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viernes, 14 de junio de 2024

MAURICIO GIL CANO. "SESENTA POEMAS". PRESENTACIÓN DE JOSÉ LUPIÁÑEZ PRECEDIDA POR EL POEMA "LUMINOSAS ALAS". Ágora N. 28. Nueva Col. Verano 2024 Tercera Parte / Presentación de un libro


 

 

MAURICIO GIL CANO. SESENTA POEMAS. PRESENTACIÓN DE JOSÉ LUPIÁÑEZ PRECEDIDA POR EL POEMA "LUMINOSAS ALAS"

 

Mauricio Gil Cano

6o poemas.

Editorial Caibook. Col. Argónida

2024

Más infomación: https://tienda.papeleriadejavi.com/es/libro/60-poemas_1110040001



                Mauricio Gil Cano (izq). José Lupiáñez (dcha), en la Fundación Caballero Bonald, presentando 6o poemas.


El libro de Mauricio Gil Cano 6o poemas fue presentado en la Fundación Caballero Bonald de Jerez, el 4 de abril de 2024. Intervinieron en el acto el autor y el crítico y poeta José Lupiáñez, que actúo de presentador. Ágora agradece el texto solicitado a este último, así como el poema de Mauricio Gil Cano, "Luminosas alas".

 

 


 

Luminosas alas

 

Un pájaro en la luz canta la vida.

Amanece. Las alas borra el viento

y arrastra en torbellino la mañana.

Ladra un perro en Moguer —o en Long Island—,

el mismo de mi infancia entre los pinos,

el can de Juan Ramón o el del Infierno,

un perro —encarnación divina entre los muertos—

desde el jardín del cementerio. Nada

me habla mejor de Dios que la existencia.

Nadie respira tanto como el viento.

Vivir es el milagro.

 

    De Sesenta poemas, (Ed. CaiBook, San Fernando, 2024, pág. 28)

 

 

 


Mauricio Gil Cano (Jerez de la Frontera, 1964) es licenciado en Geografía e Historia y experto universitario en Gestión Cultural. Poeta, autor de títulos como 19 sonetos y un canto a Venecia, A dos poetas suicidas, Declaración de un vencido, Callar a tiempo y En la noche del mundo, así como del volumen de narrativa Cuentos con alcohol. En 2016 publica con Editorial Dalya El cuentista que decía la verdad, ensayo sobre el escritor Francisco Burgos Lecea. Y en este año, Sesenta poemas, su última entrega poética, hasta el momento.


Editor y periodista, dirigió el cuaderno Azul, suplemento cultural de El Periódico del Guadalete, y la Revista del Fin de Semana, dominical de los diarios de Publicaciones del Sur. Crítico literario, colabora en diversos medios de comunicación y revistas especializadas. Durante su etapa al frente de EH Editores, funda la colección de poesía Hojas de Bohemia. Ha trabajado además como archivero, docente, bibliotecario y librero. En no pocos de sus artículos y ensayos presta particular atención a figuras heterodoxas de la literatura hispánica. 
 

Profesor de escritura creativa, ha impartido talleres de poesía, narrativa breve y periodismo literario, en colaboración con instituciones como la Fundación Caballero Bonald. Desde 2012, es presidente del jurado del Certamen Internacional de Microrrelatos Cardenal Mendoza. 

 

OBRAS

·        Del soneto al cómic (coautor con Dolors Alberola), El Puerto de Santa María (Cádiz), Tertulia El Ermitaño, 1997.

·        Cuentos con alcohol (Narrativa), Cádiz, Diputación, 2002.

·        Declaración de un vencido (Poesía), Jerez (Cádiz), EH Editores, 2006.

·        Callar a Tiempo (Poesía), Sevilla, Ediciones En Huida, 2014.

·        El cuentista que decía la verdad: Francisco Burgos Lecea (1898-1951), un escritor de vanguardia olvidado (Ensayo), San Fernando (Cádiz). Dalya, 2016.

·        En la noche del mundo (Poesía), San Fernando (Cádiz), Dalya, 2019.

·        Sesenta poemas (Poesía), San Fernando (Cádiz), CaiBook, 2024. 

 

 

PRESENTACIÓN DE SESENTA POEMAS, DE MAURICIO GIL CANO. POR JOSÉ LUPIÁÑEZ



                     

MAURICIO GIL CANO: SESENTA POEMAS

 

Si yo tuviera que calificar de algún modo a Mauricio Gil Cano, diría que es un poeta de la pasión. Sí, con el recuerdo vivo de sus obras leídas, lo primero que me viene a la mente es que Mauricio es un poeta de la pasión y de la intensidad; un poeta del brío, de la emoción y del desgarro. Así me refería a él no hace mucho tiempo en una reseña a la reedición de su primera obra, 19 sonetos y un canto a Venecia. Decía que “su voz poderosa, convincente y llena de intensidad y de deslumbrantes hallazgos” está relacionada con “la pasión y la trascendencia”. Y eso mismo percibo en esta nueva oportunidad, a raíz de la lectura de su último libro, Sesenta poemas, que hoy tanto celebramos los adeptos a su credo atrevido y rebelde, en el que parecen confluir, de un modo singular, el nihilismo y la esperanza.

Entre los paréntesis que abren y cierran con guarismos su trayectoria hasta hoy, desde aquel 19 sonetos y un canto a Venecia de 1997, a este recientísimo Sesenta poemas, (Ed. CaiBook) ha discurrido su obra escueta y personalísima en poesía, con cuatro títulos significativos: A dos poetas suicidas, incluido en la antología Café Central (2000), Declaración de un vencido (2006), Callar a tiempo (2014) y En la noche del mundo (2019), a la que hay que sumar los relatos de sus Cuentos con alcohol (2002), y el ensayo El cuentista que decía la verdad: Francisco Burgos Lecea (1898-1951), un escritor de vanguardia olvidado (2016). No hay tiempo para detenerse en el comentario de estas obras, pero reparad en los títulos y en las atmósferas a las que nos remiten para empezar a intuir su propuesta lírica y prosística: el elogio de dos poetas malogrados de A dos poetas suicidas; las confesiones de quien sufre y asume el cansancio, el vencimiento, la derrota, en definitiva, a la que se ronda entre la amargura principesca y el descaro provocador del genio incomprendido, en Declaración de un vencido; la opción del silencio como huida de la vulgaridad y de la imposibilidad de ver cumplidos los sueños, en Callar a tiempo; y la noche, la noche del mundo, como territorio de las luchas existenciales, en las que conviven la fe, el desaliento, el desencanto y la lujuria. Por lo que hace a la prosa: la presencia del alcohol, del vino, no solo como una posible vía de escape, o un acicate para la desmesura y la fiesta de los sentidos, sino también como un elixir que es regalo de dioses y nos hace un poco más divinos en Cuentos con alcohol, o el recuerdo de un soñador, de un rebelde olvidado, Burgos Lecea, que avivó la vanguardia y la alimentó con su heterodoxia.

Pero vayamos a lo de hoy, a estos Sesenta poemas, que son hitos simbólicos de sus años cumplidos, a través de los cuales se puede entrever el balance de una vida vivida y se nos ofrecen, con renovadas variaciones, las constantes de una poética ya más que consolidada. En realidad, la intención del autor al ofrendarnos este libro viene muy bien resumida en la “Nota preliminar” que lo precede. Allí se nos advierte de la diversidad de su contenido, puesto que los textos recogidos pertenecen a “diversas etapas vitales”; una diversidad que también afecta al plano temático, por un lado, y al estilístico, por otro: y así, junto al empleo de los metros tradicionales —el soneto, principalmente, o las cuartetas asonantadas— conviven en él, el verso libre y la prosa poética.

Muy en consonancia con la poderosa cita de Octavio Paz que abre el libro, “todo poema es tiempo y arde”, nos asaltan aquí esos distintos “fragmentos de la vida” de un hombre, de un poeta, que traza un itinerario emocional vario, heterogéneo, multívoco, con la idea de argumentar su particular “viaje en busca de la propia identidad”, por expresarlo con sus propias palabras. Y en sintonía con el mismo Octavio Paz, que defendía que “los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”, o incluso con Eugeni Estuchenko, que afirmaba que “la biografía de los poetas son sus poemas”, aquí sí sentimos muy cercana esa conjunción de vida y poesía y también entrevemos el entendimiento de lo poético como un medio de conocimiento, tal y como lo defendió en su momento Vicente Aleixandre. En el texto con el que arranca su discurso, “Noche de mayo”, se nos dice al respecto: Debemos rescatar fragmentos de la vida/y construir con ellos la esencia del poema (pág. 17). Tiempo, fuego, memoria, conocimiento, he aquí los ejes significativos que nos llegan en los primeros compases de esta obra.

Y junto a estos elementos el amor, sobre todo el amor, inundando los versos, o mejor, incendiándolos, porque la alegoría del fuego está muy presente como correlato de la pasión; un amor transitado y evocado en su doliente y tumultuosa realidad; y una amada entrevista, confidente, ausente, lejana o esquiva, cercana o fantasmal, que prende los versos iniciales con su recuerdo, y le sirve como interlocutora, destinataria de su desasosiego, de su nostalgia punzante, de su rotura espiritual, porque el autor la nombra, la invoca, al tiempo que es consciente de que a través del sortilegio de la palabra puede reconstruir la ceremonia de los afectos vividos, de los delirios que persisten. En “Invitación”, el segundo poema del libro, exclama, por ejemplo:

Te invitaré a incendiar la noche con los labios

y a levantar hogueras y a ser como una llama,

ardiéndonos los dos en el espacio.

Te invitaré a encender el corazón

y a prender las antorchas del deseo. (pág. 20)

 

Aunque al final reconozca entre la desolación y el desencanto:

Ya no somos el río de fuego desbordado.

Ya no somos la llama. Ya no somos. (pág. 21)

 

Pero el amor será, con todo, una de las grandes fuerzas desencadenantes de su poesía y esto lo percibimos desde las composiciones inaugurales del poemario hasta el final. El amor, en cualquiera de sus variantes, jalona el recorrido de su discurso, no sólo proyectando los diferentes estados de ánimo sobre el paisaje o los entornos que acompañan al poeta (la noche, la ciudad, el jardín, la soledad de su estudio), sino nutriendo en parte sus reflexiones metapoéticas y sus cavilaciones sobre la escritura y el hecho creador: Solo puedo aferrarme a las palabras,/pues ellas me remiten a la vida/cuando escucho tus labios encendidos (pág. 22). O ahondando otras veces en las penumbras de su falta, mostrándonos la nostalgia de sus reminiscencias, o empujando al creador al desengaño y a conclusiones más pesimistas, como declara en “Recóndito deseo”: Todo amor no es más que ese deseo/tan imposible de sentirse amado, (pág. 34). O en el poema “Amar”, donde nos confiesa con amargura: Amar es mi arruinado patrimonio. (pág. 38).

Tal vez el desgaste del vivir, el peso de las dudas existenciales, o la herida amorosa sean, en parte, las causas de ese desasosiego espiritual que recorre el poemario; la razón de ser de la angustia, del derrumbe moral y emocional que se exhibe en muchos de los textos. Desde la soledad asumida, desde su retiro lírico, quiere el poeta lanzar su soliloquio sombrío: Solemnemente solo, me susurro/palabras en secreto para nadie (pág. 23), nos dirá en “Cenizas”, y en “Retiro”, insistirá, con ecos frayluisianos: Y yo, en la soledad de mi desierto,/quede labrando en mi interior un huerto (pág. 60). El tono dominante de estas deliberaciones convertidas en versos es de un pesimismo evidente. La duda, el descreimiento, el vacío, la nada, le llevan a radicalismos solipsistas —aquí estoy solo y castigado y triste,/gozando en plenitud este vacío, (pág.66)— e incluso a un egotismo no disimulado.

No es de extrañar que ante este panorama de vencimiento espiritual, el autor trate de explorar algunas maneras de escape de tales laberintos, a través de posibles vías a su alcance, y así es cómo el amor, con todos sus vaivenes y zozobras, se convertirá en una tabla de salvación; al igual que lo será también la escritura, la conciencia de perseguir la belleza a través de las palabras, siempre desde la exigencia y el rigor; una escritura que lo redima en los momentos de mayor decaimiento y le ofrezca la ilusión de una cierta pervivencia. La tercera vía será la de la fe, ya que un hondo sentimiento cristiano se afianza en muchos de sus poemas, como veremos más adelante; un sentimiento que, a pesar de los titubeos o de las contradicciones emocionales, le induce a presentir cierto horizonte de esperanza.

Por lo que hace a la poesía, a la meditación sobre la creación y la escritura, a la que aludía antes, el lector de Sesenta poemas, encontrará diseminadas a lo largo del libro numerosas declaraciones del autor que desarrollan un pensamiento, una poética particular, y su compromiso pasional con ella. En “Soledad” llegará a decir, por ejemplo: una angustia me sube por el verbo. / Una inquietante turbidez proclama / su borbotón letal entre los labios/como espadas clavadas en el alma (págs. 70, 71). En muchas de las muestras de estos sesenta poemas se verá esa preocupación de Mauricio Gil Cano por perfilar una estética, un modo propio de concebir el hecho creador, pero acaso no con tanta claridad e intensidad como en el poema 42, que lleva por título “La verdadera poesía es hacia dentro”, auténtico manifiesto lírico donde defiende su carácter inefable, su identificación con el rapto casi místico, con lo divino, porque para él Dios es el Poeta máximo, aunque albergue dudas también sobre el alcance y perdurabilidad de la poesía. No me resisto a citar un fragmento de este texto tan portentoso e iluminador:

 

Un imposible apenas

nos sucede mientras escribimos.

La verdadera poesía es casi Dios,

un soplo del Espíritu

sobre este barro mortal.

Hecha a la imagen del logos divino,

su realidad es sin embargo un espejismo,

la imagen de la espuma de la ola,

la música sin fin de su infinito

perpetuando el instante para nada.

Para fingir que somos, que fuimos, que seremos,

para creernos un momento

herederos de la luz universal. (pág. 72).

 

Y complementando el interés por la alquimia del verbo, se evidencia también su personal homenaje a la Literatura, puesto que quedan rastros de algunas de sus preferencias por autores a los que, a través de citas, evocaciones o dedicatorias, hace partícipes de su discurso. De este modo vemos sucederse los nombres de Octavio Paz, de Quevedo, Julio Mariscal, Manuel Machado, Virgilio, Nerval, Juan Ramón Jiménez, José Vasconcelos, Ernesto Cardenal, Caballero Bonald, Leopoldo María Panero, Tomás de Aquino, Raúl Gómez Jattin o el añorado Ramón Epifanio, que con un retrato al óleo algo naif del poeta, titulado “Mauricio y las musas”,  ilustra la portada de este libro. Sin contar las alusiones indirectas a San Juan de la Cruz, Fray Luis, Góngora, Calderón o Rubén Darío, también constatables.

Evocando los temas primordiales en libros anteriores y en este que nos ocupa, refiere Mauricio en su nota inicial que el de Dios es un capítulo importante en su obra y argumenta, “pues quiero creer que el postrer horizonte está iluminado por su amorosa presencia, que da sentido a la vida”. Y, en efecto, la presencia de un Dios con mayúscula es recurrente en estos versos. Acorde con lo que decía Dámaso Alonso, para Mauricio toda poesía es religiosa, de un modo u otro, en el sentido de establecer una religación del hombre con lo divino. En su caso, podemos comprobar esa necesidad primordial del poeta de aferrarse a una fe, a una base que le facilite un sostén en el que fundamentar su esperanza. Dios, por tanto, o Cristo, se constituyen en destinatarios también de sus anhelos, de sus incertidumbres y temores; hacia Dios vuelan sus dudas y en él funda su voluntad de trascendencia, que se experimenta como verdad superior y liberadora. Son muchos los ejemplos de esta presencia en Sesenta poemas; son muchas las muestras de esa mitología cristiana que subyace, de esa liturgia sacra, que emparenta lo divino con el destino del hombre, con la creación poética, con el vino (la sangre de Dios resucitado), con el misterio de vivir, etc. En “Revelación”, nos conmueve de esta suerte: Y, sin embargo,/ está en manos de Dios nuestro destino./ La noche es esta vida que cruzamos./ La muerte no es más muerte, sino luz. (pág. 82).

En relación al tema de la muerte, que reconoce ocupa ahora “un lugar preeminente” en su producción poética —aunque ya lo hubiera desarrollado en libros anteriores—, abundan, en efecto, numerosas muestras que inciden en reflexiones de alcance sobre su inevitable consumación, al lado de otras que aluden a muertes concretas de amigos y familiares. Se diría que el poeta se propone, a través de ellas avivar la presencia de la ausencia, evocar a los difuntos cercanos, conocidos, entrañados, que han desaparecido dejando en su propia vida ese hueco de orfandad dolorosa, que le induce a la reflexión barroca sobre la caducidad y el fatalismo que nos hace tan vulnerables ante el gran misterio que a todos nos aguarda y la imposibilidad de desvelarlo. Si en “Vinagre”, por ejemplo, nos propone: Nadie vence a la muerte./ La vida nos ha vencido. (pág. 26), en “Luminosas alas”, poema verdaderamente turbador, enfrenta y contrapone de nuevo vida y muerte, a través de los ladridos de un perro simbólico y ubicuo, que seguramente ladrándole al amanecer desde el cementerio, le inspiró este bucle melancólico, que cierra con una proclamación de exaltación de la vida, del milagro de estar vivo… Como es relativamente breve, me permito recordarlo para vosotros:

 

Un pájaro en la luz canta la vida.

Amanece. Las alas borra el viento

y arrastra en torbellino la mañana.

Ladra un perro en Moguer —o en Long Island—,

el mismo de mi infancia entre los pinos,

el can de Juan Ramón o el del Infierno,

un perro —encarnación divina entre los muertos—

desde el jardín del cementerio. Nada

me habla mejor de Dios que la existencia.

Nadie respira tanto como el viento.

Vivir es el milagro. (pág. 28)

 

Aquí de nuevo la fe redime, le abre un horizonte confiado que presupone cierta continuidad, no una pérdida irreversible. Pero la muerte ocupa su propio territorio a través de composiciones más específicas, como en “La última noche” o en “Difuntos”, donde los que se han ido nos señalan nuestro porvenir, o “A mis amigos muertos”, a quienes se invoca en demanda de luz para recorrer el camino de la existencia, como si se tratara de deidades familiares a las que uno puede encomendarse: Oh, muertos,/sagrados más que dioses (pág. 54). Pero hay muertes concretas, como decía antes, sobre las que el poeta entona su elegía, y así el desgarrado soneto “Esquina de piedad”, en el que se hace eco de un caso de muerte por violencia extrema de una inválida, el dedicado a la memoria de Ramón Epifanio, pintor y escritor “con quien tanto quería”, a Manuel Muñoz López o a Antonio Apresa, homenajes sentidos que rinden su despedida a través del soneto, en los dos primeros casos y de “Casi haikus”, en el último.

Fuera de estas claves primordiales que se erigen en razones profundas de su pensamiento lírico, es decir, el amor, la muerte, la conciencia de la escritura, la soledad o la fe, es el paso del tiempo otro de los nudos temáticos que sustentan sus textos. Los Sesenta poemas son, en cierta manera, un recorrido, una celebración simbólica de los sesenta años de vida del autor, de su particular vía crucis; una alegoría de su camino de pasión, al modo de estaciones que nos remiten a los años cumplidos. De ahí que el lema inicial de Quevedo, que tan ajustadamente preside el libro, cobre especial relevancia, visto desde esta perspectiva: “Un año se me va tras otro año”; un lema que armoniza de forma singular con el otro de Octavio Paz, que comentábamos: “Todo poema es tiempo y arde”. Debo insistir en esa alusión al fuego tan relevante, porque encierra su visión del vivir y apunta a la intensidad, a lo pasional de su credo. Hay un mirar atrás, un volver a lo vivido, a los recuerdos que lo acompañan y desembocan en el presente de la escritura, como si se tratara de reconquistar, a través de ella, las emociones pretéritas, aunque esa mirada retrospectiva no logre evitar que afloren la melancolía o el desconsuelo: Los vientos se llevaron mis clamores./ La marejada, el rastro de mis días. (pág. 29), nos dirá en “Río de la vida”. Y en “La espina”, se hará también evidente, con rotundidad, la asunción de la pérdida: Deambulo entre las torres abatidas,/ quimeras desoladas, ideales/que el lodo de los años sepultara.(pág. 32). Se diría que hay en Mauricio Gil Cano una voluntad de reconvertir la pérdida en leyenda, en epopeya de su propia trayectoria vital, a la que dota de una suerte de esplendor lúgubre.

Son versos estos de un contemplador pensativo, de un observador absorto que atiende hacia lo externo, hacia los paisajes del mundo, embelesado con la vida, con el río de la vida, con el amor y los amigos —algunos de ellos ya idos— que le acompañaron en el camino, con los jardines inciertos del existir, pero también de un contemplador que dirige su mirada hacia lo íntimo, hacia lo hondo del ser, porque se asoma al espectáculo contradictorio de cuanto acontece en su alma, y hurga en ella para transcribir las emociones que luchan en sus adentros, con la intención de traducir la perplejidad o el asombro de un yo escindido, múltiple y paradójico: Mira por dentro de tu propio enigma,  /pregúntale a los labios de tu alma, / a la durmiente tempestad en calma / que amenaza brotar como un estigma (pág. 61), nos dirá en “Quizás después de todo”, y en “Una rara flor” abunda en este proceso desvelador: La poesía es la música del alma. / Cuando el hombre en su tiempo se hace angustia / y desnuda las ascuas de sí mismo, (pág. 65).

Y leo también, a través de estos poemas de su última hornada, una predisposición a explorar el lado misterioso de la existencia. Hay momentos de éxtasis, de plenitud, de revelación, momentos sublimes en la contemplación de la noche estrellada —de nuevo Fray Luis—, en las meditaciones que le propicia la lluvia en los cristales, en la luminosa euforia del vino, en las elucubraciones sobre el secreto de la muerte, o en los trances de arrobamiento amoroso, etc., y todo ello a través de un decir impulsivo y anhelante que alterna en lo estilístico con evidencias de abatimiento y derrota moral, pero, insisto, siempre ligado a una expresión rica metafóricamente, que no oculta, en determinados momentos, resabios de cierto malditismo bohemio y rebelde, al modo de los héroes del modernismo: pero te estoy contando que somos los malditos, / los que reímos siempre del poder y sus látigos / porque bogamos ebrios y suicidas (pág. 25). Desde esta actitud un punto desafiante, desde este descaro heterodoxo, desde esta iconoclasia, veo a Mauricio buscar lo perdurable, lo trascendente, lo misterioso, un poco a la manera en que lo propugnaba el poeta Adam Zagajewski, en su defensa del estilo sublime: “hoy lo sublime —sugiere el poeta de Lvov— es en primer lugar una experiencia del misterio del mundo, un escalofrío metafísico, una gran sorpresa, un deslumbramiento y una sensación de estar cerca de lo inefable” y la brújula de la poética de Mauricio Gil Cano, apunta, a mi modo de ver, hacia esos nortes.

Aunque no son muchas las alusiones a lugares, fuera de la expresión un tanto vaga de “este sur” y, muy de pasada, de las menciones a París, Moguer, Long Island, Connecticut, las islas griegas, México o Bogotá, que dejan sus notas de indudable exotismo, sí me interesa destacar el homenaje patrio que consagra el poeta a su ciudad natal, porque Jerez está presente en el libro, late en la pulpa de estos Sesenta poemas, como escenario inespecífico e indefinido de sus meditaciones o epifanías, pero también como el territorio concreto y entrañado desde el que lanza su mensaje, tal y como vemos en el hermoso poema “Estampa vieja de Jerez”, lo que nos permite imaginar al autor en su entorno, en este desdichado paraíso,/en este sur de Europa, en el confín de España (pág. 74); un lugar entreverado de las luces y las sombras de la vida vivida. Y lo está también a través de su manifiesta exaltación casi espiritual del vino, como elemento caracterizador y distintivo, el vino de Jerez, claro está, que nutre con su poder altivo muchas de sus composiciones, y que a mi parecer lo invisten por derecho propio como un nuevo Omar Jayyám de la Campiña. No es de extrañar esta veneración en quien es todo un experto en la cultura del vino, al que dedica el penúltimo poema, un tríptico en sonetos, verdaderamente excepcional, que titula “Los dones del vino”, y en el que se declara “devoto de su sangre”, antes de emprender la despedida del lector, un adiós que apunta esperanzado a la luz por siempre,/l a inmensa claridad (pág. 95).

He aquí el recorrido, de manera muy sucinta, por algunas de las virtudes de este poemario singular, fruto de su ingenio, de su pasión y de su pericia. Un lenguaje audaz el suyo, que desde el desafío o el desasosiego de la duda y las amarguras de la pérdida, alcanza cotas de irrebatible maestría. Estoy convencido de que cuantos lo frecuenten encontrarán en él las pruebas de su hondura, de su compromiso con la palabra y de su entusiasmo por el ideal y la belleza. No creo equivocarme. Os tocará el corazón.

 

José Lupiáñez

Orihuela, 14 de marzo de 2024

Texto de la presentación del libro Sesenta poemas, de Mauricio Gil Cano, el 4 de abril de 2024 en la Fundación Caballero Bonald en Jérez (Cádiz).   

 

 


                  

José Lupiáñez Barrionuevo (La Línea, Cádiz, 1955) es poeta, crítico literario y profesor de Literatura, Autor de más de una veintena de libros, desde que se diera a conocer con Ladrón de fuego, en 1975. Su obra ha sido traducida a distintos idiomas, reconocida con importantes premios y recogida en numerosas antologías.

          Entre sus títulos poéticos más destacados figuran: Arcanos (1984), Número de Venus (1996), La luna hiena (1997), Puerto escondido (1998), La verde senda (1999), El sueño de Estambul (2004), Petra (2004), La edad ligera (2007), Pasiones y penumbras (2014) y, más recientemente, Las formas del enigma (2021). Es autor además de varios libros antológicos y de Las tardes literarias (2005), Poetas del sur (2008), Páginas con alma (2017) y Cuaderno de Arneva (2021) obras en las que se reúnen algunas de sus críticas literarias aparecidas en prensa y revistas especializadas. Desde el 2003 es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada, como también lo es de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras. En el 2012 se dio a conocer como narrador con El chico de la estrella y otros cuentos, que obtuvo el Premio de la Crítica Andaluza a la mejor opera prima en 2013. En la actualidad reside en Orihuela (Alicante).

                                        

 

          

 

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