Por cortesía de Jesús Cánovas, reproducimos una lúcida crítica publicada en su blog http:// elarcodeltriunfocanovas. blogspot.com.es/2016/03/la- apuesta.html
sobre el reciente libro de poesía de Dionisia García La apuesta.
LA APUESTA
LA
APUESTA
DIONISIA GARCÍA
XXX
Premio de Poesía BarcarolaDIONISIA GARCÍA
Leer a Dionisia García es un gozo; sus libros
hay que devorarlos deprisa, aunque después de esa primera y precipitada lectura
debemos detenernos en ellos, pensarlos, pues bajo la aparente sencillez de un
verbo que discurre sin estridencias —serena zozobra, tranquilo tumulto—,
imperceptiblemente nos introducen en los dominios del misterio y de las
preguntas que concita ese misterio. Tal sucede con La Apuesta (galardonado con el XXX Premio de Poesía Barcarola,
2015) donde de forma rotunda aparece una interpelación a la trascendencia, su
velada certeza, tema recurrente en la poesía de la autora.
El título nos introduce de lleno en el eje
que da sentido al poemario y evoca, en primer lugar, cierta antigua apuesta, la
de Pascal. El pensador, a quien aterrorizaba el silencio de los espacios
infinitos, propone una argumentación sobre la existencia de Dios basada en el
propio interés. El esquema lógico en que se sustenta no atiende a lo a priori o
lo a posteriori, al principio de causalidad o al de no contradicción, sino a la
simple disyunción. Consciente de que la fe es algo más propio del corazón que
de la razón —algo que alude, por tanto, a la centralidad de nuestro ser—,
sabedor de que cada uno se convence de lo que quiere o de lo que está
predispuesto, o no se convence, porque las elecciones que atañen a la vida y su
sentido, a fuer de profundas, son viscerales, y sabedor también que nadie puede
creer si ese su corazón de alguna manera no ha sido herido o mecido por el
soplo del espíritu, se olvida conscientemente de cualquier argumento racional y
postula la existencia de Dios como resolución de una apuesta: Dios existe o no
existe, cara o cruz… ¿Qué nos interesa más, que exista o que no exista? Cada
cual debe apostar, es ineludible; no querer apostar es apostar. Y tal apuesta
conlleva consecuencias (Trato sobre el particular en un lejano post: http://elarcodeltriunfocanovas.blogspot.com.es/2013/05/la-apuesta-de-pascal.html ).
Hay quienes llegan a Dios tras la caída de un
caballo, de cualquier caballo del que los apean no por su gusto; otros, son tan
fuertemente impactados por el mal que, por contraposición, no pueden sino
creer, abrazar a Dios como última tabla de salvación; otros tantos (quizá,
dadas las características de esta última época que nos ha tocado vivir,
demasiado pocos), no experimentan conflicto, pues su fe se desarrolla y madura desde
la infancia al igual que un árbol que crece en tierra firme y buena; sin
embargo, en los más, el conflicto es patente (entre creer y no creer),
adquirirá un mayor o menor grado o intensidad y durará gran parte de sus vidas.
Me interesan ahora los que se acercan a Dios, según la mansedumbre o bondad de
su carácter, de manera lenta y dulce, confusos ante el mal que experimentan o
hiere sus ojos (que es otra forma de sentir a Dios), pero esperanzados por la
belleza que les ofrece el mundo, aun con sus fuertes contrastes y disonancias,
maravillados por la simplicidad de lo que existe y es real, mecidos por el
devenir manso de los días, arropados por una cotidianeidad de afectos que se
entrelazan firmes. Quiero pensar que Dionisia García —aunque es a ella a quien
corresponde decirlo— pertenece a este último grupo; en La Apuesta nos propone un acercamiento a Dios velado por las
sombras, su personal decisión en medio de una luz tenue, crepuscular aunque
cálida, pero cada vez más cierta y agrandada según se sucede el camino, su
propio devenir o andar.
La duda existe, claro que sí, es prerrogativa
de la condición humana; por ser seres racionales y libres, y también por ser
débiles y porque nuestra razón se mueve entre tinieblas, dudamos; para colmo,
la muerte acecha insondable y ciñe nuestra incertidumbre, línea fiel de misterioso abismo, inquietante compañía alerta y entre sombras. No puede ser de
otro modo: nuestra grandeza y nuestra miseria se concitan en la duda: Quizá solo seamos pobladores
confusos/esclavos de la duda, impotentes y frágiles. Optamos, pues, porque
no podemos sino optar, aun sin saber que no hay otra posible elección sino la
de elegir. La condena humana, según Sartre, es ésa; ahora bien, no como pasión
inútil, en la corrección de Dionisia García, sino como excelencia, así queda
expresado, p. ej., en Disidencias: No vengas a decir que el empeño es inútil…/
No vengas a decir que todo es nada/y en nada se convierte a nuestro paso. Si el
no ser nos guiara durante la andadura,/tampoco existiría la hormiga cosechera…
Sí, aunque tantas veces vivida como condena, el miedo o el temblor, la
incertidumbre en afrontar una continua disyunción, una elección que nos altera,
el don divino de la libertad resplandece frente al fondo de lo inefable, del no
saber, de estar a oscuras; por eso Dionisia García también corrige a Cioran, el
búho de la nada: El caminar impulsa en el crepúsculo/y lleva hacia otros mundos/donde
puedo habitar espacios luminosos,/increíbles estancias abiertas al misterio.
Y porque virtud es reconocer esta oscuridad nuestra y la consiguiente ceguera,
la sed se dispara, el anhelo ferviente de la luz, el deseo, la pasión por lo
que se ignora; tal eventualidad ya queda constatada en los versos iniciales de Preludio, el poema inaugural del libro: Llevar la oscuridad dentro del
pecho/despierta la pasión por lo ignorado; por concomitancia, también así, en
la centralidad del poemario, la exclamación de Goethe en su lecho de muerte,
que Dionisia reproduce y hace suya: ¡Luz,
más luz!, robusta imprecación, asombroso grito esperanzado ante los versos
sucedidos:
Tal vez me falte la grandeza
de no igualar a quienes, generosos,
aceptan, aun sin ver, por las señales.
Yo preciso ese don que dulcifica,
algo que pese en las apuestas
y acaricie mis ojos maltratados.
¿Las señales? Las señales son las maravillas
que se ofrecen a una mirada atenta: en primer lugar, la vida —Aletea la vida entre nosotros,/el alba asoma
en pálidos azules, dice la poeta en La
Voz, o, de forma lapidaria, al final de Hora
Prima: Todo es sueño y verdad,
milagro que acontece—; en segundo, el mundo en su conjunto: Necesitan las aves que alguien toque sus
plumas,/las mariposas presumir de sus colores,/el caballo, el aire, los
manzanos,/una mirada intensa, indagadora y fiel, indica en versos que no
podían llevar otro rótulo sino Lo Natural.
Más intensamente reafirma tal hallazgo en el bellísimo poema que lleva por
título Oficio de mirar:
Asómate a las aves, al mundo de los astros.
Nadie pudo abarcar tanto prodigio…
Dueña insegura soy de certezas posibles.
La hermosura del mundo, su realidad palpable
me dice del secreto y despierta el impulso.
Cierto que hay señales oblicuas, aquellas que
nos confunden porque niegan y producen muerte —Desorientados vamos a la calle,/con el alma pasmada, entre recelos…—,
pero también es verdad que, por contraposición, indican un rumbo diferente a
nuestros ojos, otro sentido a nuestra mirada. La poeta consigna esta maldad
creciente, anidada de forma proterva en nuestro tiempo, pero no se recrea en
ella. Aunque dolorosa, no es real; supone sólo un contrapunto de negrura frente
a la belleza del mundo. Lo verdadero no es lo negro que destella, el impacto
sentido del no ser de la maldad; lo verdadero está en otra parte, en las cosas
humildes y pequeñas que, en su sencillez, muestran a Dios, a ese Dios escondido en nuestras vidas,/que transita por tierra de
naranjos/como ermitaño alegre en los inviernos. Deus absconditus, pues, manifestado en su obra de forma incomprensible,
inabarcable para una perspectiva sesgada como la nuestra: El hombre solo acepta lo posible,/cuanto su mente acoge y ven sus
ojos./Alguien fundó la luz, el firmamento,/y sabe por qué quiso la espera
confiada. No ver más de aquello que se ve entre tinieblas es ceguera
humana, no merma de Dios; la comprensión de tal verdad dispara la espera
confiada. Mientras tanto, a la zaga de una intensa revelación, el carácter
teofánico del mundo está ahí para los ojos, transido de belleza ofrecida, sea
en un atardecer, en la callada labor de la naturaleza —o en la labor del
artista incluso—, en el secreto bullir de los árboles, en las madreselvas que cobijan, en el instante
de preñez inconmensurable:
Detente instante
en este vaso ancho
que alberga las anémonas…
Que mi pasar no quede,
pero sí la belleza de las cosas.
¿Acaso un poeta no se conmueve ante la
belleza? Aun con el gusano de la muerte, el mundo es bello; la apuesta por la
vida es real, constituye certeza. ¿Qué nos interesa más, que exista o que no
exista Dios? Cada cual debe responder en su corazón, pero ¿habrá vestigios o
señales que nos guíen en tan difícil como comprometedora elección? En otras
entregas Dionisia nos las ha revelado, pero en La Apuesta cobra especial fuerza, por su magnitud, una de estas
señales: La Belleza.
El milagro de lo bello, tal y como lo
registra la autora, fundamentalmente es visual, pictórico, pero advierte de la
inmensa teofanía del mundo en su conjunto; así, los ojos de la poeta vivencian
lo bello ofrecido como reflejo de otra Belleza más misteriosa y profunda,
aleteante y firme como un soplo. Por tal registro, el poemario está transido de
Dios, lleno de Dios desde su primer poema hasta el último, y en consecuencia,
no es propiamente un Dios oculto el que transita por sus páginas, sino un Dios
tenuemente velado. En este sentido cabe resaltar la precaución con que se le
alude; Dionisia con frecuencia lo menciona en tercera persona, o no lo
menciona, por lo que lo nombra sin nombrarlo, y tal es así, que al no nombrarlo,
emerge de forma contundente. Dios es un
amor permanente en adioses de despedidas, una cita que dulcifica la misma
expectativa de la muerte, anhelo perpetuo, seguridad final de toda búsqueda. El
último poema del libro, Adiós,
termina así:
Si
libertad yo alcanzo,
seguiría
la búsqueda.
De Ti no me despido.
Tal final requiere ulteriores
consideraciones, pero las dejo para el desocupado lector. Ahora, y para ir
acabando, quiero detenerme en una pregunta que la autora lanza al término de un
poema nombrado, ¡Luz, más luz!:
Me
avengo a preguntar
a estas
alturas,
¿somos
sólo palabra?
¿Somos
sólo palabra?,
repito con Dionisia y me abro al diálogo. La palabra, en sí misma, es un don.
Si fuéramos sólo palabra, ya seríamos algo, porque seríamos palabra, aun
pronunciada por Otro, que pronuncia: palabra que recrea o cocrea, por
consiguiente. Tal característica supone poder; poder de signar los seres y, al
signarlos, llamarlos a la existencia desde las sombras difusas que no se
nombran, desde la nada. La palabra es símbolo, pues conjunta signo y
significado para designar, nombrar una realidad y, al nombrarla, constituirla
en ser, idéntica en sí misma, diferente de cualquier otra. El hombre, dirá
Pascal, es una caña movida por el viento, sí, una caña movida por el viento,
pero una caña que piensa, y porque piensa, habla, y porque habla, nombra y
signa las cosas, y éstas, porque son signadas, adquieren sentido, toman el ser.
La grandeza humana se conjunta con su miseria. El hombre se sabe nada si
contempla la extensión de su ignorancia, el abismo de su vacío; pero al
contemplar tal extensión, la sabe; al contemplar su vacío, tiembla. Ahora bien,
saber su ignorancia, experimentar el temblor, lo constituyen en el ser más grande
del universo, porque sólo de esta forma se dispara su sed de plenitud, su
anhelo de infinito; el hombre se sabe nada, fuga, camino, mas por esto mismo,
porque se sabe que no es sino un tránsito continuo pronto a disolverse, busca a
Dios, única posibilidad de su completud. Se dispone así a una espera confiada,
a una indagación en el misterio con el fin de colmar su nada.
La
sensatez no indica otro modo de actitud, y Dionisia, a quien, armada de
sinceridad, no le falta la grandeza, no puede sino abrazarla, pues sabe o
intuye —y ya lo deja escrito en los primeros poemas de La Apuesta—, que es la única resolución digna de lo humano. De esta
forma comienza Preambula fidei: Arar es lo primero, hacer tierra
propicia;/saber que es buena el agua que nutrirá en lo hondo, poema que
desarrolla la temática del anterior, El
arte de escarbar:
Él sabe
que sin ver, hondo es el pensamiento
y hay
que escarbar en el yo que redime
en
intento de abrir, con el mayor sigilo,
una
puerta entornada y esperar que esta ceda;
entrar
sin hacer ruido.
Saber quién nos aguarda.
La actitud contraria sería indecencia,
estupidez, mala conciencia. Tal ocurre en el tiempo duro que nos ha tocado
vivir, donde se potencia el olvido de Dios: Tan
terco y tan oculto, ahora que se dice/de tu nombre olvidado en el cruce de
épocas,/de tu divinidad tan entredicha,/como si fuera fácil olvidarte en la
historia… De este olvido se desprenden dos actitudes. Aparece con fuerza la
actitud satánica de los muchos, esto es, el intento estúpido de disolución en
la exterioridad; otros, los menos, adoptan la actitud luciferina del
encastillamiento soberbio en el yo y despliegan una mirada escéptica de voyeur sobre las cosas, una sonrisa
congelada donde habita el terror. Son actitudes contrapuestas y extremas, sin
posible resolución y estériles en sí mismas, que abocan a la destrucción. La
sed de infinito sólo se puede aplacar, tras el anhelo de un ser infinito, con
el descanso en un ser infinito. Sin embargo, este Dios que colma —el de la fe
del cristiano— no es un Dios distante, diferentemente otro, inaprensible,
perdido en su infinitud, y en este sentido, imposible y absurdo para la razón.
Es un Dios encarnado, hecho hombre, contingente en cuanto histórico, y por eso
mismo mediador, verdadero Pontífice. Este Dios es Cristo Jesús, el nazareno,
que anduvo por las tierras áridas de Judea y ha dejado un rastro en la
historia, unas huellas visibles, palpables, Véase Comienzos:
No
puedo presentirte en las praderas.
Sólo en
la tierra árida,
en los
montes y lomas
de un
seco territorio.
Allí
donde Dios pudo
dejar
su huella humana
con la
pesada carga del prodigio.
La coherencia interior, la sinceridad con uno
mismo, la convergencia de las señales, la predisposición a que induce la íntima
comprensión de nuestra grandeza y nuestra miseria, la ganancia segura que
ofrece la elección de Dios ante la perspectiva de una vida vacía e inane,
perdida o disuelta a la búsqueda del placer que nunca se satisface o encastillada
en la solitud de un yo impostado, todo ello lleva a La Apuesta, a la resolución de la disyuntiva del modo más razonable
porque se tiene la seguridad de que sólo así se adquiere el sentido para la
vida, se colma ésta de consuelo y se plenifica poco a poco de una luz mayor. Esta
es la resolución inequívoca que adopta Dionisia, pues cae por su peso, sin
forzar la disyuntiva, desprendida de forma inocente o natural. Claramente
aparece en el poema que lleva por título Ser
y No Ser:
Apostar
es la fuerza, el inocente impulso
que
ilumina esa estancia de paciencias,
un
refugio mayor que nos redime,
y ayuda
a caminar entre consuelos.
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los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
Jesús Cánovas Martínez es filósofo, poeta y narrador. Ha publicado recientemente la novela El quinto camino.
http://elarcodeltriunfocanovas.blogspot.com.es/2013/11/el-quinto-camino-el-caballero-y-la-dama.html
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Muy agradecido. Quien lea La Apuesta de Dionisia García no quedará defraudado.
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