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viernes, 27 de febrero de 2015

BLANCA ANDREU. La poesía de fin de siglo XX. /Estudios de poesía española/ Fulgencio Martínez/ revista Ágora




       
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
                                                                                                                                   Blanca Andreu. Fuente. Babab.com



BLANCA ANDREU. La poesía de fin de siglo
                            
                     Por Fulgencio Martínez


La poesía escrita por mujeres es uno de los aspectos más interesantes de la poesía de los ochenta: Ana Rossetti y Blanca Andreu, que se anticipan a toda la moda de la poesía femenina de los 90, convertida pronto en serie. Rossetti utiliza la forma clásica, incluso la cultura, y unas formas que recuerdan a la oda o al epigrama, lo vemos en el poema “Cibeles ante la ofrenda anual de tulipanes”. Este texto usa estrofas donde se mezclan alejandrinos y endecasílabos, con predominio del ritmo largo, ritual, del alejandrino, que presenta hemistiquios bien marcados que le dan lentitud y aire de solemnidad al discurso, con el fin de expresar un erotismo desde la mujer, muy novedoso. El contraste entre la forma clásica solemne y el descaro del mensaje es fuerte. El título de la obra a que pertenece, Los devaneos de Erato, (también como hace Luis Alberto de Cuenca) remite a un guiño subversivo, paródico, de la referencia cultural y clásica (Erato, musa de la pasión femenina, y “devaneos”, con cierto toque neoclásico, pero indicador de juego e intrascendencia).

Blanca Andreu, en un libro casi juvenil que revolucionó la poesía a principios de la década de los 80, retoma el surrealismo y una cierta veta neorromántica de malditismo –droga, visión alucinada del mundo- que emparenta con un aspecto hoy muy destacado de los novísimos, como la poesía “maldita”, de la locura, de Leopoldo María Panero. Destaca Blanca Andreu por el uso del versículo y de la imagen visionaria en un poema del libro De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall (1981). “En las cuadras del mar duermen términos blancos”.


En las cuadras del mar duermen términos blancos,
la espuma que crepita, la droga hecha de liquen que mueve a olvidar:
en los establos del mar reina la urraca, la intriga y la discordia,
nueva versión del agua y del bajo oleaje,
nueva versión del agua derramada desde todas las tierras y las tapias del mundo.

Entre los muros del mar callan los abedules que poseen los símbolos del mirlo,
la última voz del bosque,
calla la yedra bárbara que envenenaba ciervos leves como navajas,
el roble boreal,
arrendajos dormidos como libros celestes, incendios y lechuzas de la grava marina.

En las caballerizas del mar, el mar se ahoga con su métrica ardiente,
la flora, las ojivas y las bocas del mar,
concilio de castaños en vilo verdeherido,
y alguien desde muy lejos abdicando, andando desde lejos a morir entre lejanas ramas empapadas:
alguien desde muy lejos esperando la flora, las ojivas y las bocas del mar.

Entre noviembre y cascos y corolas
el ángel de los remos camina ensangrentado con olor a madera,
con pupila de pájaro el otoño gravita,
acecha el ángel de los cables y las oscuras verjas, los reductos malignos,
y el ángel de la arcilla, matriz de zarza,
polen y estela de placenta que en otoño florece en muerte.

En las caballerizas del mar el mar se ahoga con su métrica ardiente.
Entre los muros del mar callan los abedules que poseen los símbolos del mirlo avisador.
En las cuadras del mar, como en la muerte,
duermen términos blancos.

            (Blanca Andreu, De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall)


    Las formas narrativas en la poesía de fin de siglo: la forma narrativa mántica de Blanca Andreu


La poesía de fin de siglo recurre a la narratividad para presentar la comunicación del sentimiento del yo (tema predominante). Entre los poetas masculinos, destacamos un uso particularmente interesante de la narrativa épica (o lírico-épica), con matices distintos, en los poemas de Julio Martínez Mesanza (poemas de Europa) y de Julio Llamazares (poemas de Memoria de la nieve). Este es el aspecto quizá más novedoso. En ambos el tono narrativo epopéyico es configurador del sentido del texto.

En cambio, en otros poemas lo narrativo es un simple recurso de presentación lineal de la experiencia o de acercamiento a la comunicación; más original en los poemas de Luis Alberto de Cuenca, donde la narración es casi fragmentada por un subrayado de comentario irónico, de modo que, a veces, más se parece el poema a la escritura teatral, con acotaciones textuales y gestos de actores; u otras, a la secuencia cinematográfica, por su narratividad visual.

En estos tres autores es donde percibimos unos usos más interesantes –más personales- de lo narrativo.

Otro estilo de lo narrativo como presentación evocadora es el usado por Eloy Sánchez Rosillo, siguiendo el modelo elegiaco de Leopardi, y por García Montero (en Diario cómplice), que une a ese estilo la ambientación urbana y el guiño a la complicidad generacional. 

En la poesía escrita por mujeres, destaca de nuevo Blanca Andreu. Además de algunas de las formas narrativas presentes en la poesía de los varones, en la poeta gallego-alicantina se encuentran otras formas originales de lo narrativo, como ejemplifica el poema “Fábula de la fuente y el caballo”, del libro Ephistone. Blanca Andreu usa el molde del relato fantástico, fabuloso, autónomo en su mundo de alucinación, que imita el sueño y la fábula clásica en un lenguaje mántico, surrealista, y de resonancias a Alicia en el país de las maravillas.

FÁBULA DE LA FUENTE Y EL CABALLO

Dicen que murió un caballo.
Contaron que pasó como una sombra, que galopaba
como noticia que va corriendo
todos los días hasta la fuente -agua y sonidos blancos,
jaurías blancas y galgo crepitar-
todos los días entre la nieve y en el deshielo, sobre la
hierba de mayo, año tras año
huía de los lobos
ese caballo que ahora está muerto
atravesaba los bosques encendidos por la luna
quien lo saludaba fríamente.
Era castaño -acaso era una yegua-
ese caballo del que hablo. Nunca lo podré conocer.
Me han dicho que pasó como una sombra
que su vida no fue sino una sombra y sin embargo el caballo
era luz.
Era un caballo ateniense. En sus ojos brillaba el fuego
de la verdad y la belleza,
pero nadie lo conoció.
Ese caballo que ahora viene vigilante hasta este poema
con los ojos agrandados por el insomnio de la muerte,
con la mirada de mi hermano y la sonrisa de fábula
a veces miraba a los hombres,
pero los hombres no sabían prestar atención a un caballo.
Ni el sabio ni el indiferente se preocuparon de indagar.
Y así el caballo pudo ir año tras año
hasta la fuente aquella y dicen
que se hicieron compañía
durante los durísimos tiempos.
No hablaban más que de sus cosas
en un lenguaje desconocido, más misterioso que el sueco
aquel caballo y aquena fuente.
La fuente era una comadre de las que todavía quedan,
vividora, aficionada
a los chismes.
El caballo era un caballero, no puede decirse otra cosa.
Dicen que galopaba como noticia que va corriendo
a propagar la prosperidad, como un mensaje
del rojo del verano.
Y nadie lo escuchó sino la fuente, nadie supo su signo
ni su símbolo,
nadie quiso saber sino la fuente de aquel caballo color hoja seca.
En el interior de un verso sueco descansa de su soledad
y ahora ha negado a este poema antes del amanecer
con grandes ojos semejantes a los de un antiguo profeta,
con ojos que no se preguntan si fue dios quien hizo la
muerte,
con grandes ojos elevados
a la categoría de potencias.
Sueño y sendero, sangre y oscuridad
que suenan como campanadas.
Hacia dónde vuelan. De su paso no queda
vestigio alguno. Y el caballo -desde la noche- mira y aprueba
no los ojos de la desapacible
sino la última luz de una brizna de hierba.

                                               (Blanca Andreu, Ephistone)



                                  

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