TU INFANCIA SON MIS RECUERDOS
1. Mi tío el recovero
En el tren que le bajaba
todos los miércoles con su tío el recovero al mercado de la capital de la
comarca, trashumaban también muchas vendedoras adormiladas sobre la madera, junto
a las capazas de huevos y las jaulas donde amarilleaban los polluelos, y las
cestas con gallinas vivas, que iban a vender en el mercado semanal.
Más allá se veía a otras
mujeres con barricas de miel, tarros de hierbas medicinales o aromáticas para
la cocina, salvia, tomillo, ruda, manzanilla; cajas de tomates en conserva que
se hacía en casa, y confituras, y maletas con paños, retales, vestidos y
tapetes que más adelante arderían bajo el sol en los puestos. El tren venía de
las tierras altas, del esparto, secas como una herida sin sangre, hasta aquel
pueblo en donde comenzaba la vega; y por el camino sonreía ya la flor de los
albaricoqueros –era marzo o abril- moviendo como una alegría blanca en la mirada
ensoñiscada del niño.
Llegaba muy temprano,
sobre las siete y media, al mercado. Tenía que ayudar a su tío, primero, a
extender y colocar el puesto. Como siempre, debía al principio poner dos piedras
en cada extremo de la tienda improvisada, para evitar que otros mercaderes le estrecharan
el espacio de su comercio. Y mientras el tío hablaba con el municipal que cobraba
la tarifa por la venta ambulante y tío y guardia iban a despacharse un revuelto
de ponche y anís seco al bar más cercano, él revoloteaba entre los pollos,
ponía la romana, la balanza, las pesas y los platos en su sitio, y se echaba a
la boca un caramelo.
Cuando acudían a comprar
las primeras mujeres madrugadoras – los puestos de los recoveros estaban
siempre al comienzo del mercado – ya venía su tío por la calle, subiéndose
hasta más arriba de la cintura el pantalón de pana; con la prisa que se daba (como
la primera vez que se le buscó novia en el pueblo) convencía a las señoras de
que aquellos huevos eran del día, los huevos más frescos, como de casa.
Entonces no se comían si no eran de confianza. “A esta gallina usted le puede
hablar”. Su tío era un buen vendedor. Con su pequeña estatura de morisco que
venía de una raza de mozos de venta, recordaba las industrias que la familia,
en tiempos remotos, había tenido entre aquella capital de la comarca y el mar.
Su tío no se daba aínas
en vender. Manoseaba el producto igual que los clientes, a los que invitaba a
apreciarlo desde todas las perspectivas. A veces mientras chalaneaba se interrumpía
para ponerle un piropo a alguna señora que pasaba. “Preciosa, mira lo que vendo”.
La compradora enlutada que no se decidía aún a mercarle, reía con todas sus ganas
y al final se llevaba una docena.
Dejaba a mi tío cuando
estaba en el fondo teórico de su explicación, o sea, cobrando a las espectadoras,
y me iba corriendo entre los puestos, por el pasillo de calle que no invadían los tenderetes, hechos con cajas y palos de
donde colgaban lonas de camión, como porterías de rugby inclinadas unas a otras
por el temporal.
Me llegaba yo donde
Licio, quien también acompañaba los miércoles a su padre en el mercado. El
padre de mi amigo tenía un puesto de zapatos y menormente de hilos y botones
para camisa y pantalón. Al principio venía a hacer el mercado en motocicleta,
con su cajón de hilos en el asiento de atrás; luego, en un dos caballos
furgoneta.
– ¿Qué? ¿Cómo está tu tío
el moresco? Licianín, termina de poner bien todos los botones.
Cada fila llevaba un
pequeño papelito blanco prendido, con el tamaño y el precio.
Cuando se acababa la
última fila, mi amigo Licio y yo marchábamos al puesto de churros, con la
propina que cada uno había recaudado de sus oficiales.
Eran pasadas las ocho y
media, y veíamos cruzar a los niños del instituto por una esquina de la plaza
del mercado, cerca del puesto del churrero. Nosotros estábamos como de feria todos
los miércoles. Habíamos hecho amiga con un niño de nuestra edad, que nos parecía
el ser más tonto de la creación. Juan José andaba siempre enamorado. Tenía una bicicleta
que a veces nos dejaba para que se la cuidáramos y nos diéramos un paseo.
– Ya está ahí ese tonto
de niño.
– Hola, Licio, Luis, eh
mi bici, cuidado que le puesto faro nuevo.
Ya se la había arrancado,
con jinete incluido, alguno de los dos.
– Joder.
Licio estaba caracoleando
con la bici entre las cestas de las mujeres y los montones de retales y ropas
tendidos sobre un plástico en el suelo: la moda que vendían los gitanos.
– ¿Sabes cómo se llama?
– María Eugenia.
Juan José me señalaba a
una regordeta del instituto, que en ese momento cruzaba en bicicleta, su
cartera luciendo fotos de cantantes.
– ¿Y no le has dicho aún
nada?
– ¿Cómo le voy a hablar?
Tú llevas zapatos, pero yo… Decía Juan José detrás de sus gafas. Tendríamos once
o doce años y ya nos habíamos puesto pantalón largo para que nos dejaran pasar
en el cine a las sesiones de mayores de catorce, pero los niños seguían
calzando zapatillas que se llamaban bambos. Todos, menos yo. Quizá me desquitaba
así de mi inferioridad ante Licinio, o por el aquel de sentirme ya otro niño.
Consolaba a Juan José, al
que le hacía soñar, y acabábamos riéndonos juntos.
– Eso es una tontería.
¿Sabes dónde vive?
– Sí. Su casa tiene tapia
con la de mis primos.
- ¿Y por qué no saltas la
tapia y le dices que estás colado por ella?
Era más fácil proponerle
a Juan José que saltara la tapia de su amada, que animarlo a que se atreviera a
acercarse y hablar a esa niña que iba a su mismo colegio, aunque a la clase de
las chicas, claro, separados como estaban los niños y las chicas, aun en el recreo,
por una pequeña pareta. Parecía, también, más lógico.
- Ha de ser una tarde que
esté sola.
- Vale…
- Te guardo la bici
-interrumpía Licio.
– No dámela, que le he
arreglado la luz y no quiero que me la roces.
– Buuueno, Juanjo,
marica.
– Bocón.
Antes de partir a
ocuparnos de nuestros recados, esperábamos a comprar los churros. El churrero,
con un brazo salpicado de sudor, movía enérgicamente el rodillo dando holgura a
la masa. Luego, echaba toda esa masa ya esponjosa y suelta en un gran
recipiente de aceite hirviendo, donde, con unas tenacillas, iba ahogando por
partes la rueda, emergiendo y separando sus bordes hasta que aquello se volvía
amarillo, marrón y crujiente en el momento en que el humo nos alimentaba los
ojos.
Un cuarto de churros en
un cucurucho de papel basto, sobre el que descargábamos medio tarro de azúcar,
valía la mayor de nuestras monedas.
A continuación,
comiéndolos, íbamos a hacer los pequeños encargos de nuestras madres o vecinas
de mi tío el moresco o del padre de Licinio.
Subíamos por la calle de
los salazones donde se veía el bacalao seco colgando de un gancho en los
puestos, las bacalás abiertas, el bonito o el biso salado (como el antiguo garum de los romanos), las sardinas ahumadas en
sus cajones redondos de madera, y más allá los puestos de encurtidos,
aceitunas, olivas de todos los aliños, tápenas, tallos de alcaparras, con el
punzante y agradable olor que tanto nos gustaba a los niños, y cuyo sabor nos
recordaba el vinagrillo de los huertos, cebolletas, pepinillos, pimientos
dulces y picantes, banderillas.
Luego los frutos secos,
golosinas para la madre o la abuela que disfrutaban repartiéndolas –habas
fritas, torraos, avellanas, pipas, almendras menos, cacahuetes; pipas sobre
todo, para las tardes de oír los seriales de la radio o, en los últimos
tiempos, para las noches de televisión.
Volábamos, después, a los
puestos de alfombras, ropas, tejidos: había que comprar algún trozo de tela a
la hermana o a la tía. Se compraban entonces las telas por metros, para las
cortinas, para los trajes de domingo hechos al corte, hechos casi siempre en
casa y a veces mandados a cortar a alguna vecina experta que vivía de ello.
Y luego las tiendas de
ultramarinos, de conservas, de legumbres, que eran los puestos más grandes, con
lonas de camión por encima. Allí comprábamos un kilo de lentejas o de habichuelas.
Pasábamos a la calle de
la fruta, las hortalizas, donde, delante de las camionetas en que se
transportaban, se vendían los pimientos, las patatas, las peras, los melones
grandes, de agua, o los chicos, de año, amarillos y con forma de balones de
rugby.
Y volvíamos, otra vez,
bajando la cuesta, entre puestos de plantas, macetas, flores y hierbas
medicinales y tarritos de miel, a la plaza donde se abría el mercado, y donde estaba
el carro de los churros. Entrando en esa plaza estaba el puesto de mi tío, y al
fondo la última moda en zapatos.
Para el niño era notable
ver que el puesto de su tío no vendía moda: sus productos debían ser del día.
En cambio, en el puesto del padre de Licinio, se preguntaba por los zapatos de
moda esa temporada. Casi todos eran restos de temporadas pasadas, pero que ese
año se veían allí por primera vez. Eran baratos, se los podía llevar el cliente
para probarlos y, si le sentaban mal, los podía devolver a la semana siguiente.
“Estos zapatos me aprietan aquí”.
– Estos zapatos me
aprietan aquí.
– Desahóguelos un poco.
– Pero si ya los he
probado tres días.
No acababa de convencer
el padre de Licio a una joven ama de casa, que llevaba su bebé en un carrito.
– Luego nos vemos, Licio.
Volvía yo a mis faenas de
meritorio de recovero; y mi tío:
– Sabes lo que te digo:
que te vas a estar aquí un rato, que tengo yo que ir a llevar un encargo a
cierta señora.
Lo peor que llevaba era
la pesa. No aprendía del todo bien el ejercicio de echarme al hombro la pequeña
romana y pesar, sujetando a un gancho la cuerda que ceñía las patas del ave.
Menos mal que mi tío ya no traía a vender conejos, que se veían cerca en los otros
puestos de los recoveros, y palomas y cabritas y pavos por Navidad. De las
palomas se hacía un caldo que era mano de santo para la vista. Se regalaban
pichones a los enfermos de los ojos: ése era el mejor presente de un familiar a
otro, la prueba de que se deseaba ver con salud al pariente. Los pavos sólo se
mercaban en las fechas próximas a Navidad.
Como yo había oído de
pasada a mi abuela alguna historia sobre mi tío de joven, me quedaba imaginando
cosas de él mientras trataba de hacerme con la romana.
Una vez, a mi tío, ya
solterón, le había buscado la familia una mujer de esta capital, para que se
arreglaran. Mi abuela, que tenía algún conocimiento de casamenterías, allá en
la posguerra, habló con la chica, y, por lo que sé, un día de mercado mi tío
bajo del tren con ropa nueva y el cigarro bien liado en la boca.
Parece que llegaron a
tener algunas entrevistas. Mi tío, unas cuantas veces, tomaría por la tarde el
tren a la capital, y hablarían, hasta llegar él a entrar al pasillo de la
pretendida y hasta estar sentados los dos en el pasillo, sobre unas sillas de
anea. No cuenta mi abuela cómo acabó esa historia. Desde luego mi tío seguía, a
la fecha, cuarentón y soleto, y con la romana.
– No hay manera, qué
invento.
– Échele usted una
ayudita al chico, decía compasiva una cliente, y el vendedor de al lado,
olfateando a una compradora, acudía a mi apuro.
– A cómo vende los
conejos, la señora aprovechaba para preguntarle.
….............
– Mesmo la hemos hecho
buena –mi tío decía siempre mesmo por
lo mismo para iniciar una advertencia o una exclamación.
– ¡Andarrapiezo! ¡Que me
puedo fiar de ti menos que de criado de ciego! Mi cara de impavidez y de no
enterarme lo indignaba más.
– Has vendido güevos de
anteayer a la señora ama del cura. Trae aquí.
El moresco echaba en una
cesta los huevos frescos que compraba el anochecer anterior, y en otra los de
anteayer.
– ¿Y cómo se va a enterar
la señora? Preguntaba, ingenuamente, yo.
– Anda, ¡buena es mi
madre! Necesita ésa menos de tres días para resucitarse aquí y estamparnos las
trompetas de los ángeles en los oídos. Claro que tú vas a oírla lo que diga por
su boca, mandilón, que ya va siendo hora de que espabiles y tengas criterio.
¿No has visto esa capaza verde donde están los huevos más frescos? Ojo a las
señoras que vienen con el monedero en la mano, y se saben el credo al revés.
Anda, ve donde el Saúco (el padre de mi amigo) y cómprame una hilada.
– Una hilada, ¿para qué
la quiere?
– Anda, te digo. Corre,
arrapiezo.
Al volver yo… “mi
sobrino, el chico”, estaba contando mi tío a otro vendedor.
Mi tío echó la hilada en
la cesta verde y luego pasó el hilo a la cesta vieja. Al rato, trayéndose de su casa en
el delantal los huevos comprados, apareció la señora.
– ¡Qué desprecio me ha
hecho usted, señor Moresco!
– Cómo…
– Estos huevos más valen
para tortaza. Tienen más años que mi abuelo.
– ¿Que diga eso usted
señora Rosa?
– Ni aunque me lo jure
sobre el Pilar; le digo que yo conozco a la vista los huevos recién puestos, y
que en mi casa no ha entrado ninguno que no sea del gusto de servidora.
– ¿De dónde los ha cogido
mi sobrino?
– De esa capaza…
– Compruebe.
– Estos sí se ven
frescos, no hay ni que verlos que lo son.
El hilo que había pasado
de la capaza verde a la vieja obraba su efecto (nunca sabría yo si era magia
por contagio o si una ilusión óptica) y la señora veía esos huevos más blancos
que la nieve, infundiendo su color a los que mostraba ella en su delantal.
– Compruebe: son los
mismos.
– El caso… decía
amusgándose la señora ante los huevos de la hilada.
– Compruebe, los mismos.
Está usted perdiendo vista, señora Rosa; ande, ya que está usted aquí: le
regalo esta gallinica.
Regalar era verbo entendido
(para mi tío y sus clientes) por vender barato.
La señora protestaba
prisa de hacer otro mercado, y, como tampoco le sobrarían los dineros, se
acercaba a los puestos en que, a la hora de la recogida, los comerciantes “regalaban”
los tomates, las lechugas y lo perecedero a precios de saldo.
2. Una carta de amor para María Eugenia
Tras volver mi tío, a las
doce, de nuevo nos veíamos Licio y yo. La hora de salir del colegio. Curioso
que repitiéramos los hábitos de recreo y salida de clase – nosotros éramos unos
niños interrumpidos pero con derecho a los mismos horarios escolares que los
otros.
– ¿Sabes, Licio, lo que
se me ha ocurrido? Tenemos que hacerle un favor a Juan José. Convencerle de que
escriba una carta de amor a esa niña, nosotros se la dictamos y que él la
firme.
– Ese gafas no me ha
dejado su bici.
– Esto será más divertido
que la bici. Escucha… ¡dame!... (habíamos abierto las bolsas de pipas y Licio
había empezado a meterse puñados en los bolsillos).
– No nos metamos tanto
con él.
– Ése…, míralo, si no
sabe ponerse sin manos.
Juan José estaba a punto
de llevarse a un lechero, que pasaba en su orbea cargada con una joroba en el
asiento de atrás: una gran cuba de leche. Juan José se soltaba ante las chicas,
para darse el floreo.
– Eh… (Ya estaba Licinio
con la bici).
– Juanjo…
– Eh…
– Juanjo, ya sé la
solución. Tienes que escribirle una carta de amor a María Teresa.
– ¿Qué?
– Atiende, y saca papel.
Juan José buscó en el lío de su cartera; arrancó al fin dos hojas de una
libreta.
– Pongamos el
encabezamiento. María Teresa…
– Eugenia.
Corrigió Juan José.
A Licio, que nos había
visto, le pareció interesante volver con nosotros y dejar la bici. Así que
escribimos los dos, cada uno con su letra, llevando cuidado en parecer la
misma, como en el colegio cuando jugábamos, en los ratos de aburrimiento, a
imitarnos las letras y las firmas.
“María
Eugenia (comencé yo a escribir): nadie
puede veros sin adoraros (me había gustado, en una lección de Literatura,
un poema cuyas palabras tenía que poner).
Cuando
pienso en tu cabello …”
– ¿De qué color tiene el
pelo?
– No sé decirte, tú
también la has visto, entre rojo y castaño, creo.
– Caoba, Juanjo.
– ¡Azul! –decía de chanza
Licinio-; caoba es cursi.
“rojo,
me entran ganas de adoraros”, y Licinio: “de la cabeza a los
pies…”
– No te pases, anda.
Y seguía Licinio
escribiendo:
“Entre todas las flores tienes el olor de la
más salvaje” (¿te acuerdas de esas flores carnívoras que aparecían en el
programa de marcianos de la tele; en aquel episodio de los héroes del espacio,
en que el de las orejas y el capitán se perdían con sus trajes espaciales
caminando por Júpiter?)
– No sabemos si ve el
programa la chica.
– ¡La nave interprai…
seven, six, fai, for, tri, chu, uan…!, ¡a la conquista del espacio!
Licinio ponía los brazos
como si fuera a despegar y salía de pronto corriendo.
– ¿Puedo ya firmar?,
decía Juan José. ¿Tendré que darle la carta o tirarla por encima de la tapia?
“Sueño con beberte
como un cura su vino en la misa. Parándome
en cada gesto
de levantar el cáliz, de llevármelo a la boca y de
limpiarme luego con un trapito verde las comisuras de los
labios.
Te quiero más que a
mi colección (¿qué coleccionas, Juan José?)
de águilas –
águilas llamábamos a los cartones pintados de las cajas de cerillas.
Sueño que montas en
mi bicicleta y que te llevo por los caminos
de
romero y mandrágora cerca de las vías del tren ganándole en
velocidad
a los expresos que cruzan sin detenerse en la estación.
Por las noches
tengo agarrada tu mano, tomo tu mano por la pera
que
está sobre mi cama, y la aprieto en la oscuridad para que se
haga
la luz y se vayan las pesadillas”.
– ¿Tú crees que va a
coger eso?
– Déjame, Licio. Y Licio
venga a decir: Los búhos y los zorros. Las ranas, los sapos y las culebras. La
bruja, el tío del saco, la monja que se lleva a los niños…
-…uuuuh…, y con un gesto de ogro volvía a
salir corriendo.
“Tengo para ti
muchos buenos besos. Juan José”
– Ahora sí que puedes
firmar. Resoplaba yo.
– No has puesto lo de
deseándole a usted que se encuentre bien.
Esas fórmulas de
despedida las conocería Juan José en la academia de mecanografía donde copiaba
correspondencia comercial.
“Deseándole a usted
bien. Juan José”.
– Ha de ser con
abreviaturas.
– ¿Y cómo es, Juanjo?
– Algo así como q.d.g.V…
o, q.V.d.e… Es que no me acuerdo cómo se pone.
– Es igual, déjalo. Lo
principal está dicho con el deseándole a usted y con el adoraros.
Juan José se metió al
bolsillo su carta y sacó una jícara de chocolate para compartirlo con los dos
amigos.
– Este domingo ponen otra
de Santana; del Oeste.
– Ya, pero nosotros no
podemos, porque mi padre –sentía decir a Licio- tiene que hacer.
Muchos domingos, en que
los padres de Licinio bajaban con el coche, los tres chicos veíamos películas
juntos. Las de guerra nos gustaban mucho.
3. Licio, tu patulae
Cuando llegué a por la
hilada, Licio estaba oyendo en el transistor de su padre (que colgaba de una
escuadra del puesto) a los Porretas. Una familia que todas las mañanas contaba
sus historias en la radio. Al abuelo Porreta me lo imaginaba como al alcalde con
banda en el pecho en las procesiones, cuya voz de trombón la seguía una
tropilla de músicos.
– Toma de aquel hilo, me
decía el Saúco, que es el que compra tu tío.
¡Vitaminas y sol de España!
¡Navelinas vendo, las mejores naranjas! Se arrancaba de pronto el Saúco hacia
un grupo de mujeres.
No dejaban nunca de
sorprenderme esos gritos de los vendedores. A veces se arrancaban a ofrecer sus
mercadurías con un anuncio improvisado que era una pura greguería de su
cosecha. Pero el colmo era oírles anunciar (con un estilo caótico, próximo al
surrealismo) cosas que nada tenían que ver con su puesto.
– ¡Vitaminas y sol de
España! ¡Navelinas vendo, las mejores…!
El Saúco era largo como
tres pisos, tenía siempre abierta sobre el expositor de los montones de
sandalias o zapatos una novelita del Oeste, que devoraba entre venta y venta, y
le enseñaba a su hijo a salir delante del puesto –él, a ratos de pie; el mayor tiempo,
sentado en una silla baja de tijera – para recoger el zapato que se probaban
los clientes, y para sostener mientras la caja con el otro compañero. De ese
modo el cliente no podía demorarse a su gusto (como en otros puestos donde
cogían y se probaban cientos sin comprar), se imaginaba atendido como en una
zapatería, y cuando llevaba varios probados le daba pena del chico allí
delante, se iba o compraba.
– ¡Sabanitas para tu
noche de bodas, princesa!, gritaba el del puesto de ropa.
Princesas les decía a las
mocitas que acompañaban a sus madres por entre los puestos.
– Relojes sumergibles,
pulseritas de oro, aguamarinas.
“Rancherita”, la música
de los transistores zigzagueando en aquel coloquio entre
vendedores y mujeres.
– La niña bonita, el
último, el último que me queda.
“A tu vera, siempre a la
verita tuya…” “Si Adelita se fuera con otro…”
– Cómprame a mí, mujer,
que te van a salir trillizos si me desprecias…
– Mujeres, no he vendido
hoy ni un palo de escoba.
Y los gitanos:
– Mala calentura te dé
por ser guapa, guapa, guapa.
– Me-lones, fres-quitos.
“A tu vera”. No pases por mi puerta ni mientas mi nombre. Mujer.
“Por el amor de una mujer
rompí en pedazos un cristal dejé mis venas desangrar pues no sabía A tu vera a
la verita tuya no sabía lo que hacía”.
– Licio, no sé si podré
acercarme luego un rato a lo de los billares. Las veces que jugábamos al
futbolín, y poníamos un sueño en la máquina de discos. Juan José, pon un duro.
El gato que está/ triste y azul. De Roberto Carlos. Y un cigarro que
consumíamos entre los tres niños, en aquellos billares donde se agolpaba la
tropa del colegio.
4. Mi sobrino
Mi sobrino, el chico, es
de estos jovenzanos de hoy que no ponen ningún interés en aprender la picardía,
y están siempre a la que pueden escaquearse. Lo tengo estudiando pero le
enseño, por si las moscas, mi oficio. Lo traigo a ayudarme los miércoles porque
es el mercado más grande que hago. Tío Ruzo, si nosotros hubiéramos tenido las oportunidades
que hay ahora. Aunque el chico también vale lo suyo, el arrapiezo me saca las
cuentas cuando lo pongo a aplicarse, todas las noches una hoja de quebrados,
raíces de ésas que llaman…, y sumas y restas, de mucho sumando y restando y
capitulando, las divisiones con la prueba del nueve, que yo le enseñé, y a mí
un barbero, pero no ha salido avispao pa los negocios, mira que le he dicho
veces ándate con ojo, ¡avispa!, que no haya otro más arzobispao que tú, en este
mundo hay que ser avispa y ni por ésas sale uno si no tiene suerte. Mira el
Saúco, que ya dice que va a poner a su hijo a trabajar en un banco, de
meritorio, pasado mañana lo tendremos de director de sucursal y quién sabe si…Mi
sobrino, como se ha criao el pobre conmigo, y a base de abuela y remilgos, a lo
mejor me sale tendero; cuando prospere mi negocio pongo venta y tienda en lo
del Alto, que por allí pasan mucho para Madrid; allí tengo aún unos terrenos
que no me producen ni gorda, pero ya viene el chico con el hilo.
5. Una lección de Historia
No se os ve poner interés. Cuando don José se enfadaba cogía su regla y golpeaba
a troche y moche. Escalera de color. Nadie escapaba a la quema, ni aun
ocultando la espalda contra el que se sentaba en el extremo del banco. No os entra la historia, caballeros; ya veréis cómo os la saco yo… de
las costillas.
Dábamos, esos días, la
historia de los romanos. Sobre todo con los mayores, el bueno de don José se
esmeraba para que supiéramos algo de mitología, sin ella no podréis entender
a los autores clásicos (de la historia de Prometeo, cuyo hígado era cada
noche devorado por un buitre y crecía a la mañana para otro suplicio, sentíamos
curiosidad por conocer el final) como sin
haber saludado la historia sagrada no os acerquéis al arte, pues muchos cuadros
tratan de Holofernes, David, Herodías, y os asustarán como monstruos
imponentes, si no sabéis que sus figuras tuvieron vidas como las de
Prometeo, Dafne y Apolo, por ejemplo.
Se empeñaba en enseñarnos
rudimentos de latín a los mayores que
luego en el instituto vais a encontraros sin saber el abc. La lengua latina es
como nuestra madre, de ella venimos; si ustedes observan el hipérbaton, está
ahí el secreto de la intención que ponemos al hablar, y al escribir.
Al principio de la frase la palabra que el romano
quiere destacar, porque la lengua se hizo para el hombre, no el hombre para la
lengua. Vera malorum amicitia non est. Verdadera amistad no existe entre gente
malvada. Verdadera, ojo, verdadera amistad. Eso es su lengua. ¡Qué no su moral!
Y contaba el maestro la
vida de Séneca, que le habíamos oído ya otros años, nuestro Séneca, que llevó
una vida ejemplar y murió noblemente, como Catón de Útica.
Aquel buen profesor creía
lo que decía con una sobriedad en sus frases extraordinaria.
Comenzaba la historia de
Catón recitándonos un poema:
Aquí hemos venido
a llevar una vida honrada
y difícil
- dijo Catón de Útica –
Tarde o temprano, el
destino
te exigirá dar un paso al
frente,
cuando ninguno quiera
darlo,
ante el pelotón enemigo.
Te llamarán...
y les dirás, como Catón el
fuerte...
ya te lo habrás dicho tú:
Los augurios no me
conciernen.
Fortuna no dirige mi alma.
A los dioses supera la
virtud.
No tenía mala intuición
histórica (en tiempos de la Revolución francesa, también los héroes modernos
gustaban ser pintados como Horacios y Catones), pero el poema teníamos que
aprenderlo de memoria y declamarlo después, a la vera de un crucifijo y bajo el
retrato de un Caudillo que nos daba más miedo que cien pelotones enemigos de
fusileros.
6. La gramática del colegio
Para entrar al colegio
donde estudiábamos Licio y yo había que pasar sobre un tablón de madera con
objeto de superar la barrizada que desde el invierno nos esperaba a la puerta.
Aquel colegio,
provisional hasta que se construyeran las nuevas escuelas, estaba en lo que
había sido una serrería y carpintería. Separaban sus dos únicas aulas unos
paneles de madera: en una de ellas estaba la clase de don José, el profesor de
los mayores, que éramos los que pasábamos de los diez y aún no habíamos
aprobado para ir al instituto.
El colegio tenía pocos
alumnos y, a diferencia del instituto de Juanjo, las clases eran mixtas,
comunes para niños y niñas. Teníamos clases mañana y tarde y aun los sábados hasta
mediodía, pero los jueves hacíamos tarde libre.
Licio y yo faltábamos
siempre a la clase del miércoles, que era el día del mercado mayor en la capital
de la comarca; y algún que otro sábado y cualquier otro día de la semana en que
acompañábamos a nuestros oficiales a los puestos. Así que estábamos como de
gira muchos días al año.
Hoy jueves por la mañana
(mientras nos cuchicheamos en clase nuestros planes para la tarde libre) don
José explica gramática.
- Decidme los participios
irregulares.
- De romper, roto.
- De escribir, escrito.
- De disfuncionar,
difunto.
- De escupir, esputo.
- Bien, bien.
- De llover, lloro.
- De freír…
- …rayo de mar. Por qué no;
se me ha ocurrido, decía yo.
- De decir, lo dicho.
Sois una pandilla de sabios a los que tengo que ponerles orejas de burro. Decía
don José, que era un buen versificador y que gustaba leernos poemas que sólo él
sabía que no venían en el libro.
Qué voz para mi
castigo
levantas
por el mercado.
Qué
clavel enajenado
en
los montones de trigo.
Qué
lejos estoy contigo,
qué
cerca cuando te vas…
(Pausa para recordar)
Qué alfiler de
cactus breve
asesina
tu cristal.
- Eso es de un poeta que
se llama Federico García Lorca.
No habíamos ni “gipao” el
poema, pero aquel recital no encantaba, y más la voz que ponía don José al
decir los versos últimos, una voz susurrada, como para comunicarnos un secreto.
Hablaba el maestro de los
de antes de la guerra en presente. Nosotros nos imaginábamos a Federico García
Lorca en el mercado y yo le ponía el rostro de Juan José al ver de lejos a su
María Eugenia.
- Vamos a ver cómo vais
de geografía. Repaso.
En coro.
- ¿En qué continente, de
los cinco, se encuentran los Estados Unidos?
- En América.
- ¿En qué otros
continentes no se encuentran los Estados Unidos?
- En Europa, Asia, África
y Oceanía.
- Muy bien.
- ¿Qué nos separa de
Francia?
- Los montes Pirineos.
- ¿Qué otros sistemas
montañosos no nos separan de Francia?
- La cordillera ibérica,
la bética, la penibética…
- Vale, es la hora. No se
olviden ustedes para mañana de estudiar la lección
de historia.
7. La casa del molino
Por esos días había
llegado a la clase un chaval nuevo. El francés, le decíamos, porque era hijo de
emigrantes y había venido de Francia recientemente. Vivía en una casa grande
junto al molino, con un patio lleno de alhucemas. Recuerdo que decía tener allí
una colección de relojes antiguos y de monedas extranjeras, y esto fue, quizá,
lo que nos hizo amigos de él enseguida.
Una tarde nos invitó a
merendar en su casa. Por la mañana, en la escuela, le había prestado yo mi
cuchilla de sacar punta a los lápices, y esa cuchilla había desaparecido de su
estuche. El nuevo se deshizo en disculpas. Siempre sospeché que había sido
Licio, el bromitas, quien la había ocultado.
Las tardes eran ya
largas, no recuerdo unas tardes tan interminables como aquellas de la pubertad.
Yo entré a la casa de mi nuevo amigo como a un mundo extraño.
Además del acento
distinto de mi nuevo compañero y de su familia, el mundo que se adivinaba
detrás, y la casa en sí, cuyo recuerdo aún me resulta indescifrable. Me
pregunto si Licio, ahora don Liciano, tendrá esas lagunas en la memoria. Me
gustaría ahora hablar con él, a pesar de nuestras enemistades pasadas. Qué pena
que no pueda recordar más detalles de esa casa y que su recuerdo lo tenga, cómo
decirlo, en la punta de los labios sin poder concretarse. Sólo la atmósfera, el
silencio, la extrañeza de todas las cosas de la casa, y el aire de las personas
que la habitaban como si (después de veinte años en Francia) hubieran vuelto a
la casona familiar convertidos en fantasmas. Ya tenía, entonces, esa sensación,
que el tiempo no me ha hecho sino agudizar. La proximidad del molino, el tiempo
como reposado en esa casa, las tardes muy largas… Apenas recuerdo a las
hermanas del chico, que de pronto aparecían como de entre unos visillos; eran mayores
que nosotros, que vivíamos aún en nuestro universo cerrado de niños. Allí, por primera
vez, ocurrió mi primer pasmo ante la belleza, una belleza indecible; todo lo
que es verdadero está más acá de las palabras, dice Cortázar en El perseguidor.
Atisbé un mundo de sensaciones que no estaba unido a mi vitalidad sino a algo
más acendrado; no unido a mi memoria sino como un punto que yo miraba a lo lejos
y desaparecía al fijar la vista en él.
8. María Francia
¿Qué nos separa de
Francia? Me sigo preguntando ahora…transcurridos más de treinta años.
Entonces no sabía que ése
era también el nombre de la menor de aquellas hermanas, la de los ojos más
negros, la mujer de mi primer beso, que casi no distingo, ahora, de un beso
imaginado.
Recuerdo bien, sin
embargo, una vez en que salió ella a despedirme, y la miré, ya montado en mi
bicicleta, y durante un rato, estuvimos en silencio los dos, mirándonos, hasta
que por fin ella acercaría a mi cara sus labios . Por primera vez, conocí el
pudor del púber, mezcla de vergüenza y placer desconocido, al notar que
humedecía la tela de mi pantalón corto.
7. Cuento para dormir a mi niño
Adoro narrarte historias
antes de dormir. Ese momento lo saboreo con el piloto automático en navegación
avante, entre las pérdidas de las ocupaciones diarias. Ahora que tu infancia
son mis recuerdos y, de aquel niño que era, me queda solo un relato infantil.
La felicidad debe
parecerse a mucho a oír, todas las noches, un cuento.
9. Taller de naturaleza
Aquel verano nací a ser
poeta y escritor. Esas cosas, joven, no se tocan: es remover los recuerdos con
un mazo de taller. Diviértete alanceando a las hormigas. Aquí, hay muchas: parece
mentira que barran esta habitación durante mi siesta, a una hora que ya no sé
si es de noche o de día. Sí, como el prisionero del romance: “Por mayo era, por
mayo…”
Vivo en esta prisión, que
ni se cuándo es de día ni cuándo las noches son…
Claro que mi cuerpo no se
ha liberado de sus necesidades. Claro que fui como un adolescente retardado por
varias vidas y relaciones seudoadultas. Me dices que Lupe sonaba a pieza de
baño en el momento de tirar de la cadena. Eres poco gentil, amigo. Los ojos se
te van a poner verdes: recuerda aquello que nos decían cuando nos masturbábamos
en la reguera de la huerta.
Había aquel chico que la
tenía (ya con nueve añitos) empinada y gordezuela. Los demás zagales la
teníamos como una licera, chiquita. Alguno practicaba con concentración, frotándose,
para producirle estiramiento sobrevenido, y mordía un limón (¿lo recuerdas?) mientras
se la pelaba.
No salimos maricas a más
o menos.
10. El ex fraile Manuel trajo un pick up de Canarias
El menor de los frailes
andaba siempre pidiéndote guerra. Era baldón hablar con él. Te recordarás que
se contó, un día, que alguno le había sacado un ojo de una paliza. Aquel frailón
era mi amigo, sin ninguna transmisión de afectos corporales, y sin miedo (por
mi parte) a su remoquete público de “monflorita”, como se decía en el roal
panocho, en el pueblo, aquel trozo de mundo que dormía la siesta junto a la
vega del Segura.
Manolo el fraile colgó
hábitos externos, pero no dejó los morales: me refiero a que era una persona de
las buenas; sí, es cierto que con el aquel de su mariconería y su obsequiosidad
con los chicos.
Viajó a Canarias, creo
que con las últimas pesetas que ahorró del legado recibido de su difunta madre.
Allí en la playa del Inglés trabajó de camata, sirvió a los turistas que traían
divisas al país y, entre sus modales modernos, desempolvaban un poco el viejo
ropero familiar, combatiendo el acre olor a cerrado de la España cañí. Por cada
turista semidesnudo y ebrio hasta la cintura, en las terrazas nocturnas de la
playa, caía una ley del Fuero de la dictadura.
Manolo se pasaba el día
oyendo a The Beatles, a Tom Jones y a Neil Diamond, que sonaban por entre las
mesas en las que él servía un gin tonic.
Al volver al pueblo,
trajo un tocadiscos, uno de esos con estuche: el primero que yo vi, y el primero
que hubo en el pueblo. Vecino de mi casa, nos invitaba a mi madre y a mí, casi todas
las tardes, a escuchar sus discos.
La música me acompaña
como las olas.
¿Qué será de aquel
Polifemo, pirata con el corazón grande como una casa? Mostraba, por un tiempo,
un ojo a la birolé. Más tarde, se le cayó el pelo y dio en ponerse una peluca de
color pelirrojo, parecida a la de otro Jones y cantante, Elton.
- Se te pondrán los ojos
verdes si te la tocas mucho.
Aquellos que lo decían
eran los mismos informadores y chivatos que (lo creíamos entonces los niños)
tenía el cura del pueblo. Porque, ¡a ver! ¿Cómo sabia don Illán, en el confesionario,
los pecados que habíamos cometido durante la semana? Recuerdo que la primera
vez en que confesé con él, antes de hacer la primera comunión, me preguntó, a bocajarro:
“¿y no hay otros pecadillos que debas confesar? ¿No te la tocas?”
Dependía de la habilidad
de la respuesta pronta el que te cayera una penitencia de rezar veinte
padrenuestros o solo cinco, más tres avemarias de propina, que era norma de la casa
mandarlas, como por defecto, para asegurarnos la limpieza de alma y el no salir
en pecado mortal ni venial el muchacho que se preparaba a ser morada del Cuerpo
de Cristo.
Luego, de más mayor, te
preguntaba don Illán si no era verdad que te habían visto cardando la caña
junto a un brazal. ¿Pero, coño, cómo se enteraba, o es que disparaba a ciegas,
como cazador a un campo repleto de perdices? ¡Caramba, con don Illán!
Tenía él, para su uso,
una criada manca; Rosa era buena gente, mujer de pueblo, hacendosa, pura,
soltera de toda vida. “Soleta”. Sí, eso, amigo, bien te acuerdas que llamaban a
las solteritas.
- ¿Era manca, seguro?
- Seguro. Porque le
apodaban “la manca”. Manca de la mano hábil, para más señas. Te recordarás de
la malicia que corría en el pueblo: de la cábala sobre cómo se la pelaría esa
mujer al cura.
A buen tronco se coge una
hasta sin manos.
- Vaya…
- ¡Manda huevos!, digo
yo.
11. El cameo del señor cura y la argentina
- Luisín, Licio, ah, sí,
fueron niños de mi parroquia, buenos trastos que eran... Me traían algunas
veces picopájaro de la huerta, una buena mata para mis canarios. Les charlaba entonces
de las buenas obras que los niños cristianos hacen para ganar el cielo. Pero eran
trompicones y zangaleros los muchachos, que se despistaban de mi sermón al poco
rato y se ponían a imitar el cantarcillo de mis criaturas. La verdad es que era
llamativo el plumaje y canto de mis tenores, dos canarios de la mejor altura,
criados por mi mano... Ay tiempos, uno se va olvidando de todo...
Luisín era de color rojo
como un cangrejo, andaba siempre echado para adelante, un poco desequilibrado.
Fue él quien me trajo a aquella mujer a mi rectoría, el origen del mayor escándalo
que vivió este pueblo de Dios.
Una vez, a la atardecida,
se presentó en mi casa Luisín con una chica guapa y rebollona, argentina para
más señas. Me contó que se habían conocido ese mismo día, que ella hacía
autostop (y me tuvo que explicar que era eso, al ver que me santiguaba). No
tenía dónde pasar la noche, era peligroso que anduviera sola (peligroso para
los hombres, pensé yo), así que me dejé convencer para que la porteña durmiese
en la habitación de invitados. Pedí a Rosa que le prepara la cama, cuando
terminara de arreglarme la cena.
Compartimos ese humilde
refrigerio que Dios tiene en su generosidad servirme por la mano de Rosa, la
pobre manca. (Dios siempre encuentra un medio para que todos Le seamos útiles,
incluidos los bobos, los niños huérfanos y los tullidos, todos hasta los pecadores
como yo somos santificados por el servicio a Dios). Después de cenar, rezamos
unas oraciones y nos despedimos a descansar, cada cual a su cobija. Antes, le di
un beso en la frente a aquella esmeralda de mujer, a aquel divino pimpollo de
luz, ay, a aquel ramito de olor a hembra....
“Dime, ahora, de verdad,
cómo la conociste, cuéntamelo todo, dime cómo os hicisteis amigos... Luisín”.
Lo llamé, al día siguiente, en cuanto me lo encontré por la calle, lo apremié a
que fuera a confesión.
- Don Illán, mire, yo iba
en bici al pueblo de mi abuela, y de pronto, era después de comer, en la
siesta, ¡pues allí apareció a un lado de la carretera!
- Llevaba ese pantalón
corto y esa camiseta rota, y parecía una diosa desnuda... una ramera, la que
tentó a san Antonio en el desierto...
- No sé qué es eso,
padre, pero me daba miedo y me atraía mucho...padre...
- ¿Y tú te dirigirte a
ella primero?
- No, don Illán. Fue ella
quien me hizo seña de parar, y me dijo tenía mucha calor y cansancio. La llevé
al río.
- ¿A la mocita.?.. ¿Sin
preguntarle nada, si era señora o era demonio.?..
- No, padre. Estaba
flotando de gozo, presintiendo lo que vería...
- ¡La gloria de Dios
bendita, hijo! ¿La viste desnuda, pedazo de pecador, hijo?
Rosa era una mujer
celosa, fue difundiendo que yo la iba a despedir por una pelandusca argentina.
-¿Pero de verdad hubo
cameo?
- ¡Anda, qué pregunta!
¡Cómo lo voy a saber! Los dos se bebieron una botella de vino y se tomaron la
cena que preparé para él y casi delante de mis ojos, sin ninguna vergüenza, se
besaron.
12. Aprender
las palabras y a montar en bicicleta
Cuenta el escritor
Gabriel García Márquez una anécdota que le ocurrió a los doce años y que
marcaría para siempre su vocación, revelándole el poder de la palabra. “A mis
doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor
cura que pasaba me salvó con un grito: “¡Cuidado!”. El ciclista cayó a tierra.
El señor cura, sin detenerse, me dijo: “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?
Ese día lo supe.”
La bicicleta supuso
nuestro primer paso a la liberación. Memoria mía: lo que envidiábamos los dos a
Juan José, que tenía una BH, de buena montura y no se calaba nunca… excepto
cuando aparecía a estribor su amada.
A nosotros se nos calaban
siempre las bicicletas que por una tarde podíamos conseguir prestadas de
nuestros hermanos mayores o de nuestros padres. En el momento y hora más
inoportunos se le salía la cadena a aquella vieja orbea languideciente y
sudorosa en su vejez de hierro.
Recordarás bien el día en
que encontramos un bancal de fresas. Fue en una de esas excursiones
autoeróticas a los sotos del río. Allí, entre los cañaverales y las golondrinas
que emigraban al sur, moviéndose entre las nubes bajas. Verde que te quiero verde.
Verde tierra, verdes
cañas, y el mar azul de algoldón sobre nuestros cogotes. Mira que Dios te ve
por donde andas. Él está arriba y lo ve todo.
Pues aquella tarde, en el
soto, un poco lejos del río, huerta adentro, descubrimos un magnífico plantal
de fresas. Sorpresa mayúscula que hubiera alguna tabla de fresas tan cerca de
nosotros, y que no la hubiéramos descubierto nunca; y que no estuviera allí el dueño
vigilante, y que ninguna peña conociera aquel bancal.
Nos pusimos verderoles,
lo pasamos pipa cogiendo puñados del fruto prohibido. Sabroso por demás con el
matiz de la clandestinidad, a la que se añadía una cierta noción de grave acto
de delincuencia pues el valor, la rareza de aquel pequeño huerto de fresas no podían
ser equivalentes a las de otros de albaricoques o ciruelas, que se ofrecían a
la mano.
Y en plenitud hinchada de
alegría, en medio de la paz de la digestión surgió de sopetón frente a nosotros
la figura de un hombre muy enfadado y grueso. Volamos a las bici, desenganchamos
sus pies y subimos echando brasas. Por entre las cañas y las cunetas de la
margen del río, dale que dale, corriendo para alcanzar la carretera. A mí se me
ocurrió un recurso, parecido a los que había visto en la fugas de las
películas. Para despistar a nuestro perseguidor tendríamos que meternos por
bajo del puente, así saldríamos a otra carretera, en un lugar adonde no nos
esperaría la policía.
Bicicleta a cuesta,
afrontamos un túnel lleno de barro y fango. Los doscientos metros bajo el
vientre del puente se nos hicieron interminables de recorrer. Pero, al fin,
salimos al camino del Javalí, a lugar seguro.
Limpieza de calzoncillos,
de zapatos y ropa, calados de barro. Las ruedas de las bicicletas, que
anduvieron sobre nuestros hombros, también llevaban barro. Las llantas enfangadas.
El manillar era un roto timón, embarrancado. La cadena cargaba barro y lo subía
en cada uno de sus puntos, como si fuera una noria en sus cangilones; una rueda
de riego que subiera y repartiese barro, en vez de agua.
Mientras estamos en
semejante faena oímos en lontananza el ruido de un moto, e in continente, se
presentó a dos palmos de nuestra pila de limpieza una vespa y, encima de ella,
el dueño del huerto de nuestros pecados. Como un fenómeno, con una cara de satisfacción
que relucía, me dio tiempo de verlo y de oírle amenazar y jurar lo que haría con
nosotros.
Embarcamos más de prisa
que los colonos en su caravana al oír a los indios. Tomamos el camino hacia la
localidad que está en la margen del río contraria a la nuestra. La mala suerte
me hizo perder un zapato, pero a ti se te salió, en la fuga, la cadena de la
bici.
Fuiste detenido por el
perseguidor y condenado a ser cocinado en su olla.
Pasados unos días viniste
a casa -recuerdo que no nos vimos durante un par de ellos, por temor a identificarnos
juntos y a delatar uno al otro compinche.
- Si no le hubiera
mentido al dueño, encima de la hostia que me dio, te habría metido a ti también
en el marrón.
Mi madre hubiera gemido
de dolor cuando se presentasen en mi casa el dueño y la guardia civil. No podía
sino imaginarme lo que hubiera hecho conmigo después de gemirle al cielo. Se
hubiera quitado un zapato y me habría cosido a alpargatazos; lo que reamente
hizo, otro día, y a manos juntas, mi buena madre, al enterarse de aquel
secreto.
“Vera amicitia…”
Fulgencio Martínez
del libro "El taxidermista y otros del estilo"
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