Gabriel Chávez Casazola
POEMAS DE GABRIEL CHÁVEZ CASAZOLA
Gabriel Chávez Casazola (Sucre, 1972) Poeta y periodista boliviano, considerado “una de las voces imprescindibles de la poesía boliviana y latinoamericana actual”. Sus libros están publicados en 15 países de América y Europa y ha sido traducido a diez idiomas.
Es autor, entre otros títulos, de El agua iluminada (2010), La mañana se llenará de jardineros (2013) y Multiplicación del sol (2018). Se han publicado numerosas antologías de su poesía, como Aviones de papel bajo la lluvia (España, 2016); Il canto dei cortili (Italia, 2018); La vitesse des fantômes (Francia, 2018); y Cámara de Niebla, con seis ediciones en distintos países, la más reciente en México (2022).
Recibió la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia y el Premio Editorial al Mejor Libro del Año, entre varios premios. Es docente universitario de Escritura Creativa, curador del Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de los Anillos y dirige el taller de poesía “Llamarada Verde” en la ciudad de Santa Cruz, donde reside.
Selección del propio autor
De la procedencia de la luz
La luz viene siempre desde fuera
léase sol astros fuego lámpara:
nosotros somos oscuridad.
¿Pero la luz viene siempre desde fuera?
¿En el principio era la oscuridad y la luz sobrevino?
¿Desde qué afuera?
¿O en el principio la luz era un adentro?
¿Y la idea de la luz dónde sucede?
¿Podía alguien ver la luz si nadie había?
¿Podía alguien llamarla luz e iluminarse?
Entre el afuera y el adentro, la luz.
Nosotros somos un canal de luz, un río,
un mirar, un nombrar, un alumbrarse.
¿La luz que vino siempre desde fuera
se hizo en la carne y habitó en nosotros?
¿Ahora otra vez la luz será un adentro?
¿Habrá sol astros fuego lámpara en tu pecho,
en tu retina, en una circunvolución de tu cerebro?
Nosotros somos luz.
Ahora la oscuridad es un afuera
que reinará cuando nos apaguemos.
¿Y, cuando nos apaguemos,
volveremos hacia la luz primera?
¿Nos envolverá la oscuridad temprana?
¿Seremos luz, seremos nada?
Cierro los ojos.
La luz de la memoria
—el hombre teme más al olvido que a la muerte—
me devuelve a un hombre que se llamó Machado:
Anoche cuando dormía
soñé ¡bendita ilusión!
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
¿De dónde viene la luz de este poema?
¿Del afuera que es Machado o del adentro que lo recuerda?
Insisto: ¿la luz viene siempre desde fuera?
[De Multiplicación del sol, Universidad de Concepción, Chile, 2018]
La canción de la sopa
En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes.
Comían alrededor de grandes mesas
mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo
pero bien establecidas en el piso.
Con cucharas enormes comían la sopa
en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones
de unas enormes soperas.
Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,
a fumarse un cigarrillo
sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.
Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,
veía sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado.
Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6
montado en un gran auto americano o en un gran caballo
o con un gran estilo
de caminar
para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el
tiempo no había interrumpido,
salvo aquél que enfermó, aquél que se fue
dejando un enigma y una sensación de vacío
—una enorme sensación de vacío—
flotando, con el humo de los cigarrillos,
sobre la sobremesa de la cena.
A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar
solo consigo mismo, simplemente
no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana
carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era
mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o
con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.
Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo
en la garganta, un nudo que después salía flotando de su
boca montado en un gran suspiro,
un enorme nudo que se enredaba en el vapor
de su taza de café, con unas
volutas que le robaban la mirada y la hacían desear
estar sola,
simplemente no estar ahí, escuchando los llantos
de las últimas hijas y los primeros nietos.
Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos
y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes
soperas vacías, las cucharas mudas
de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió
a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de
teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.
Incluso aquél que enfermó, el primero en partir
como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,
que se metió en su pecho por la gran boca abierta
de un enorme bostezo.
Entonces
compró una breve sopa instantánea
y entre sus mínimas volutas
se permitió un pequeño llanto.
No podía tomar la sopa.
en su diminuto departamento no había una sola cuchara,
una sola mesa bien fundada, algo
que vagamente pudiera parecerse a la felicidad
y sus rutinas.
Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío
o del tuyo, cuando las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes
y veían sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado
con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.
[De El agua iluminada, La Hoguera, Bolivia, 2010]
Los patios son para la lluvia
Los patios son para la lluvia
cuando ella cae despiertan sus baldosas,
abren los ojos del tiempo sus aljibes.
Y entonces los patios cantan.
Un canto hondo,
en un idioma arcano
que hemos olvidado pero que comprendemos
cuando cae la lluvia sobre los patios
y volvemos a ser niños que oyen llover.
Bajo la lluvia todas las cosas son renovadas en los patios
y cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a primavera.
El canto de los patios en la lluvia borra el dolor del universo y susurra el dolor del
universo
por las lluvias perdidas, por los patios perdidos, por los cantos perdidos,
por ti y por mí que bailamos
bajo la lluvia de Bizancio
arcanas danzas
con movimientos hondos
en los patios de la memoria.
Por ti y por mí que bailamos
que llovemos
que despertamos las estaciones mientras el patio canta
porque la lluvia es para los patios,
esos indescifrables.
[De Multiplicación del sol, Universidad de Concepción, Chile, 2018]
Breve historia del fuego
Juan carga un montón de leña para encender la hoguera de San Juan.
Juan desbroza el maíz seco, la chala que envolvió las mazorcas que fueron alimento.
Juan corta las ramas y las flores de suncho que se encienden y apagan, veloces y ruidosas, como la vida misma.
Juan arruga páginas de periódicos entre la leña, importantes noticias que ya nada importan, historia que pronto será fina ceniza.
El nieto de Juan lo ve, expectante, en su afán de preparar el fuego.
El abuelo y el niño encienden estrellas de artificio en la tiniebla.
El niño escribe el nombre del abuelo –J u a n– con las estrellas.
El abuelo mira el fuego con ese mismo asombro antiguo de todos los hombres y todas las mujeres desde que supieron atrapar el rayo.
El niño salta –es tradición– sobre las dos hogueras de la huerta.
Los perros ladran, la luna brilla sobre las fogatas como en el título de Pavese.
Año tras año la luna mira impertérrita –si es que mira– envejecer al abuelo.
Juan sabe que ya no tiene las fuerzas de antes para cargar la leña, cortar el maíz seco y las flores de suncho, trasladar pilas de papel periódico hasta el lugar de la fogata.
El niño ignora que Juan se consume como un leño, que él mismo crece entre fogata y fogata, que sus ojos de asombro se cubren con ceniza y los ojos del abuelo con la niebla.
Ahora el nieto carga los montones de leña. La chala y el suncho.
El abuelo, cansado, lo ve en su afán de preparar el fuego cada junio.
Un San Juan cualquiera, el nieto está solo ante cenizas frías.
Otro San Juan cualquiera, el nieto se ha hecho padre y decide volver a encender fuego con sus hijos en el campo, lejos de la ciudad donde ya no es posible encender nada.
Mientras apila leña, les habla del abuelo con palabras que son ramas, que son maíz, que son flores, que son alimento.
Se abre en su pecho, como un rescoldo, el antiguo asombro que Juan sabía despertar entre las huertas.
Descubre que el viento se lleva las cenizas, que el abuelo ahora escribe su nombre entre los astros.
Enciende el fuego. De nuevo el niño salta sobre las hogueras.
[Inédito]
Lucas 13, 4
¿Quiénes eran aquellos dieciocho hombres
—acaso mujeres, acaso también niños, aquí el genérico es equívoco—
sobre cuyas cabezas vieron desmoronarse
la Torre de Siloé, de la que nada sabemos
salvo lo que sigue refiriéndonos en su Evangelio
el médico y cronista hebreo Lucas?
¿Eran tal vez constructores
que levantaban la estructura de la Torre
o que la apuntalaron, fallando en el intento?
¿Eran transeúntes, que pasaban cobijándose, a su sombra,
del fuego cenital, del reflejo del sol en las arenas?
Nada sabemos de ellos tampoco, salvo lo que el Elegido dijo
—reverberación, límpido eco a través de los siglos—
por la mano de Lucas:
Que los muertos de Siloé
(y pudo haber dicho de Port au Prince o del Maule)
no eran más ni menos culpables
que los demás hombres y mujeres de la tierra.
Que el misterio de la tragedia
es algo que escapa a nuestros razonamientos
y secretamente forma parte del anverso de la trama
del Gran Tejido, del cual vemos solamente
—per speculum in aenigmate—
su reverso,
lleno de nudos torpes, de cabos sueltos,
de absurdas muertes como las de esos dieciocho
hombres —o mujeres, o niños— de Siloé
o los miles de Kerman, de Shan Si y otras provincias
de los reinos que hemos fatigosamente construido
y un día pueden desmoronarse
como la torre de Jerusalén, partirse en dos o en tres
cual las calles de San Francisco o de Lisboa.
—Y sin embargo,
los arqueólogos afirman que la torre derruida
pertenecía a las murallas de la ciudad y se erguía junto a una fuente
de la que además tomaba el nombre, en el valle de Tyropean.
Hablo de la afamada fuente de Siloé, de la que hablaron ya los profetas
Nehemías e Isaías, a cuyo estanque acaso habían ido a calmar su sed
aquellos dieciocho hombres;
a cuyas aguas siguieron yendo a calmar su sed
los hombres y las mujeres y
los niños
por mucho tiempo después de la tragedia;
ya que el accidente, el dolor, la muerte, el sinsentido,
la catástrofe,
por más que nos aplasten
o aplasten a quienes más cerca se encuentren de nosotros
no pueden apagar la sed de infinito
que nos aqueja desde el principio,
la sed de luz
que saciamos en los abrevaderos de la dicha,
aun cuando se encuentren situados
en los estanques mismos donde nos desmoronó el sufrimiento.
Allí mismo, en el valle de Tyropean.
[De El agua iluminada, La Hoguera, Bolivia, 2010]
Donde el poeta, investido como un personaje de Kozinski, conversa con su hija
Para Clara
Y si de pronto un rayo o un camión se abaten
sobre la palma erguida,
sobre su razón llena de pájaros
y mediodías
si la malaventura hiere su frente de luz
y la desguaza
y convierte en escombros su razón
y su alegría
que era también la nuestra
no te dejes llevar por la tristeza,
hija,
recuerda que detrás de los escombros
siempre quedan semillas
y que algún día,
pronto,
después del rayo y la malaventura
se abrirá la luz
cantarán los pájaros
y nuestra calle y todas las calles del mundo
donde alguna vez hubo palmeras abatidas
se llenarán de felices jardineros
que peinarán
los nuevos brotes
y regarán los mediodías.
Te lo prometo, hija:
la mañana se llenará de jardineros.
[De La mañana se llenará de jardineros, El Ángel, Ecuador, 2013]
VITRINA BIBLIOGRÁFICA DE GABRIEL CHÁVEZ CASAZOLA
ÁGORA-PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO / CO-LECCIÓN ÁGORA TEXTOS MAGISTRALES
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