hubiera escrito en la capital de España, o mejor aun fuera de la nación, hubiera llenado una página cultural de aquel periódico independiente. A Pedro García Montalvo, que ha publicado novelas en Seix Barral (la prestigiosa editorial de Barcelona), la Universidad de Murcia le ha dedicado un libro, que salió ya al final del pasado curso, Las cuatro estaciones, publicado por la editorial Editum. Quizá, dentro de poco, Pedro podrá poner en su currículo que ha publicado en el extranjero. Ni Pedro ni Dionisia dan al lector bazofia, respetan su tiempo y sus derechos y lo ponen a la altura de su formación.
Movilicémonos las fuerzas de la cultura en defender los derechos del lector, ya que nadie lo va a hacer (y me temo que, por el momento, ni siquiera un sector de lectores). Se llevan, sí, los diseños, los bestseller. ¿Os habéis fijado lo que estos libros que se llaman bestseller pesan y abultan? Una amiga mía que llevaba uno de ellos al entrar a un taxi tuvo que negociar con el conductor porque éste le quería cobrar el libro como un bulto. Al final, aceptó el taxista (a cambio de no depositarlo él en el maletero del vehículo) que mi amiga lo transportase, bajo su responsabilidad, en su asiento. ¿Y sabéis el por qué de las dimensiones cada vez más descomunales de esos ladrillos? Porque, de ese modo, disuaden de que uno lo preste a otro lector, como en la prehistoria de los grandes ventas "literarios" solía. Así, la mercadotecnia asegura el consumo individual, no compartido ni socializado, que eso merma la ganancia. Sin embargo, los libros de poesía o de literatura de los buenos siguen, casi siempre, editándose en formato fácilmente transportable, compartible y compatible. Un editor como Abelardo Linares, de Renacimiento, es un antigualla para los chicos de los superventas; se empeña en editar bien, texto de calidad, y en edición más que de bolsillo, de guantera de coche, un objeto llevable a cualquier lugar y aparcable ante los ojos propios y ajenos. Un hándicap así, asegura casi siempre la ruina económica para el editor y la gloria pobre para el escritor. Es por lo que, sin rendirnos, hemos de reivindicar otros medios de competencia los que estimamos aún la literatura, y la distinguimos de los ladrillos de los palabreros y timadores; en fin, habrá que poner en una pancarta: no queremos alimentos transgénicos, ni comida para perros, necesitamos alimentación humana, de calidad, unas veces exquisita otras sabrosa como un queso. Y queremos libros pequeños y buenos.
Cuando entremos en una librería se nos ha de ver la pancarta en los ojos de la cara, así, quizá, con el tiempo, no se atrevan a ofrecernos picadillo de libros en mazacote o albondigón, ni novelas "históricas" y bizarras donde los personajes piensen y hablen como el autor habla en casa en zapatillas, ni infolios encuadernados de misterios para los que siempre hay un "código" esperando (¡como si el misterio supiese de códigos!), ni libros de autoayuda que se escriben en un cortar y pegar.
Pero, mientras tanto, hay que movilizarse, aunque sea solo teóricamente, a favor de la literatura. Sí, señores, útil y también, barata, y, además, llevable y compartible por su ligero formato. Como los libros que hoy me permito recomendaros: El caracol dorado, libro de aforismos y confidencias; si de poco peso o tara externa, de mucha enjundia y (guiñemos el ojo) de mucha utilidad, y El intermediario o Una historia madrileña, dos buenas historias de Pedro García Montalvo para pasar un buen rato y dejar un rato el ratón.
Estos derechos de autor parece que están suficientemente atendidos; al menos cuentan con apoyo mediático y legal, aunque insuficiente porque nadie está contento nunca. En cambio, poco se defiende el derecho de los lectores a leer buenos libros –y hablo de libros, en particular, porque solo sé un poco en esa parcela de la cultura. Aquí todo es laisser faire. A la economía y a los gobiernos les trae al pairo que un libro de literatura o de filosofía se confunda con un bestseller, que te dén sopa de pato por caldo de pollo; no preocupa a nadie que al lector le den gato por liebre. Hasta algo de culpa tenemos los profesores que, con el pretexto de hacer a los niños divertida la lectura, aunque esos niños tengan 15 o 18 años, les damos a leer caramelos de libros, libritos para jóvenes, en vez de la buena literatura juvenil clásica (Salgari, Robert Luis Stevenson, Julio Verne, Dumas, el Baroja de Las inquietudes de Shanti Andia, el Miguel Delibes de El camino). Total, nada leen ahora; con la generación del wasap y los móviles, la lectura será algo cada vez más antiestético.
Legión de escritores buenos se pierden escribiendo para niños, haciendo esos ronquidos divertidos en blanco y negro, con muchos dibujos coloreados, y los malos escriben libros como los antiguos folletines del siglo XIX, cuando solo un 20 por ciento de la ciudadanía tenía acceso a estudios más allá de los primarios; entonces aun en los ateneos obreros la clase trabajadora se esforzaba, en clases nocturnas, por asimilar cultura, leían aquellos obreros concienciados más que hoy un catedrático de Universidad: ensayos de metafísica, novelas sociales, libros de historia, poesía.
Hoy toda esa inquietud ha pasado a mejor vida, aunque quedan aún unos cuantos lectores; y a ese segmento sociológico y cultural deberíamos cuidar y proteger. Sin ir más lejos, a ustedes, lectores de Murcia. ¿Quién de ustedes me puede decir dos buenos libros de nuestros escritores punteros vivos; y no me refiero a dos nombres de bestselleros, que veo a algunos de ustedes que ya ha levantado la mano? Me refiero al novelista Pedro García Montalvo, o a la escritora y poeta Dionisia García. Esta autora publicó no hace muchos años un libro que a este profesor de filosofía y aprendiz de escritor le fascina: El caracol dorado; un libro de confidencias y aforismos (ese género hoy tan de moda), que, si se hubiera escrito en la capital de España, o mejor aun fuera de la nación, hubiera llenado una página cultural de aquel periódico independiente. A Pedro García Montalvo, que ha publicado novelas en Seix Barral (la prestigiosa editorial de Barcelona), la Universidad de Murcia le ha dedicado un libro, que salió ya al final del pasado curso, Las cuatro estaciones, publicado por la editorial Editum. Quizá, dentro de poco, Pedro podrá poner en su currículo que ha publicado en el extranjero. Ni Pedro ni Dionisia dan al lector bazofia, respetan su tiempo y sus derechos y lo ponen a la altura de su formación.
Movilicémonos las fuerzas de la cultura en defender los derechos del lector, ya que nadie lo va a hacer (y me temo que, por el momento, ni siquiera un sector de lectores). Se llevan, sí, los diseños, los bestseller. ¿Os habéis fijado lo que estos libros que se llaman bestseller pesan y abultan? Una amiga mía que llevaba uno de ellos al entrar a un taxi tuvo que negociar con el conductor porque éste le quería cobrar el libro como un bulto. Al final, aceptó el taxista (a cambio de no depositarlo él en el maletero del vehículo) que mi amiga lo transportase, bajo su responsabilidad, en su asiento. ¿Y sabéis el por qué de las dimensiones cada vez más descomunales de esos ladrillos? Porque, de ese modo, disuaden de que uno lo preste a otro lector, como en la prehistoria de los grandes ventas "literarios" solía. Así, la mercadotecnia asegura el consumo individual, no compartido ni socializado, que eso merma la ganancia. Sin embargo, los libros de poesía o de literatura de los buenos siguen, casi siempre, editándose en formato fácilmente transportable, compartible y compatible. Un editor como Abelardo Linares, de Renacimiento, es un antigualla para los chicos de los superventas; se empeña en editar bien, texto de calidad, y en edición más que de bolsillo, de guantera de coche, un objeto llevable a cualquier lugar y aparcable ante los ojos propios y ajenos. Un hándicap así, asegura casi siempre la ruina económica para el editor y la gloria pobre para el escritor. Es por lo que, sin rendirnos, hemos de reivindicar otros medios de competencia los que estimamos aún la literatura, y la distinguimos de los ladrillos de los palabreros y timadores; en fin, habrá que poner en una pancarta: no queremos alimentos transgénicos, ni comida para perros, necesitamos alimentación humana, de calidad, unas veces exquisita otras sabrosa como un queso. Y queremos libros pequeños y buenos.
Cuando entremos en una librería se nos ha de ver la pancarta en los ojos de la cara, así, quizá, con el tiempo, no se atrevan a ofrecernos picadillo de libros en mazacote o albondigón, ni novelas "históricas" y bizarras donde los personajes piensen y hablen como el autor habla en casa en zapatillas, ni infolios encuadernados de misterios para los que siempre hay un "código" esperando (¡como si el misterio supiese de códigos!), ni libros de autoayuda que se escriben en un cortar y pegar.
Pero, mientras tanto, hay que movilizarse, aunque sea solo teóricamente, a favor de la literatura. Sí, señores, útil y también, barata, y, además, llevable y compartible por su ligero formato. Como los libros que hoy me permito recomendaros: El caracol dorado, libro de aforismos y confidencias; si de poco peso o tara externa, de mucha enjundia y (guiñemos el ojo) de mucha utilidad, y El intermediario o Una historia madrileña, dos buenas historias de Pedro García Montalvo para pasar un buen rato y dejar un rato el ratón.
Fulgencio Martínez
Profesor de Filosofía y escritor
Profesor de Filosofía y escritor
ARTÍCULO PUBLICADO EN EL PERIÓDICO LA OPINÓN. jueves 26 de septiembre 2013. Enlace:
http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2013/09/26/derechos-lector/500588.html
http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2013/09/26/derechos-lector/500588.html
ÁGORA DIGITAL SEPTIEMBRE 2013
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