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martes, 18 de junio de 2024

METAFÍSICA DE LA DESOLACIÓN (A PROPÓSITO DE "UN TIGRE SIN SELVA", DE JOSÉ INIESTA). Ensayo literario de José Lupiáñez. Ágora n. 28. Nueva Col. Verano 2024. Tercera Parte

 


 

ENSAYO LITERARIO

METAFÍSICA DE LA DESOLACIÓN (A PROPÓSITO DE UN TIGRE SIN SELVA, DE JOSÉ INIESTA)

 

 

                  Por José Lupiáñez

 

Un tigre sin selva supone una experiencia novedosa en su trayectoria, porque fusiona en él dos géneros literarios bien distintos: la poesía y el teatro.

 

                                                                                José Iniesta
 

José Iniesta es un poeta parco a la hora de hablar de su trayectoria como escritor. En las solapas de sus libros, tras dar noticia del lugar y año de su nacimiento, Valencia 1962, pasa a enumerar escuetamente los títulos de sus entregas, doce hasta el presente, sin ofrecer más detalles que el pie editorial, la fecha de publicación y si alguna de ellas ha sido distinguida con tal o cual reconocimiento, por ejemplo el Premio de Poesía Ciudad de Valencia Vicente Gaos, que obtuvo en 2008 con Arder en el cántico, el Ciudad de Badajoz de 2010 con Bajo el sol de mis días, o más recientemente el Premio de la Crítica Valenciana 2022, otorgado a Cantar la vida. Estos galardones avalan, sin duda, a una voz original, personalísima, honda e inquietante que es fácil de reconocer si uno se adentra en el devenir de sus propuestas líricas. A mí me parece que esta parquedad no es anecdótica, se diría que a Iniesta le interesa más que hacer alarde de un currículo donde figuren otros logros u opiniones benévolas de críticos y exégetas, invitar al lector a que se enfrente directamente a sus textos sin condicionarlo con ejercicios de distracción ni exhibicionismos oportunistas. Justo en esa línea de pensamiento que defendía Octavio Paz, cuando afirmaba que la verdadera biografía de un poeta son sus poemas.

Así que, fieles a esa moderación que se nos sugiere, vayamos al libro que motiva nuestra reflexión, Un tigre sin selva, el último de sus textos publicados, el que hace el número doce, editado por la editorial sevillana Renacimiento, cuando todavía no se han apagado los ecos de su antología De fuegos y jazmines, una completa selección de su poesía amorosa desde 1985 a 2022, que compartió con nosotros hace unos meses. Ahora, nos vuelve a sorprender con Un tigre sin selva que, tras un periodo de larga gestación, supone una experiencia novedosa en su trayectoria, porque fusiona en él dos géneros literarios bien distintos: la poesía y el teatro.

Tres tipos de textos componen la arquitectura del mismo: una suerte de poética inicial titulada “Prólogo a una canción salvaje”, articulada en cuatro fragmentos fulgurantes, escrita en una prosa lírica apasionada y vehemente, de ineludible importancia, porque se nos advierte de la verdadera intención de esta obra y se anticipan claves para su mejor interpretación. Una prosa, por cierto, esmaltada de espacios en blanco, de pausas o cesuras, como si tratara de apresar o de expresar determinados silencios o vacíos inexpresables, al modo de los creacionistas; un cuerpo central, al que llama “Tiempo y alma”, compuesto por veintiún poemas, en el que no faltan los elementos teatrales, ya que las composiciones vienen precedidas por paratextos que hacen la función de acotaciones o se decantan por conceder preeminencia a la fórmula del monólogo, dándosenos a entender que podrían ser fácilmente representables sobre un escenario; y, por último, una pieza teatral en prosa, dividida en dos actos que nombra “Vuelo a ciegas”; de hecho, este era el título inicial que pretendió escoger para el conjunto, si bien finalmente optó por el más simbólico de Un tigre sin selva, que sería el que acabó imponiéndose.

Aparentemente materiales diversos y, sin embargo, imbricados todos con un mismo propósito de rebeldía o de aviso de alerta, al optar por esta simbiosis ardiente de verso y drama para apelar a nuestra conciencia y sacudir nuestra sensibilidad de lectores. Hay un sustrato evidente de discurso moral, de invectiva, de imprecación atormentada y llena de pesadumbre al lector-espectador sobre las consecuencias de un “mundo maltratado”, extraviado, o de una naturaleza en peligro, por la mano del hombre y su afán depredador; pero también sobre la mentira, el extrañamiento y la incertidumbre, junto con una voluntad decidida de explorar los efectos del paso del tiempo o los entresijos más complejos de la condición humana. Y a pesar del cántico, eje fundamental de su poética, aquí prevalece más un tono sombrío y lúgubre; la desolación de quien se asoma con vértigo al abismo, a los acantilados o “al pozo hondísimo” donde descubrimos nuestra fragilidad irredenta.

 


 

La relevancia del prólogo al que aludía antes se hace manifiesta en las primeras afirmaciones del autor, al confesarnos abiertamente su propósito: “Un tigre sin selva es un poema trágico. También es una elegía desgarrada a dos obras teatrales, Pato salvaje de Henrik Ibsen y Máquina Hamlet de Heiner Müller”. Y puntualiza a continuación: “En las dos encontré, hace mucho, belleza y rebeldía, y el mismo derrumbe moral, y una verdad amarga que es profecía”. La referencia a estos dos autores y a dos obras concretas y emblemáticas de sus respectivas producciones arroja mucha luz sobre el contenido de Un tigre sin selva. Las dos citas que presiden el poemario se extraen, no sin intención, de las obras referidas: de Müller “Prendo fuego a mi cárcel”, y de Ibsen: “Lo imposible es lo que más atrae”. Ambos dramaturgos están presentes en el libro, quizás con mayor profusión Ibsen y su El pato salvaje, que el alemán Müller, quien concebía el teatro como crisis, y acabó convirtiéndose en uno de los representantes señeros de lo que Hans-Thies Lehman ha denominado teatro posdramático. Müller, discípulo de Brecht, será uno de los grandes impulsores de esa manera alternativa de entender el hecho teatral en la que, aparte de romper con las unidades aristotélicas, se diluyen las fronteras entre lo real y lo ficticio y se apuesta por una nueva concepción de la realidad escénica a través del lenguaje poético, en detrimento del diálogo entre los personajes. Algunos teóricos, como Viviana Veloza, han hablado, refiriéndose a Müller, de una “dramaturgia de la fragmentariedad”. A este respecto, señala Veloza: “Müller expresó en su dramaturgia que, para dar cuenta de la realidad del siglo XX, enmarcada en guerras, destrucción, incertidumbres y vertiginosos cambios políticos y sociales, era necesario pensar la creación teatral desde una órbita del caos y la fragmentariedad, pues lo fragmentario para él, era lo que más se correspondía con la realidad histórica”. Este dinamismo de lo fragmentario, esta sensación de collage dramático creo que está muy presente en la segunda parte de Un tigre sin selva, porque los poemas, como unidades independientes, elaboran un discurso en el que la fractura, cobra una singular trascendencia. En el apartado IV del Prólogo, nos dice Iniesta, insistiendo en la definición de su obra: “…no es un canto de esperanza. Son hambre y palabras juntando los pedazos del cántaro roto de la vida”. 

 

        
 

Por lo que hace a la obra de Ibsen El pato salvaje, que muchos consideran la pieza madura por excelencia del noruego, junto con Casa de muñecas, qué duda cabe de que resuenan aquí los personajes de Ekdal, el padre, el viejo militar deshonrado, de Hialmar, el hijo de Ekdal, de Gina, su mujer, del doctor Relling y, sobre todo, de Eduvigis, la hija de catorce años, que se inmola en el drama, por amor, víctima inocente de esa mentira vital en la que andan envueltos los personajes. Aparte, claro está, de la buhardilla, de ese sótano (correlato de la cueva, platónica o alegórica, de tanto recorrido en la obra de Iniesta), refugio también del pato salvaje, al que se hará mención en los poemas y en la pieza final, persistentemente, como símbolo polisémico, en un paralelismo curioso con el tigre sin selva, como exponente del extrañamiento, del sin sentido, del naufragio espiritual no exento de fatalismo, debido quizás a nuestra condición de seres vulnerables. José Iniesta parece hacerse eco de lo que Ibsen propugna, a través de Hialmar, “Alguna que otra vez, conviene explorar el lado tenebroso de la vida”. De ahí que como cierre de su Prólogo, reconozca que su voluntad le incite a “cantar el misterio que somos, la belleza del mundo antes de la catástrofe, un algo indestructible semejante a la armonía que rige el caos de los astros en la noche”.

 


 

 


Hay que tener en cuenta que otro paralelismo de esta obra con la de Ibsen nos remite a una reconfiguración de la realidad, también enriquecida, como en su caso, por lo poético y lo simbólico. El lector de Un tigre sin selva, se verá circundado por una trama de símbolos y claves que, en distintas situaciones y atmósferas, enredan a un grupo de personajes protagonistas, desde el yo del poeta, su voz —que puede ser la voz del hombre, la de todos o la de nadie, la voz incluso de su padre muerto—, a figuras borrosas de una fuerte plasticidad, apenas apuntadas o sugeridas en las referencias o acotaciones de los versos, al principio de los poemas, tales como el viejo loco, la madre, el padre, el poeta, la hija, el hombre gris, el doctor, el universo o los bosques junto al lago, etc., porque también la naturaleza irrumpe y adquiere protagonismo, no solo como escenario de la devastación, no solo como paisaje o decorado dramático, sino como entidad viva que puede mostrar sus heridas, vengarse o encerrar el misterio esperanzado de futuras regeneraciones.

“Tiempo y alma”, la primera parte del libro, tras el prólogo, vendría a constituir el corpus real de esa canción salvaje que se anuncia en el título del mismo, y está conformada, como decía más arriba, por veintiún poemas. Todos ellos aparecen precedidos de unos textos en cursiva que funcionan como acotaciones teatrales, imprimiendo a los versos una dimensión dramática que los reconvierte en posibles fragmentos de un drama general, colectivo. Porque sin dejar de ser poemas, escritos en versos de una intensidad y eficacia lírica incuestionable, también podrían ser algo así como microescenas dramáticas, perfectamente representables sobre un escenario. De hecho, apelan a elementos constitutivos del lenguaje escénico. Están encarnados por un personaje que entona su monodia, su monólogo trágico, y se dirigen preferentemente a un vosotros, o nosotros, que podría corresponderse con los lectores-espectadores, o con el público que asiste a una puesta en escena. Además, en el poema se acrecienta ese lirismo al sucederse la evocación continua de espacios dramáticos invisibles, con lo que se invita al lector-espectador a la implicación y la participación en la ceremonia poético-dramática. Así, por ejemplo, en “Pasión por lo invisible”, el primer poema del conjunto, la acotación reza: Un viejo loco nos increpa. /  Representa la voz y la fatiga / del mundo maltratado. / Se mira en un espejo / polvoriento y antiguo, / lo rompe, su imagen, y camina /descalzo por los vidrios. Tras la sugerencia de esa atmósfera, en medio de esta situación registrada, surge el poema o arranca el drama, “Da igual teatro o poesía”, nos dirá en otra acotación más adelante, porque los límites entre los géneros se nos muestran intencionadamente difusos:

Miradme en el final,

se ha roto el tiempo.

Mis edades ardieron en la noche

como la leña seca en las hogueras

de un raudo acaecer,

y ahora es siempre y nunca

la nieve en paraísos del pasado,

el crujido del hielo al caminar,

la difícil pasión por lo invisible

porque siempre amanezco

                                   en la ceguera.

 

El lector fiel de la obra de Iniesta reconocerá inmediatamente las constantes de su estilo, pues nos hallamos ante un poeta que ha acuñado un decir propio, un poeta que es dueño de una voz personal sustentada por rasgos estilísticos que la hacen fácilmente identificable. Esa huella permanece aquí, y se fundamenta en la función turbadora de la antítesis y en el recurso constante al enfrentamiento de elementos opuestos como si el suyo fuera siempre un entendimiento dual de la realidad, basado en el dinamismo de la contraposición. Su voz sobrepuja desde un entramado metafórico complejo, con imágenes de potente fuerza plástica y tiende a la enumeración, por lo que se hace evidente su expresión acumulativa, amparada por estructuras frecuentemente repetitivas y paralelísticas. Busca la paradoja y propicia, unida a ella, las fórmulas exclamativas, cuantificadoras e interrogativas, que a veces jalonan su discurso acrecentando la presencia del yo poético. En una búsqueda permanente de la propia identidad, su ¿Quién soy si ya no soy?, será uno de los motivos recurrentes a lo largo de estos poemas y dará pie a una cascada de respuestas a veces contradictorias o ambiguas. Porque se puede ser el ciervo vulnerado, todas las voces, lo que fui a campo abierto, el grito de la realidad, un tigre sin selva, un fuego a punto de apagarse en una choza, un alma modelada por el tiempo, la seda rasgada en los zarzales, o simplemente nadie.

Uno tiene la sensación de que se mueve a tientas en la órbita sensitiva de la noche del alma, empujado por un ansia continua de búsqueda, en una permanente persecución de la luz, de la razón de ser de las cosas en el mundo; incitado por un anhelo de descifrar el balbuceo de todo cuanto nos susurra en la vida, de todo lo que nos embelesa y nos espanta, sintiendo al mismo tiempo la herida y el esplendor, la impureza y el éxtasis, porque para el poeta “La poesía es conciencia del dolor y la dicha, memoria de ciudades ardiendo junto al mar, la ceguera de Dios”. Por eso quizás podría hablarse de una metafísica de la desolación y el desamparo, porque a través de estos poemas intuimos el alegato que subraya un gran desvío, una equivocación, una impostura y es que “No existe en el desastre el paraíso. / No existe el paraíso en el poema.”

Nos movemos, sí, en un escenario de derrumbes, en un mundo en conflicto. Por estos versos silban las balas, se oyen detonaciones de “los misiles del odio y las metrallas”, hay guerras amenazantes, incendios, escombros y ruinas. Acontece el tránsito del cántico al clamor. El sacrificio de Eduvigis, la víctima de la obra de Ibsen, se convierte en metáfora del sacrificio de otros, de la inmolación de la inocencia, en medio del sinsentido de la vida y la certeza de una existencia amenazada por el sufrimiento, el terror de los enfrentamientos, la codicia y la catástrofe. Decía Müller que el elemento básico del teatro es la transformación y siempre tiene que ver con la muerte, es un exorcismo. En tanto que vivos, todos somos seres aproximándonos a la muerte. Así en “La visita de las sombras” tras la acotación: Amanecer y lluvia, / una madre acaricia / el rostro de su hija, / y su hija no existe, esa madre, trasunto de tantas maternidades escultóricas, o de otras más beligerantes como las de la Plaza de Mayo, nos dice:

Soy la madre callada en el umbral

que espera la llegada del invierno.

Estoy tras la ventana de tu muerte

con los ojos cerrados de un mirar

más adentro,

                    sin sol,

                               mucho más lejos;

 

Hay que tener en cuenta que las referencias a San Juan de la Cruz, tan habituales en sus poemas, también aparecen en esta entrega; las citas de sus versos entrelazadas en el discurso del autor valenciano son frecuentes en distintos momentos, de ahí que a los símbolos que venimos comentando, el pato salvaje, de la obra de Ibsen, o el tigre sin selva que propone el autor, deberíamos añadir, por su paralelismo semántico, el del ciervo vulnerado del místico carmelita. Las tres alegorías nos representan, y no sólo al propio poeta, sino a todos nosotros, público o lectores, porque del seguimiento atento de esta obra dual se desprende que todos somos, en cierta manera y, por extensión, el ciervo vulnerado, el tigre sin selva o el pato salvaje, es decir, seres perdidos o lacerados por el dardo oscuro del cazador en nuestra búsqueda, en nuestro vuelo a ciegas. Y es que “Todos somos el pato en la laguna / mordido por las fauces de la vida”.

A pesar de las escenografías a las que nos remiten algunas de las acotaciones iniciales en los poemas, o del ruido de fondo de ese “mundo maltratado”, por ejemplo: “Se escuchan explosiones a lo lejos, / se ven resplandores, / los temores silban.”; o “Ciudad bombardeada, sin descanso. / Se oyen llantos y gritos, maldiciones”, esto es, de ese “paisaje de guerra y destrucción”, en el que insiste el poeta, sus versos pretenden ser por encima de todo “un canto a la vida. Y alta vida meditada: punto y vastedad”, o como terminará declarando en su Prólogo: “verbo universal nacido del centro oscuro mismo del amor y las entrañas”. Y es que, como aconsejaba Paul Celan, la tarea del artista consiste en “no dejar de dialogar nunca con las fuentes oscuras” y José Iniesta, desde el corazón, no se priva de hacerlo, apasionadamente, en esta obra.

La segunda parte de la misma, “Vuelo a ciegas” es una pieza teatral en toda regla. Una obra en dos actos. El primero de ellos se titula “La oración de la nada”, y el lector reconoce en esa oración la atmósfera, los versos y los personajes de “Tiempo y alma”, porque las ideas vuelven a encarnarse en este otro discurso dramático, con nuevos matices. Estamos en el escenario vacío de un teatro en donde un viejo descalzo se dirige al público. Aquí la referencia a Ibsen es claramente identificable. La acotación nos indica que a los pies del viejo “yace una adolescente muerta. Tiene una pistola en la mano y un disparo en el pecho”, en clara alusión al pasaje de la obra del noruego que sirve de referente. Incluso se recrea ese detalle de los dedos crispados de Eduvigis que se aferran al arma con la que se ha suicidado. En El pato salvaje, Gina, la madre, apremia al doctor para que no le quite la pistola que retiene: “No Relling, por favor. No le rompa los dedos. Deje la pistola donde está”… También hace su aparición el hombre gris, encarnación de la mentira y los falsos ideales, así como el Padre y la Madre, fundidos en una misma voz, para volver a recordarnos que “Todos somos el pato herido, no podemos llorar”. El final del acto culmina en un clímax en el que “Se levanta la hija con la pistola en la mano” para advertirnos de que su sacrificio no ha sido en balde, porque su muerte nos ha procurado una suerte de redención.

El segundo acto, titulado “Sonata y miedo” es algo más breve y nos lleva a un ambiguo escenario, en el que se conjuntan el alegórico “teatro del mundo” y la alusión directa a “los escombros de Gaza”. A nosotros nos toca rellenar los vacíos. Pero vuelven a retornar los mismos personajes: el viejo, el hombre gris, contra quien se arremete como responsable de todo cuanto nos lastra: “Tus credos no son nada. Tu usura es inmunda, traficas con ideales y jamás serás nadie”. Y finalmente la joven inocente, que cerrará el acto en un amargo y doliente nuevo clímax final. Pero todo esto son detalles descriptivos del drama; lo sustancial, la fuerza espiritual y simbólica del mismo alcanza su cumbre en la lectura cómplice del texto o en una posible y futura representación bien forjada que pueda abducirnos y llevarnos a la catarsis, en el más hondo sentido de liberación y purificación.

En definitiva, “Un tigre sin selva son dos escritos sobre el mismo temblor, dos maneras de lanzarnos al vacío, sin redes; y ambas funden sus metales en un clamor único, comparten fervor y misterio”, como declara el poeta en su prólogo. Y es un libro que conjuga tradición y modernidad, que nos impele y nos arrastra hacia un universo de emociones desconcertantes, y nos desarma, en demanda de nuestra implicación y nuestro compromiso. En esa sucesión de vislumbres, de revelaciones a veces nebulosas o paradójicas, su grito de alarma nos hiere tanto, quizás porque arranca del amor, de la pasión desmedida por alcanzar un nuevo ideal de verdad y belleza, y apuesta por una regeneración que nos aleje de la impostura, del exterminio y la destrucción no solo del planeta que nos da cobijo, sino de los más elementales valores humanos. ¿Qué mejor manera de demostrar hermandad con la tragedia viva?, como quería Blas de Otero… Estoy convencido de que si acogéis a este tigre y os lo lleváis a vuestra casa, a vuestro jardín interior, os cautivará y os cambiará la vida. 

 

 

 



José Lupiáñez Barrionuevo (La Línea, Cádiz, 1955) es poeta, crítico literario y profesor de Literatura, Autor de más de una veintena de libros, desde que se diera a conocer con Ladrón de fuego, en 1975. Su obra ha sido traducida a distintos idiomas, reconocida con importantes premios y recogida en numerosas antologías.

Entre sus títulos poéticos más destacados figuran: Arcanos (1984), Número de Venus (1996), La luna hiena (1997), Puerto escondido (1998), La verde senda (1999), El sueño de Estambul (2004), Petra (2004), La edad ligera (2007), Pasiones y penumbras (2014) y, más recientemente, Las formas del enigma (2021). Es autor además de varios libros antológicos y de Las tardes literarias (2005), Poetas del sur (2008), Páginas con alma (2017) y Cuaderno de Arneva (2021) obras en las que se reúnen algunas de sus críticas literarias aparecidas en prensa y revistas especializadas. Desde el 2003 es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada, como también lo es de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras. En el 2012 se dio a conocer como narrador con El chico de la estrella y otros cuentos, que obtuvo el Premio de la Crítica Andaluza a la mejor opera prima en 2013. En la actualidad reside en Orihuela (Alicante).

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