"BERCK". Max Blecher
DOSSIER
MAX
BLECHER (1909-1938)
Max
Blecher, poco conocido aún en España, es una figura literaria
rumana y centroeuropea del periodo de entreguerras.
Poeta y prosista excepcional. Este artículo de Joaquín Garrigós
Bueno se ocupa de presentarnos al Blecher prosista, y lo acompaña
con su traducción del reportaje que Blecher luego desarrolló en la novela Corazones
cicatrizados. (En otro artículo, trataremos del poeta
Max Blecher, autor casi de un único y genial libro, Cuerpo transparente, traducido al
español por Joaquín Garrigós y publicado en la editorial Rosa
Cúbica, de Barcelona, en 2008).
PARA
DESCUBRIR A MAX BLECHER
Por
Joaquín Garrigós Bueno
traductor y ex-director del Instituto Cervantes de
Bucarest
Max Blecher (1909-1938)
es uno de los grandes escritores de la que se llamó «joven
generación» de la literatura rumana. Su obra está marcada por un
hecho capital en su vida y que tendrá una proyección en su obra: a
los diecinueve años enfermó de tuberculosis ósea y pasó el resto
de su breve vida inmovilizado dentro de un corsé de escayola, con
una existencia casi de larva. Se le ha llamado el Kafka rumano. Émulo
del escritor checo, de Bruno Schultz y de Walser, pero que, a
diferencia de ellos, escribió en una lengua sin circulación, lo
cual le impidió convertirse en escritor europeo. Novelista y poeta,
su literatura es eminentemente surrealista, en cuya corriente se
integró. André Breton le publicó algunos poemas en francés
escritos durante su estancia en el sanatorio de Berck.
Aun cuando su debut
literario fue acogido con entusiasmo, entre otros, por Eugène
Ionesco, no fue lo suficientemente valorado hasta hace poco. Primero,
su condición de judío lo condenaba casi al ostracismo en una época
trágica; segundo, durante los años del poder comunista, el
surrealismo era duramente combatido por el sistema.
En el presente
reportaje, Blecher narra con sutil ironía la vida en un mundo
infernal, el sanatorio de Berck-sur-Mer, en el Canal de la Mancha, en
el que pasó tres años. Es el prolegómeno de su genial novela
autobiográfica Corazones cicatrizados, que publicará dos años más
tarde (ed. española de Ed. Pre-Textos, Valencia, 2009, trad. Joaquín
Garrigós).
El escritor, con su madre, en la playa de Berck
MAX
BLECHER
BERCK
(La
ciudad de los condenados)
Hay
en la línea férrea París-Boulogne una estación en la cual todos
los trenes se detienen más de un minuto. Es Rang-du-Fliers, donde se
hace transbordo a Berck.
El
viajero no alertado, que se restriega soñoliento los ojos y saca la
cabeza por la ventanilla para mirar al exterior, tiene por un
instante una visión de pesadilla.
Mientras
en todas las estaciones acostumbra asistir al trajín habitual de
viajeros que suben y bajan por las escalerillas del tren, allí, con
infinitas precauciones, enfermeros y mozos de cuerda bajan de los
vagones camillas con enfermos cadavéricos. Cojos con muletas y
raquíticos que cuelgan desesperados del recio brazo de sus
acompañantes. Son los peregrinos de Berck, la ciudad-sanatorio, la
ciudad más impresionante del mundo. La Meca de la tuberculosis ósea.
Todo
ese mundo tiene su asiento en un tren pequeño como de juguete, con
una locomotora que más bien parece un camello y que arranca
despacio, resuella con estrépito y echa mucho humo, mucho, demasiado
para recorrer una distancia de solo cinco kilómetros. Es el famoso
tortillard, el trenecito de Berck, siempre repleto de enfermos
y sus allegados.
Como
es lógico, durante el trayecto se habla solamente de la enfermedad,
los enfermos, remedios y tratamientos. Yo diría que en este
trenecito se debate más de patología que en todas la Academias de
Medicina juntas.
El
viajero, ya prevenido de que en Berck cinco mil enfermos yacen
inmóviles dentro de un caparazón de yeso, espera ver por todas
partes, nada más entrar en la ciudad, signos reveladores de esta
singular y triste característica. Se queda muy sorprendido cuando
pone el pie en una pequeña ciudad normal y corriente de provincias
con una Avenue de la Gare idéntica a la de las demás
ciudades provincianas francesas, con la habitual calle comercial, con
unas gentes que van de compras como en cualquier otro sitio y con
casas viejas y pasadas de moda que huelen de lejos a moho y a
cerrado.
Mas
el contacto con la auténtica fisonomía de Berck se produce de
repente, al volver una esquina y ver aparecer el primer carrito de
enfermo. La impresión lo deja estupefacto.
Imagínense
una especie de landó rectangular con una capota detrás, una especie
de cajón, una especie de barca con ruedas en donde yace un hombre
acostado y envuelto con una manta, el cual guía al caballo. Quizá
supondrían que se trata de alguien que está sentado y muy inclinado
hacia atrás en un carruaje, en una posición cómoda y más o menos
normal. No. El enfermo está totalmente acostado sobre un bastidor de
madera colocado en el carrito y mira unicamente al cielo, a ninguna
otra parte. No vuelve la cabeza ni a derecha ni a izquierda; no la
levanta ni la mueve. Mira de manera fija por encima de él a un
espejo colocado en un soporte que puede moverse en todas direcciones.
El carrito avanza, gira, esquiva a un niño, se para delante de una
tienda y el conductor ha estado todo el tiempo con la mirada perdida
en las alturas, mientras sus manos tiran de las riendas a una y otra
parte con los gestos del ciego que camina por sus propias tinieblas.
En la fijeza de esa mirada en el espejo hay algo irreal y triste,
algo que en verdad se parece al modo de caminar de los ciegos que
tantean febriles la acera con el bastón, mientras los ojos blancos
miran inexpresivos al vacío.
Por
lo demás, el enfermo del carrito va correctamente vestido, lleva una
chaqueta abierta, corbata, pañuelo blanco en el bolsillo de arriba y
guantes.
¿Quién
supondría que debajo de la camisa porta un caparazón de yeso, una
verdadera trampa hermética a medida del cuerpo, una cota de mallas
rígida y blanca que, tal vez, no se haya quitado desde hace tres
meses?
Algo
sobre el yeso
…Y
es que Berck es la ciudad de la inmovilidad y del yeso. Allí acuden,
desde todos los rincones del mundo, los huesos rotos y roídos para
que los enderecen y consoliden. Gibosidades que deforman la columna
vertebral con ondulaciones de serpentina, articulaciones dislocadas,
vértebras carcomidas, dedos deformes, codos salientes y piernas
torcidas confían en el milagro del yeso. Este fija, endereza y
suelda. En Berck el yeso es la materia específica de la ciudad, al
igual que en Creuzot es el acero, en Liverpool el carbón y en Bakú
el petróleo.
Hay
escayolas que aprietan solo un dedo y otras que revisten todo el
cuerpo. Las hay que parecen una tubería de la que el enfermo sale
cuando quiere y otras cerradas herméticamente que se quedan pegadas
al cuerpo durante meses y meses. Estas son las más horribles. Además
del tormento de sentir el picor del yeso directamente en el cuerpo
cuando el enfermo yace tres días en una especie de cenagal frío y
agobiante, habrá de sufrir durante varios meses la tortura de no
poder lavarse. Como fácilmente se comprenderá, en ese tiempo se
forma sobre la piel una costra gruesa de suciedad que mortifica con
un escozor y una comezón infernales. Pero este tipo de escayolas
cerradas se hacen hoy día cada vez menos.
Una
ciudad horizontal
En
una guía que puede comprarse en cualquier librería, leerán
uestedes que Berck goza en la costa del Canal de la Mancha de una
posición excepcional gracias al golfo de Authie, el cual dirige las
corrientes marinas en un sentido favorable a esa localidad.
También
se enterarán de que el aire de Berck es extraordinariamente limpio,
extraordinariamente puro, el más puro del mundo, con solo cuatro
bacterias por metro cúbico, mientras que el de París contiene más
de novecientas mil en el mismo volumen. Para un enfermo que va a
cuidar su salud y sabe que tendrá que estar durante años en Berck,
ese dato no está desprovisto de importancia.
No
obstante, puedo asegurarles que ninguno, absolutamente ninguno de los
cinco mil enfermos de Berck acudió allí atraído por el reclamo de
las corrientes marinas ni por la pureza del aire.
El
secreto de esa aglomeración de enfermos es otro: en Berck, los
tullidos, los cojos, los paralíticos, los desheredados de la vida,
los que en otras ciudades viven como auténticos parias de la
sociedad, escondidos por las familias, encerrados en cuartos
insalubres, humillados profundamente por la vida que transcurre
desafiante a su alrededor, en Berck vuelven a ser personas normales.
Tienen
a su disposición toda una ciudad organizada de tal forma que, aun
acostados y sin interrumpir ni por un instante su tratamiento, podrán
llevar la vida más normal posible.
Acostados
«van» al cine, acostados se pasean con el carrito, acostados
frecuentan locales de recreo, acostados «acuden» a conferencias y
acostados se hacen visitas.
Sus
carritos pueden entrar en todas las casas de Berck, en todos los
locales y en todas las tiendas: en Berck ninguna casa tiene umbral.
Alguien organizó allí la vida dándole un giro de 90º y la vida
horizontal resultó ser perfectamente posible.
En
los grandes hoteles, donde los enfermos están en habitaciones que no
tienen nada que las diferencien de otras habitaciones hoteleras, hay
también comedores para ellos, adonde se les transporta con el
carrito a las distintas mesas.
El
aspecto de uno de esos comedores es a la vez extraño y fastuoso.
Esto último porque se asemeja a un festín romano en el que todos
los convidados están tumbados, y extraño porque la palidez
enfermiza de los comensales le hace a uno pensar en un relato
alucinante de Edgar Allan Poe.
El
espectáculo más inesperado quizá sea el estival, en la playa,
cuando los enfermos se ven rodeados de hermosas mujeres y flirtean
con ellas. Y esos galanteos no siempre son inocentes. Ya les dije que
los enfermos acuden a Berck porque allí vuelven a ser personas
normales…
También
hay dramas, desde luego, y desplomes morales terribles. Pero
raramente tienen un desenlace trágico. El invierno pasado, dos
enamorados, una exaltada y un enfermo incurable, se suicidaron en
Berck bajo la cruz de un vía crucis. Aquello causó sensación y los
periodistas de París bordaron excelentes artículos sobre la
tragedia de Berck. Pero lo cierto es que tales casos son
excepcionales.
Con
el ritmo absorbente de la vida casi normal que llevan allí, los
enfermos soportan sus desdichas con facilidad.
Es
el milagro moral de Berck.
¿Qué
es una gutiera?
Los
paseos en carrito son una auténtica providencia para los enfermos.
Pero
una providencia cara y lujosa. Los enfermos pagan en Berck entre 25 y
30 francos por varias horas de carrito. La municipalidad, para gran
consternación de los enfermos y los visitantes de Berck, no ha
intervenido nunca para regularizar los precios del alquiler. En
nuestra moneda, los enfermos pagan en torno a 50 leus la hora; o sea,
casi lo que costaría el consumo de gasolina de un coche elegante. En
Berck, el carrito tirado por un caballo, como ven, representa más o
menos el lujo de poseer un Rolls Royce.
En
tales condiciones, los efectos benéficos de la brisa marina y el
esparcimiento de los paseos quedarían reservados en exclusiva a un
número restringido de privilegiados si Berck no conociese también
una providencia para los que andan faltos de medios materiales. Esta
se llama gutiera. La gutiera es un invento que transforma a un
enfermo en un hombre sano. Reúne las funciones de la cama, del
carrito y de las piernas. Una gutiera es un carrito con cuatro ruedas
grandes de caucho, con un bastidor de las dimensiones estrictas del
cuerpo sobre el que yace el enfermo, con muelles potentes entre
bastidor y ruedas que amortiguan los choques y asperezas del camino.
En
los sanatorios para enfermos con menos recursos, donde las salas son
colectivas y los enfermos permanecen en la cama, la gutiera solo se
utiliza para pasear a orillas del mar. Sin embargo, en ciertos
hoteles y villas particulares el enfermo no abandona nunca la
gutiera. En ella duerme, en ella come y en ella sale de paseo.
En
su cuarto, el enfermo baja los brazos y puede conducir con las manos
las ruedas en todas direcciones. Los he visto que «iban» así a la
biblioteca y cogían un libro del estante o bien pasear solos por los
pasillos.
Cuando
alguno necesita hacer compras en la ciudad, se telefonea enseguida a
un sanatorio cercano y un antiguo enfermo o un convaleciente acude
para empujarle la gutiera por la población.
Por
ese trabajo cobra cinco francos. Un hombre en Berck es más barato
que un caballo y presta más o menos los mismo servicio.
Hoteles
y sanatorios
El
folleto de propaganda de Becker dice claramente: En Berck hay
instituciones para el cuidado de enfermos al alcance de todos los
bolsillos. Esto es totalmente cierto. Pero la diferencia entre un
hotel up-to-date y un sanatorio «de precio reducido» viene a
ser la misma que entre un caballero bien vestido con ropas
gris-cendré y una flor en el ojal y un mendigo andrajoso que
le tiende la mano para pedir limosna.
Todos
los grandes hoteles de Berck cuentan con espléndidos parterres de
flores, pistas de tenis, ascensores y agua corriente. Todos los
sanatorios «de precio reducido» tienen humedad en las paredes,
pasillos malolientes y suelos sucios. La diferencia de tratamiento
moral y clínico entre ambas categorías de instituciones concuerda
por completo con su aspecto exterior. Una excepción muy honrosa a
ese estado de cosas la constituyen dos grandes hospitales para
pobres, de una organización admirable y muy correcta. Son el
Hospital Marítimo, que pertenece a la asistencia pública de París,
y el Hospital Franco-Americano, obra de beneficencia. Pero, por
desgracia, en el primero solo se acoge a parisinos y en el segundo
hay muy pocas plazas. El enfermo carente de medios, ante la
imposibilidad de entrar en ninguna de estas instituciones, cae
fatalmente en las garras de los empresarios de sanatorios «de precio
reducido».
Berck,
la ciudad de los condenados
Cinco
mil enfermos de tuberculosis ósea yacen en Berck inmovilizados en
una escayola esperando su curación. La terrible enfermedad siente
predilección por las articulaciones (las vértebras, la cadera, las
rodillas) y una articulación afectada hay que inmovilizarla
inmediatamente. Cinco mil enfermos yacen tendidos en su carrito o en
su lecho, perdidos en ensueños, sumergidos en lecturas sin fin y
desmaterializados en la contemplación infinita de las inmensidades
del océano.
Las
curaciones son lentas, terriblemente lentas, pero llegan. Hoy
alcanzan proporciones impensables antaño. En los cincuenta años de
existencia de Berck, a través de una organización terapéutica
racional y cada vez más perfeccionada, se ha conseguido reducir la
mortalidad de la tuberculosis ósea del 80%, como ocurría en el
siglo pasado, al 5%. Es un resultado único en los anales de la
medicina.
Además,
los enfermos llevan en Berck una vida normal y la maldición de la
horrorosa coacción física a la que están sometidos les parece más
soportable en medio de una comunidad de casos casi idénticos.
Pero
las visiones impresionantes no faltan de Berck. Desde la carga de los
enfermos en los carritos, que tanto se asemeja a la colocación de
los ataúdes en los coches fúnebres (el carrito, como el coche
fúnebre, dispone de un rodillo sobre el cual el bastidor del enfermo
se desliza adentro), hasta el espectáculo de enfermos sudorosos a
pleno sol que hacen trabajos de punto para los veraneantes y ganar
así algún dinero, Berck está lleno de escenas dramáticas e
impresionantes. Mas nunca he visto nada más desgarrador, más
profundamente humano y más triste que la misa de Nochebuena en
Berck.
Los
católicos celebran en la iglesia, a medianoche, la llegada al mundo
del Niño Jesús.
Nada
hay más impresionante que la extraordinaria emoción de los enfermos
y su palidez extática en medio del silencio solemne de la iglesia a
medianoche.
Acá
y acullá, una madre o un familiar que llora con desconsuelo
llevándose el pañuelo a los ojos, mientras el sacerdote imparte la
sagrada comunión a los enfermos, transfigurados y trémulos cuando
reciben la sagrada forma.
En
el momento de la elevación, cuando todos los fieles se arrodillan,
los enfermos se limitan a llevarse la mano a los ojos.
Entonces,
en la iglesia, el silencio se hace más hondo, más abrumador,
mientras afuera las ráfagas de lluvia chocan contra los muros de
tabla y el viento aúlla una melopea siniestra, como un llamamiento
de todos los condenados del mundo, como un conmovedor llanto
universal.
1934
Traducción
del rumano por Joaquín Garrigós*
Joaquín
Garrigós Bueno (Orihuela, Alicante, 1942). Es Intérprete jurado de
lengua rumana. Ha sido Director del Instituto Cervantes en Bucarest.
Licenciado en Derecho y en Filología Hispánica, por la Universidad
de Murcia y Doctor honoris causa por la Universidad del Oeste "Vasile
Goldis", de Arad, Rumania.
Su
labor de traductor de literatura rumana mereció, en 1998, el premio
de la Unión de Escritores de Rumania, por la traducción del libro
La noche de San Juan; el Premio Poesis de traducción, de Satu Mare,
Rumania, en 2006, y el Premio de traducción del Festival Días y
Noches de Literatura, Rumania, en 2007. Medalla Conmemorativa "Mircea
Eliade" concedida por la Presidencia de Rumania en 2006, por la
contribución a la difusión del autor de La noche de San
Juan (Mircea Eliade, traducción en Herder, Barcelona, 1998). Ha
traducido a poetas, novelistas y ensayistas rumanos, clásicos y
actuales; entre una larga lista: Cioran, Manea,
Blecher, Camil Petrescu, Denisa Comanescu, Elena Liliana Popescu,
Alexandru Ecovoiu, etc. Sus dos
últimas traducciones publicadas son: El
libro de los susurros,
de Varujan
Vosganian (Pre-Textos,
Valencia, 2010), y La rusa, Gib
Mihaescu (Pre-Textos,
Valencia, 2012).
Tremendo, sin concesiones.
ResponderEliminarSr Joaquin Garrigós estoy impresionada por su relato. Soy una superviviente de tuberculosis pulmonar, y nunca imaginé que la tuberculosis ósea fuera tan tan difícil y dura de curar. Agradezco desde lo más hondo de mi corazón haya traducido la novela de Blecher. Gracias.
ResponderEliminarSigo las traducción de casi todos sus libros con muchos interés, El libro de los susurros forma parte de mis lecturas clásicas.
Brevemente le saludo y le deseo muchos años de vida.
Afectuosamente,
Sira Domènech